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ESCENA X

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rocío, luego un caballero

Rocío (Siempre con marcadísimo acento andaluz).—Buenos días. ¡No hay nadie! Mejor, así entraré más pronto. ¡Ay, Jesús! ¡Qué cansada estoy! Y qué aburrida voy á estar aquí sola si tarda mucho el que está 20 dentro. ¡Parece mentira que haya personas aficionadas á la soleá!... Á mí no me gusta más soleá que la de mi tierra, la que se canta. ¡Ay! (Empezando á cantar y batiendo palmas.) Caballero (Entra tapándose la boca con el pañuelo y 25 mugiendo como un toro.)—¡Muú! Rocío.—¡Qué barbaridad, cómo viene este hombre! Caballero (Sentándose, después de saludar con la cabeza).—¡Gracias á que no hay más que ésta esperando! Entraré pronto. Yo no puedo más. ¡Uf! (Se levanta y pasea de uno á otro lado de la escena.) Rocío.—¡Pobrecito! Se conoce que está sufriendo mucho. 5 Caballero.—Esto ya no se puede aguantar. ¡Berr! Rocío.—Caballero, ¿le duele á usted mucho, eh? Caballero.—¡Mucho! Rocío.—¡Ay! Yo no puedo ver sufrir á nadie... Caballero.—Pues, señora, lo siento tanto: pero no 10 lo puedo remediar. (Con malos modos.) Rocío.—No, hijo mío, no, si no lo digo por eso. Desahóguese usted todo lo que quiera. Al cabo y al fin, el quejarse siempre es un consuelo. Los suspiros que se quedan dentro son los que hacen daño. 15 Caballero.—(Buenas ganas de conversación tengo yo ahora.) Rocío.—¿Y es fluxión ó caries lo que tiene usted? Caballero.—No lo sé, señora. Rocío.—Será de los nervios, porque tiene usted tipo 20 de ser muy nervioso. Caballero.—Muchísimo. Rocío.—¡Pues ya es desgracia, ya! Á mí me sucede lo mismo. Y yo he padecido mucho de la boca, mucho, pero nervioso nada más; hasta que hace dos años me 25 dieron el gran remedio, y no he vuelto á tener novedad. ¿Sabe usted cómo me he curado? Caballero.—¡Qué sé yo! Rocío.—No lo va usted á creer cuando se lo diga. Pues oiga usted. Me he curado cortándome las uñas 30 todos los lunes. No se ría usted. Caballero.—¡Qué me he de reir, señora, qué me he de reir! (Muy incomodado.) Rocío.—Parece brujería; pues no lo es. Me lo aconsejó una cigarrera de Sevilla, y desde entonces todos los lunes... riqui riqui-riqui. (Como si se cortara las 5 uñas.) Se acabaron los dolores de muelas. No me retientan ni por casualidad. Caballero.—¿Entonces, á qué viene usted aquí? (Muy violento.) Rocío.—¡Ay, Jesús! Hijo, me ha asustado usted. 10 Caballero.—Dispense usted, estoy rabioso. Rocío.—Pues vengo á comprar un frasco de elixir, lo único que uso; pero vea usted... (Enseñándole los dientes.) Caballero.—Ya veo, ya. Dichosa usted. Tiene una dentadura preciosa. 15 Rocío.—Gracias. Caballero.—Preciosa; parecen perlas... Rocío.—Perlas precisamente, no: porque si fueran perlas no estarían ahí; pero, en fin, piñoncitos... Caballero.—(¡Lástima que tenga yo dolor de 20 muelas!) Rocío.—¿Está usted mejor? Caballero.—Parece que se me va calmando algo. Rocío.—¡Cuánto me alegro! Usted dirá que le estoy mareando con la conversación... 25 Caballero.—Señora, yo no digo nada. Rocío.—Pero, hijo mío, yo soy así, no puedo remediarlo. Á mí, pídame usted lo que quiera, ¿comprende usted? pero no me pida que no hable. Yo no comprendo esas personas calladas, mohinas, como buhos... ¡Ay! 30 Á mí déme usted gente que hable mucho, que diga todo lo que sienta, que no se guarde nada... ¡La conversación! ¿Hay algo más agradable en este mundo? Comunicar una sus pensamientos, hasta los más hondos... En eso nos diferenciamos de los animales... ¿Hay algún animal que hable? 5 Caballero (Con la mayor naturalidad).—Sí, señora; hay uno. Rocío.—¿Cuál? Caballero.—La cotorra. Rocío.—Es verdad. ¡Ay qué gracioso! Está usted 10 mejor, ¿eh? Caballero.—Sí, sí; me duele menos. La conversación con usted, por lo visto, me ha distraído y me he aliviado algo. Se conoce que el gusto de oirla... ¡Ay! (De pronto dando un berrido.) 15 Rocío.—¿Qué? ¿Vuelve? Caballero.—Son tirones. De pronto me dan y de pronto se me pasan. Rocío.—¿Y la que le duele á usted es de arriba ó de abajo? 20 Caballero.—De arriba. Rocío.—Á ver, á ver, puede que esté dañada. Caballero.—¡Ésa! (Abriendo la boca y señalando con el dedo.) Rocío.—¡Ay, hijo mío; pero si tiene usted ahí la cueva 25 de Montesinos! Debe usted inmediatamente orificársela. Caballero.—¡Quiá! ¡Fuera con ella! Rocío.—¿Sacarla? Eso es lo último. Caballero.—¿Opina usted? Rocío.—Sí, señor. (Se acerca al velador y empieza 30 á hojear un libro.) Caballero.—(Vaya si es graciosa la mujer.) (Pausa corta.) ¿Es usted soltera? Rocío.—Viuda, para servir á usted. Caballero.—¡Qué más quisiera yo! Rocío.—¡Guasón! Para valiente cosa le serviría yo 5 á usted. Caballero.—Y por lo visto hace ya mucho que perdió usted á su esposo... Rocío.—No lo perdí yo; se perdió él. Caballero.—Quiero decir que, á juzgar por el traje, 10 ya ha pasado tiempo... Rocío.—El luto lo llevo en el corazón. Caballero.—Tiene usted el corazón negro, ¿eh? (Animándose cada vez más.) Rocío.—Tengo aquí un plato de calamares. ¡Ay! 15 Si usted conociera mi historia... Caballero.—¿Cómo se llama usted? Rocío.—¡Rocío! Caballero.—¿Rocío? ¡Qué casualidad! Yo me apellido Flores. 20 Rocío.—¿Y que? Caballero.—Que las flores necesitan rocío. Rocío.—¿Sí? Pues duerma usted al sereno. (Siguen hablando en voz baja, después de sentarse muy juntos en el foro.) 25

Tres Comedias Modernas en un acto y en prosa

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