Читать книгу Los papeles de Aspern - Henry James - Страница 3
Los papeles de Aspern (1888) I
ОглавлениеHabía llegado yo a tener confianza con la señora Prest; en realidad, bien poco habría avanzado yo sin ella, pues la idea fructífera, en todo el asunto, cayó de sus amistosos labios. Fue ella quien inventó el atajo, quien cortó el nudo gordiano. No se supone que sea propio de la naturaleza de las mujeres el elevarse, por lo general, al punto de vista más amplio y más liberal, quiero decir, en un proyecto práctico; pero algunas veces me ha impresionado que lancen con singular serenidad una idea atrevida, a la que no se habría elevado ningún hombre. «Sencillamente, pídales que le acepten a usted en plan de huésped.» No creo que yo, sin ayuda, me habría elevado a eso. Yo andaba dando vueltas al asunto, tratando de ser ingenioso, preguntándome por qué combinación de artes podría llegar a trabar conocimiento, cuando ella ofreció esta feliz sugerencia de que el modo de llegar a ser un conocido era primero llegar a ser un residente. Su conocimiento efectivo de las señoritas Bordereau era apenas mayor que el mío, y, de hecho, yo había traído conmigo de Inglaterra algunos datos concretos que eran nuevos para ella. Ese apellido se había enredado hacía mucho tiempo con uno de los más grandes apellidos del siglo, y ahora vivían en Venecia en la oscuridad, con medios muy reducidos, sin ser visitadas, inabordables, en un destartalado palacio viejo de un canal a trasmano: ésa era la sustancia de la impresión que mi amiga tenía de ellas. Ella misma llevaba quince años establecida en Venecia y había hecho mucho bien allí, pero el círculo de su benevolencia no incluía a las dos americanas, hurañas, misteriosas, y, no sé por qué, se suponía que no muy respetables (se creía que en su largo exilio habían perdido toda cualidad nacional, además de que, como implicaba su apellido, tenían alguna vena francesa en su origen); personas que no pedían favores ni deseaban atención. En los primeros años de su residencia, ella había hecho un intento de verlas, pero había tenido éxito sólo por lo que toca a la pequeña, como llamaba la señora Prest a la sobrina; aunque en realidad, como supe después, era considerablemente la más voluminosa de las dos. Había oído ella que la señorita Bordereau estaba enferma y tenía la sospecha de que estaba necesitada, y había ido a su casa a ofrecer ayuda, de modo que si había sufrimiento (y sufrimiento americano), por lo menos no lo tuviera ella sobre su conciencia. La «pequeña» la recibió en la gran sala veneciana, fría y descolorida, el ámbito central de la casa, pavimentada de mármol y con techo de vigas cruzadas, y ni siquiera la invitó a sentarse. Eso no era estimulante para mí, que deseaba asentarme tan pronto, y se lo hice notar a la señora Prest. Sin embargo, ella replicó, con profundidad:
—Ah, pero ahí está toda la diferencia: yo fui a conferir un favor y usted irá a pedirlo. Si son orgullosas, usted estará en el lado bueno.
Y ofreció guiarme hasta su casa, para empezar; llevarme remando en su góndola. Yo le hice saber que ya había estado allí a mirar, media docena de veces, pero acepté su invitación, pues me encantaba dar vueltas por aquel sitio. Me había abierto camino hasta allí el día después de mi llegada a Venecia (me lo había descrito por adelantado el amigo de Inglaterra a quien debía yo información clara de que ellas poseían los papeles), y lo había sitiado con mis ojos mientras consideraba mi plan de campaña. Jeffrey Aspern nunca había estado allí, que supiera yo, pero algún acento de su voz parecía permanecer allí por alguna implicación indirecta, por una leve reverberación.
La señora Prest no sabía nada de los papeles, pero se interesó por mi curiosidad, como se interesaba siempre por las alegrías y tristezas de sus amigos. Sin embargo, mientras íbamos en su góndola, deslizándonos bajo su sociable cubierta, con la clara imagen de Venecia enmarcada a ambos lados por la ventana en movimiento, vi que le divertía mi manía, el modo como mi interés por esos papeles había llegado a ser una idea fija.
—Uno creería que usted espera encontrar en ellos la respuesta al enigma del universo —dijo; y yo sólo negué la acusación replicando que si tuviera que elegir entre esa preciosa solución y un manojo de cartas de Jeffrey Aspern, sabía muy bien cuál de las dos cosas me parecería mejor suerte. Ella fingió tomar a la ligera su genio y yo no me molesté en defenderlo. Uno no defiende a su dios; su dios es en sí mismo una defensa. Además, hoy, después de su largo oscurecimiento relativo, está colgado muy alto en el cielo de la literatura, para que lo vea todo el mundo; es parte de la luz bajo la que caminamos. Lo más que dije fue que sin duda no era un poeta de la mujer: a lo que replicó muy apropiadamente que por lo menos lo había sido de la señorita Bordereau. Lo extraño había sido para mí descubrir en Inglaterra que ella todavía estaba viva; era como si me hubieran dicho que lo estaba la señora Siddons, o la Reina Carolina, o la famosa Lady Hamilton, pues me parecía pertenecer a una generación igualmente extinguida. «Vaya, debe ser tremendamente vieja, por lo menos cien años», había dicho yo; pero yendo a considerar fechas no era estrictamente necesario que hubiera excedido en mucho el límite corriente. Sin embargo, estaba muy avanzada en la vida, y sus relaciones con Jeffrey Aspern habían tenido lugar cuando empezaba a ser una mujer.
—Esa es su excusa —dijo la señora Prest, medio sentenciosamente y sin embargo un poco como si estuviera avergonzada de hacer un discurso tan poco dentro del verdadero tono de Venecia. ¡Como si una mujer necesitara una excusa para haber amado al divino poeta! No sólo había sido una de las mentes más brillantes de su época (y en aquellos años, cuando el siglo era joven, había muchas, como saben todos), sino uno de los hombres más atractivos y más guapos.
La sobrina, según la señora Prest, no era tan vieja, y ella arriesgó la conjetura de que fuera sólo una sobrinanieta. Eso era posible; yo sólo tenía mi participación en el muy limitado conocimiento de mi compañero inglés de adoración, John Cumnor, que nunca había visto a la pareja. El mundo, como digo, había reconocido a Jeffrey Aspern, pero Cumnor y yo éramos quienes le habíamos reconocido más. La multitud, hoy, acudía en rebaños a su templo, pero él y yo nos considerábamos los ministros de ese templo. Considerábamos justamente, según creo, que habíamos hecho por su memoria más que nadie, y lo habíamos hecho ofreciendo luces sobre su vida. El no tenía nada que temer de nosotros, porque no tenía nada que temer de la verdad, que era lo único que, a tal distancia en el tiempo, podíamos estar interesados en establecer. Su temprana muerte había sido el único punto oscuro en su vida, a no ser que los papeles en manos de la señorita Bordereau produjeran perversamente otros. Hacia 1825 se había tenido la impresión de que él «la había tratado mal», así como había la impresión de que había «servido», como dice el pueblo londinense, a varias otras damas de la misma manera. Cumnor y yo habíamos sido capaces de investigar cada uno de esos casos, y nunca habíamos dejado de declararle conscientemente inocente de toda conducta desordenada. Yo quizá le juzgaba con más indulgencia que mi amigo; ciertamente en todo caso, me parecía que ningún hombre podía haber andado derecho en esas circunstancias dadas. Casi siempre eran difíciles. La mitad de las mujeres de su época, para hablar liberalmente, se le habían echado al cuello, y no habían dejado de producirse muchas complicaciones, algunas de ellas graves, por esa perniciosa moda. El no era un poeta de la mujer, como yo había dicho a la señora Prest, en la fase moderna de su reputación, pero la situación había sido diferente cuando la propia voz de ese hombre se mezclaba con su canto. Esa voz, según todos los testimonios, era una de las más dulces que se habían oído nunca. «¡Orfeo y las Ménades!», fue la exclamación que subió a mis labios la primera vez que hojeé su correspondencia. Casi todas las Ménades eran poco razonables y muchas de ellas insoportables; en resumen, me dio la impresión de que él era más bondadoso, más considerado de lo que yo habría sido en su lugar (¡si podía imaginarme en tal lugar!).
Ciertamente era extraño sobre toda extrañeza, y no ocuparé espacio intentando explicarlo, que mientras en todas las demás líneas de investigación teníamos que habérnoslas con fantasmas y polvo, meros ecos de ecos, no hubiéramos prestado atención a la única fuente viva de información que se había demorado hasta nuestro tiempo. Todas las contemporáneas de Aspern habían fallecido, según nuestro cálculo; no habíamos sido capaces de mirar unos ojos que hubieran mirado los suyos ni sentir un contacto transmitido por ninguna mano anciana que la suya hubiera tocado. La pobre señorita Bordereau parecía la más muerta de todas, y sin embargo ella sola había sobrevivido. Agotamos a lo largo de meses nuestro asombro por no haberla encontrado antes y la sustancia de nuestra explicación fue que ella se había estado tan callada. La pobre señora, en conjunto había tenido razón para hacerlo así. Pero fue una revelación para nosotros que fuera posible quedarse tan callada como todo eso en la segunda mitad del siglo diecinueve —la época de los periódicos y los telegramas y los entrevistadores—. Y ella tampoco se había molestado mucho para eso: no se había escondido en ningún agujero inencontrable sino que se había instalado atrevidamente en una ciudad de exhibición. El único secreto que podíamos percibir era que Venecia contenía tantas curiosidades mayores que ella. Y además la casualidad la había favorecido, como se veía por ejemplo en el hecho de que la señora Prest nunca me la hubiera mencionado por casualidad, aunque yo había pasado tres semanas en Venecia —ante sus narices, como quien dice— hacía cinco años. La señora Prest no le había dicho a nadie ni eso: parecía casi haber olvidado que ella estaba ahí. Claro que ella no tenía las responsabilidades de quien prepara la edición de un texto. El hecho de que se nos hubiera escapado esa mujer no se explicaba con decir que vivía en el extranjero, pues nuestras investigaciones nos habían llevado repetidas veces (no sólo por correspondencia, sino en averiguaciones personales) a Francia, a Alemania, a Italia, países donde, sin contar su importante estancia en Inglaterra, había pasado Aspern tantos de los pocos años de su carrera. Nos alegraba pensar por lo menos que en todas nuestras publicaciones (algunas personas creo que consideran que hemos exagerado) sólo habíamos tocado de pasada y del modo más discreto su relación con la señorita Bordereau. Extrañamente, aunque hubiéramos tenido el material (y muchas veces nos habíamos preguntado qué habría sido de él), ése habría sido el episodio más difícil de tratar.
La góndola se detuvo, el viejo palacio estaba ahí; era una casa de esa clase que en Venecia lleva siempre un digno nombre aun en el más extremado destartalamiento.
—¡Qué encantador! ¡Es gris y rosa! —exclamó mi compañera, y ésa es su descripción más completa. No era especialmente antiguo, sólo dos o tres siglos; y tenía un aire no tanto de decadencia cuanto de callado pesimismo, como si hubiera equivocado su carrera. Pero su amplia fachada, con un balcón de piedra de extremo a extremo del piano nobile, el piso principal, era lo bastante arquitectónica, con ayuda de varias pilastras y arcos; y el estuco con que la habían adornado entre sus intervalos, estaba rosado en la tarde de abril. Dominaba un canal limpio, melancólico, poco frecuentado, que tenía una cómoda riva o acera en cada lado.
—No sé por qué —dijo la señora Prest— no hay altillos de ladrillo, pero éste rincón me ha parecido siempre más holandés que italiano, más como Amsterdam que como Venecia. Está perversamente limpio, por razones desconocidas, y aunque se puede pasar a pie, casi nadie piensa nunca en ello. Tiene el aire de un domingo protestante. Quizá la gente tenga miedo a las señoritas Bordereau. Estoy segura de que tienen fama de brujas.
No recuerdo qué respuesta di a eso; estaba absorto en otras dos reflexiones. La primera de ellas era que si la vieja dama vivía en una casa tan grande e imponente no podía estar en ninguna clase de miseria, y por tanto no se sentiría tentada por una ocasión de alquilar un par de habitaciones. Expresé esa idea a la señora Prest, quien me dio una respuesta muy lógica:
—Si no viviera en una casa grande, ¿cómo podría haber cuestión de que tuviera cuartos de sobra? Si no estuviera alojada ella misma con amplitud, a usted le faltaría motivo para abordarla. Además, una casa grande aquí y especialmente en este quartier perdu, no significa nada en absoluto: es perfectamente compatible con una situación de penuria. Los viejos palazzi destartalados, si usted se molesta en buscarlos, se consiguen por cinco chelines al año. Y en cuanto a la gente que vive en ellos... no, mientras no haya explorado Venecia socialmente tanto como yo, no puede hacerse idea de su desolación doméstica. Viven de nada, porque no tienen nada de que vivir.
La otra idea que se me había metido en la cabeza estaba relacionada con una alta tapia vacía que parecía rodear una extensión de terreno a un lado de la casa. La llamo vacía, pero estaba adornada con esas manchas que agradan a un pintor, brechas reparadas, desmoronamientos del revoque, salientes de ladrillo que se habían puesto rosados con el tiempo, y unos pocos árboles delgados, con los postes de ciertas desvencijadas espalderas, eran visibles por encima. El sitio era un jardín y al parecer pertenecía a la casa. Se me ocurrió de repente que si pertenecía a la casa yo tenía mi pretexto.
Me quedé sentado mirándolo todo con la señora Prest (estaba cubierto del dorado fulgor de Venecia) desde la sombra de nuestras felze, y ella me preguntó si quería entrar entonces, mientras ella me esperaba, o volver en otro momento. Al principio, no pude decidir; sin duda era una debilidad mía. Todavía quería pensar que podría encontrar un punto de apoyo, y tenía miedo a encontrar un fracaso, pues eso me dejaría, como hice notar a mi compañera, sin otra flecha para mi arco.
—¿Por qué otra no? —preguntó, mientras yo seguía allí vacilando y pensándolo; y deseó saber por qué ahora mismo y antes de tomarme la molestia de convertirme en un huésped (lo que podría ser lamentablemente incómodo, después de todo, aunque tuviera éxito), no tenía el recurso de ofrecerles sencillamente una cantidad de dinero al contado. De ese modo podría obtener los documentos sin pasar malas noches.
—Mi queridísima señora —exclamé— perdone la impaciencia de mi tono si sugiero que usted debe haber olvidado el mismísimo hecho (sin duda se lo comuniqué) que me impulsó a confiarme a su ingenio. La anciana no quiere que le hablen de esos documentos; son personales, delicados, íntimos, y ella no tiene ideas modernas y muy bien que hace. Si empezara yo por tocar esa tecla, seguro que echaría a perder el juego. Sólo puedo llegar a esos papeles haciéndole descuidar la vigilancia, y sólo puedo hacerle descuidar la vigilancia con recursos diplomáticos para congraciarme. La hipocresía y la doblez son mi única oportunidad. Lo siento, pero aún haría peores cosas por Jeffrey Aspern. Primero tengo que tomar el té con ella; luego abordar el principal asunto.
Y le conté lo que le había ocurrido a John Cumnor cuando le escribió. No hubo ningún acuse de recibo de su primera carta, y la segunda tuvo una respuesta brusca, en seis líneas, de la sobrina. «La señorita Bordereau le encargaba decir que no se podía imaginar qué pretendía con molestarlas. No tenía ningún documento del señor Aspern, y si lo tuvieran, jamás pensarían en enseñárselo a nadie por ningún motivo. No sabía de qué hablaba y le rogaba que la dejara en paz.» Ciertamente, no quiero que me reciban así.
—Bueno —dijo la señora Prest, al cabo de un momento, con aire provocador—, quizá, después de todo, no tengan nada de sus cosas. Si lo niegan tan de plano, ¿cómo está usted seguro?
—John Cumnor está seguro, y me llevaría mucho tiempo explicarle cómo se ha formado esa convicción, o su intensa presunción —lo bastante intensa como para resistir a la mentira de la anciana, nada natural—. Además, se basa mucho en la prueba interna de la carta de su sobrina.
—¿La prueba interna?
—Que le llame a él «el señor Aspern».
—No veo qué demuestra eso.
—Demuestra familiaridad, y la familiaridad implica la posesión de recordatorios, de reliquias. No puedo decirle cómo me conmueve ese «señor», cómo forma un puente sobre el abismo del tiempo y me trae cerca a nuestro héroe, ni cómo aguza mi deseo de ver a Juliana. Usted no dice «el señor Shakespeare».
—¿Y lo diría yo aunque tuviera una caja llena de cartas suyas?
—¡Sí, si hubiera sido su amante y alguien las quisiera!
Y añadí que John Cumnor estaba tan convencido, y tan convencido sobre todo por el tono de la señorita Bordereau, que habría venido él mismo a Venecia para ese asunto, si no fuera porque él tenía el obstáculo de que le sería difícil ocultar que era la misma persona que les había escrito, lo que las ancianas sospecharían a pesar del disimulo y de un cambio de nombre. Si ellas le preguntaran a bocajarro si no era quien les había escrito, le resultaría muy difícil mentir; mientras que yo, afortunadamente, no estaba ligado de ese modo. Yo era una mano nueva y podía decir que no sin mentir.
—Pero tendrá que cambiarse el nombre —dijo la señora Prest—. Juliana vive todo lo fuera del mundo que cabe, pero sin embargo probablemente ha oído hablar de los que preparan la edición del señor Aspern; quizá posean lo que ustedes han publicado.
—Ya he pensado en eso —repliqué, y saqué de mi cartera una tarjeta de visita, claramente grabada con un nombre que no era el mío.
—Es usted muy derrochón; podría haberla escrito —dijo mi acompañante.
—Así parece más auténtica.
—¡Cierto, si está usted preparado para llegar tan lejos! Pero será difícil por sus cartas; no le llegarán bajo esa máscara.
—Mi banquero las recibirá y yo iré todos los días a buscarlas. Me ofrecerá un paseíto.
—¿Va usted a depender sólo de eso? —preguntó la señora Prest—. ¿No vendrá usted a verme?
—Oh, usted se habrá marchado de Venecia, para los meses de calor, mucho antes de que haya ningún resultado. Yo estoy dispuesto a asarme todo el verano, ¡así como después, quizá dirá usted! Mientras tanto, John Cumnor me bombardeará con cartas dirigidas, a mi nombre fingido, al cuidado de mi padrona.
—Reconocerá su letra —sugirió mi acompañante.
—En el sobre puede disimularla.
—Bueno, ¡son ustedes una pareja estupenda! ¿No se le ocurre que aunque pueda decir que no es usted el señor Cumnor en persona, quizá le sospechen ser su emisario?
—Claro, y sólo veo una manera de esquivar eso.
—¿Y cuál puede ser?
Vacilé un momento:
—Hacer el amor a la sobrina.
—Ah —exclamó la señora Prest—, ¡espere a verla!