Читать книгу Última oportunidad - Харлан Кобен - Страница 6

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Me esperaba el mismo chófer. Subí al asiento trasero, con la bolsa Nike apretada contra el pecho. Mis emociones oscilaban entre un miedo cerval y una extraña sensación de euforia. Podía recuperar a mi hija. Podía estropearlo todo.

Pero, primero: ¿debía llamar a la policía?

Intenté calmarme, sopesarlo fríamente, a distancia, valorando los pros y los contras. Pero era imposible, evidentemente. Soy médico. He tomado decisiones de vida o muerte otras veces. Sé que la mejor forma de hacerlo es eliminando de la ecuación el peso, el exceso de ardor. Pero la vida de mi hija estaba en peligro. Mi propia hija. Repitiendo lo que había dicho al principio: mi mundo.

La casa que Monica y yo compramos está literalmente a cuatro pasos de la casa donde crecí y donde siguen viviendo mis padres. Respecto a esto me siento ambivalente. No me gusta vivir tan cerca de mis padres, pero me disgusta más la sensación de culpabilidad de tenerlos abandonados. Mi compromiso es: vivir cerca de ellos y viajar mucho.

Lenny y Cheryl viven a cuatro calles de distancia, cerca de Kasselton Mall, en la casa donde vivían los padres de Cheryl. Sus padres se mudaron a Florida hace seis años. Tienen un piso en la vecina Roseland, de modo que pueden visitar a sus nietos y huir de los calurosos veranos del Estado Soleado.

No me gusta especialmente vivir en Kasselton. La ciudad ha cambiado muy poco en los últimos treinta años. En mi juventud, nos mofábamos de nuestros padres, de su materialismo y de sus valores aparentemente inútiles. Ahora somos nuestros padres. Simplemente los hemos sustituido, hemos apartado a mamá y a papá a algún pueblo de jubilados. Y nuestros hijos nos han sustituido. Pero el Luncheonette de Maury sigue en la avenida Kasselton. El cuerpo de bomberos sigue estando formado en su mayoría por voluntarios. La Liga Juvenil se sigue jugando en el Northland Field. Los cables de alta tensión siguen pasando demasiado cerca de mi antigua escuela primaria. El bosque de detrás de la casa de los Brenner en Rockmont Terrace sigue siendo el lugar adonde van los chicos a pasar el rato y a fumar. El instituto sigue teniendo de cinco a ocho finalistas nacionales al año, sólo que cuando yo era adolescente la lista era mayoritariamente judía y hoy se inclina hacia la comunidad asiática.

Doblamos a la derecha en la avenida Monroe y pasamos delante de la casa de dos pisos donde crecí. Con su pintura blanca y sus persianas negras, con la cocina, la salita, y el comedor tres escalones a la izquierda y el estudio y la entrada del garaje dos escalones a la derecha, nuestra casa, quizás un poco más desvencijada que otras, era casi imposible de distinguir de las demás guaridas de la calle. Lo que la distinguía, de hecho lo único, era la rampa para la silla de ruedas. La pusimos después de que mi padre tuviera el tercer infarto cuando yo tenía doce años. Mis amigos y yo la usábamos para patinar. Construimos una plataforma de madera contrachapada y ladrillos de ceniza y la colocamos al pie.

El coche de la enfermera estaba en el paseo. Viene durante el día. No tenemos a nadie las veinticuatro horas. Hace casi dos décadas que mi padre está en silla de ruedas. No puede hablar. Tiene la parte izquierda de la boca torcida hacia abajo. La mitad del cuerpo totalmente paralizada y la otra mitad no está mucho mejor.

Cuando el chófer tomó el desvío de Darby Terrace, vi que mi casa —nuestra casa— parecía igual que hacía unas semanas. No sé lo que me había esperado. Tal vez cinta amarilla de la policía. O grandes manchas de sangre. Pero nada hacía sospechar lo que había ocurrido allí dos semanas antes.

Cuando compré la casa, la familia Levinsky había vivido allí durante treinta y seis años, pero nadie los conocía bien. La señora Levinsky era una mujer amable aparentemente, con un tic facial. El señor Levinsky era un ogro que siempre le gritaba desde el jardín. Le teníamos miedo. Una vez, vimos a la señora Levinsky saliendo de la casa a todo correr en camisón, y al señor Levinsky persiguiéndola con una pala. Los niños cruzábamos todos los jardines menos el suyo. Cuando acabé la universidad, corrieron rumores de que había abusado de su hija Dina, una niña desamparada de ojos tristes y pelo lacio con la que yo había ido a la escuela desde el primer curso. Viéndolo en perspectiva, recuerdo haber estado en una docena de cursos con Dina Levinsky y no recuerdo haberla oído hablar más que en susurros y esto cuando la obligaba algún profesor bien intencionado. Nunca intenté acercarme a Dina. No sé qué habría podido hacer por ella, pero aun así me gustaría haberlo intentado.

En algún momento de aquel año, cuando los rumores de los abusos a Dina tomaron cuerpo, los Levinsky habían hecho las maletas y se habían marchado. Nadie sabía dónde. El banco se quedó con la casa y empezó a alquilarla. Monica y yo hicimos una oferta unas semanas antes de que naciera Tara.

Cuando nos instalamos, al principio me quedaba despierto por la noche escuchando, no sé bien qué, alguna clase de sonido, señales del pasado de la casa, de la infelicidad que se había vivido allí. Intentaba imaginar cuál había sido la habitación de Dina y lo que había sufrido, lo que sentía ahora, pero no encontré ninguna pista. Como he dicho antes, una casa son ladrillos y mortero. Nada más.

Dos coches desconocidos estaban aparcados delante de mi casa. Mi madre estaba esperando en la puerta. Cuando bajé del coche, me recibió como si fuera un prisionero de guerra recién llegado. Me abrazó fuerte y me envolvió en un vaho de perfume. Todavía tenía la bolsa Nike con el dinero en la mano, de modo que no pude devolver el abrazo.

Por encima del hombro de mi madre vi al detective Bob Regan salir de la casa. Con él salió un negro corpulento con el pelo rapado, el cráneo reluciente y gafas de sol de diseño. Mi madre susurró:

—Te están esperando.

Asentí con la cabeza y me acerqué a ellos. Regan se protegió los ojos con una mano, pero sólo era una pose. El sol no era tan fuerte. El negro permaneció inmóvil.

—¿Dónde estaba? —preguntó Regan. Como no contesté enseguida, añadió—: hace más de una hora que salió del hospital.

Pensé en el móvil que llevaba en el bolsillo. Pensé en la bolsa de dinero que tenía en la mano. Por ahora, les diría sólo semiverdades.

—He ido a visitar la tumba de mi esposa —dije.

—Tenemos que hablar, Marc.

—Entremos —contesté.

Entramos todos en la casa. Me paré en el recibidor. Habían encontrado el cadáver de Monica a menos de tres metros de donde estaba yo. Desde la entrada, examiné las paredes, buscando alguna señal de violencia. Sólo había una. Y la encontré casi enseguida. Sobre la litografía de Behrens, junto a la escalera, alguien había tapado un agujero de bala, el que había hecho la única bala que no nos había dado ni a Monica ni a mí. El parche era demasiado blanco para la pared. Se necesitaba una mano de pintura.

Lo miré fijamente largo rato. Oí que alguien se aclaraba la garganta. Esto me hizo salir de mi ensimismamiento. Mi madre me acarició la espalda y luego se fue a la cocina. Acompañé a Regan y su compañero a la sala. Se sentaron en un par de butacas. Yo me senté en el sofá. Monica y yo no habíamos terminado de decorar la casa. Las butacas habían pertenecido a mi dormitorio de la universidad y se notaba. El sofá procedía del piso de Monica, y era una pieza usada que parecía salida de un almacén de Versalles. Era pesado y rígido e, incluso en sus mejores días, muy poco mullido.

—Le presento al agente especial Lloyd Tickner —empezó Regan, señalando al negro—. Es del FBI.

Tickner asintió con la cabeza. Yo le correspondí con una inclinación.

Regan intentó sonreírme.

—Veo que ya se encuentra mejor. Me alegro —empezó.

—No me encuentro mejor —dije.

Se quedó desconcertado.

—No estaré mejor hasta que recupere a mi hija.

—Claro, por supuesto. Precisamente. Queremos hacerle algunas preguntas, si no le importa.

Les comuniqué que no me importaba.

Regan tosió tapándose la boca con la mano, para ganar tiempo.

—Quiero que entienda algo. Tenemos que hacerle unas preguntas. No es que me guste y seguro que a usted tampoco, pero son preguntas necesarias. ¿Lo comprende?

No lo comprendía, pero no tenía ganas de discutir.

—Adelante —dije.

—¿Qué puede decirnos sobre su matrimonio?

Una luz de advertencia me cruzó el córtex.

—¿Qué tiene que ver mi matrimonio con todo esto?

Regan se encogió de hombros. Tickner permaneció inmóvil.

—Tenemos que encajar algunas piezas.

—Mi matrimonio no tiene nada que ver con esto.

—Seguro que tiene razón, pero mire, Marc, lo cierto es que el rastro se está enfriando. Cada día que pasa nos perjudica. Tenemos que explorar todas las vías.

—La única vía que me interesa es la que conduce a mi hija.

—Lo comprendemos. Éste es el punto central de la investigación. Descubrir qué le ha ocurrido a su hija. Y también a usted. No olvidemos que alguien también intentó matarle.

—Claro.

—Pero no podemos ignorar las otras cuestiones.

—¿Qué cuestiones?

—Su matrimonio, por ejemplo.

—¿Qué pasa?

—Cuando se casaron, Monica estaba embarazada, ¿no es cierto?

—¿Qué tiene que...? —Me detuve.

Tenía ganas de atacar con toda mi ira, pero recordé las palabras de Lenny. No hables con la policía sin que yo esté delante. Debería llamarle. Lo sabía. Pero algo en su tono y su postura... si ahora callaba y decía que quería llamar a mi abogado, me haría parecer culpable. No tenía nada que ocultar. ¿Por qué alimentar sus sospechas? Con esto sólo los distraería. Por supuesto que sabía que así era como trabajaban, como funcionaba la policía, pero yo soy médico; y lo que es peor, cirujano. A menudo cometemos el error de creernos más listos que nadie.

Me decidí por la sinceridad.

—Sí, estaba embarazada. ¿Y qué?

—Es cirujano plástico, ¿no?

El cambio de tema me descolocó.

—Sí, lo soy.

—Usted y su socia viajan al extranjero y reparan fisuras palatales, traumas faciales graves, quemaduras, cosas por el estilo.

—Más o menos, sí.

—Entonces, ¿viaja mucho?

—Bastante —dije.

—De hecho —intervino Regan— en los dos años anteriores a su matrimonio, ¿sería justo decir que estuvo más tiempo fuera del país que dentro?

—Es posible —contesté. Me revolví entre los duros cojines—. ¿Podría explicarme adónde quiere ir a parar?

Regan me dirigió su mejor sonrisa.

—Sólo queremos hacernos una idea general.

—¿Una idea de qué?

—Su socia... —echó un vistazo a sus notas—, una tal señora Zia Leroux.

—Doctora Leroux —corregí.

—Doctora Leroux, sí, gracias. ¿Dónde está ahora?

—En Camboya.

—¿Está operando a niños con deformidades?

—Sí.

Regan inclinó la cabeza, simulando confusión.

—¿No era usted el que en principio tenía que hacer este viaje?

—Hace mucho tiempo.

—¿Cuánto tiempo?

—No sé si le entiendo.

—¿Cuánto tiempo hace que anuló su viaje?

—No lo sé —dije—. Ocho o nueve meses, más o menos.

—Y por eso la doctora Leroux ha ido en su lugar, ¿correcto?

—Sí, es correcto. ¿Y todo esto me lo pregunta por...?

No mordió el anzuelo.

—Le gusta su trabajo, ¿verdad, Marc?

—Sí.

—¿Le gusta viajar al extranjero? ¿Y hacer este loable trabajo?

—Claro.

Regan se rascó la cabeza con exageración, fingiendo de la manera más burda su desconcierto.

—Entonces, si le gusta viajar, ¿por qué anuló el viaje y dejó que fuera la doctora Leroux en su lugar?

Ahora veía a donde quería ir a parar.

—Intentaba limitarlos —dije.

—Se refiere a sus viajes.

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque tenía otras obligaciones.

—Y esas otras obligaciones eran su esposa y su hija, ¿correcto?

Me incorporé un poco y le miré a los ojos.

—La razón —dije—. ¿Todo esto tiene alguna razón?

Regan se echó hacia atrás. El silencioso Tickner hizo lo mismo.

—Sólo queremos hacernos una idea general, nada más.

—Eso ya me lo había dicho.

—Vale, espere un momento —dijo Regan, y ojeó su cuaderno—. Vaqueros y una blusa roja.

—¿Qué?

—Su esposa —añadió señalando sus notas—. Dijo que llevaba vaqueros y una blusa roja aquella mañana.

Me inundaron más imágenes de Monica. Intenté detener la marea.

—¿Y qué?

—Cuando encontramos el cuerpo —dijo Regan—, estaba desnuda.

Los temblores empezaron en el corazón. Se me esparcieron por los brazos, y me cosquillearon los dedos.

—¿No lo sabía?

Tragué saliva.

—¿La...? —Me quedé sin habla.

—No —dijo Regan—. No tenía ninguna señal, aparte de los agujeros de bala. —Contestó dedicándome de nuevo aquella inclinación de cabeza de «ayúdeme a entender»—. La encontramos muerta en esta habitación. ¿Tenía costumbre de pasearse sin ropa?

—Ya se lo he dicho —alegué abrumado. Intenté procesar aquellos nuevos datos, seguir su ritmo—. Llevaba vaqueros y una blusa roja.

—Entonces, ¿estaba vestida?

Recordé el ruido de la ducha. La recordé saliendo de ella, echándose el pelo hacia atrás, estirándose en la cama, subiéndose los vaqueros por las caderas.

—Sí.

—¿Seguro?

—Seguro.

—Hemos buscado por toda la casa. No hemos encontrado ninguna blusa roja. Vaqueros sí. Tenía varios. Pero ninguna blusa roja. ¿No le parece raro?

—Espere un momento —dije—. ¿La ropa no estaba junto a su cuerpo?

—No.

Aquello no tenía sentido.

—Pues miraré en su armario —dije.

—Ya lo hemos mirado, pero si quiere, adelante. De todos modos, sigo sin entender cómo puede acabar en el armario la ropa que llevaba puesta.

No tenía respuesta.

—¿Tiene pistola, doctor Seidman?

Otro cambio de tema. Intentaba seguirle, pero la cabeza me daba vueltas.

—Sí.

—¿De qué clase?

—Una Smith & Wesson del treinta y ocho. Era de mi padre.

—¿Dónde la guarda?

—Hay un compartimento en el armario del dormitorio. Está en el estante de arriba, en una caja fuerte.

—¿Es ésta?

—Sí.

—Ábrala.

Me la tiró. La atrapé. El metal gris azulado estaba frío. Era asombrosamente ligera. Giré la combinación correcta en el disco y la abrí. Busqué entre los documentos legales —el título de propiedad del coche, la escritura de la casa, la tasación de la propiedad—, sólo lo hice para ganar tiempo. Ya lo sabía. La pistola había desaparecido.

—Usted y su esposa fueron tiroteados con una treinta y ocho —dijo Regan—. Y la suya ha desaparecido.

Me quedé mirando la caja, como si esperara que el arma apareciera de repente. Intentaba entender, pero no se me ocurría nada.

—¿Tiene idea de dónde puede estar el arma?

Negué con la cabeza.

—Y otra cosa rara —dijo Regan.

Lo miré.

—Les dispararon con diferentes treinta y ocho.

—¿Cómo dice?

—Sí —prosiguió, asintiendo con la cabeza—, a mí también me costó creerlo. Hice que en balística lo comprobaran dos veces. A usted y a su esposa les dispararon con dos armas diferentes, las dos eran treinta y ocho... y la suya ha desaparecido. —Se encogió de hombros teatralmente—. Ayúdeme a entender, Marc.

Los miré a la cara. No me gustó lo que vi. Recordé la advertencia de Lenny, esta vez con más insistencia.

—Quiero llamar a mi abogado —dije.

—¿Está seguro?

—Sí.

—Adelante.

Mi madre había estado esperando ante la puerta de la cocina, retorciéndose las manos. ¿Cuánto habría oído? A juzgar por su expresión, demasiado. Mi madre me miró expectante. Yo asentí con la cabeza y ella fue a llamar a Lenny. Crucé los brazos, pero no me sentí mejor. Golpeé el suelo con los pies. Tickner se quitó las gafas. Me miró a los ojos y habló por primera vez.

—¿Qué hay en la bolsa? —preguntó.

Me limité a mirarlo.

—La bolsa de deporte que ha traído. —Siguió Tickner, y su voz contrastó con su aspecto hosco, tenía un ritmo poco convencional, era casi como un gimoteo—. ¿Qué contiene?

Había sido un error. Habría debido hacer caso a Lenny. Debería haberle llamado al principio. Ahora no sabía qué contestar. Por detrás, oí que mi madre metía prisa a Lenny. Yo estaba elaborando una respuesta que sirviera como un pretexto medio cierto, pero ninguno me parecía convincente, cuando un ruido desvió mi atención.

El móvil, el que los secuestradores habían mandado a mi suegro, empezó a sonar.

Última oportunidad

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