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Tickner y Regan esperaron a que yo contestara.

Me disculpé, levantándome antes de que tuvieran tiempo de reaccionar. Busqué el teléfono con la mano mientras salía al exterior de la casa. El sol me golpeó en la cara. Parpadeé y miré el teclado. La tecla de respuesta del teléfono estaba situada en un lugar diferente del de mi móvil. Al otro lado de la calle, dos niñas con cascos pintados de colores montaban en bicis llamativas. Del manillar de una de ellas colgaban tiras de cinta rosa.

Cuando yo era pequeño, en aquel barrio vivía más de una docena de niños de mi edad. Nos reuníamos al salir de la escuela. No recuerdo a qué jugábamos —nunca nos organizamos como para jugar un partido de baloncesto por ejemplo—, pero siempre había que esconderse y buscarse y siempre añadíamos alguna clase de violencia fingida (o al borde de lo real).

La infancia en los barrios de las afueras es supuestamente una época de inocencia, pero ¿cuántos de aquellos días terminaron con lágrimas, al menos para un niño? Discutíamos, cambiábamos de aliados, hacíamos declaraciones de amistad y guerra, y como casos de memoria a corto plazo, lo habíamos olvidado todo al día siguiente. Cada tarde, borrón y cuenta nueva. Se formaban otras coaliciones. Un niño diferente volvía a casa llorando.

Por fin encontré la tecla correcta. La apreté con el pulgar y me llevé el móvil al oído, todo en un solo movimiento. Me latía fuertemente el corazón dentro de la caja torácica. Me aclaré la garganta y, sintiéndome idiota, dije simplemente:

—¿Diga?

—Contesta sí o no. —La voz tenía el tono robótico de los sistemas telefónicos de atención al cliente, los que te informan que si quieres un servicio aprietes uno, y si deseas comprobar el estado de tu encargo aprietes dos.

—¿Tienes el dinero?

—Sí.

—¿Sabes dónde está Garden State Plaza?

—En Paramus —dije.

—Exactamente dentro de dos horas quiero que aparques en el aparcamiento norte. Está cerca de Nordstrom. Sección nueve. Alguien se acercará a tu coche.

—Pero...

—Si no estás solo, desapareceremos. Si te siguen, desapareceremos. Si huelo un policía, desapareceremos. No habrá segundas oportunidades. ¿Entendido?

—Sí, pero...

Clic.

Dejé caer la mano junto al cuerpo. El atontamiento me empapó. No intenté evitarlo. Las niñas del otro lado de la calle se habían puesto a discutir. No oía bien lo que decían, pero la palabra «mi» salía mucho, una simple sílaba pronunciada con fuerza. Un SUV dobló la esquina a toda velocidad. Lo observé como si estuviera por encima de todo. Chirriaron los frenos. La puerta del conductor se abrió antes de que el coche se hubiera detenido por completo.

Era Lenny. Me echó un vistazo y se me acercó.

—¿Marc?

—Tenías razón —dije, y señalé la casa con la cabeza. Regan se había situado junto a la puerta—. Creen que estoy implicado.

La expresión de Lenny se ensombreció. Entornó los ojos, y sus pupilas se convirtieron en cabezas de aguja. En los deportes, a esto se le llama poner «cara de partido». Lenny se estaba convirtiendo en Cujo. Miró fijamente a Regan como si estuviera decidiendo qué extremidad se zamparía primero.

—¿Has hablado con ellos?

—Un poco —respondí.

—¿No les dijiste que querías un abogado?

—Al principio no.

—Por Dios, Marc, te lo dije...

—He recibido una petición de rescate.

Esto hizo que Lenny se contuviera. Miré mi reloj. Paramus estaba a una distancia de cuarenta minutos en coche. Con el tráfico, podía llegar a tardar una hora. Tenía tiempo, pero no demasiado. Empecé a poner a Lenny al corriente. Éste echó otra mirada asesina a Regan y me alejó aún más de la casa. Nos paramos en el bordillo, aquellas piedras grises tan familiares que se ponen en los límites de las propiedades a modo de dentaduras, y entonces, como dos chiquillos, nos agachamos y nos sentamos. Teníamos las rodillas en la barbilla. Veía la piel de Lenny entre el calcetín marrón y el dobladillo del pantalón. Aquella posición era incomodísima. El sol nos daba en los ojos. Los dos mirábamos hacia delante más que mirarnos el uno al otro, como hacíamos de pequeños. Era más fácil confesarse así.

Hablé rápidamente. A media explicación, Regan empezó a acercarse. Lenny se volvió hacia él y gritó:

—¡Sus pelotas!

Regan se detuvo.

—¿Qué?

—¿Va a arrestar a mi cliente?

—No.

Lenny señaló la entrepierna de Regan.

—Voy a broncearlas colgándolas de mi retrovisor. Si da un solo paso.

—Tenemos que hacer algunas preguntas a su cliente —dijo Regan poniéndose rígido.

—Muy mal. Vaya a abusar de los derechos de otro con un abogado más tonto.

Lenny hizo un gesto despreciativo y me indicó que continuara. Regan no parecía contento, pero retrocedió un par de pasos. Volví a mirar el reloj. Sólo habían transcurrido cinco minutos desde la llamada de rescate. Terminé mi relato mientras Lenny mantenía su mirada láser fija en Regan.

—¿Quieres mi opinión? —me preguntó.

—Sí.

—Creo que deberías decírselo —dijo, todavía furibundo.

—¿Estás seguro?

—Caramba, no.

—¿Tú lo harías si fuera uno de tus hijos?

Lenny se concedió unos segundos.

—No puedo ponerme en tu lugar, si es lo que me pides. Pero sí, creo que lo haría. Es una cuestión de probabilidades. Aumentan cuando se lo dices a la policía. No significa que siempre salga bien, pero ellos son los expertos. Nosotros no. —Lenny apoyó los codos en las rodillas y la barbilla en las manos, una pose de juventud—. Ésta es la opinión del Lenny amigo —siguió—. Lenny el amigo te animaría a contárselo.

—¿Y el Lenny abogado? —pregunté.

—Insistiría aún más. Te recomendaría encarecidamente que fueras sincero.

—¿Por qué?

—Si sales con dos millones de dólares y desaparecen, incluso si recuperas a Tara, sus sospechas, por decirlo suavemente, se multiplicarán.

—Eso no me importa. Sólo quiero que Tara vuelva.

—Lo comprendo. O debería decir que Lenny el amigo lo comprende.


Ahora le tocaba a Lenny mirar el reloj. Me sentía interiormente hueco, vacío, como una canoa. Casi oía el tictac. Era enloquecedor. Intenté de nuevo ser racional, y hacer una lista de pros a la derecha y contras a la izquierda, y luego compararlos. Pero el tictac no se detenía.

Lenny había hablado de probabilidades. Yo no soy jugador. No suelo asumir riesgos. Al otro lado de la calle una de las niñas gritó: «¡Te lo juro!». Se fue como una tromba. La otra niña se rió de ella y volvió a montarse en su bici. Sentí que se me humedecían los ojos. Deseé que Monica estuviera allí. Yo no debería tomar aquella decisión solo. Ella debería participar también.

Miré hacia la puerta de la casa. Ahora Regan y Tickner estaban los dos fuera. Regan tenía los brazos cruzados, y se balanceaba sobre las puntas de los pies. Tickner no se movía, con la misma expresión plácida en la cara. ¿Podía confiar a aquellos hombres la vida de mi hija? ¿Sería Tara su prioridad o, como había insinuado Edgar, seguirían sus propios intereses?

El tictac se hizo más fuerte, más insistente.

Alguien había asesinado a mi esposa. Alguien se había llevado a mi hija. En los últimos días, me había preguntado por qué —¿por qué nosotros?— intentando ser racional y sin permitirme muchos desvíos al fondo del estanque de la compasión. Pero no había llegado a ninguna conclusión. No veía ningún motivo y tal vez esto era lo que más miedo me daba. Quizá no había razón. Quizá sólo era mala suerte y basta.

Lenny miraba hacia delante y esperaba. Tic, tic, tic.

—Se lo contaremos —dije.


Su reacción me sorprendió. Les entró el pánico.

Regan y Tickner intentaron disimularlo, evidentemente, pero su lenguaje corporal de repente fue muy claro: el parpadeo, la rigidez de las comisuras de la boca, la voz mal modulada, el timbre de locutor de radio de sus voces. El tiempo disponible era sencillamente demasiado justo para ellos. Tickner llamó de inmediato al especialista en negociaciones de secuestros del FBI para que nos ayudara. Se tapó la boca con la mano mientras hablaba con él. Regan se puso en contacto con sus colegas de la policía de Paramus.

—Colocaremos agentes en el centro comercial —me comentó Tickner después de colgar—. Discretamente, por supuesto. Intentaremos poner a hombres en coches cerca de todas las entradas y en la autopista diecisiete en las dos direcciones. Tendremos agentes dentro del centro en todas las entradas. Pero quiero que me escuche atentamente, doctor Seidman. Nuestro especialista dice que deberíamos intentar darles largas. Quizá podamos conseguir que el secuestrador aplace...

—No —le interrumpí.

—No desaparecerán —dijo Tickner—. Quieren el dinero.

—Hace casi tres semanas que tienen a mi hija —insistí—. No quiero aplazarlo.

Asintió con la cabeza, insatisfecho, pero intentando mantener la calma.

—Entonces quiero que vaya un hombre en el coche con usted.

—No.

—Puede esconderse detrás.

—No —repetí.

—O aún mejor —Tickner intentó otra vía—, porque lo hemos hecho otras veces: decimos al secuestrador que no está en condiciones de conducir. Demonios, acaba de salir del hospital. Conducirá uno de nuestros hombres. Diremos que es su primo.

—¿No me dijo que creía que mi hermana estaba implicada? —pregunté mirando a Regan, ceñudo.

—Es posible, sí.

—¿No cree que ella sabría si el hombre es mi primo o no?

Tickner y Regan dudaron y luego asintieron al unísono.

—Tiene razón —dijo Regan.

Lenny y yo intercambiamos una mirada. A aquellos profesionales les iba a confiar la vida de Tara. La idea no era reconfortante. Me fui hacia la puerta.

—¿Adónde va? —Tickner me puso una mano en el hombro.

—¿Adónde cree usted?

—Siéntese, doctor Seidman.

—No tengo tiempo —contesté a la defensiva—. Tengo que ponerme en marcha. Podría haber tráfico.

—Podemos despejar el tráfico.

—Y eso no parecerá sospechoso, claro —dije.

—Dudo mucho que le sigan desde aquí.

—¿Y está dispuesto —le pregunté volviéndome hacia él— a arriesgar la vida de un niño basándose en eso?

Se quedó sin palabras.

—Usted no lo entiende —seguí, muy cerca de su cara—. No me importa el dinero, ni si se salen con la suya. Sólo quiero recuperar a mi hija.

—Lo comprendemos —dijo Tickner—, pero está olvidando algo.

—¿Qué?

—Por favor —insistió—. Siéntese.

—Mire, hágame un favor. Quiero estar de pie. Soy médico. Conozco el método para dar malas noticias mejor que nadie. No intente manipularme.

Tickner levantó las palmas de la mano y dijo:

—De acuerdo.

Luego respiró profunda y lentamente. Táctica de evasiva. Y yo no estaba de humor.

—¿De qué se trata? —pregunté.

—El que hizo esto —empezó—, les disparó. Mató a su esposa.

—Soy consciente de ello.

—No, no creo que lo sea. Piénselo un momento. No podemos dejarle ir solo. El que lo hizo intentó matarle. Le disparó dos veces y lo dio por muerto.

—Marc —dijo Regan, acercándose—, antes le hemos lanzado algunas teorías al azar. El problema es que sólo son eso. Teorías. No sabemos qué es lo que buscan realmente estas personas. Puede que se trate de un simple secuestro, pero si es así, no se parece a ninguno de los que hayamos visto. —Su expresión ya no era inquisitiva, sino que tenía las cejas arqueadas y los ojos muy abiertos como para transmitir sinceridad—. Lo que sabemos con certeza es que intentaron matarle. Nadie intenta matar a los padres, si lo que quiere es un rescate.

—Tal vez pensaban sacarle el dinero a mi suegro —dije.

—¿Entonces por qué han esperado tanto?

No tenía la respuesta a eso.

—Puede que... —continuó Tickner—, esto no tenga nada que ver con un secuestro. Al menos, en principio. Tal vez sea un efecto secundario. Tal vez usted y su esposa eran los objetivos desde el principio. Y puede que quieran terminar el trabajo.

—¿Cree que se trata de una trampa?

—Es una posibilidad, sí.

—¿Y qué me aconseja?

Tickner se aferró a esto.

—No vaya solo. Consiga un poco de tiempo para que podamos prepararlo bien. Deje que vuelva a llamarle.

Miré a Lenny. Él lo miró e inclinó la cabeza.

—No es posible —dijo Lenny.

—Con el debido respeto —Tickner lo miró duramente—, su cliente corre un grave peligro.

—Igual que mi hija —dije. Palabras sencillas. La decisión no requería mucha reflexión si se planteaba con sencillez. Me volví y me dirigí hacia el coche—. Mantenga a sus hombres a distancia.

Última oportunidad

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