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V

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Rara vez me quedaba en casa al anochecer, pues cuando trataba de ocuparme en mis habitaciones, la luz de la lámpara atraía una multitud de insectos molestos, y hacía demasiado calor para cerrar las ventanas. Por tanto, pasaba las últimas horas o bien en el agua (la luz de la luna en Venecia es famosa) o en la espléndida plaza que sirve como vasto atrio a la extraña y vieja basílica de San Marco. Me sentaba ante el café de Florian, tomando helados, oyendo música, hablando con conocidos: el viajero se acordará de cómo la inmensa acumulación de mesas y sillas se extiende como un promontorio penetrando en el liso lago de la Piazza. La plaza entera, en anochecer de verano, bajo las estrellas y con todas las lámparas, todas las voces y leves pasos sobre el mármol (los únicos sonidos de las arquerías que la rodean), es como un salón al aire libre dedicado a bebidas refrescantes y a una degustación aún más fina —la de las exquisitas impresiones recibidas durante el día—. Cuando no prefería quedarme las mías para mí, siempre había un turista errante, desembarazado de su Baedeker, con quien comentarlas, o algún pintor naturalizado que se regocijaba con el retorno de la estación de los efectos fuertes. La maravillosa iglesia, con sus bajas cúpulas y erizada de ornamentos, el misterio de su mosaico y esculturas, parecía fantasmal en la templada sombra, y la brisa marina pasaba entre las columnas gemelas de la Piazzetta, jambas de una puerta ya no custodiada, tan suavemente como si se meciera allí una rica cortina. En esas ocasiones pensaba en las señoritas Bordereau y en la lástima de que estuvieran encerradas en habitaciones que, en el julio veneciano, ni siquiera la vastedad de Venecia conseguía evitar que estuvieran sofocantes. Su vida parecía estar a millas de distancia de la vida de la Piazza, y sin duda ya era realmente tarde para hacer cambiar de costumbres a la austera Juliana. Pero la pobre señorita Tita, estaba seguro de que habría disfrutado con un helado de Florian; a veces incluso pensaba llevarle uno a casa. Afortunadamente, mi paciencia dio fruto y no me vi obligado a hacer nada tan ridículo.

Una noche hacia mediados de julio volví a casa antes que de costumbre —no recuerdo qué azar dio lugar a ello— y, en vez de subir a mis habitaciones, me dirigí al jardín. La temperatura era muy alta; era una noche tal que uno la habría pasado de buena gana al aire libre, y no tenía yo prisa de meterme en la cama. Había vuelto a casa navegando en mi góndola, oyendo el lento salpicar del remo en los estrechos canales oscuros, y ahora el único pensamiento que me requería era la vaga reflexión de que sería grato extenderme en toda mi longitud en la fragante oscuridad de un banco del jardín. El olor del canal estaba sin duda en el fondo de esa aspiración, y el aliento del jardín, al entrar, dio consistencia a mi propósito. Estaba delicioso; un aire así debió temblar con los juramentos de Romeo cuando se irguió entre las flores elevando sus brazos hacia el balcón de su señora. Miré las ventanas del palacio a ver si por casualidad se había seguido el ejemplo de Verona (ya que Verona no estaba muy lejos), pero todo estaba oscuro como de costumbre y silencioso. Juliana, en noches estivales de su juventud, podría haber hecho descender sus murmullos hacia Jeffrey Aspern, pero la señorita Tita no era amante de poeta, del mismo modo que yo no era poeta. Eso sin embargo no impidió que mi satisfacción fuera grande al darme cuenta, al llegar al extremo del jardín, de que la señorita Tita estaba sentada en mi pequeño cenador. Al principio sólo vi una figura indistinta, no contando en absoluto con tal iniciativa por parte de ninguna de mis patronas; se me ocurrió incluso que alguna criada sentimental se hubiera escapado furtivamente para una cita con su cortejador. Yo iba a volverme atrás, para no asustarla, cuando la figura se irguió en toda su altura y reconocí a la sobrina de la señorita Bordereau. Tengo que hacerme a mí mismo la justicia de decir que tampoco quería asustarla, y, por más que había deseado tal situación, habría sido capaz de retirarme. Era como si yo le hubiera puesto una trampa volviendo a casa antes que de costumbre, añadiendo a esa excentricidad la de deslizarme al jardín. Cuando ella se levantó, me habló, y reflexioné que quizá, segura por mi ausencia casi invariable, solía salir todas las noches a tomar el aire sola. No había trampa, en verdad, porque yo no lo había sospechado. Al principio di por supuesto que las palabras que pronunciaba expresaban consternación por mi llegada; pero cuando las repitió —yo no las había captado claramente— tuve la sorpresa de oírle decir:

—¡Ah, vaya, me alegro tanto de que haya venido!

Ella y su tía tenían la propiedad común de los discursos inesperados. Salió del cenador casi como si se fuera a arrojar en mis brazos.

Me apresuro a añadir que no hizo nada por el estilo; ni siquiera me dio la mano. Era una satisfacción para ella el verme, y al fin me dijo por qué, porque se ponía tan nerviosa cuando estaba al aire libre de noche y sola. Las plantas y las matas parecían tan extrañas en la oscuridad —no sabía decir qué eran— como los ruidos de animales. Se quedó parada junto a mí, mirando alrededor con aire de mayor seguridad pero sin mostrar interesarse por mí como individuo. Entonces adiviné que no tenía ninguna costumbre de asomadas nocturnas, y también me acordé (me había impresionado ese detalle hablando con ella antes de tomar posesión) de que era imposible exagerar su simplicidad.

—Habla usted como si estuviera perdida en los bosques salvajes —dije, riendo—. Cómo se las arregla usted para mantenerse apartada de este encantador lugar cuando sólo tiene que dar tres pasos para entrar en él, es algo que todavía no he podido descubrir. Se esconde usted muy bien mientras yo estoy en la casa, ya lo sé; pero tenía esperanzas de que se asomara un poco otros momentos. Usted y su pobre tía están peor que las monjas carmelitas en sus celdas. ¿Le importaría decirme cómo viven sin aire, sin ejercicio, sin ninguna clase de contacto humano? No veo cómo llevan adelante los asuntos comunes de la vida.

Me miró como si yo hablara alguna lengua extranjera, y su respuesta fue tan poco respuesta que me irrité mucho.

—Nos acostamos muy pronto; antes de lo que usted creería.

Yo estaba a punto de decir que eso no hacía más que ahondar el misterio, cuando me dio algún alivio añadiendo:

—Antes de que viniera usted, no estábamos tan retiradas. Pero yo nunca he salido de noche.

—¿Nunca por estos fragantes senderos, que florecen aquí delante de sus narices?

—Ah —dijo la señorita Tita—, ¡nunca habían estado bonitos hasta ahora!

Había en ello una referencia inconfundible y una comparación halagadora, de modo que me pareció haber ganado una pequeña ventaja. Como me convendría explotarla para establecer una especie de agravio, le pregunté por qué, puesto que consideraba bonito mi jardín, nunca me había dado las gracias por las flores que les había estado mandando en tales cantidades desde hacía tres semanas. No me había desanimado eso; como habría observado, había una brazada diaria; pero yo me había educado en las formas corrientes, y alguna palabra de reconocimiento de vez en cuando me habría tocado donde debía.

—¡Bueno, no sabía que eran para mí!

—Eran para ustedes dos. ¿Por qué iba a hacer diferencias?

La señorita Tita reflexionó como si pensara una razón para ello, pero no consiguió obtenerla. En cambio, preguntó de repente:

—¿Por qué razón quiere usted conocernos?

—Después de todo, debería no ser lo mismo —contesté—. Esa pregunta es de su tía; no es de usted, usted no la haría si no la hubieran llevado a hacerla.

—Ella no me dijo que le preguntara a usted —contestó la señorita Tita: era la más rara mezcla de lo elusivo y lo directo.

—Bueno, muchas veces se lo ha preguntado ella misma y le ha expresado a usted su asombro. Ha insistido en ello, de manera que le ha metido en la cabeza la idea de que yo soy inaguantablemente entrometido. Palabra que creo haber sido muy discreto. ¡Y que completamente debe haber perdido su tía toda tradición de sociabilidad para ver algo extraño en la idea de que gente respetable e inteligente, viviendo como vivimos bajo el mismo techo, intercambien ocasionalmente alguna observación! ¿Qué podría ser más natural? Somos del mismo país y tenemos por lo menos algo de los mismos gustos, puesto que, como a ustedes, me gusta mucho Venecia.

Mi interlocutora parecía incapaz de captar más de una sola oración en cualquier discurso, y declaró rápidamente, ávidamente, como si respondiera a todo mi discurso:

—¡A mí no me gusta Venecia en lo más mínimo! ¡Me gustaría marcharme muy lejos!

—¿Y ella siempre la ha retenido así? —seguí, para mostrarle que yo podía ser tan frívolo como ella.

—Ella me ha dicho que saliera esta noche; me lo ha dicho muchas veces —dijo la señorita Tita—. Soy yo la que no quería salir. No me gusta dejarla.

—¿Está demasiado débil, está agotándose? —pregunté, con más emoción, creo, de la que deseaba mostrar. Lo juzgué así por el modo como sus ojos se posaron en mí en la sombra. Eso me dejó un poco cohibido, y, para desviar la cuestión, continué jovialmente—: Sentémonos juntos cómodamente en algún sitio y cuénteme de ella.

La señorita Tita no se resistió a ello. Encontramos un banco menos aislado, menos confidencial, como quien dice, que el del cenador, y todavía estábamos sentados allí cuando oí dar la medianoche en esas claras campanas de Venecia que vibran con una solemnidad única sobre la laguna y se demoran en el aire mucho más que los sones de otros lugares. Estuvimos juntos más de una hora y nuestra entrevista, a mi parecer, dio un gran avance a mi pretensión. La señorita Tita aceptó la situación sin protesta; llevaba tres meses evitándome pero ahora me trataba casi como si esos tres meses me hubieran hecho un viejo amigo. Si yo hubiera deseado, podría haber inferido de eso que, aunque me había evitado, lo había hecho con mucha consideración. Ella no prestó atención a la fuga del tiempo; no se preocupó porque yo la tuviera tanto tiempo lejos de su tía. Habló libremente, respondiendo a preguntas y no aprovechando siquiera ciertas pausas más bien largas, que inevitablemente surgían, para decir que más valía que entrara. Era casi como si estuviera esperando algo, algo que yo podría decirle, y pretendía darme mi oportunidad. Me impresionó eso más por decirme que su tía llevaba algunos días menos bien, y de un modo bastante nuevo. Estaba más débil; algunos momentos parecía no tener ninguna fuerza; pero más que nunca, deseaba que la dejaran tranquila. Por eso le había dicho que saliera; ni siquiera que se quedara en su propio cuarto, que estaba al lado, decía que su sobrina la irritaba, la ponía nerviosa. Se quedaba sentada inmóvil durante horas, como si durmiera; siempre lo había hecho así, meditando y dormitando; pero, en esos casos, antes daba de vez en cuando alguna pequeña señal de vida, deseando que su compañera se acercara con su labor. La señorita Tita me confió que ahora su tía estaba tan inmóvil que a veces temía que estuviera muerta; además, apenas comía; no se sabía de qué vivía. Lo importante era que casi todos los días seguía levantándose: el trabajo serio era vestirla, sacarla de su alcoba haciendo rodar su butaca. Se aferraba todo lo posible a sus viejos hábitos y siempre se empeñaba en sentarse en el salón, a pesar de lo poco que habían recibido desde hacía años.

Apenas sabía yo qué pensar de todo eso; de la repentina conversión de la señorita Tita a la sociabilidad y de la extraña circunstancia de que cuanto más parecía la anciana declinar hacia su fin, menos deseara ser cuidada. La historia no estaba de acuerdo en sus partes, y aun me pregunté si no sería una trampa que me tendían, el resultado de un designio para hacerme quedar al descubierto. No podría decir por qué mis compañeras (como sólo se las podía llamar por cortesía) tendrían tal propósito; por qué iban a echar la zancadilla a un huésped tan lucrativo. En todo caso, seguí en guardia, de modo que la señorita Tita no volviera a tener ocasión de preguntarme si tenía algún arrière-pensée. Pobre mujer, antes de separarnos esa noche, mi ánimo quedó tranquilo en cuanto a su capacidad para atender a alguien.

Me contó de sus asuntos más de lo que yo había esperado; no hubo necesidad de hurgar, pues evidentemente la hacía volcarse la simple sensación de que yo escuchaba, de que me importaba. Dejó de preguntarse por qué me importaba, y, por fin, habló de la brillante vida que habían llevado hacía años: casi se entregó a charlar. Era la señorita Tita quien la juzgaba brillante: decía que, recién llegadas a vivir en Venecia, hacía años y años (vi que su mente era esencialmente vaga en cuanto a fechas y al orden en que habían ocurrido las cosas), apenas había semana en que no tuvieran algún visitante, o no hicieran algún passeggio delicioso por la ciudad. Habían visto todas las curiosidades: incluso habían ido al Lido en barca (lo decía como si yo pudiera creer que había modo de ir a pie), habían hecho allí una comida, llevada en tres cestas y extendida en la hierba. Le pregunté a qué gente habían conocido y dijo: «¡Ah, muy simpáticos!», el Cavaliere Combicci y la Contessa Altemura con quien habían tenido una gran amistad. También ingleses, los Churton, los Goldie y la señora Stock-Stock, a quien habían querido mucho; ella había muerto, la pobre. Así ocurría con la mayoría de su grato círculo (ésa fue la expresión de la señorita Tita), aunque quedaban unos pocos, lo que era sorprendente considerando cómo los habían descuidado. Mencionó los nombres de dos o tres ancianas venecianas; de cierto médico, muy listo, que era tan amable; en realidad había dejado de ejercer; del avvocato Pochintesta, que escribía bonitos poemas y le había dirigido uno a su tía. Esa gente venía a verlas sin falta todos los años, generalmente en el capo d’anno, y desde hacía mucho, su tía les solía hacer algún regalito, su tía y ella juntas; cositas que hacía ella misma, la señorita Tita, como pantallas de papel o salvamanteles para las botellas de vino de la comida o esas cosas de lana que se llevan en el invierno en las muñecas. En los últimos años, no había habido muchos regalos; ella no podía pensar qué hacer y su tía había perdido todo interés y nunca sugería. Pero la gente venía de todos modos; cuando los venecianos le quieren a uno, es para siempre.

Había algo conmovedor en la buena fe de ese esbozo de antiguas glorias sociales: el picnic en el Lido seguía vivo a través de las épocas y la pobre señorita Tita evidentemente tenía la impresión de haber pasado una juventud brillante. De hecho, había tenido un atisbo del mundo veneciano, en sus idas y venidas, escasas y profesionales, de cotilleo, de atención a la casa; pues observé por primera vez que había adquirido por contacto algo de la gracia del habla del lugar, familiar, suave de sonido, casi infantil. Juzgué que había absorbido ese dialecto invertebrado por el modo natural como surgían en sus labios los nombres de cosas y personas —sobre todo puramente locales—. Si sabía poco de lo que esos nombres representaban, menos aún sabía de cualquier otra cosa. Su tía se había encerrado en sí misma —su falta de interés en los salvamanteles y las pantallas era señal de eso— ella no había sido capaz de mezclarse en la sociedad ni de prestarle atención ella sola; así que la materia de sus reminiscencias daba la impresión de un mundo viejo por completo. Si ella no hubiera sido tan decente sus referencias habrían parecido llevarle a uno atrás, a la extraña Venecia rococó de Casanova. Me encontré cayendo en el error de considerarla también como una coetánea de Jeffrey Aspern; eso era porque tenía tan poco en común con lo mío. Era posible, me dije, que ni siquiera hubiera oído hablar de él; podría ser muy bien que Juliana no hubiera querido levantar ni siquiera para ella el velo que cubría el templo de su juventud. En ese caso quizá no sabría de la existencia de los papeles, y me agradó esa suposición —me hacía sentirme más seguro con ella—, hasta que recordé que habíamos creído que la carta de negativa recibida por Cumnor era de letra de la sobrina. Si le había sido dictada, desde luego, ella tenía que saber de qué trataba; pero, al fin y al cabo, su efecto era repudiar la idea de ninguna relación con el poeta. De todos modos, me pareció probable que la señorita Tita no hubiera leído una palabra de su poesía. Además si, con su compañera, siempre había escapado a todo entrevistador, había poca ocasión de que se le hubiera metido en la cabeza que había gente que persiguiera las cartas. La gente no las perseguía, en cuanto que no habían oído hablar de ellas; y la infructuosa tentativa de Cumnor habría sido una casualidad solitaria.

Cuando dio la medianoche, la señorita Tita se levantó pero se detuvo a la puerta de la casa sólo después de haber dado dos o tres vueltas conmigo por el jardín.

—¿Cuándo la volveré a ver? —pregunté, antes que entrara; a lo que replicó con prontitud que le gustaría salir la noche siguiente. Sin embargo, añadió que no saldría: estaba muy lejos de hacer todo lo que le gustaba.

—Podría hacer usted unas pocas cosas que a mí me gustan —dije, con un suspiro.

—¡Ah, usted... no le creo a usted! —murmuró, ante eso, mirándome con su simple solemnidad.

—¿Por qué no me cree?

—Porque no le entiendo.

—Este es precisamente el tipo de ocasión en que hay que tener fe.

No podía decir más, aunque me habría gustado, porque vi que no hacía más que confundirla: pues no deseaba tener en mi conciencia el que pareciera haberle hecho el amor. Nada menos que eso podría haber parecido que hacía, si hubiera seguido pidiendo a una dama que «creyera en mí» en un jardín italiano en una medianoche de verano. Había algún motivo para mis escrúpulos, pues la señorita Tita se demoraba y se demoraba; me di cuenta de que ella comprendía que no debía volver a bajar, realmente, y por tanto debía prolongar el presente. Insistió también en que la conversación entre nosotros debía quedar reservada entre nosotros; y, en conjunto, su conducta fue tal como habría sido posible sólo en una mujer completamente inocente.

—Me gustarán más las flores ahora que sé que también son para mí.

—¿Cómo pudo dudarlo? Si me dice de qué clase le gustan más, le enviaré doble porción de ellas.

—¡Ah, me gustan más todas! —Luego siguió, con familiaridad—: ¿Va usted a estudiar, va a leer y a escribir, cuando suba a su cuarto?

—No lo hago de noche, en esta época. La luz de la lámpara atrae animales.

—Podía haberlo sabido cuando vino.

—¡No lo sabía!

—¿Y en invierno trabaja de noche?

—Leo mucho, pero no escribo a menudo.

Ella escuchó como si esos detalles tuvieran un interés extraordinario, y de repente, esa cara sencilla y bondadosa me inspiró una tentación muy lejos de la prudencia que había yo aprendido a seguir. ¡Ah, sí estaba segura, y yo podría hacerla estar más segura! Me pareció, de pronto, que ya no podía esperar más, que realmente debía hacer un sondeo. Así que seguí:

—En general, antes de dormir, y muchas veces en la cama (es una mala costumbre, pero lo confieso), leo a algún gran poeta. En nueve casos de cada diez, es un libro de Jeffrey Aspern.

La observé bien al pronunciar ese nombre, pero no vi nada extraño. ¿Por qué iba a observarlo en efecto; no era Jeffrey Aspern propiedad de la raza humana?

—Ah, nosotras le leemos, nosotras le hemos leído —replicó suavemente.

—Es mi poeta de poetas... lo sé casi de memoria.

Por un momento la señorita Tita vaciló; luego, su sociabilidad pudo con ella.

—¡Ah, de memoria; eso no es nada! —murmuró, sonriendo—. Mi tía le conocía, le conocía... —se detuvo un momento y yo me pregunté qué diría—, le conocía como visitante.

—¿Como visitante? —repetí, mirando fijamente.

—Venía a visitarla y salía con ella.

Yo seguí mirando pasmado.

—¡Mi querida señora, si se murió hace cien años!

—Bueno —dijo ella, regocijada—, mi tía tiene ciento cincuenta.

—¡Válgame Dios! —exclamé—, ¿por qué no me lo dijo antes? Me gustaría preguntarle sobre él.

—No querría... no le diría —replicó la señorita Tita.

—¡No me importa que no quiera! Tiene que contarme... es una oportunidad que no se puede perder.

—Ah, debería usted haber venido hace veinte años; entonces ella todavía hablaba de él.

—¿Y qué decía? —pregunté, ávido.

—No sé... que él la quería inmensamente.

—Y ella... ¿no le quería?

—Ella decía que era un dios.

La señorita Tita me dio esa información sin color, sin expresión; su tono podría haberla convertido en trivial cotilleo. Pero me agitó profundamente al dejarlo caer en la noche de verano; parecía un testimonio tan directo.

—¡Imagínese, imagínese! —murmuré. Y luego—: Dígame esto, por favor: ¿tiene ella algún retrato de él? Son lamentablemente raros.

—¿Un retrato? No sé —dijo la señorita Tita; y entonces hubo en su cara algún desconcierto—. ¡Buenas noches! —añadió, y se metió en la casa.

La acompañé hasta entrar en el ancho pasillo, sombrío y pavimentado de piedra, que, en el piso de abajo, correspondía a nuestra grandiosa sala. Se abría por un extremo al jardín, y al otro al canal, y ahora lo alumbraba sólo la lamparilla que me dejaban para subirla cuando me iba a acostar. A su lado, en la misma mesa, había una vela apagada, al parecer bajada por la señorita Tita.

—¡Buenas noches, buenas noches! —contesté, manteniéndome a su lado mientras ella iba a buscar su luz—. ¿Seguro que usted sabría, verdad, si ella tiene alguno?

—¿Si tiene qué? —preguntó la pobre, mirándome extrañamente sobre la llama de su vela.

—Un retrato del dios. No sé qué daría por verlo.

—No sé qué es lo que tiene. Guarda sus cosas bajo llave.

Y la señorita Tita se marchó hacia la escalera, evidentemente con la sensación de que había dicho demasiado.

La dejé marchar —no deseaba asustarla— y me contenté con indicar que la señorita Bordereau no habría guardado bajo llave una propiedad tan gloriosa como ésa: algo de que cualquiera estaría orgulloso, y que colgaría en lugar destacado de la pared de la sala. Por tanto, desde luego, no tenía ningún retrato. La señorita Tita no respondió directamente a eso, y, vela en mano de espaldas a mí, subió dos o tres escalones. Luego se detuvo de pronto y se volvió a mirarme a través del sombrío espacio.

—¿Usted escribe... usted escribe?

Había un temblor en su voz; apenas podía echar fuera lo que quería preguntar.

—¿Que si escribo? ¡Ah, no hable de lo que escribo yo el mismo día que de lo que escribió Aspern!

—¿Escribe usted sobre él... explora en su vida?

—Ah, esa pregunta es de su tía, ¡no puede ser de usted! —dije yo en tono de sensibilidad ligeramente herida.

—Más razón entonces para que la responda. ¿Escribe, por favor?

Creí que me había preparado para las falsedades que tuviera que decir, pero al llegar al punto encontré que de hecho no. Además, ahora que tenía una introducción, había una especie de alivio en ser franco. En último lugar (quizá eso era una fantasía, incluso una presunción) supuse que la señorita Tita personalmente, no sería menos amiga mía por ello, en última instancia. Así que, después de vacilar un momento, respondí: —Sí, he escrito sobre él y busco más material. Por lo más sagrado, ¿tiene usted algo?

Santo Dio! —exclamó ella, sin atender a mi pregunta, y subió las escaleras de prisa hasta perderse de vista. Podría contar con ella en última instancia, pero, por el momento estaba visiblemente alarmada. La prueba de eso es que empezó a esconderse otra vez, de modo que en una quincena no la observé nunca. Encontré que mi paciencia disminuía y al cabo de cuatro o cinco días dije al jardinero que dejara de mandar flores.

Los papeles de Aspern

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