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II

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«¡Debo trabajar en el jardín; debo trabajar en el jardín!», me dije a mí mismo, cinco minutos después, esperando, en el piso de arriba, en la larga sala oscura, donde el desnudo suelo de scagliola refulgía vagamente con una rendija de las persianas cerradas. El sitio era impresionante, pero parecía frío y cauto. La señora Prest se había marchado navegando, dándome cita para media hora después en unos escalones de la orilla por allí cerca; y yo había sido admitido en la casa; tras de tirar del oxidado cable de la campanilla, por una criadita pelirroja y de cara blanca, muy joven y nada fea, que llevaba unos chasqueantes chanclos y un chal puesto como una capucha. No se había contentado con abrir la puerta desde arriba con el acostumbrado arreglo de una polea rechinante, aunque primero se había asomado a mirarme desde una ventana de arriba, lanzando el inevitable desafío que en Italia precede siempre al acto de la hospitalidad. En general, me irritaba esa supervivencia de maneras medievales, aunque, por gustarme lo viejo, supongo que me debía haber gustado; pero estaba tan decidido a ser simpático, que saqué del bolsillo mi tarjeta falsa y se la alargué, sonriendo como si fuera una prenda mágica. Tuvo un efecto como si lo fuera, efectivamente, pues la hizo bajar hasta abajo, como digo. Le rogué que se la entregara a su señora, habiendo escrito primero en ella, en italiano, las palabras «¿Podría tener la bondad de ver un momento a un caballero americano?» La doncellita no me fue hostil, y yo reflexioné que incluso eso quizá ya era algo ganado. Se ruborizó, sonrió, y puso una cara a la vez asustada y complacida. Vi que mi llegada era un asunto importante, que las visitas eran raras en esa casa, y que ella era una persona a quien le habría gustado un sitio sociable. Cuando empujó la pesada puerta detrás de mí, me di cuenta de que tenía un pie en la ciudadela. Ella chancleteó por el húmedo y pétreo vestíbulo y la seguí por la alta escalera —aún más pétrea, al parecer— sin que me invitara. Creo que ella había pretendido que yo la esperara abajo, pero ésa no era mi idea, y me situé en la sala. Ella se desvaneció, por el otro lado de ella, en regiones impenetrables, y yo miré el sitio con el corazón latiendo como recordaba que me había latido en el gabinete del dentista. Todo estaba sombrío y solemne, pero debía su carácter casi enteramente a su noble forma y a la bella arquitectura de las puertas —tan altas como puertas de casas— que, dando a los diversos cuartos, se repetían a intervalos a cada lado. Estaban coronadas con viejos y descoloridos escudos pintados, y acá y allá, en los espacios entre ellas, colgaban cuadros pardos, en marcos maltratados, que me di cuenta de que eran malos. Con la excepción de varias butacas de asiento de paja arrimadas a la pared, la gran perspectiva oscura no contenía nada que contribuyera a dar un efecto. Era evidente que no se usaba nunca sino como un paso, y aun eso poco. Puedo añadir que para cuando se volvió a abrir la puerta por la que había escapado la criada, mis ojos se habían acostumbrado a la falta de luz.

No había querido decir yo con mi exclamación personal que debiera cultivar yo mismo el terreno del enmarañado recinto que se extendía bajo las ventanas, pero la señora que avanzó hacia mí desde lejos, por el duro y reluciente pavimento, pudo suponer eso por el modo como, avanzando rápidamente a su encuentro, exclamé, cuidando de hablar en italiano:

—¡El jardín, el jardín, hágame el favor de decirme si es suyo!

Ella se detuvo bruscamente, mirándome con asombro, y luego contestó en inglés, en tono frío y triste:

—Aquí nada es mío.

—¡Ah, usted es inglesa, qué delicioso! —observé con aire ingenuo—. Pero sin duda que el jardín pertenece a la casa.

—Sí, pero la casa no me pertenece a mí.

Era una persona larga, flaca y pálida, vestida, a modo de hábito, con una bata de color vago, y hablaba con una especie de bondadosa exactitud literal. No me invitó a sentarme, como tampoco había invitado a la señora Prest (si es que ella era la sobrina), y nos quedamos erguidos cara a cara en la pomposa sala vacía.

—Bueno, entonces, ¿tendría la bondad de decirme a quién debo dirigirme? Me temo que me considerará odiosamente intruso, pero sepa que debo tener un jardín... ¡por mi honor que lo debo!

Su rostro no era joven, pero era sencillo; no era fresco, pero era bondadoso. Tenía ojos grandes, no claros, y mucho pelo que no estaba arreglado, y largas y finas manos que posiblemente no estaban limpias. Ella las apretó casi convulsivamente, y exclamó, con cara confusa y alarmada:

—¡Ah, no nos lo quite; nos gusta a nosotras!

—Entonces, ¿ustedes tienen su uso?

—Ah, sí. ¡Si no fuera por eso! —y sonrió de modo huraño y melancólico.

—¿No es un lujo, exactamente? Por eso es por lo que, pensando quedarme en Venecia unas semanas, quizá todo el verano, y teniendo que hacer algún trabajo literario, un poco de leer y escribir, de manera que debo estar tranquilo, y sin embargo, si es posible, al aire libre; por eso es por lo que me ha parecido que me es realmente indispensable un jardín —seguí sonriendo—. Entonces, ¿puedo mirar el suyo?

—No sé, no comprendo —murmuró la pobre mujer, plantada allí, dejando vagar sus ojos cohibidos por toda mi rara apariencia.

—Quiero decir sólo desde una de estas ventanas —tan grandiosas como son aquí—, si me deja abrir las persianas.

Y me dirigí hacia la parte de atrás de la casa. Al llegar a medio camino, me detuve a esperar, como si diera por supuesto que ella me iba a acompañar. Por necesidad yo había sido muy repentino, pero al mismo tiempo me esforzaba en darle una impresión de extremada cortesía.

—He estado buscando cuartos amueblados por toda la ciudad, y me parece imposible encontrarlos con un jardín al lado. Naturalmente, en un sitio como Venecia los jardines son raros. Es absurdo, si usted quiere, en un hombre, pero no puedo vivir sin flores.

—Ahí abajo no hay flores de que valga la pena hablar.

Se me acercó como si, aunque todavía desconfiaba de mí, yo la atrajera con un hilo invisible. Volví a echar a andar, y ella continuó, mientras me seguía:

—Tenemos unas pocas, pero son muy corrientes. Cuesta demasiado cultivarlas; hay que tener un hombre.

—¿Por qué no habría de ser yo el hombre? —pregunté. Trabajaré sin sueldo, o mejor dicho, traeré un jardinero. Tendrán ustedes las mejores flores de Venecia.

Ella protestó ante eso, con un pequeño suspiro extraño que también podía haber sido un rebose de arrebato ante la visión que yo ofrecía. Luego observó:

—No le conocemos, no le conocemos.

—Me conocen tanto como yo la conozco a usted, esto es, más, porque usted conoce mi nombre. Y si usted es inglesa, soy casi un compatriota.

—No somos inglesas —dijo mi acompañante, observándome desvalida, mientras yo abría de par en par las persianas de uno de los lados de la ancha ventana alta.

—Habla usted el inglés de un modo muy bonito; ¿puedo preguntar qué es usted?

Visto desde arriba, el jardín estaba realmente desastrado; pero me di cuenta, de una ojeada, que tenía grandes posibilidades. Ella no respondió nada, de tan perdida como estaba en mirarme fijamente, y yo exclamé:

—No me irá a decir que usted también es por casualidad americana.

—No sé: lo éramos.

—¿Lo eran? ¿Sin duda no han cambiado?

—Era hace muchos años; no somos nada.

—¿Tantos años llevan viviendo aquí? Bueno, no me extraña; es una vieja casa grandiosa. Supongo que ustedes usan el jardín —seguí—, pero les aseguro que no les estorbaría. Yo estaría muy quieto y me quedaría en un rincón.

—¿Que usamos el jardín? —repitió, vagamente, sin acercarse a la ventana, sino mirándome a los zapatos. Parecía creerme capaz de tirarla afuera.

—Quiero decir toda su familia, tantos como sean.

—Hay solamente otra; es muy vieja; nunca baja.

—¡Solamente otra, en toda esta gran casa! —fingí estar no sólo sorprendido, sino casi escandalizado—. Mi querida señora, ¡entonces deben tener sitio de sobra!

—¿De sobra? —repitió, del mismo modo aturdido.

—Vaya, ¡sin duda que no viven (dos mujeres tranquilas; por lo menos, ya veo que usted es tranquila) en cincuenta cuartos! —Luego, con una irrupción de esperanza y animación pregunté—: ¿No podrían dejarme dos o tres? ¡Eso me arreglaría!

Ahora había tocado la tecla que respondía a mi propósito y no hace falta que reproduzca toda la melodía que toqué. Acabé haciendo creer a mi interlocutora que yo era una persona honorable, aunque por supuesto que no intenté siquiera persuadirla de que no era un excéntrico. Repetí que tenía estudios que hacer, que necesitaba silencio, que me encantaba un jardín y que lo había buscado en vano dando vueltas por la ciudad; que intentaría que antes de un mes la vieja y querida casa estuviera cubierta de flores. Creo que fueron las flores lo que me hizo ganar el pleito, pues luego encontré que la señorita Tita (pues tal resultó ser, algo incongruentemente, el nombre de tan trémula solterona) tenía un apetito insaciable de flores. Cuando digo que mi pleito estaba ganado, quiero decir que, antes de dejarla, ella me prometió que hablaría del asunto con su tía. Pregunté quién podría ser su tía y ella respondió:

—¡Pues la señorita Bordereau! —con aire de sorpresa, como si se pudiera esperar que yo lo supiera.

Había contradicciones así en Tita Bordereau, que, como observé después, contribuían a hacer de ella una persona rara y amanerada. Las dos señoras se empeñaban en vivir de modo que el mundo no las tocara, y sin embargo nunca habían aceptado del todo la idea de que nunca supiera de ellas. En Tita, en todo caso, no se había extinguido cierta agradecida susceptibilidad al contacto humano, y habría un contacto, aunque limitado, si viviera yo en la casa.

—Nunca hemos hecho nada parecido; nunca hemos tenido un huésped o residente de ninguna clase. —Del mismo modo se cuidó de decirme—: Somos muy pobres, vivimos muy mal. Los cuartos están muy vacíos, los que podría usted tomar: no tienen nada dentro. No sé cómo iba a dormir, cómo iba a comer.

—Con su permiso, podría poner fácilmente una cama y unas pocas mesas y sillas. C’est la moindre des choses, y asunto de una o dos horas. Conozco a un hombrecito a quien le puedo alquilar lo que necesite por unos pocos meses, por una tontería, y mi gondolero puede traer acá las cosas en su barca. Claro que en esta gran casa ustedes tendrán una segunda cocina, y mi criado, que es un tipo muy hábil —(ese personaje fue creación del momento)— puede fácilmente prepararme una chuleta ahí. Mis gustos y costumbres son de lo más sencillo: ¡vivo de flores!

Y luego me atreví a decir que si eran muy pobres eso era una razón más para que alquilaran sus cuartos. Eran unas malas economistas: jamás había visto tal desperdicio de material.

En un momento vi que a la buena señora no le habían hablado nunca de ese modo, con una especie de firmeza bienhumorada que no excluía la comprensión, sino que, al contrario, se fundaba en ella. Podría haberme dicho fácilmente que mi comprensión era inoportuna, pero por suerte no se le ocurrió. La dejé con el supuesto de que consideraría el asunto con su tía y que podría volver al día siguiente por su decisión.

—¡La tía rehusará; creerá que todo el asunto es muy louche! —declaró la señora Prest poco después, cuando volví a ocupar mi sitio en la góndola. Me había metido ella la idea en la cabeza, y ahora (así de poco cabe confiar en las mujeres) parecía mirarlo con pesimismo.

Ese pesimismo me provocó y fingí tener las mejores esperanzas: llegué a decir que sentía un claro presentimiento de que tendría éxito. Ante eso, la señora Prest exclamó:

—¡Ah, ya veo lo que se le ha metido en la cabeza! Se imagina que ha hecho tal impresión en un cuarto de hora que ella se está muriendo porque usted vaya, y que se puede estar seguro de que ella convencerá a la vieja. Si usted entra, tendrá que contarlo como un triunfo.

Lo conté como un triunfo, pero sólo para el preparador de textos (en último análisis), no para el hombre, que no había tenido ninguna tradición de conquista personal. Cuando volví al día siguiente, la criadita me llevó derecha por la larga sala (se abría allí como antes en perfecta perspectiva y estaba ahora algo más clara, lo que me pareció un buen presagio), hasta la habitación de donde había salido la que me recibió en mi primera visita. Era un gran salón desastrado, con un hermoso techo pintado y una extraña figura sentada sola junto a una de las ventanas. Ahora vuelven a mí, casi con las palpitaciones que causaron, los sucesivos sentimientos que acompañaron a mi conciencia de que, cuando se cerró detrás de mí la puerta del cuarto, yo estaba realmente cara a cara ante la Juliana de algunas de las más exquisitas y famosas poesías de Aspern. Después me llegué a acostumbrar, aunque nunca del todo; pero ante ella sentada allí, mi corazón latía tan de prisa como si ese milagro de resurrección hubiera tenido lugar para mi beneficio. Su presencia, no sé cómo, parecía contener la de él, y me sentí, desde el primer momento de verla, más cerca de él de lo que nunca me había sentido antes ni me he vuelto a sentir después. Sí, recuerdo mis emociones por su orden, aun incluyendo un curioso temblorcillo que se apoderó de mí cuando vi que la sobrina no estaba allí. Con ella, el día antes, había llegado a tener suficiente familiaridad, pero casi superaba a mi valentía (a pesar de lo mucho que había deseado ese acontecimiento) quedarme solo con una reliquia tan terrible como la tía. Era demasiado extraña, demasiado literalmente resucitando. Entonces me refrené, al darme cuenta de que no estábamos realmente cara a cara, ya que ella tenía sobre los ojos un horrible velillo verde que casi le servía de máscara. Por el momento creí que se lo había puesto expresamente para poder escudriñarme desde debajo sin ser escudriñada. Al mismo tiempo, aumentaba la suposición de que había una terrible calavera acechando detrás. La divina Juliana como calavera sonriente —esa visión quedó allí en suspenso hasta que pasó—. Luego caí en la cuenta de que era terriblemente vieja, tan vieja que la muerte podría llevársela en cualquier momento antes de que yo tuviera tiempo de obtener de ella lo que quería. El siguiente pensamiento fue una corrección de éste: iluminaba la situación. Se moriría la semana próxima, se moriría mañana: entonces yo podría apoderarme de sus papeles. Mientras tanto, ella seguía allí sentada sin moverse ni hablar. Era muy pequeña y encogida, encorvada hacia delante, con las manos en el regazo. Iba vestida de negro, con la cabeza envuelta en un trozo de encaje negro antiguo que no dejaba ver su pelo.

Como mi emoción me hacía seguir en silencio, ella habló primero, y la observación que hizo fue exactamente la más inesperada.

Los papeles de Aspern

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