Читать книгу Todo lo que aprendí de mis hijos y no me enseñaron en la escuela de negocios - Helena Guardans Cambó - Страница 9

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3. El caso de la sopa de verduras

Si estamos atentos, resulta fácil percibir cuándo hay alguien que está pasando por una situación de estrés. Las señales suelen ser similares y se repiten una y otra vez.

Un día, recién llegada de vacaciones, me dirigí hacia una de las plantas del edificio principal en el que tenemos las oficinas. Son espacios grandes, abiertos y diáfanos de más de mil metros cuadrados. Crucé una planta de extremo a extremo para encontrarme con Markus, y hacerle una consulta.

Cuando tengo que hablar con alguien que trabaja en mi mismo edificio, intento, siempre que pueda, ir a hablar con esa persona directamente en lugar de llamarle por teléfono o mandarle un e-mail. Eso me permite tener una conversación más personal y evitar malentendidos o correos interminables con listas de gente que se van añadiendo en copia. Además, yendo de una planta a la otra, tengo la ocasión de saludar a gente en el ascensor, aunque solo sea para dar los buenos días o preguntar “¿Cómo estás?”. Esos encuentros fortuitos a menudo me han servido para enterarme de próximas bodas, embarazos, inminentes nacimientos, promociones y un sinfín de sucesos o información que la gente no compartiría conmigo por e-mail.

Ese día, cuando llegué a la mesa donde estaba trabajando Markus, este ni siquiera alzó la vista para saludar.

—¿Cómo estás Markus? —le pregunté—. ¿Ya de vuelta de tus vacaciones?

—Ni me acuerdo de ellas. No sabes la cantidad de trabajo que tenemos. No sé por dónde empezar. Tengo cientos de e-mails que contestar, informes que leer y además la gente del equipo se cree que tengo tiempo para ellos. Bueno, ¿querías algo?

Yo había pensado que sería una conversación corta, pero viéndolo en ese estado le invité a vernos en mi despacho más tarde. No tuve ninguna duda de que me maldijo en aquel momento; con todo lo que tenía que hacer, solo le faltaba añadir una reunión conmigo. A pesar de ello, pensé que valía la pena forzar esa cita. De vuelta en mi planta, me encontré con Julio, nuestro director de operaciones, y le dije que me preocupaba lo estresado que estaba Markus.

—¿Cómo puedes pensar eso si solo lo has visto cinco minutos? ¿Qué te ha dicho? ¿Qué te ha contado? —preguntó.

Pensé que lo que mostraba su nivel de estrés era justamente lo que Markus no había dicho. Y así se lo hice saber.

—He ido a saludarle, como he hecho con todos los demás, y ni ha levantado la vista del ordenador. ¡Ni me ha mirado! No, no me malinterpretes. No es que piense que sea una muestra de mala educación... Pero, si no me mira a mí, que soy la presidenta, ¿a quién crees tú que va a mirar? Un director de proyecto como Markus es una persona que asume una gran responsabilidad, y una de sus funciones más importantes es tratar con su equipo. Darles soporte, ayudarles. ¿Cómo crees que lo hace si no me ha saludado a mí? Creo que tiene más dificultades de las que te imaginas, y hemos de hacer algo o lo vamos a perder. He organizado una reunión con él, y estaría bien que también estuvieras, a ver qué nos cuenta. ¿Te parece?

Así fue como más tarde nos encontramos los tres en mi despacho. Julio, a quien no le gusta andarse con rodeos, le espetó a Markus que nos contara qué temas llevaba entre manos. Y Markus empezó a relatar sus problemas con el cliente, con la gente que no respondía, con las métricas que no se cumplían… Iba saltando de un tema a otro, sin visualizar las prioridades, o distinguir entre opiniones o descripciones de hechos acontecidos; o lo que era anecdótico de lo realmente substancial. Era un relato angustioso en el que claramente se percibía a una persona superada por los acontecimientos. Julio le interrumpió su relato en varias ocasiones, aportando matices o clarificaciones, incluso intentando minimizar las consecuencias de algún detalle o excusando a alguna de las personas que Markus mencionaba. Al contrario de lo que pretendía, no hizo sino complicar todavía más la situación y provocó que Markus adoptara una actitud defensiva.

No sabía cómo tranquilizarlo, pero estaba segura de que no iba a servir de nada entrar en una discusión de si había mucho trabajo o no, o de si era una simple cuestión de organización. Estaba tan preocupado que era difícil captar su atención y alejarlo de sus miedos. Miedos que en parte se basaban en el temor de que otros pudieran hacer su trabajo mejor que él mismo, aunque él no fuera del todo consciente de ello.

Lo importante en estos casos es escuchar y escuchar. No se trata de dar soluciones cuando la persona no está preparada para oírlas. De pronto, me acordé de Laura y de su primer día de colegio, y pensé que era una buena historia para compartir. Quizás con eso lograría captar la atención de Markus y que dejara de pensar durante unos minutos en sí mismo. Y entonces dije:

—Permitid que os interrumpa, y perdona, Markus. Hemos entrado directamente a hablar de tu trabajo y no te he preguntado antes cómo estabas. Además, lo reconozco, me he distraído un poco mientras hablábais, recordando lo que me ha pasado esta mañana con mi hija Laura. ¿No os importa que os lo cuente, y luego volvemos a lo nuestro?

Julio me miró sorprendido, sin entender qué pretendía, pero no preguntó; estaba seguro de que yo no había interrumpido sin motivo:

Bien, este es el primer año de colegio para Laura. Os lo podéis imaginar, y estoy convencida de que incluso podéis recordar cómo fue vuestro primer día. Laura llevaba toda la semana nerviosa, y era difícil tranquilizarla, porque le preocupaban un montón de cosas, y hasta ayer no supe bien cómo canalizar tantos frentes abiertos. Además, algunos de sus temores ni ella misma era capaz de verbalizarlos:

“¿Cómo será el nuevo colegio?”, “¿y si me pierdo?”, “¿cómo será la profesora?”, “¿y si no le gusto?”, preguntaba preocupada, “¿y si no tengo amigas?”.

Me sorprendió que al abrir la caja de los y si…, todo lo que salía de ella fuera tan negativo. Y de pronto, se me ocurrió qué hacer para cerrar esa caja de donde parecía que las preguntas salían sin fin. Tenía que encontrar un problema, uno solo, en el que concentrarnos, intentar resolverlo y olvidarnos de los demás.

Le dije a Laura:

—Veo que has pensado en casi todo lo que puede pasar mañana cuando vayas al colegio. Pero hay algo que no me has dicho…

—¿Qué es, mamá? —preguntó con los ojos muy abiertos.

—¿Qué pasará si te dan crema de verduras? Tú y yo sabemos que no te gusta, y por eso en casa nunca la comemos. ¿Qué vamos a hacer ahora?

—¡Mamá, no quiero crema de verduras! ¡No quiero ir al colegio!

Así logré que todos los miedos se concretaran en uno solo: la posibilidad de que le forzaran a comer la crema de verduras. Yo estaba convencida de que la búsqueda de una solución le haría focalizarse y olvidar las demás preocupaciones.

—A ver, Laura, ¿cómo hacemos para que no te den crema? ¿Se te ocurre alguna idea?

Después de escuchar sus ideas variopintas, que iban desde esconder la sopa en el bolsillo a que el plato se cayera al suelo, le propuse la mía.

—Mañana, cuando lleguemos al colegio, hablaré con tu profesora, la señorita Bárbara, y le explicaremos que no te gusta la crema de verduras. Ya verás como será comprensiva y no te forzará a comerla. ¿Qué te parece?

—¿Seguro, mamá? ¿De verdad se lo dirás?

Es curioso, habíamos logrado trasladar el miedo abstracto y enorme a uno concreto y manejable. Ahora el problema era si yo se lo diría o no a la profesora. Se trataba de cerrar ese temor, y la angustia quedaría eliminada.

—Si tú me lo recuerdas mañana, claro que se lo digo.

A partir de entonces se quedó tranquila, e incluso nos reímos al recordar las muecas que ponía “cuando era pequeña” al tomar crema de verduras.

Esta mañana se ha levantado excitada ante la perspectiva de su primer día de colegio, y ya os imagináis qué ha sido lo primero que me ha dicho.

—¡Lo sé! —exclamó Markus, que estaba totalmente metido en la historia—. ¡Que no te olvidaras de hablar con la profesora!

—Exactamente. Y perdonad, que ya termino:

—Hola señorita Bárbara —dije—. Esta es mi hija, que está feliz de empezar el colegio. ¿No es cierto Laura? —le pregunté, y se limitó a asentir con una sonrisa tímida—. Pero hay un tema que le preocupa y queríamos hablarlo con usted.

La profesora nos miró con una mueca de sorpresa que me pareció que exageraba a propósito.

—¿Qué te preocupa Laura? —preguntó.

La niña levantó la vista esperando que yo contestara, mientras su manita presionaba todavía un poco más la mía. Y le expliqué nuestro problema.

—Laura come muy bien, y además de casi todo. Solo hay un plato que no le gusta, y está muy preocupada de que en el colegio le obliguen a comerlo. Se trata de la crema de verduras.

La profesora me miró y luego se dirigió a Laura con una amplia sonrisa:

—Te voy a confesar un secreto, ¡a mí tampoco me gusta! No tienes que preocuparte, el día que haya crema, no tienes que comértela. Y que sepas que el señor Antonio prepara unos platos deliciosos. Seguro que todo lo demás te va a encantar.

Y así fue como Laura ha empezado su primer día de colegio. Liberó su mano de la mía, sonrió a la profesora y me preguntó si podía ir a jugar. Sin crema de verduras, se abría un mundo de oportunidades, de juegos y de amigos.

Markus, que había escuchado toda la historia, al principio sorprendido y después con atención, fue el primero en hablar.

—Tienes razón Helena, estoy tan agobiado como tu hija y lo admito, probablemente necesito ayuda. Quién sabe, quizás encuentre mi crema de verduras —dijo riendo abiertamente.

Y a partir de ese momento empezó a relatar su situación de un modo muy distinto, con tranquilidad y sabiéndose escuchado. Sin interpretar los comentarios de Julio como un ataque ni una crítica, oyendo propuestas de cómo manejar mejor los e-mails, o aceptando los beneficios de establecer un horario fijo para atender las consultas del equipo; o de la importancia de tener una hora de entrada y de salida razonables. De pronto comprendió que no le pedíamos que trabajara más, solo le estábamos ayudando a hacerlo mejor.

El estrés y la angustia son justamente eso, estar tan agobiados que nos es difícil distinguir entre lo que es importante y lo que no lo es tanto, o lo que es urgente de lo que puede esperar. Todo se nos cae encima en un instante y nos paraliza. Ir deshaciendo la madeja tranquilamente nos permite visualizar cada tema por separado. Y solo así podremos avanzar, cerrando un asunto después de otro. No es sencillo, y requiere primero del reconocimiento de la situación; después, de método y constancia. Te aconsejo que busques siempre tu crema de verduras.

Todo lo que aprendí de mis hijos y no me enseñaron en la escuela de negocios

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