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IV

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Quizá lo mostraba, pero de todos modos, seis semanas después, hacia mediados de junio, el momento en que la señora Prest emprendía su emigración anual, yo no había hecho ningún adelanto considerable. Me vi obligado a confesarle que no tenía resultados de que hablar. Mi primer paso había sido inesperadamente rápido, pero no había apariencias de que lo siguiera otro. Estaba a mil millas de tomar el té con mis patronas, ese privilegio que, como recordé a la señora Prest, nos habíamos imaginado ya. Ella me reprochó por tener poco atrevimiento y respondí que incluso para ser atrevido hay que tener una oportunidad: se puede uno abrir paso a empujones por una brecha, pero no se puede derribar un muro ciego. Respondió que la brecha que ya había hecho era lo suficientemente grande como para dejar entrar un ejército, y me acusó de desperdiciar horas preciosas quejándome en su salón, cuando debería estar llevando adelante la batalla sobre el terreno. Es verdad que yo iba a verla muy a menudo, con la teoría de que eso me consolaría (expresaba francamente mi desánimo) por mi falta de éxito en mis habitaciones. Pero empecé a darme cuenta de que no me consolaba que me reprocharan continuamente mis escrúpulos, especialmente cuando en realidad estaba tan vigilante; más bien me alegré cuando mi burlona amiga cerró la casa para el verano. Ella había esperado obtener diversión con el drama de mi trato con las señoritas Bordereau, y la decepcionaba que ese trato, y por tanto el drama, no se hubiera puesto en marcha.

—Le llevarán a su ruina —dijo, antes de marcharse de Venecia—. Se quedarán con todo su dinero sin enseñarle ni un jirón de papel.

Creo que me dediqué con más concentración a mi asunto cuando ella se marchó.

Era un hecho que hasta entonces, salvo en una sola y breve ocasión, no había tenido ni un contacto de un momento con mis extrañas patronas. La excepción tuvo lugar cuando les llevé, según mi promesa, los terribles tres mil francos. Entonces encontré a la señorita Tita esperándome en el vestíbulo, y recibió el dinero de mi mano para que no viera yo a su tía. La anciana había prometido recibirme, pero al parecer no le importó nada faltar a ese voto. El dinero estaba contenido en una bolsa de gamuza, de respetables dimensiones, que me había dado mi banquero, y la señorita Tita tuvo que agarrarlo bien para recibirlo. Intenté tratar el asunto un poco como una broma. No en plan de broma, sino con simplicidad, ella preguntó, pesando el dinero en las dos palmas:

—¿No cree que es demasiado?

A eso contesté que dependía de la cantidad de placer que yo recibiera por ello. Entonces se apartó de mí rápidamente, como había hecho el día anterior, murmurando en un tono diferente del que había usado hasta entonces:

—¡Ah, placer, placer... no hay placer en esta casa!

Después de eso, durante mucho tiempo, no la vi más, y me preguntaba si las oportunidades corrientes de cada día no debían habernos ayudado a encontrarnos. Sólo podía ser evidente que ella estaba enormemente en guardia para que eso no ocurriera, y además, la casa era tan grande que estábamos perdidos en ella el uno para el otro. Yo miraba esperanzado en su busca al cruzar la sala en mis idas y venidas, pero no era recompensado ni con un atisbo de la cola de su traje. Era como si nunca asomara de las habitaciones de su tía. Yo me preguntaba qué haría allí semana tras semana y año tras año. Nunca había encontrado tan violento parti pris de encerramiento; era más que mantenerse aparte; era como unas criaturas acosadas que fingen la muerte. Las dos señoras no parecían tener ningún visitante ni ninguna clase de contacto con el mundo. Juzgué por lo menos que nadie podía venir a la casa ni la señorita Tita podía salir de ella sin que yo lo observara. Hice algo por lo que me detesté a mí mismo (reflexionando que era sólo una vez, en cierto modo): interrogué a mi criado sobre sus costumbres y le dejé adivinar que me interesaría cualquier información que pudiera recoger. Pero él recogió sorprendentemente poco, para ser un veneciano enterado: debe añadirse que donde hay ayuno perpetuo, quedan muy pocas migas en el suelo. En otras cosas era lo bastante listo, aunque no lo fuera tanto como le había atribuido en la ocasión de mi primera entrevista con la señorita Tita. Había ayudado a mi gondolero a traerme una barcada de muebles; y una vez llevados esos objetos a lo alto del palacio y distribuidos según nuestra sabiduría conjunta, organizó mi domesticidad con tal prontitud como la hacía posible el hecho de que no hubiera más que él. En resumen, me puso tan cómodo como podía estarlo yo con mis medianas perspectivas. Debería haberme alegrado si se hubiera enamorado de la criada de la señorita Bordereau, o, a falta de eso, si la hubiera odiado: cualquier acontecimiento podría haber traído algún tipo de catástrofe, y una catástrofe podría haber llevado a alguna conversación. Mi idea es que ella sería sociable, y yo mismo, en varias ocasiones, la vi andar de un lado para otro en recados domésticos, de modo que estaba seguro de que era accesible. Pero no obtuve ningún cotilleo de esa fuente y luego supe que el afecto de Pasquale estaba fijo en un objeto que le hacía no prestar atención a otras mujeres. Era una señorita de cara empolvada, falda amarilla de algodón, y mucho ocio, que venía a menudo a verle. Esta practicaba, a su comodidad, el arte de ensartar cuentas (esos ornamentos se hacen en abundancia en Venecia; llevaba los bolsillos llenos de ellas y yo solía encontrarlas en el suelo de mis habitaciones), y mantenía la vigilancia sobre la doncella de la casa. No era cosa para mí, por supuesto, hacer murmurar a los domésticos, y nunca dije ni palabra a la cocinera de la señorita Bordereau.

Me parecía prueba de la decisión de la anciana de no tener nada que ver conmigo, el que no me hubiera mandado nunca un recibo de mi renta de tres meses. Durante algunos días lo esperé y luego, cuando renuncié desperdicié mucho tiempo en preguntarme qué razón habría tenido para descuidar una forma tan indispensable y común. Al principio, estuve tentado de enviarle un recordatorio, tras de lo cual abandoné la idea (contra mi juicio de qué era lo correcto en ese caso particular), por la motivación general de desear seguir tranquilo. Si la señorita Bordereau sospechaba en mí ulteriores intenciones, sospecharía menos si yo parecía hombre de negocios, y sin embargo consentí en no parecerlo. Era posible que ella pretendiera que su omisión fuera una impertinencia, una ironía visible, para demostrar cómo podía ir demasiado lejos con personas que iban demasiado lejos con ella. Sobre esa hipótesis, estaba bien dejarla ver que uno no se fijaba en sus bromitas. La verdadera explicación del asunto, me di cuenta luego, era sencillamente el deseo de la pobre mujer de subrayar el hecho de que yo disfrutaba de un favor tan rígidamente limitado como liberalmente concedido. Me había dado parte de su casa y ahora no me daría ni un pedazo de papel con su nombre. Permítaseme decir que incluso al principio eso no me hizo demasiado desgraciado, pues el episodio entero era delicioso para mí. Preví que tendría todo un verano conforme a mi propio corazón literario, y la sensación de aferrar mi oportunidad era mucho mayor que la de perderla. No podría haber asunto en Venecia sin paciencia, y puesto que me encantaba el sitio, estaba mucho más en su espíritu por haber acumulado una amplia provisión. Ese espíritu me hacía perpetua compañía y parecía mirarme desde el revivido rostro inmortal —en que brillaba todo su genio— del gran poeta que era mi inspirador. Le había invocado y él había llegado: se cernía sobre mí casi todo el tiempo; era como si su luminoso espectro hubiera vuelto a la tierra a decirme que consideraba el asunto no menos suyo que mío, y que lo vigilaría hasta su conclusión, de modo fraternal y alegre. Era como si hubiera dicho: «Pobrecilla, tómalo con tranquilidad con ella; tiene algunos naturales prejuicios, pero dale tiempo. Por extraño que te parezca, era muy atractiva en 1820. Mientras tanto, ¿no estamos juntos en Venecia, y qué mejor sitio hay para la reunión de buenos amigos? Mira cómo refulge con el verano que avanza; cómo el cielo y el mar y el aire rosado y el mármol de los palacios cabrillean y se funden en unión.» Mi excéntrica misión personal se convertía en parte de la novelería y la gloria de todo; incluso sentía un compañerismo místico, una fraternidad moral con todos los que en el pasado habían estado al servicio del arte. Habían trabajado por la belleza, por una devoción; ¿y qué otra cosa hacía yo? Ese elemento estaba en todo lo que había escrito Jeffrey Aspern y yo no hacía más que sacarlo a la luz.

Me demoraba en la sala mientras iba de un lado a otro; solía observar —tanto como me parecía decente la puerta que daba a la parte de la casa donde estaba la señorita Bordereau—. Una persona que me observara podría haber supuesto que trataba de lanzar un hechizo sobre ella o intentar algún extraño experimento de hipnotismo. Pero no hacía sino rezar porque se abriera o pensar qué tesoro se escondería probablemente detrás de ella. Me parece curioso, ahora que lo vuelvo a mirar, que nunca dudara por un momento que las reliquias sagradas estaban allí; nunca dejaba de sentir cierta alegría al estar bajo el mismo techo que ellas. Después de todo, estaban bajo mis manos; todavía no se me habían escapado; y ponían mi vida en continuación, en cierto modo, con la ilustre vida que habían tocado por el otro lado. Me perdía en esa satisfacción hasta el punto de asumir —en mi callada extravagancia— que la pobre señorita Tita también llegaba hasta atrás, como solía formularlo yo. Claro que sí llegaba, la amable solterona, pero no tanto como hasta Jeffrey Aspern, que para ella era algo sólo de oídas, igual que para mí. Sólo que llevaba años viviendo con Juliana, había visto y manejado los papeles y (aunque era estúpida) algún conocimiento esotérico se le había pegado. Eso era lo que representaba la anciana —conocimiento esotérico—, y ésa era la idea con que se excitaba mi corazón editorial. Literalmente, latía más de prisa, a menudo, al anochecer, cuando yo había salido, al detenerme con mi vela en el resonante vestíbulo subiendo a acostarme. Era como si en tal momento, en la calma, tras la larga contradicción del día, los secretos de la señorita Bordereau estuvieran en el aire, y el prodigio de su supervivencia fuera más palpable. Esas eran mis agudas impresiones. Las tenía de otra forma, con algo más de reciprocidad, durante las horas en que me sentaba en el jardín mirando por encima de mi libro hacia las ventanas cerradas de mi patrona. En esas ventanas no aparecía ninguna señal de vida; era como si, por miedo a que yo captara un atisbo de ellas, las dos señoras pasaran sus días a oscuras. Pero eso sólo probaba que tenían algo que ocultar, que era lo que yo deseaba demostrar. Las persianas inmóviles se hacían tan expresivas como unos ojos conscientemente cerrados, y yo me consolaba pensando que, en todo caso, aunque invisibles por sí mismas, ellas me veían entre las rendijas.

Me empeñé en pasar todo el tiempo posible en el jardín, para justificar la imagen que había dado al principio de mi pasión horticultural. Y no sólo gasté tiempo sino (¡maldita sea!, como decía yo) dinero. Tan pronto como tuve arregladas mis habitaciones y pude ocuparme adecuadamente del asunto, inspeccioné el lugar con un experto listo y establecí condiciones para ponerlo en orden. Lamenté hacerlo, pues personalmente lo prefería tal como estaba, con sus hierbajos y su salvaje y áspera espesura, su dulce desastramiento, tan característicamente veneciano. Tenía que ser coherente, para mantener la promesa de que inundaría la casa de flores. Además formé el gracioso proyecto de que me abriría paso con flores, tendría éxito a fuerza de grandes ramos. Atacaría a las viejas con lirios; bombardearía su ciudadela con rosas. Su puerta tendría que ceder a la presión cuando se amontonara contra ella una montaña de claveles. El lugar, en realidad, estaba brutalmente descuidado. La capacidad veneciana para holgazanear es máxima, y durante muchos días, mi jardinero no tuvo otra cosa que mostrar por sus servicios sino basuras sin límite. Hizo muchos hoyos y se llevó muchas carretadas de tierra, y al cabo de poco me puse tan impaciente que pensé si enviar mis ramilletes desde el puesto más próximo. Pero reflexioné que las señoras verían, a través de las rendijas de sus persianas, que debían ser comprados y decidirían con eso que yo era un impostor. Así que me dominé y, al fin, aunque la tardanza fue larga, percibí algunas apariencias de florecimiento. Eso me animó y aguardé serenamente a que se multiplicaran. Mientras tanto, los días del verdadero verano llegaron y empezaron a pasar, y al volver la vista atrás hacia ellos, casi me parecen los más felices de mi vida. Me cuidé cada vez más de estar en el jardín siempre que no hiciera demasiado calor. Me hice arreglar un cenador, con una mesa baja y una butaca dentro; y saqué libros y carpetas (siempre tenía entre manos algún asunto de escribir), y trabajé y aguardé y cavilé con esperanzas, mientras pasaban las horas doradas y las plantas absorbían la luz y el inescrutable viejo palacio palidecía, y luego, al caer el día, empezaba a enrojecerse con él, y mis papeles se agitaban en la brisa errante del Adriático.

Considerando qué poca satisfacción obtuve de ello al principio, es notable que no me hubiera cansado más de preguntarme qué místicos ritos de hastío celebraban las señoritas Bordereau en sus cuartos oscurecidos; si siempre su tenor de vida había sido así y cómo en años anteriores habían escapado de rozarse con sus vecinos. Estaba claro que debían haber tenido otras costumbres y otra situación; que debían alguna vez haber sido jóvenes o al menos de media edad. No tenían fin las preguntas que era posible preguntarse sobre ellas, ni fin las respuestas que era posible formular. Yo había conocido muchos compatriotas en Europa y estaba acostumbrado a las extrañas maneras que estaban expuestos a adoptar allí: pero las señoritas Bordereau formaban completamente un nuevo tipo del alejado de América. Incluso, estaba claro de que el nombre de americanas había dejado de tener ninguna aplicación a ellas; lo había visto eso en los diez minutos que pasé en el cuarto de la anciana. No se podía decir de dónde venían, por el aspecto de ninguna de las dos; de donde quiera que vinieran, hacía mucho que habían abandonado su acento y sus maneras locales. No había en ellas nada que reconocer, y, dejando aparte la cuestión de la lengua, podrían haber sido noruegas o españolas. La señorita Bordereau, después de todo, llevaba en Europa casi tres cuartos de siglo; eso aparecía en unos versos que le dirigió Aspern en la ocasión en que él se ausentó por segunda vez de América —versos cuya fecha habíamos establecido Cumnor y yo con suficiente solidez, después de infinitas conjeturas—: que incluso entonces, siendo una chica de veinte años, ya estaba en la orilla extranjera del mar. Había en ese poema una implicación (espero que no sólo por la frase) de que él había regresado en atención a ella. No teníamos verdadera luz sobre la situación de ella en aquel momento, así como tampoco sobre su origen, que creíamos era del tipo que se suele llamar modesto. Cumnor tenía la teoría de que ella había sido institutriz en alguna familia visitada por el poeta, y que, a consecuencia de esa posición de ella, hubo desde el principio algo inconfesado, o más bien algo decididamente clandestino, en sus relaciones. Yo, por otra parte, había incubado una pequeña novelería según la cual ella era hija de un artista, un pintor o un escultor, que había dejado el Nuevo Mundo a comienzos de siglo para estudiar en las escuelas antiguas. Era esencial para mi hipótesis que ese amable hombre hubiera perdido a su mujer, fuera pobre y sin éxito y tuviera una segunda hija, de carácter muy diverso al de Juliana. También era indispensable que le hubieran acompañado a Europa esas señoritas para establecerse allí durante el resto de una vida difícil y entristecida. Había otra implicación: que la señorita Bordereau, en su juventud, tenía un carácter maligno y aventurero, aunque generoso y fascinante, y que había pasado por algunas vicisitudes singulares. ¿Por qué pasiones había sido asolada, por qué sufrimientos había quedado desteñida, qué reserva de recuerdos había acumulado para el monótono porvenir?

Me preguntaba esas cosas mientras estaba sentado devanando teorías sobre ella en mi cenador y las abejas zumbaban en las flores. Era incontestable que, para bien o para mal, la mayor parte de los lectores de los poemas de Aspern (poemas no tan ambiguos como los sonetos, creo que apenas más divinos, de Shakespeare) daban por supuesto que Juliana no siempre se había atenido al áspero sendero de la renuncia. En torno a su nombre se cernía un perfume de pasión sin límites, una insinuación de que ella no había sido exactamente el tipo general de joven respetable. ¿Era eso señal de que su cantor la había traicionado, la había dejado al descubierto ante la posteridad? Lo cierto es que era difícil poner el dedo en un pasaje en que su buena fama se viera puesta en cuestión. Además, ¿no era lo bastante buena cualquier fama que tuviera la seguridad de durar y fuera unida a obras inmortales por su belleza? Era parte de mi idea que la joven hubiera tenido un amante extranjero (y una ruptura trágica poco edificante) antes de conocer a Jeffrey Aspern. Habría vivido con su padre y su hermana en un extraño mundo a la antigua, expatriado y artístico, de bohemios, en los días en que lo estético era sólo lo académico, y los pintores que conocían los mejores modelos de contadina y pifferaro llevaban sombreros en punta y pelo largo. Era una sociedad con menos recursos que las capillitas de hoy (por su ignorancia de las maravillosas ocasiones y oportunidades para los madrugadores, de que estaba sembrado su camino), con jirones de material viejo y fragmentos de vieja cacharrería; de modo que la señorita Bordereau no parecía haber recogido ni heredado muchos objetos de importancia. No había envidiable bric-à-brac, con su provocante leyenda de baratura, en el cuarto donde yo la había visto. Un hecho así sugería pobreza, pero sin embargo encajó felizmente en el interés sentimental que yo siempre me había tomado por los tempranos movimientos de mis compatriotas como visitantes de Europa. Cuando los americanos salían al extranjero en 1820, había en ello algo romántico casi heroico, comparado con los perpetuos transbordos de la hora actual, cuando la fotografía y otras comodidades han aniquilado la sorpresa. La señorita Bordereau zarpó con su familia en un zarandeado bergantín, en los días de los viajes largos y de las grandes diferencias; había tenido sus emociones en lo alto de diligencias amarillas, había pasado la noche en posadas donde soñó con leyendas de viajeros, y, al llegar a la Ciudad Eterna, la impresionó la elegancia de las perlas y los chalés romanos. Había algo conmovedor para mí en todo eso y mi imaginación volvía frecuentemente a esa época. Si la señorita Bordereau dominaba en él, por supuesto que Jeffrey Aspern en otros momentos había dominado mucho más. Era un hecho aún más importante, si se miraba su genio críticamente, que hubiera vivido en los días anteriores a la transfusión general. Me había ocurrido lamentar que él hubiera conocido Europa en absoluto; me habría gustado ver lo que hubiera escrito sin esa experiencia que indudablemente le había enriquecido. Pero como su destino lo había dispuesto de otro modo, le acompañé; traté de juzgar cómo le había impresionado el viejo mundo. Sin embargo, no era sólo ahí donde le observaba; las relaciones que había mantenido con el nuevo mundo tenían un interés aún más vivo. Después de todo, su propio país se le había llevado la mayor parte de la vida, y su Musa, como se decía entonces, era esencialmente americana. Por eso era por lo que yo le había amado originalmente: porque en una época en que nuestra tierra natal estaba desnuda y tosca provinciana, cuando la famosa «atmósfera» que se piensa que le falta, ni siquiera se echaba de menos, cuando la literatura estaba allí solitaria, y el arte y la forma eran casi imposibles, él había encontrado medios para vivir y escribir como uno de los primeros; para sentir, entender y expresarlo todo.

Los papeles de Aspern

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