Читать книгу Última oportunidad - Харлан Кобен - Страница 9

6

Оглавление

No había escapatoria.

Añoraba el entumecimiento. Añoraba el estado comatoso del hospital. Añoraba aquella bolsa de suero y el flujo continuo de la anestesia. Me habían arrancado la piel. Tenía las terminaciones nerviosas al aire. Lo sentía todo.

El miedo y la angustia me atenazaban. El miedo me encerró en una habitación, mientras que la angustia —la terrible convicción de que lo había estropeado todo y no podía hacer nada para aliviar el tormento de mi hija— me envolvió en una camisa de fuerza y apagó las luces. Podía muy bien estar perdiendo la cabeza.

Pasaron los días en una niebla pegajosa. Me pasaba el tiempo sentado junto al teléfono; varios teléfonos, en realidad. El teléfono de mi casa, mi móvil, y el móvil del secuestrador. Compré un cargador para el móvil del secuestrador, para que siguiera funcionando. Me sentaba en el sofá. Los teléfonos estaban a mi derecha. Intenté apartar la vista de ellos, incluso mirar la televisión, porque recordaba aquel viejo dicho de que cuando miras un hervidor el agua nunca hierve. Pero seguía mirando de reojo los condenados teléfonos, con miedo a que pudieran salir volando, deseando que sonaran.

Intenté echar mano de aquella conexión sobrenatural padre-hija otra vez, la que antes había insistido en que Tara estaba viva. El pulso seguía allí, pensé (o al menos me obligué a creerlo), latiendo débilmente, la conexión ahora, a lo sumo, era tenue.

«No habrá otra oportunidad...»

Para aumentar mi culpabilidad, la noche anterior había soñado con una mujer que no era Monica, sino Rachel, mi antiguo amor. Fue uno de aquellos sueños en que se mezclan tiempo y realidad, donde el mundo es totalmente extraño e incluso contradictorio y, sin embargo, nada te parece raro. Rachel y yo estábamos juntos. Nunca habíamos roto a pesar de que habíamos estado separados todos aquellos años. Yo tenía treinta y cuatro años, pero ella no había envejecido ni un día desde que me dejó. Tara seguía siendo mi hija en el sueño —de hecho, nunca la habían secuestrado—, pero de algún modo también era hija de Rachel, aunque Rachel no era la madre. Todos hemos tenido esta clase de sueños. Nada tiene lógica, pero no te cuestionas nada de lo que ves. Cuando me desperté, el sueño se esfumó como suelen hacer los sueños. Me quedé con un mal sabor y una añoranza que tiraba de mí con una fuerza inesperada.

Mi madre pasaba demasiado tiempo conmigo. En aquel momento acababa de colocar otra bandeja de comida delante de mí. La ignoré y, por millonésima vez, mi madre repitió su mantra:

—Tienes que estar fuerte para Tara.

—Claro, mamá, la clave de todo esto es estar fuerte. A lo mejor si hago muchas flexiones, Tara volverá.

Mamá negó con la cabeza, sin dejarse provocar. Lo que le había dicho era una crueldad. Ella también sufría. Su nieta había desaparecido y su hijo estaba en un estado lamentable. La vi suspirar y volver a la cocina. No me disculpé.

Tickner y Regan me visitaban a menudo. Me recordaban que el sonido y la furia de Shakespeare no significan nada.[2] Me hablaban de todas las maravillas tecnológicas que se estaban utilizando en la búsqueda de Tara: cosas que tenían que ver con el ADN y las huellas dactilares, con cámaras de seguridad y aeropuertos, peajes, estaciones de tren, localizadores, vigilancias y laboratorios. Soltaban los manidos tópicos de poli como «no dejaremos ninguna piedra sin remover» o «todas las vías posibles». Yo asentía con la cabeza. Me hicieron mirar fotografías, pero el hombre de la bolsa con la camisa de franela no estaba en ninguno de los libros.

—Hemos comprobado si existía B & T Electricistas —me dijo Regan la primera noche—. La empresa existe, pero utilizan letreros magnéticos de los que se pueden arrancar del camión. Alguien les robó uno hace dos meses. Pensaron que no valía la pena denunciarlo.

—¿Qué me dice de la matrícula? —pregunté.

—El número que nos dio no existe.

—¿Cómo puede ser?

—Utilizaron dos matrículas viejas —explicó Regan—. Mire, lo que hicieron es cortar las matrículas por la mitad y luego juntaron la parte izquierda de una con la mitad derecha de la otra.

Me limité a mirarle.

—Esto tiene una parte buena —añadió Regan.

—¿Ah, sí?

—Significa que tratamos con profesionales. Sabían que si usted se ponía en contacto con nosotros, estaríamos apostados en el centro. Encontraron un lugar para la entrega donde no podíamos entrar sin ser vistos. Nos han hecho seguir pistas inútiles con el rótulo falso y las matrículas mezcladas. Como he dicho, son profesionales.

—¿Y esto es bueno por...?

—Los profesionales no suelen ser sanguinarios.

—¿Entonces qué están haciendo?

—Nuestra teoría —dijo Regan—, es que le están ablandando, para poder pedirle más dinero.

Ablandándome. Estaba funcionando.

Mi suegro llamó después del fracaso de la entrega. Noté la decepción en la voz de Edgar. No quiero parecer desagradecido —Edgar era el que había puesto el dinero y dejó claro que lo haría otra vez—, pero la decepción parecía más causada por mí, porque no había seguido su consejo en lo de no hablar con la policía, que por el resultado final.

Por supuesto, tenía toda la razón. Yo lo había estropeado todo, lo había echado a perder.

Intenté participar en la investigación, pero la policía no me daba precisamente alas. En las películas las autoridades cooperan y dan información a la víctima. Naturalmente hice muchas preguntas a Tickner y a Regan sobre el caso. No me respondieron a ninguna. Nunca hablaban de detalles conmigo. Afrontaban mis interrogatorios casi con desprecio. Por ejemplo, quería saber más sobre cómo habían encontrado a mi esposa, por qué estaba desnuda. Se cerraron en banda.

Lenny venía mucho por casa. Tenía dificultades para mirarme a los ojos porque él también se culpaba de haberme animado a hablar. (Las caras de Regan y Tickner fluctuaban entre la culpabilidad porque todo había salido mal y una culpabilidad de otra clase, como si quizá yo, el apenado marido y padre, hubiera estado detrás de todo.) Querían saber detalles de mi frágil matrimonio con Monica. Querían saber más de mi arma desaparecida. Era exactamente como lo había predicho Lenny. Cuanto más tiempo pasaba, más apuntaban las autoridades sus miradas sobre el único sospechoso disponible.

Atentamente suyo.

Cuando se cumplió el hito de una semana, la presencia de la policía y el FBI empezó a disminuir. Tickner y Regan apenas venían. Miraban el reloj más a menudo. Se disculpaban para hablar por teléfono de otros casos. Yo lo comprendía, por supuesto. No se habían presentado pistas nuevas. La situación se iba calmando. Una parte de mí agradecía el respiro.

Y de pronto, al noveno día, todo cambió.

A las diez, empezaba a desnudarme para meterme en la cama. Estaba solo. Quiero a mi familia y a mis amigos, pero ellos se habían dado cuenta de que necesitaba tiempo para estar solo. Se habían marchado todos antes de cenar. Encargué comida a Hunan Garden y, siguiendo las instrucciones previas de mi madre, comí para recuperar las fuerzas.

Miré el despertador de la mesita. Por esto supe que eran exactamente las 22:18. Miré por la ventana, sólo una mirada general. En la oscuridad, estuve a punto de pasarlo por alto —al menos no lo reconocí de forma consciente—, pero algo llamó mi atención. Me paré y miré de nuevo.

De pie en el paseo de mi casa, una mujer miraba hacia la casa, inmóvil como una piedra. Me pareció que estaba mirando. No estaba del todo seguro. Su cara estaba a la sombra. Tenía el pelo largo —esto pude deducirlo de su silueta— y llevaba un abrigo largo. Tenía las manos metidas en los bolsillos.

Estaba allí quieta.

No estaba seguro de qué significaba. Evidentemente habíamos salido en los medios. Pasaban periodistas a todas horas. Miré arriba y abajo de la calle. No había coches, ni furgonetas de prensa, nada. Había venido a pie. Esto tampoco era raro. Vivo en un barrio de las afueras. La gente pasea a todas horas, normalmente con un perro, con un cónyuge, o con ambos, pero tampoco era asombroso que una mujer caminara sola.

Entonces, ¿por qué se había detenido?

«Curiosidad morbosa», pensé.

Parecía alta desde allí, pero esto era pura conjetura. No sabía qué hacer. Una sensación de inquietud me recorrió la columna. Cogí una chaqueta de chándal y me la puse encima del pijama. Hice lo mismo con unos pantalones y unas zapatillas. Volví a mirar por la ventana. La mujer se puso rígida.

Me había visto.

La mujer se volvió y se alejó apresuradamente. Se me encogió el pecho. Intenté abrir la ventana. Estaba atrancada. Golpeé los lados para soltarla y lo intenté de nuevo. Se abrió un par de centímetros de mala gana. Acerqué la boca a la abertura.

—¡Espere!

Ella aceleró el paso.

—Espere un momento, por favor.

La mujer echó a correr. Maldita sea. Me volví y eché a correr tras ella. No tenía ni idea de dónde tenía las zapatillas y no tenía tiempo para ponerme los zapatos. Salí corriendo de la casa. La hierba me cosquilleó los pies. Corrí en la dirección que había tomado la mujer. Intenté seguirla, pero la había perdido.

Cuando volví a entrar en casa, llamé a Regan y le conté lo que había pasado. Mientras lo hacía me di cuenta de lo tonto que sonaba. Una mujer había estado mirando mi casa. Vaya cosa. Regan tampoco parecía muy impresionado. Me convencí a mí mismo de que no era nadie, sólo una vecina curiosa. Me metí en la cama, puse la televisión, y finalmente cerré los ojos.

Sin embargo, la noche no había terminado.

Eran las cuatro de la madrugada cuando sonó el teléfono. Estaba sumido en el estado que ahora es para mí el sueño. Ya no duermo de verdad. Estoy por encima del sueño con los ojos cerrados. Las noches pasan arrastrándose como los días. La separación entre las unas y los otros es una cortina finísima. Por la noche, mi cuerpo logra descansar, pero mi mente se niega a dejar de funcionar.

Con los ojos cerrados, estaba repasando la mañana del ataque por milésima vez, con la esperanza de recordar algo nuevo. Empezaba por donde estaba entonces: en el dormitorio. Recordaba que había sonado el despertador. Lenny y yo íbamos a jugar al tenis aquella mañana. Hacía un año que habíamos empezado a jugar todos los miércoles, y habíamos progresado hasta el punto de que nuestros partidos habían pasado de «lamentables» a «casi terapéuticos». Monica estaba ya despierta, duchándose. Yo tenía que operar a las once. Me levanté y fui a ver a Tara. Volví al dormitorio. Monica había salido de la ducha y se estaba poniendo los vaqueros. Bajé a la cocina, todavía en pijama, abrí el armario de la derecha de la nevera Westinghouse, elegí la barrita de cereales de frambuesa (le había contado este detalle a Regan hacía poco, como si pudiera tener importancia), y me incliné sobre el fregadero mientras me la comía...

Bang, y ya está. Nada más hasta el hospital.

Sonó el teléfono. Abrí los ojos.

Busqué el teléfono con la mano. Lo descolgué y dije:

—¿Diga?

—Soy el detective Regan. Estoy con el agente Tickner. Estaremos en su casa dentro de dos minutos.

Tragué saliva.

—¿Qué pasa?

—Dos minutos.

Colgó.

Salté de la cama. Miré por la ventana, casi esperando volver a ver a aquella mujer. No había nadie. Mis vaqueros del día anterior estaban tirados en el suelo. Me los puse. Me pasé una camiseta por la cabeza y bajé por la escalera. Abrí la puerta de la casa y miré hacia fuera. Un coche de la policía dobló la esquina. Conducía Regan. Tickner iba a su lado. No creo haberlos visto llegar nunca en el mismo coche.

Sabía que no podían traer buenas noticias.

Los dos hombres bajaron del coche. Me entraron náuseas. Me había preparado para aquella visita desde que la entrega del rescate había salido mal. Incluso había llegado a ensayar mentalmente cómo sucedería: cómo me soltarían el golpe de martillo y cómo asentiría yo con la cabeza, les daría las gracias y me disculparía. Practiqué mi reacción. Sabía con precisión cómo sucedería todo.

Pero ahora, mientras observaba cómo se acercaban Regan y Tickner, mis defensas se desmontaron. Me entró el pánico. Mi cuerpo se puso a temblar. Apenas me sostenía en pie. Las rodillas me fallaban, y tuve que apoyarme en el marco de la puerta. Los dos hombres caminaron hacia mí. Me recordaba una vieja película de guerra, la escena en que los oficiales van a casa de la madre con caras solemnes. Negué con la cabeza, deseando que se fueran.

Cuando llegaron a la puerta, los dos hombres me hicieron entrar en casa.

—Tenemos que mostrarle algo —dijo Regan.

Me volví y les seguí. Regan encendió una lámpara, pero no daba mucha luz. Tickner fue hacia el sofá. Abrió su ordenador portátil. La pantalla se encendió, bañándole de luz azul.

—Ha surgido algo —explicó Regan.

Me acerqué más.

—Su suegro nos dio una lista de los números de serie de los billetes del rescate, ¿recuerda?

—Sí.

—Uno de los billetes se utilizó ayer por la tarde en un banco. El agente Tickner le va a mostrar una imagen de vídeo.

—¿Del banco? —pregunté.

—Sí. Descargamos el vídeo en su portátil. Hace doce horas, alguien llevó un billete de cien dólares al banco para cambiarlo por billetes pequeños. Queremos que eche un vistazo al vídeo.

Me senté junto a Tickner. Él apretó una tecla. El vídeo empezó inmediatamente. Yo lo esperaba en blanco y negro, o de mala calidad, con grano. Aquel vídeo no era así para nada. El ángulo estaba tomado desde arriba y en un color casi brillante. Un hombre calvo hablaba con el cajero. No tenía sonido.

—No le conozco —dije.

—Espere.

El calvo hablaba con el cajero. Parecía que intercambiaran unas palabras jocosas. Recogía un papel y se despedía. El cajero también le hacía un gesto de despedida. Otra persona de la fila se acercaba a la caja. Me oí gemir.

Era mi hermana, Stacy.

El entumecimiento que tanto había deseado se apoderó de mí. No sé por qué. Tal vez porque dos emociones contrapuestas tiraban de mí al mismo tiempo. Una, el miedo. Lo había hecho mi propia hermana. Mi propia hermana, a la que tanto amaba, me había traicionado. Pero, la otra, era de esperanza: ahora teníamos esperanza. Teníamos una pista. Y si había sido Stacy, no podía creer que le hiciera daño a Tara.

—¿Es su hermana? —preguntó Regan, señalándola en la imagen con el dedo.

—Sí. —Le miré—. ¿Dónde la tomaron?

—El Catskills —dijo—. Un pueblo llamado...

—Montague —terminé yo por él.

Tickner y Regan se miraron.

—¿Cómo lo sabe?

Pero yo ya me dirigía a la puerta.

—Sé dónde está.

Última oportunidad

Подняться наверх