Читать книгу Todo lo que aprendí de mis hijos y no me enseñaron en la escuela de negocios - Helena Guardans Cambó - Страница 8

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2. Cuanto antes, mejor

Si prestamos atención, veremos que la mayoría de los conflictos ya los habíamos previsto antes de que explotaran, aunque no fuéramos del todo conscientes de ello. Probablemente, pasada la tempestad, la pregunta que perdurará será: ¿por qué no decidimos hacer tal cosa o tal otra antes de llegar hasta aquí?

Cuando detectamos algo que no nos gusta o nos incomoda, lo aconsejable es reaccionar cuanto antes. No hemos de acostumbrarnos, por ejemplo, a que una persona que antes era alegre de pronto cada día esté más apagada, o que otra que antes saludaba a todo el mundo ahora no levante la vista del ordenador. Es mejor averiguar qué es lo que realmente pasa, e incluso si es necesario, acelerar el conflicto. Curiosamente, precipitar los acontecimientos nos da más oportunidades para buscar soluciones. Porque la mayoría de las veces la experiencia nos demuestra que las cosas no cambian solas, y si no funcionan y no hacemos nada para mejorarlas, tienden a empeorar.

Te voy a contar una situación problemática que tuve con mi hijo Óscar, cuando él no tenía más de cuatro años, y cómo la gestionamos. El resultado fue tan espectacular que luego he ido aplicando el método muchas veces en la empresa.

Uno de los momentos más felices del día, cuando los niños eran pequeños, era mi vuelta a casa por la tarde. Y para aprovechar esos instantes al máximo, me preparaba para ello. Es decir, establecí una rutina que me ayudaba a desconectar de la jornada laboral. Llegada la hora prevista, no salía corriendo del despacho, sino que me tomaba mi tiempo. Repasaba la agenda, veía si había cerrado los temas previstos, y los que quedaban pendientes los trasladaba al día que correspondiera; con mi asistente, acordábamos el seguimiento que les íbamos a dar. El último paso era recoger los papeles de la mesa, apagar el ordenador, abrir la puerta y cerrar con llave. Todo ello me permitía salir sin precipitaciones, con la seguridad de haber finalizado el trabajo, y sobre todo tranquila, pensando que estaba todo controlado y que si surgiera algo urgente o necesario lo podría atender incluso por la noche, una vez los niños ya estuvieran acostados.

He dicho uno de los momentos más felices del día, pero rectifico. Hubo un tiempo en que, al llegar a casa, mi sentimiento de culpabilidad por haberme alejado de mis hijos durante todo el día era enorme, y esa sensación no me permitía disfrutarlo. Hasta que decidí actuar. Como siempre, hay una señal —o si se quiere un detonante— que te hace ver que algo no funciona, que hay un conflicto, un problema.

Aquel día llegué a casa y —como de costumbre— no había abierto la puerta del todo cuando Laura ya se había abalanzado a mis brazos. Quería contarme enseguida todas las novedades de su día, sin olvidar ni el más pequeño detalle, y las palabras se precipitaban una tras otra. Era difícil seguirla, pero oír el relato de sus alegrías y sus penas era un momento maravilloso. Mientras Laura hablaba, miré alrededor, intentando visualizar dónde estaba su hermano, a quien imaginaba escondido cerca. Y efectivamente, allí estaba, detrás de un sofá, contemplando la escena con cara de pocos amigos. Una vez más vi su mirada de reproche. Así lo sentí, y logró que ese instante de felicidad se desvaneciera de inmediato.

Me acerqué y le di un beso, al que él respondió fríamente. Era una situación que se venía repitiendo, y era más exagerada aún si yo había estado algunos días fuera o si —como era el caso— me había retrasado en llegar. Y no era solo eso, cualquier nimiedad provocaba una pataleta acompañada de gritos y lloros; a veces hasta llegó a decir que yo era una “mala mamá” porque nunca estaba en casa. Yo intentaba aparentar que no pasaba nada, pero en el fondo me dolía, porque me preguntaba si Óscar no tendría algo de razón. Me negaba a admitirlo, pero quién sabe, tal vez no fuera posible dirigir una empresa, tener compromisos sociales y además cuidar de la familia como es debido. Y en ese momento tuve una idea. Ahora, cuando la recuerdo, me parece una auténtica locura. No estaba dispuesta a dejarme vencer tan fácilmente, ni siquiera por mi querido Óscar, y por ello me puse manos a la obra.

Sin pensarlo dos veces le ordené que fuera a por su abrigo porque íbamos a salir los dos a la calle. El tono que yo había empleado le dejó claro que no había nada que discutir. Volvió con el abrigo, le abroché los botones y, dándole la mano, salimos de casa.

—Mamá, hace frío. ¿Dónde vamos? —preguntó.

Le contesté que había tenido una idea.

—Como yo no te gusto como mamá, vamos a la calle y entre los dos buscaremos una que sea mejor para ti. Cuando la encontremos, le preguntaremos si quiere quedarse contigo. Ya verás, así estarás más contento. Porque yo me pongo muy triste de verte así tan enfadado, ¿sabes?

Y así fue como ese día de invierno del 2001, a las siete de la tarde, fuimos en búsqueda de una madre por las calles de Sarrià. Mientras caminábamos le iba haciendo observaciones de las mujeres que se nos cruzaban, del tipo:

—Esa me parece demasiado mayor, ¿no crees? Esa, Óscar, esa, está bien. A mí me parece muy guapa. Mira, va con una niña que tiene más o menos tu edad. Parece que la está riñendo. No queremos una madre que riña. Queremos una que siempre esté contenta, ¿no? Sigamos mirando. Tú me avisas si ves una que te gusta, ¿eh?

A esas alturas la inquietud de Óscar era inmensa. Cada vez su manita apretaba con más fuerza la mía. Y entonces los vi, y exclamé:

—¡Mira, Óscar, por allí viene una pareja! ¡Fíjate cómo se cogen de la mano, parecen muy felices! ¿Lo ves? Estoy segura de que todavía no tienen hijos y te van a tratar superbién. Vamos a preguntárselo.

Era justamente la pareja que yo estaba buscando, alguien que me pudiera seguir el juego; vi en ellos a mis interlocutores perfectos. Y sin más preámbulos, y con Óscar ya casi totalmente escondido detrás de mis piernas, les dije:

—Hola, perdonad que os moleste, pero es que Óscar y yo estamos buscando una madre mejor para él, porque está enfadado conmigo. Os encantará, es un niño muy simpático y cariñoso. Come de todo y casi se viste solo. Además, se porta muy bien.

La reacción de ambos fue aún mejor de lo que me esperaba. La chica, que no tenía más de veinte años y a la que parecía que le estaba costando no echarse a reír a carcajadas, una vez pasada la primera sorpresa dijo:

—Hola, Óscar, nosotros también somos muy simpáticos y estaremos encantados de que vengas con nosotros. ¿Me das la mano?

Óscar me miró, luego miró a la joven, y de nuevo se giró hacía mí. Tiró con fuerza de mi brazo para que me agachara. Una vez me tuvo a su altura, me dio un beso y me pidió que volviéramos a casa, porque “no podía abandonar sus juguetes”, dijo. Nos despedimos precipitadamente de la pareja, a quienes intenté explicar con la mirada lo agradecida que estaba por su actuación. La alegría de Óscar crecía a cada paso que dábamos y cuanto más nos alejábamos de ellos. Cuando dejó de verlos, empezó a saltar y a explicarme todas las cosas que íbamos a hacer después, todos juntos. Al llegar a casa, antes de abrir la puerta, me preguntó si no me hubiera dado pena que él se hubiera ido. Lo abracé, lo besé y le dije que nunca le hubiera dejado marchar, porque de ninguna manera quería cambiar de hijo; tenía al mejor. Nunca volvimos a hablar del asunto. A partir de ese día, Óscar decidió que tenía la mejor madre del mundo y que no quería cambiarla por otra, aunque no estuviera siempre con él. Probablemente yo también decidí que era la mejor madre del mundo, y ese sentimiento me dio más seguridad y me ayudó a no sentirme culpable.

La experiencia nos benefició a los dos en nuestra relación y recuperé los momentos de felicidad al reencontrarnos cada tarde y escuchar los relatos de las atareadas jornadas de Laura y Óscar.

Pasado un tiempo, mi cuñada me llamó muy preocupada porque su hijo, que tenía la misma edad, no la trataba bien, y ella se sentía culpable. Le propuse que vinieran a merendar y así nuestros hijos podrían hablar entre ellos. Y esto fue lo que al final de la tarde oí que Óscar le decía a su primo:

—No busques otra mamá, no vale la pena. Seguro que la tuya es la mejor.

Este método de visualizar cuanto antes el problema —lo que está pasando— y forzar la elección entre posibles alternativas, aunque éstas parezcan extremas, permite movernos en la dirección adecuada. O no movernos, pero apreciando en este caso la situación en que nos encontramos y valorando elementos que antes quizás no habíamos tenido en cuenta. Si lo practicas podrás ver, tanto tú como los que te rodean, lo que está en juego en un momento dado, y tendrás más fuerza para cambiar la situación o valorar más lo que tienes y no quieres perder de ningún modo.

Todo lo que aprendí de mis hijos y no me enseñaron en la escuela de negocios

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