Читать книгу Todo lo que aprendí de mis hijos y no me enseñaron en la escuela de negocios - Helena Guardans Cambó - Страница 7

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1. No esperes a que llegue

‘el momento perfecto’

Desde hace tiempo me invitan a dar algunas charlas una vez al año en Esade y en Iese para hablar a los alumnos y alumnas de mi experiencia profesional. En Esade me encuentro con estudiantes del último curso de carrera que aún no han trabajado. En Iese con graduados que tuvieron una experiencia laboral y más tarde decidieron hacer un máster. Son chicas y chicos entre veintidós y treinta años, algunos españoles y otros procedentes de distintos países. Es curioso que, en ambos casos, a pesar de las diferencias en edad, experiencia o cultura, al finalizar mi presentación siempre hay alguien que hace la siguiente pregunta:

—Helena, ¿se puede llegar a una posición de alta dirección siendo madre?

Mi respuesta es que son muchas las habilidades que una madre puede aportar a la empresa y que incluso en muchas ocasiones ayuda a ser una mejor profesional.

Como ambas universidades invitan a distintos ponentes a lo largo del año, finalizo preguntando a mi audiencia si esa cuestión también se la formulan a los hombres que me han precedido, es decir, si a ellos les resultó difícil llegar a un puesto de dirección siendo padres. La respuesta es que a nadie se le ocurre preguntar tal cosa.

Cuando imaginamos una situación futura que desconocemos, la mayoría de las veces visualizamos acontecimientos que no van a suceder y también afloran especialmente nuestros miedos y dudas. Probablemente es así porque la mente, desde hace miles de años, está más entrenada para protegernos de los riesgos y peligros que nos puedan sobrevenir, que para abrirnos a disfrutar de nuevas experiencias y oportunidades.

En mi caso, hubo un instante de mi vida en el que percibí que había llegado el momento para crear mi propia empresa. Tenía una idea, un proyecto. Y lo que consideré más importante aún que la idea: yo era una persona independiente, sin ataduras —pues no tenía hijos— y con algunos ahorros. Y así fue como, en 1994, con un préstamo y muchas ganas de comerme el mundo, fundé una pequeña compañía, Singular, con tres empleados. Un año después me había casado y tenía una hija, y al año siguiente nació Óscar. Ni mi pareja ni los niños fueron obstáculo para que siguiera adelante con el proyecto empresarial que había iniciado. Creo que, de no haber tomado la decisión de emprender antes de que naciera mi hija, probablemente hubiera esperado indefinidamente hasta que llegara la situación ideal.

Lo que pretendo explicar es que casi todas las circunstancias son buenas para empezar, y que no es necesario que esperemos al momento perfecto o a que todos los astros estén alineados para tomar la decisión. ¿Sabes por qué? Porque los astros se desalinean cada día, o lo hacen mucho antes de lo que imaginamos, sin que podamos evitarlo. Y la verdad es que la mayor parte del tiempo casi nunca pasa nada. Una vez tomada la decisión, avanzamos paso a paso y de pronto estamos en ese futuro que habíamos visualizado con angustia. Y vemos que, después de todo, no había para tanto.

Recuerdo que a Óscar se le ocurrió preguntarme en una ocasión cómo vivía yo como madre eso de tener dos hijos en plena adolescencia. Él tenía entonces trece años y su hermana quince. Me divirtió la cuestión, y mi respuesta salió disparada sin pensar demasiado. “Óscar —le dije— si hubieras nacido tal como eres ahora, probablemente me hubiera llevado un susto de muerte. Pero llevamos trece años practicando juntos, y creo que entre los dos lo hacemos bastante bien. ¿No te parece?”.

Lo que sucede cuando imaginamos el futuro es que visualizamos lo peor que puede pasarnos, y esa visión negativa es la causa de que a menudo retardemos innecesariamente nuestras decisiones. Parece que nunca llega el momento apropiado de tener hijos; tampoco el de que estemos preparadas para avanzar en nuestra carrera profesional.

Además, en cuanto a los hijos, hay unas normas extrañas que definen lo que pueden hacer e incluso cuándo; normas que parecen hechas para dificultarnos la vida. En nuestra familia no las seguimos demasiado. Recuerdo una vez que, entrando en un museo de arte, llevaba a Óscar sentado en su cochecito y a Laura agarrada detrás. La persona uniformada que estaba en la entrada me miró con extrañeza y a continuación me espetó:

—Perdone señora, ¿no cree que sus hijos son demasiado pequeños para venir a un museo?

Me quedé muy sorprendida. Mientras paseábamos iba preguntándome cuál es la edad que se considera adecuada para que un niño visite un museo. Está claro que no lo harás del mismo modo si vas sola o con tus hijos, pero ¿por qué iba a dejar de hacerlo? Entramos, alegres y divertidos, y en cada sala ellos escogían, por turnos, el cuadro que más les gustaba; nos sentábamos los tres en un banco, si lo había, o en el suelo, y contábamos las historias que se nos ocurrían mirando esa pintura. Los recuerdo como unos ratos maravillosos. Me cuesta creer que un adulto que no haya visitado museos en su infancia, de pronto un día decida que es algo para hacer un sábado, por ejemplo. Probablemente sucede igual con las verduras. ¿Alguien se imagina a un niño que nunca las come en casa, pidiendo un día un plato de espinacas?

Insisto en esas absurdas barreras artificiales porque son muchas y están por todas partes. También sucede, por ejemplo, con ese tono de voz impostado con el que muchos adultos se dirigen a los niños.

Siempre me he preguntado por qué lo hacen, o cuándo suponen que ya no es necesario. En casa no lo hicimos. Siempre hablamos a Laura y Óscar con cariño y respeto, independientemente de su edad. Y si recibíamos a amigos, a menudo los niños estaban con nosotros un largo rato, escuchando nuestras conversaciones; y más tarde, durante las vacaciones, se unieron a nuestras cenas. He de aclarar que en esas noches de verano, Ildefonso siempre intentaba que hubiera una única conversación a la vez, donde participaran todos, lo que hacía que las veladas fueran a menudo mucho más interesantes, y todo el mundo las recordara de un año a otro. Ya adultos, Laura y Óscar coincidieron en que lo pasaron muy bien en esos momentos veraniegos, y agradecían a sus padres y a sus amigos haber sido tratados en esas ocasiones como personas mayores, tomando la palabra cuando les interesaba hacerlo mientras los demás escuchaban; ello les dio además una bien cimentada seguridad cuando más adelante se encontraron en reuniones, ya solos, con otros adultos.

En cualquier proyecto de tu vida, todo transcurre paso a paso y te adaptas, sacando lo mejor de cada momento. En mi caso, ni la empresa pasó de tener tres empleados a más de cuatro mil de la noche a la mañana, ni mis hijos evolucionaron en un solo día de la edad de estar en la cuna a la de discutirlo todo. Tuve muchas semanas, meses y años para aprender, equivocarme y rectificar. Y por encima de todo, disfrutar de mi trabajo y de mi familia.

Por tanto, permíteme sugerir que intentes no visualizar todo lo que te pasará en los próximos años si haces tal o cual cosa —o lo contrario—, porque probablemente esa imagen te influirá como si fuera real, te paralizará para tomar cualquier decisión, y te impedirá avanzar. En cambio, te aconsejo que sueñes con el lugar donde querrías llegar. Y un día, cuando mires atrás, verás que cada decisión, cada paso, aunque fuera pequeño, te llevó al destino que un día soñaste.

Todo lo que aprendí de mis hijos y no me enseñaron en la escuela de negocios

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