Читать книгу Última oportunidad - Харлан Кобен - Страница 5

2

Оглавление

—Hacemos cuanto podemos —dijo Regan con una voz que sonaba demasiado ensayada, como si hubiera estado junto a mi cama, mientras yo estaba inconsciente, practicando para el momento—. Como le he dicho, al principio no sabíamos si se trataba de una desaparición. En este sentido perdimos un tiempo precioso, pero ahora lo hemos recuperado. Hemos mandado la foto de Tara a todas las comisarías, aeropuertos, peajes, y estaciones de tren y autobús, en un radio de ciento cincuenta kilómetros. Hemos buscado antecedentes de casos de secuestros parecidos, para intentar encontrar una pauta o a un sospechoso.

—Doce días —repetí.

—Hemos pinchado todos sus teléfonos: el de casa, el de la consulta, el móvil...

—¿Por qué?

—Por si llamaba alguien pidiendo un rescate —contestó.

—¿Ha habido alguna llamada?

—No, todavía no.

Volví a apoyar la cabeza en la almohada. Doce días. Había estado doce días en aquella cama mientras mi pequeña estaba... aparté el pensamiento.

Regan se rascó la barba.

—¿Recuerda lo que Tara llevaba puesto aquel día?

Me acordaba. Tenía una cierta rutina matinal: levantarme temprano, acercarme sigilosamente a la cuna de Tara, mirarla. Un bebé no son sólo alegrías. Ya lo sé. Sé que hay momentos de aburrimiento mortal. Sé que hay noches en que su llanto te ataca los nervios como un rallador de queso. No pretendo glorificar la vida con un bebé. Pero a mí me gustaba mi nueva rutina matinal. Mirar el diminuto bulto de Tara me daba fuerzas. Más que esto, creo que era una forma de éxtasis. Algunas personas encuentran el éxtasis en una casa de culto. Yo... —y sé que suena cursi— lo encontraba en aquella cuna.

—Un pelele rosa con pingüinos negros —dije—. Monica lo compró en Baby Gap.

Lo apuntó.

—¿Y Monica?

—¿Qué?

Seguía mirando el cuaderno.

—¿Qué llevaba puesto ella?

—Vaqueros —dije, recordando la forma en que subían por las caderas de Monica—, y una blusa roja.

Regan hizo más anotaciones.

—¿Tiene... ha encontrado alguna pista? —pregunté.

—Seguimos investigando todas las posibilidades.

—No es lo que le he preguntado.

Regan se limitó a mirarme. No era una mirada muy transparente.

Mi hija. Por ahí. Sola. Desde hacía doce días. Pensé en sus ojos, en la luz cálida que sólo ve un padre, y dije algo estúpido:

—Está viva.

Regan ladeó la cabeza como un cachorrillo al oír un nuevo sonido.

—No abandone —dije.

—No abandonaré —contestó, y siguió mirándome de aquella forma curiosa.

—Es que... ¿tiene hijos, detective Regan?

—Dos niñas —dijo.

—Es una estupidez, pero lo sé —añadí. Como supe que el mundo no volvería a ser el mismo cuando Tara nació—. Lo sé —repetí.

No me contestó. Me di cuenta de que lo que estaba diciendo —especialmente viniendo de un hombre que se burla de la idea de la percepción extrasensorial, de lo sobrenatural o de los milagros— era ridículo. Sabía que aquella «sensación» procedía simplemente del deseo. Quieres creértelo con tanta fuerza que tu cerebro reorganiza lo que ve. Pero me aferré a ello de todos modos. Correcto o no, era un salvavidas.

—Necesitaremos más información —dijo Regan—. De usted, su esposa, sus amigos, su economía...

—Más tarde. —Volvió a intervenir la doctora Heller. Se adelantó como si quisiera bloquear la mirada del policía. Su voz era firme—. Necesita descansar.

—Ahora no —dije a la doctora, subiendo el regulador del suero una muesca por detrás de ella—. Ahora necesitamos encontrar a mi hija.


Habían enterrado a Monica en la parcela familiar de los Portman, en la finca de su padre. No asistí al funeral, por supuesto. No sé cómo me hacía sentir esto pero, en realidad, mis sentimientos hacia mi esposa, cuando tenía el valor de ser sincero conmigo mismo, siempre habían sido confusos. Monica poseía la belleza de los privilegiados: pómulos elegantes, pelo negro lacio y sedoso, y ese porte de club de campo que era al mismo tiempo sugerente e irritante. Nuestra boda fue al estilo antiguo: a la fuerza. Bueno, estoy exagerando. Monica estaba embarazada. Yo estaba entre la espada y la pared. La futura llegada me inclinó hacia el matrimonio.

Me enteré de los detalles del funeral por Carson Portman, tío de Monica y el único miembro de la familia que se mantenía en contacto con nosotros. Monica lo quería mucho. Carson me hizo compañía, junto a la cama del hospital con las manos sobre las rodillas. Se parecía mucho al profesor de universidad favorito que todos hemos tenido, con sus gafas de cristales gruesos, la americana de cheviot gastada, y el pelo demasiado largo a lo Albert Einstein a punto de quedarse calvo. Pero tenía los ojos brillantes cuando me contaba con su triste voz de barítono que Edgar, el padre de Monica, había procurado que el funeral de mi esposa fuera una «ceremonia discreta y de buen gusto».

Sobre esto yo no tenía duda alguna. En cuanto a lo de la discreción al menos.

Durante los días siguientes recibí algunas visitas en el hospital. Mi madre —a la que todos llaman Honey— entraba todas las mañanas como una explosión en mi habitación, igual que un chorro de combustible. Llevaba unas Reebok de un blanco deslumbrante, chándal azul con ribete dorado, como si fuera a entrenar a los Rams de Saint Louis, y el pelo, por supuesto bien peinado, estaba encrespado por los excesivos tintes; y toda ella olía ligeramente al último cigarrillo. El maquillaje de mi madre no lograba disimular su angustia por la pérdida de su única nieta. Mostraba una energía sorprendente, al acompañarme día tras día y desprender una constante corriente de histeria. No me importaba. En parte, era como si estuviera histérica por mí, y así, de algún modo, sus estallidos de emoción me ayudaban a mantener la calma.

Pese al calor que hacía en la habitación, y a mis constantes protestas, mi madre me ponía una manta de más en la cama mientras dormía. En una ocasión me desperté —con el cuerpo empapado de sudor, naturalmente— y oí como mi madre le contaba a la enfermera negra de la cofia mi estancia anterior en el Saint Elizabeth, cuando tenía siete años.

—Tuvo salmonela —afirmó Honey en un cuchicheo cons-pirador que era poco menos audible que un megáfono—. Nunca había olido una diarrea como aquélla. Le salía sin ningún control. Aquel olor casi impregnó el papel pintado.

—Ahora tampoco huele precisamente a rosas —contestó la enfermera.


Las dos mujeres se echaron a reír.

El Día Dos de mi recuperación, mi madre estaba de pie junto a la cama cuando me desperté.

—¿Te acuerdas? —dijo.

Me mostraba un Óscar Cascarrabias de felpa que alguien me había regalado durante mi recuperación de la salmonela. El verde se había descolorido convirtiéndose en un menta pálido. Miró a la enfermera.

—Es el Óscar de Marc —explicó.

—Mamá —dije.

Volvió a mirarme. Llevaba demasiado rímel y se le había introducido en las patas de gallo.

—Entonces Óscar te hizo compañía, ¿te acuerdas? Te ayudó a ponerte bien.

Entorné los ojos y luego los cerré. Me vino un recuerdo. Pillé la salmonela por unos huevos crudos. Mi padre tenía la costumbre de añadirlos al batido de leche, por las proteínas. Recuerdo el terror agudo que me atenazó cuando me dijeron que tendría que quedarme a pasar la noche en el hospital. Mi padre, que se había roto el tendón de Aquiles hacía poco jugando al tenis, estaba enyesado y con mucho dolor. Pero vio mi pánico y como siempre se sacrificó. Estuvo todo el día trabajando en la fábrica y pasó la noche en una silla junto a mi cama. Estuve diez días en el Saint Elizabeth y mi padre durmió todas las noches en aquella silla.

Mi madre se dio la vuelta de repente y me di cuenta de que se había acordado de lo mismo. La enfermera se despidió rápidamente. Puse una mano en la espalda de mi madre. Ella no se movió, pero la sentí temblar. Miraba fijamente el Óscar descolorido que tenía en la mano. Se lo quité suavemente.

—Gracias —dije.

Mi madre se secó los ojos. Esta vez mi padre no vendría al hospital, lo sabía, y aunque estoy seguro de que mi madre le había contado lo ocurrido, no podía estar seguro de que lo hubiera comprendido. Mi padre tuvo su primer infarto a los cuarenta y un años, un año después de todas aquellas noches pasadas en el hospital. Entonces yo tenía ocho años.

También tengo una hermana menor; Stacy es una «consumidora de drogas» (usando un lenguaje políticamente correcto) o una «colgada del crack» (para los más precisos). A veces miro fotos antiguas de la época anterior al infarto de mi padre, las de los cuatro miembros de una familia joven y segura de sí misma con el perro lanudo, el césped bien cortado, la canasta de baloncesto y la barbacoa repleta de carbón y líquido encendedor. Busco indicios del futuro en la sonrisa desdentada de mi hermana, su yo en la sombra quizás, una sensación de presagio. Pero no veo nada. Seguimos teniendo la casa, pero es como un accesorio de película en las últimas. Mi padre sigue vivo, pero cuando se puso enfermo, todo el estilo de cuento se hizo añicos. Sobre todo Stacy.

Stacy no había ido a verme ni me había llamado, pero nada de lo que hace Stacy puede sorprenderme ya.

Finalmente mi madre se dio la vuelta y me miró. Un nuevo pensamiento me hizo abrazar un poco más fuerte el Óscar descolorido: estábamos solos otra vez. Mi padre era apenas un vegetal. Stacy estaba vacía, perdida. Busqué la mano de mi madre, sintiendo tanto su calor como la sequedad más reciente de su piel. Nos quedamos así hasta que se abrió la puerta. La misma enfermera entró en la habitación.

Mi madre se incorporó y dijo:

—Marc también jugaba con muñecas.

—Figuras de acción —dije, corrigiéndola rápidamente—. Eran figuras de acción, no muñecas.

Lenny, mi mejor amigo, y su esposa, Cheryl, también pasaron por el hospital todos los días. Lenny Marcus es un abogado importante, aunque también lleva mis pequeños asuntos, como cuando recurrí una multa por exceso de velocidad, o la compra de nuestra casa. Al licenciarse y empezar a trabajar para el fiscal del condado, amigos y oponentes pronto bautizaron a Lenny como «el Bulldog», por su agresivo comportamiento en el tribunal. En algún momento se decidió que el mote era demasiado benevolente y ahora le llaman «Cujo».[1] Conozco a Lenny desde la escuela primaria. Soy padrino de su hijo Kevin. Y Lenny es el padrino de Tara.

No he dormido mucho. Paso las noches mirando el techo, cuento los bips, escucho los ruidos nocturnos del hospital y me esfuerzo por no pensar en mi hijita y en la infinidad de posibles situaciones. No siempre lo consigo. He descubierto que la mente es un hoyo oscuro e infestado de serpientes.

El detective Regan me visitó más tarde con una posible pista.

—Hábleme de su hermana —pidió.

—¿Por qué? —pregunté demasiado rápido. Antes de que pudiera explicarse, levanté una mano para detenerle. Lo entendía. Mi hermana era una adicta. Donde hay drogas, suele haber un cierto elemento delictivo.

—¿Nos robaron? —pregunté.

—No lo creemos. No parece que falte nada, pero la casa estaba patas arriba.

—¿Patas arriba?

—Alguien lo revolvió todo. ¿Se le ocurre por qué?

—No.

—Pues hábleme de su hermana.

—¿Tiene los antecedentes de Stacy? —pregunté.

—Los tenemos.

—No creo que pueda añadir nada.

—Están enemistados, ¿es correcto?

Enemistados. ¿Se podía decir eso de Stacy y de mí?

—La quiero —dije lentamente.

—¿Y cuándo la vio por última vez?

—Hace seis meses.

—¿Cuando nació Tara?

—Sí.

—¿Dónde?

—¿Dónde la vi?

—Sí.

—Stacy fue al hospital —dije.

—¿A ver a su sobrina?

—Sí.

—¿Qué sucedió durante la visita?

—Stacy estaba colocada. Quería coger al bebé.

—¿Se lo impidió?

—Exactamente.

—¿Se enfadó?

—Apenas reaccionó. Mi hermana se muestra bastante atontada cuando va colocada.

—Pero ¿usted la echó?

—Le dije que no podría formar parte de la vida de Tara hasta que se desintoxicara.

—Entiendo —dijo—. Esperaba forzarla con esto a rehabilitarse.

Se me escapó una risita amarga, creo.

—No, la verdad es que no.

—No sé si le comprendo.

No sabía cómo explicárselo. Pensé en la sonrisa de la foto de familia, la desdentada.

—Hemos amenazado a Stacy con cosas peores —dije—. La verdad es que mi hermana no lo dejará. Las drogas forman parte de ella.

—Entonces, ¿usted no espera que se recupere?

No tenía la menor intención de verbalizar algo así.

—No quise confiarle a mi hija —dije—. Dejémoslo ahí.

Regan se acercó a la ventana y miró fuera.

—¿Cuándo se trasladó a su casa actual?

—Monica y yo compramos la casa hace cuatro meses.

—No muy lejos de donde crecieron los dos, ¿no?

—Es cierto.

—¿Se conocían desde hacía mucho tiempo?

El rumbo que tomaba el interrogatorio me tenía desconcertado.

—No.

—¿A pesar de haber crecido en la misma ciudad?

—Nos movíamos en círculos diferentes.

—Entiendo —dijo—. Entonces, si le he entendido bien, compró la casa hace cuatro meses y no ha visto a su hermana desde hace seis meses, ¿correcto?

—Correcto.

—De modo que su hermana no les ha visitado nunca en su casa actual.

—Exacto.

Regan se volvió para mirarme.

—Encontramos huellas de Stacy en su casa.

No dije nada.

—No parece sorprendido, Marc.

—Stacy es adicta. No creo que sea capaz de pegarme un tiro y secuestrar a mi hija, pero otras veces he subestimado lo bajo que podía caer. ¿Han registrado su apartamento?

—No la ha visto nadie desde que le dispararon a usted —contestó.

Cerré los ojos.

—No creemos que su hermana hubiera podido hacer algo así sola —siguió—. Tuvo que tener un cómplice: un novio, un camello, alguien que supiera que su esposa procedía de una familia adinerada. ¿Alguna idea?

—No —dije—. Entonces, ¿qué? ¿Cree que todo esto fue un plan de secuestro?

Regan se puso a rascarse la perilla. Luego se encogió de hombros.

—Pero intentaron matarnos a los dos —continué—. ¿Cómo se cobra un rescate de unos padres muertos?

—Puede que estuvieran tan colocados que cometieran un error —dijo—. O quizá pensaron que podían sacarle dinero al abuelo de Tara.

—Entonces, ¿por qué no lo han pedido ya?

Regan no contestó. Pero yo sabía la respuesta. La situación, especialmente después del tiroteo, debió de ser demasiado para unos colgados. Los colgados no saben enfrentarse al conflicto. Por eso esnifan o se pinchan: para escapar, para evadirse, para evitar, para sumergirse en la nada. Los medios de comunicación debían de estar encima del caso. La Policía estaría haciendo preguntas. Unos colgados se asustarían ante una situación tan apremiante. Se largarían, abandonándolo todo.

Y se desharían de todas las pruebas.


Pero la petición de rescate llegó dos días después.

Una vez recuperada la conciencia, las heridas de bala mejoraban con sorprendente rapidez. Puede ser que estuviera concentrado en ponerme bien, o que estar echado en estado casi catatónico durante doce días hubiera permitido que mis heridas se curaran. O puede ser que estuviera sufriendo un dolor mucho más hondo que el físico. Pensaba en Tara, y el miedo a lo desconocido me cortaba la respiración. Pensaba en Monica, la imaginaba muerta, y unas garras de acero me destrozaban por dentro.

Quería salir de allí.

Me seguía doliendo el cuerpo, pero insistí para que Ruth Heller me diera el alta. Convencida de que estaba demostrando que los médicos son los peores pacientes, aceptó dejarme marchar con reticencia. Decidimos que un fisioterapeuta iría a visitarme todos los días. Y una enfermera pasaría a intervalos regulares, para estar seguros.

La mañana de mi salida del Saint Elizabeth, mi madre estaba en casa —la ex escena del crimen— «arreglándola» para mí, sea esto lo que sea. Es curioso, pero no me daba miedo volver allí. Una casa es ladrillo y mortero. No creía que su mera visión me conmoviera, pero tal vez me estuviera bloqueando.

Lenny me ayudó a recoger y a vestirme. Alto y huesudo, con la cara oscurecida por una sombra estilo Homer Simpson, a las cinco de la tarde, que sale cinco minutos después de afeitarse. De niño, Lenny llevaba gafas de culo de botella y pantalones de pana excesivamente gruesa, incluso en verano. El pelo rizado tendía a crecerle demasiado, hasta el punto de que parecía un poodle extraviado. Ahora lo mantiene cuidadosamente a raya con un severo corte. Se operó con láser hace dos años y ya no lleva gafas. Usa trajes caros.

—¿Seguro que no quieres quedarte con nosotros? —preguntó Lenny.

—Tienes cuatro hijos —le recordé.

—Ah. Sí, es verdad —dijo, y luego calló—. ¿Puedo quedarme yo contigo?

Intenté sonreír.

—En serio —dijo Lenny—, no deberías estar solo en casa.

—No te preocupes por mí.

—Cheryl te ha preparado algunos platos. Los ha puesto en el congelador.

—Es muy amable.

—Sigue siendo la peor cocinera del mundo —comentó Lenny.

—No he dicho que fuera a comérmelos.

Lenny apartó la mirada, y se afanó con una bolsa ya llena. Le observé. Nos conocemos desde hace mucho, desde la clase de la señorita Roberts en primer curso, de modo que no creo que se sorprendiera cuando dije:

—¿Vas a decirme qué pasa?

Había estado esperando una oportunidad y explotó inmediatamente.

—Mira, soy tu abogado, ¿no?

—Sí.

—Pues quiero darte unos consejos legales.

—Te escucho.

—Debería habértelo dicho antes. Pero sabía que no me escucharías. De todos modos, creo que ahora se trata de otra cosa.

—¿Lenny?

—¿Sí?

—¿De qué estás hablando?

A pesar de su físico, yo sigo viendo a Lenny como un niño. Por eso me costaba tomarme en serio sus consejos. Pero no hay que malinterpretar lo que digo. Sé que es muy listo. Lo celebré con él cuando le aceptaron en Princeton y luego en la Facultad de Derecho de Columbia. Pasamos el examen para entrar en la universidad juntos y estuvimos en la misma clase de química durante nuestro primer año. Pero el Lenny que veía era el que paseaba desesperadamente en las noches bochornosas de viernes y sábados. Cogíamos la familiar con paneles de madera de su padre, que no era precisamente un «imán de chicas», e intentábamos colarnos en alguna fiesta. Nos dejaban entrar, pero realmente no éramos bien recibidos; éramos miembros de la mayoría del instituto que yo llamaba los Grandes Invisibles. Nos quedábamos en los rincones, con una cerveza en la mano, moviendo la cabeza al ritmo de la música, e intentando hacernos ver por todos los medios. Nunca nos veían. Casi siempre acabábamos comiendo queso asado en el Heritage Diner; o, con suerte, en el campo de fútbol, detrás del instituto Benjamin Franklin, echados boca arriba, observando las estrellas. Era más fácil hablar, incluso con tu mejor amigo, mientras mirabas las estrellas.

—Veamos —dijo Lenny, gesticulando mucho como siempre—, se trata de esto: no quiero que hables más con la policía si no estoy yo delante.

Fruncí el entrecejo.

—¿En serio?

—Puede que no sea nada, pero he visto casos así. No como éste, pero ya sabes a qué me refiero. El primer sospechoso es siempre de la familia.

—Es decir, mi hermana.

—No; es decir, la familia próxima. O la familia más próxima, si es posible.

—¿Estás diciendo que la policía sospecha de mí?

—No lo sé, la verdad es que no. —Calló un momento y añadió—: bueno, sí, seguramente.

—Pero me dispararon, ¿recuerdas? Fue a mi hija a la que se llevaron.

—Sí, señor, y eso es un arma de dos filos.

—¿Y por qué?

—Cada día van a sospechar más de ti.

—¿Por qué? —pregunté.

—No lo sé. Pero así es como funciona. Mira, el FBI se encarga de los secuestros. Ya lo sabes, ¿no? En cuanto un niño falta más de veinticuatro horas, asume que es un caso interestatal y por lo tanto suyo.

—¿Y qué?

—Pues que durante aproximadamente los primeros diez días, tuvieron un montón de agentes aquí. Pincharon tus teléfonos y esperaron una petición de rescate, o algo parecido. Pero el otro día, cambiaron en cierto modo de rumbo. Es normal, claro. No pueden esperar indefinidamente, así que redujeron los agentes a uno o dos. Y su forma de pensar también cambió. Tara pasó de ser un posible secuestro a cambio de un rescate a ser un secuestro puro y duro. Pero yo creo que siguen teniendo tus teléfonos pinchados. No lo he preguntado todavía, pero lo haré. Dirán que los dejan por si acaso se hace una petición de rescate. Pero también esperan oírte decir algo incriminatorio.

—¿Y qué?

—Que vayas con cuidado —dijo Lenny—. Recuerda que tus teléfonos... el de casa, el de la consulta y el móvil, seguramente están pinchados.

—Y yo vuelvo a preguntar: ¿y qué? No he hecho nada —insistí.

—¿No has hecho nada...? —Lenny gesticuló con la mano como si se preparara para volar—. Mira, quiero que estés alerta. Puede que te cueste creerlo, e intenta no resoplar cuando te lo diga, pero... se sabe de casos en que la policía ha tergiversado y distorsionado pruebas.

—Me estás liando. ¿Me estás diciendo que soy sospechoso sólo por ser el padre y el marido?

—Sí —contestó Lenny—. Y no.

—Vaya, gracias, ahora sí que lo tengo claro.

Sonó el teléfono de la mesita. Yo estaba al otro lado de la cama.

—¿Lo coges? —pregunté.

Lenny descolgó.

—Habitación del doctor Seidman —contestó, y se le ensombreció el semblante.

Habló secamente:

—Espere —dijo, y me pasó el teléfono como si estuviera infectado. Lo miré desconcertado.

—¿Diga?

—Hola, Marc. Soy Edgar Portman.

El padre de Monica. Ahora entendía la reacción de Lenny. La voz de Edgar era, como siempre, demasiado formal. Hay personas que sopesan sus palabras. Un selecto puñado, como mi suegro, las coge una por una y las coloca en su sitio de la escala antes de dejarlas salir de la boca.

Por un momento me quedé de piedra.

—Hola, Edgar —dije como un tonto—. ¿Cómo estás?

—Estoy bien, gracias. Pero me siento mal por no haberte llamado antes. Carson me dijo que te estabas recuperando bien de tus heridas. Creí que sería mejor dejarte tranquilo.

—Muy amable —dije, con un leve sarcasmo.

—Bueno, me han dicho que te daban el alta hoy.

—Es verdad.

Edgar se aclaró la garganta, algo poco propio de él.

—Quería pedirte que pasaras por casa.

Por casa. Quería decir la suya.

—¿Hoy?

—Lo antes posible, sí. Y solo, por favor.

Nos quedamos callados. Lenny me miró extrañado.

—¿Sucede algo, Edgar? —pregunté.

—Te he mandado un coche, Marc. Ya hablaremos cuando llegues.

Y antes de que pudiera decir nada más, colgó.

El coche, un Lincoln Town Car negro, me estaba esperando.

Lenny empujó mi silla de ruedas y salimos del hospital. Conocía la zona, por supuesto. Había nacido a pocos kilómetros del Saint Elizabeth. Cuando tenía cinco años, mi padre me llevó corriendo a la sala de urgencias de aquel hospital (doce puntos) y cuando tenía siete... bueno, ya he contado mi asunto con la salmonela. Fui a la Facultad de Medicina e hice la residencia en lo que entonces se llamaba Columbia Presbyterian en Nueva York, pero volví al Saint Elizabeth con una beca para estudiar oftalmología de reconstrucción.

Sí, soy cirujano plástico, pero no de los que todos piensan. Hago alguna nariz de vez en cuando, pero no me verán trabajando con bolsas de silicona ni nada por el estilo. Y no es que esté juzgando a nadie. Simplemente no es lo que hago.

Trabajo en cirugía reconstructiva pediátrica con una compañera de la facultad, una bola de fuego del Bronx llamada Zia Leroux. Trabajamos para un grupo denominado Un Mundo Una Ayuda. De hecho, lo fundamos Zia y yo. Tratamos a niños, sobre todo en el extranjero, que sufren deformidades de nacimiento, o causadas por la pobreza o por un conflicto. Viajamos mucho. He trabajado con caras aplastadas en Sierra Leona, con fisuras de paladar en Mongolia, en Crouzon, en Camboya, con quemados en el Bronx... Como casi todo el mundo en mi campo, he seguido una extensa formación. He estudiado ORL —oído, nariz y garganta—, un año de reconstrucción, plástica, oral y, como he dicho antes, oftalmología. El historial de formación de Zia es similar, aunque ella ha tendido más a lo maxilofacial.

No es que seamos unos ángeles del bien. No es eso. Pude escoger. O hacía pechos y liftings de piel a los que ya eran guapísimos, o podía ayudar a los niños heridos y atrapados en la pobreza. Elegí lo último, no tanto para ayudar a los desfavorecidos sino, porque es ahí donde se encuentran los mejores casos. Los cirujanos reconstructivos suelen ser, en el fondo, amantes de los rompecabezas. Somos raros. Nos atraen las anomalías congénitas de circo y los tumores enormes. Como en esos manuales médicos que muestran deformidades faciales tan angustiosas que tienes que respirar hondo para poder mirarlas. A Zia y a mí nos chiflaba. Nos pirrábamos por dejarlos lo mejor posible, partamos de lo fragmentado para convertirlo en un todo.

El aire fresco me hizo cosquillas en los pulmones. Brillaba el sol como si fuera el primer día, burlándose de mi tristeza. Incliné la cabeza hacia el sol y dejé que me tranquilizara. A Monica le gustaba hacer aquello. Aseguraba que la «desestresaba». Las arrugas de su cara desaparecían como si los rayos fueran delicados masajistas. Mantuve los ojos cerrados. Lenny esperó en silencio, dándome tiempo.

Siempre había pensado en mí mismo como una persona excesivamente sensible. Lloro fácilmente con las películas tontas. Mis emociones son fáciles de manipular. Con mi padre no lloré nunca. Y ahora, aquel golpe terrible hacía que me sintiera... no lo sé, más allá de las lágrimas. Un mecanismo clásico de defensa, supongo. Tenía que seguir adelante. No es muy diferente de mi trabajo. Cuando aparecen las grietas, yo las remiendo antes de que se conviertan en fisuras completas.

Lenny seguía echando humo por lo de la llamada.

—¿Tienes idea de lo que quiere ese cabrón?

—Ni idea.

Se calló un momento. Sé lo que estaba pensando. Lenny culpaba a Edgar de la muerte de su padre, que había sido un mando intermedio en ProNess Foods, una de las empresas de Edgar. Se había dedicado en cuerpo y alma a la empresa durante veintiséis años y acababa de cumplir cincuenta y dos cuando Edgar organizó una importante fusión. El padre de Lenny perdió su empleo. Recuerdo haber visto al señor Marcus sentado con los hombros hundidos en la mesa de la cocina, metiendo meticulosamente su currículum en sobres. No encontró trabajo y murió dos años después de un infarto. Nada podría convencer a Lenny de que los dos hechos no estaban relacionados.

—¿Seguro que no quieres que te acompañe? —preguntó.

—No, no te preocupes.

—¿Llevas el móvil?

Se lo mostré.

—Llámame si necesitas algo.

Le di las gracias y lo dejé marchar. El chófer me abrió la puerta. Subí al coche con dificultad. El trayecto no era largo. Kasselton, Nueva Jersey. Mi ciudad natal. Pasamos por las casas de dos pisos de los sesenta, los ranchos de los setenta, los revestimientos de aluminio de los ochenta, las mansiones de los noventa. En un punto la arboleda se hizo más densa. Las casas estaban más apartadas de la carretera, protegidas por vegetación, alejadas de las personas sucias que pudieran pasar por allí. Nos acercábamos al dinero viejo, a la tierra exclusiva que siempre olía a otoño y leña ardiendo.

La familia Portman se había instalado en aquella parcela inmediatamente después de la guerra civil. Como casi todo el Jersey de las afueras, aquello había sido campo de cultivo. El tatarabuelo Portman fue vendiendo hectárea tras hectárea y amasó una fortuna. Todavía tienen siete hectáreas, y es una de las propiedades más extensas de la zona. Al entrar en el paseo, mis ojos se desviaron hacia la izquierda, donde estaba el cementerio familiar.

Pude ver un pequeño montículo de tierra fresca.

—Pare el coche —dije.

—Perdone, doctor Seidman —contestó el chófer—, pero me han pedido que lo llevara directamente a la casa grande.

Estaba a punto de protestar, pero decidí no hacerlo. Esperé a que el coche se detuviera ante la puerta principal. Bajé y volví por el paseo. Oí que el chófer me llamaba.

—¿Doctor Seidman?

Seguí caminando. Volvió a llamarme. No le hice caso. A pesar de la escasez de lluvias, la hierba era de un verde normalmente exclusivo de la selva tropical. El jardín de rosas estaba en plena floración: una explosión de color.

Intenté acelerar el paso, pero todavía sentía como si la piel se me fuera a desgarrar. Fui más despacio. Aquélla era sólo mi tercera visita a la finca de la familia Portman —en mi juventud la había visto por fuera docenas de veces— y nunca había estado en el cementerio familiar. De hecho, como tantas personas racionales, había hecho un esfuerzo por evitarlo. La idea de enterrar a tus familiares en el patio de atrás como un animal doméstico... era una de las cosas que los ricos hacen y que las personas normales no logran entender. O no desean entender.

La verja que rodeaba el cementerio tendría medio metro de alto y era de un blanco deslumbrante. Pensé que la habían pintado expresamente para la ocasión. Crucé la puerta superflua y pasé junto a las lápidas modestas sin dejar de mirar el montículo de tierra. Cuando llegué al lugar, sentí un escalofrío. Miré hacia abajo.

Sí, una tumba recientemente excavada. Todavía sin lápida. El poste, con caligrafía de invitación de boda, decía sencillamente: nuestra monica. Me quedé allí parpadeando. Monica. Mi preciosa de mirada salvaje. Nuestra relación había sido turbulenta: un caso clásico de demasiada pasión al principio e insuficiente cerca del final. No sé por qué pasa. Monica era diferente, eso está claro. Al principio, aquel chisporroteo, aquella excitación, había sido un atractivo. Después, los cambios de humor sencillamente me provocaban fatiga. No tuve paciencia para ahondar más.

Mirando el montón de tierra, me asaltó un doloroso recuerdo. Dos noches antes del ataque, vi que Monica había estado llorando cuando entré en el dormitorio. No era la primera vez. Ni mucho menos. Interpretando mi papel en el escenario que era nuestra vida, le pregunté qué le pasaba, pero sin poner el corazón en ello. Antes sabía preguntar con más interés. Monica nunca contestaba. Intentaba abrazarla. Se ponía rígida. Al cabo del tiempo, su falta de respuesta me resultaba agotadora, y tomó el aspecto del chico que grita «el lobo» y que acaba por helarte el corazón. Vivir con alguien depresivo es así. No puedes estar preocupado todo el tiempo. Llega un punto en que empiezas a enfadarte.

O al menos esto es lo que me decía a mí mismo.

Pero aquella vez había algo diferente: Monica me contestó. No fue una respuesta larga. Una frase. «No me quieres», dijo. Nada más. No lo decía con compasión. «No me quieres.» Y mientras yo emitía las consabidas protestas, me pregunté si tenía razón.

Cerré los ojos y dejé que aquellos pensamientos me empaparan. Había sido difícil, pero los últimos seis meses al menos, habíamos tenido una escapatoria, un centro de calma y calor en nuestra hija. Miré hacia el cielo, volví a parpadear, y luego miré de nuevo el montículo que cubría a mi volátil esposa.

—Monica —dije en voz alta.

Y después le hice una última promesa.

Juré sobre su tumba que encontraría a Tara.

Un criado, un mayordomo o un ayudante, o como se llamen ahora, me acompañó por el pasillo a la biblioteca. La decoración era comedida, pero inequívocamente rica: suelos oscuros de madera pulida con alfombras orientales sencillas, muebles americanos antiguos, más sólidos que ornamentales. A pesar de su riqueza y su gran extensión de terreno, Edgar no era de los que hacía ostentación. Para él la expresión «nuevo rico» era una expresión maldita, impronunciable.

Vestido con una americana azul de cachemir, Edgar se levantó de su inmensa mesa de roble. Había una pluma de oca sobre la mesa —de su bisabuelo, creo— y dos bustos de bronce, uno de Washington y otro de Jefferson. Me sorprendió encontrar allí también al tío Carson. Cuando me había visitado en el hospital, yo estaba demasiado débil para abrazarlo. Carson se resarció de ello en aquel momento. Me abrazó y yo me apoyé en él en silencio. Él también olía a otoño y a leña quemada.

No había fotografías en la habitación, ni instantáneas de vacaciones familiares, ni retratos escolares, ni fotos del hombre y su señora en una fiesta benéfica. La verdad es que no recordaba haber visto ninguna fotografía en la casa.

—¿Cómo te encuentras, Marc? —preguntó Carson.

Le dije que estaba todo lo bien que era de esperar y me volví hacia mi suegro. Edgar no salió de detrás de la mesa. No nos abrazamos. De hecho, ni siquiera nos estrechamos la mano. Me indicó una silla frente a su mesa.

No conocía muy bien a Edgar. Sólo nos habíamos visto tres veces. No sé cuánto dinero tiene, pero incluso fuera de su finca, incluso en una calle de la ciudad o en una parada de autobús, incluso desnudo, qué caramba, se veía que el dinero de los Portman venía de lejos. Monica también tenía el porte, algo que queda incrustado a lo largo de generaciones, algo que no puede enseñarse, algo que puede ser genético. La decisión de Monica de vivir en nuestra relativamente modesta casa era quizás una forma de rebeldía.

Odiaba a su padre.

Tampoco a mí me entusiasmaba, seguramente porque había conocido a algunos de su clase. Edgar se considera una persona hecha a sí misma, pero había ganado su dinero como se acostumbra: lo heredó. No conozco a muchas personas super ricas, pero he notado que cuanto más has recibido en bandeja de plata, más te quejas de la seguridad social de las madres y de los subsidios del gobierno. Es curioso. Edgar pertenece a esa clase única de los elegidos que se han engañado hasta creer que se merecen su posición porque se la han ganado trabajando duramente. Todos necesitamos justificarnos, por supuesto, y si nunca has tenido que arreglártelas por ti mismo, si vives entre lujos y no has hecho nada para merecerlos, bueno, imagino que eso agrava tus inseguridades. Pero no debería convertirte en un pedante, encima.

Me senté. Edgar me imitó. Carson se quedó de pie. Miré fijamente a Edgar. Tenía la figura rechoncha de los bien alimentados. Su cara no tenía un solo ángulo. El color rosado normal de sus mejillas, tan alejadas del hueso, había desaparecido del todo. Entrelazó los dedos y los apoyó sobre la barriga. En cierto modo me sorprendió ver lo hundido, agotado y minado que parecía.

He dicho que me sorprendió porque Edgar siempre me había parecido un egocéntrico puro, una persona cuyo propio dolor y placer triunfaban sobre todos los demás, una persona que creía que los que habitaban el espacio que le rodeaba no eran más que un escaparate para su propio entretenimiento. Edgar ya había perdido dos hijos. Su hijo, Eddie IV, había muerto en accidente conduciendo en estado de embriaguez hacía dos años. Según Monica, Eddie cruzó la línea amarilla doble y se lanzó contra la casa a propósito. Por algún motivo, ella culpaba a su padre. Le culpaba de muchas cosas.

También está la madre de Monica. Sólo la he visto una vez. «Descansa» mucho. Se toma «largas vacaciones». En resumen, entra y sale de los psiquiátricos. Cuando la vi, mi suegra estaba disfrazada para alguna reunión social, bien vestida y maquillada, preciosa y demasiado pálida, con los ojos vacíos y la lengua pesada, el paso incierto. Exceptuando al tío Carson, Monica estaba enemistada con su familia. Como es fácil imaginar, no me importaba en absoluto.

—¿Querías verme? —pregunté.

—Sí, Marc. Sí.

Esperé.

Edgar apoyó las manos sobre la mesa.

—¿Querías a mi hija?

Me pilló desprevenido, aunque logré contestar sin vacilar:

—Muchísimo.

Me pareció que intuía la mentira. Me esforcé por mirarle con firmeza.

—Pero ella no era feliz.

—No creo que puedas echarme la culpa de eso —dije.

—Tienes razón —concedió asintiendo lentamente con la cabeza.

Pero mi pase de defensa no sirvió de nada. Las palabras de Edgar habían sido como un golpe seco. La culpabilidad volvía con toda su fuerza.

—¿Sabías que iba a un psiquiatra? —preguntó Edgar.

Primero miré a Carson, y después a Edgar.

—No.

—No quería que nadie lo supiera.

—¿Cómo lo descubriste?

Edgar no contestó. Se miró fijamente las manos. Luego dijo:

—Quiero mostrarte algo.

Miré de reojo al tío Carson. Tenía la mandíbula rígida. Me pareció ver que temblaba. Volvía a mirar a Edgar.

—De acuerdo.

Edgar abrió un cajón del escritorio, metió la mano y sacó una bolsa de plástico. Levantó la bolsa para que la viera, sosteniéndola por un extremo con el dedo índice y el pulgar. Tardé un poco, pero cuando comprendí lo que era, se me desencajaron los ojos.

Edgar vio mi reacción.

—¿Lo reconoces, pues?

Primero no podía hablar. Eché una mirada a Carson. Tenía los ojos rojos. Volví a mirar a Edgar y asentí torpemente. Dentro de la bolsa de plástico había un pequeño bulto de ropa, de unos seis por seis centímetros. El estampado era uno que yo había visto hacía dos semanas, momentos antes de que me dispararan.

Rosa con pingüinos negros.

Mi voz fue apenas un susurro.

—¿De dónde lo has sacado?

Edgar me alargó un gran sobre marrón, de ésos con burbujitas por dentro. Estaban protegidas con un plástico. Le di la vuelta. El nombre y la dirección de Edgar estaban impresos sobre una etiqueta blanca. No había remitente. El matasellos decía Nueva York.

—Ha llegado con el correo de hoy —dijo Edgar, y señaló el bulto—. ¿Es de Tara?

Creo que dije que sí.

—Hay más —dijo Edgar. Volvió a meter la mano en el cajón—. Me he tomado la libertad de meterlo todo en bolsas de plástico. Por si la policía necesita analizarlo.

Me alargó algo que parecía una bolsa de envasado al vacío. Esta vez más pequeña. Contenía pelos. Pequeños mechones de pelo. Cada vez más asustado, me di cuenta de lo que estaba viendo. Se me cortó la respiración.

Pelo de bebé.

De lejos, oí que Edgar preguntaba:

—¿Son suyos?

Cerré los ojos e intenté imaginarme a Tara en la cuna. Me di cuenta con horror de que la imagen de mi hija se estaba desvaneciendo ante mis ojos. ¿Cómo era posible? Ya no estaba seguro si veía un recuerdo o algo que había evocado para sustituir lo que empezaba a olvidar. Maldita sea. Las lágrimas me hacían presión en los párpados. Intenté recuperar el tacto suave de la cabecita de mi hija, la forma en que la acariciaba con el dedo.

—¿Marc?

—Podrían serlo —contesté, abriendo los ojos—. Pero no puedo estar seguro.

—Algo más —dijo Edgar.

Me pasó otra bolsa de plástico. Cautelosamente, dejé la bolsa con los pelos sobre la mesa. Cogí la otra bolsa. Dentro había una hoja de papel. Una nota impresa con impresora láser.

Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. Nunca sabrás lo que le ha sucedido. Te estaremos observando. Lo sabremos. Tenemos a un hombre dentro. Tus llamadas son escuchadas. No hables de esto por teléfono. Sabemos que tú, abuelo, eres rico. Queremos dos millones de dólares. Queremos que tú, papá, entregues el rescate. Tú, abuelo, prepararás el dinero. Adjuntamos un móvil. Es imposible de identificar. Pero si marcas o lo utilizas de algún modo, lo sabremos. Desapareceremos y nunca volverás a ver a la niña. Prepara el dinero. Dáselo a papá. Papá, guarda el dinero y el teléfono cerca de ti. Vete a casa y espera. Te llamaremos y te diremos lo que tienes que hacer. Si te desvías de lo que pedimos, no volverás a ver a tu hija. No habrá otra oportunidad.


La sintaxis era rara, por decirlo suavemente. Leí la nota tres veces y luego miré a Edgar y a Carson. Una extraña calma se apoderó de mí. Sí, era terrorífico, pero recibir aquella nota... también era un alivio. Por fin había sucedido algo. Ahora podíamos actuar. Podíamos recuperar a Tara. Había esperanza.

Edgar se puso de pie y se dirigió a un rincón de la habitación. Abrió la puerta de un armario y sacó una bolsa de deporte con el logo de Nike. Sin más preámbulo, dijo:

—Está todo aquí.

Me tiró la bolsa sobre las rodillas. La miré.

—¿Dos millones de dólares?

—Los billetes no son secuenciales, pero tenemos una lista de todos los números de serie, por si acaso.

Miré a Carson y luego a Edgar.

—¿No creéis que debamos ponernos en contacto con el FBI?

—No, francamente, no. —Edgar se sentó sobre la mesa, y cruzó los brazos delante del pecho. Olía a loción de barbero, pero percibí algo más primitivo, más rancio, por debajo. De cerca, sus ojos mostraban ojeras oscuras de agotamiento—. Tú decides, Marc. Tú eres el padre. Respetaremos tu decisión. Pero, como sabes, he tenido malas experiencias con las autoridades federales. Puede que mi punto de vista esté influido por mi convencimiento acerca de su incompetencia; o quizá me pese más saber cómo se dejan influir por sus propios intereses. Si fuera mi hija, confiaría más en mi juicio que en el suyo.

No estaba seguro de lo que debía decir o hacer. Edgar se encargó de esto. Dio una palmada y luego señaló la puerta.

—La nota dice que debes irte a casa y esperar. Creo que es mejor que obedezcas.

Última oportunidad

Подняться наверх