Читать книгу Pacífico: Un hombre a la deriva - Hernán Darío Rodríguez Vera - Страница 6

El viaje Viernes, 26 de agosto de 2016.

Оглавление

8:15 a.m.

Cinco días antes estaba recogiendo mi maletín para salir hacia el aeropuerto.

Era mi segundo viaje a Malpelo. Ese día me había despertado muy temprano. Me preparé algo de comer y organicé todo antes de salir. Como vivía solo y me disponía a salir de viaje, tenía que dejar las cosas organizadas para no encontrar desorden cuando regresara. Ya no estaba casado. Extrañaba esa sensación. Lo estuve con una mujer maravillosa, pero desde el 2013 habíamos tomado la decisión de que cada uno seguiría solo su historia. Habían pasado tres años.

Soy odontólogo. Nací en Bogotá, desde hace años me radiqué en Medellín y mi paraíso lo encontré en las profundidades del mar. Me asomé a la ventana. La ciudad apenas despertaba.

Tomé el equipaje que había dejado organizado desde la noche anterior y salí del apartamento, ubicado en el barrio El Poblado, en el suroriente de la ciudad. Abajo me esperaba un taxi. Iba bien de tiempo, siempre he sido una persona muy puntual. El recorrido nos tomó poco menos de una hora. Pensé muchas cosas, repasé mentalmente las tareas que había dejado pendientes para cuando volviera. Llegué al aeropuerto José María Córdoba, de Rionegro, en medio de una bruma blanca.

Hace mucho tiempo decidí que mis viajes los hago sin importar si tengo compañía o no. A veces viajo con alguien, otras veces lo hago solo, eso ya me tiene sin cuidado. Me liberé de ese condicionamiento.

Para este viaje no había ninguna motivación especial. Simplemente vi un cartel que anunciaba la excursión y me inscribí. No lo comenté con nadie, así que aquella mañana iba sin saber siquiera con quién compartiría esta nueva experiencia.

Rumbo al aeropuerto recordé mi primer viaje a Malpelo. Fue en 2015, es decir, un año atrás. Aquella vez tuvimos momentos agobiantes. Unas fuertes corrientes nos arrastraron cerca de 500 metros y perdimos el contacto con el equipo del bote. Estuvimos en el agua 45 minutos, a la deriva, sin saber si nos vendrían a rescatar. Pero la experiencia en general había sido maravillosa, Malpelo me había marcado, había dejado en mí vida una huella muy significativa. La sola palabra, Malpelo, impresa en aquel afiche de convocatoria, se me hizo irresistible. Y ahí iba de nuevo, con más ganas que miedo.

Una vez en el aeropuerto hice mi registro en el módulo de la aerolínea y pasé a la sala de espera. Sabía que del Club Orcas nos habíamos inscrito unos 15 buzos. A algunos los había visto pero realmente no conocía a ninguno, jamás habíamos cruzado más que un saludo. La única persona con la que tuve un contacto para hablar del viaje era una de las instructoras. La vi llegar y me le acerqué con sincera alegría.

–Hola, estoy listo.

Ella me saludó amablemente y alguien que estaba cerca nos escuchó y se sumó a la conversación. Así empezó una charla animada a la que fueron llegando todos.

El grupo era diverso y muy amplio. Conocí ahí a Jorge Morales, un hombre de muy buen sentido del humor. Hicimos buena conexión desde el primer momento y la charla empezó a girar en torno a nuestras historias y a los apuntes graciosos que hacíamos ante cualquier comentario. Nos reímos mucho y en un ambiente muy divertido fuimos generando confianza con los demás.

A mí no me cuesta trabajo llegar a un grupo nuevo y entablar relaciones, soy espontáneo y expresivo, como mi mamá. A ella la recuerdo desde que era un niño como una mujer aventada, capaz de asumir compromisos con decisión. Siempre me he sentido muy orgulloso de haber aprendido de mi mamá la entereza, la rudeza si se quiere, para lidiar con situaciones complicadas.

Mi papá, en cambio, fue siempre un hombre frío y reservado. Esos rasgos los heredó mi hermano, pero yo no. Mi hermano huye de los cuestionamientos personales, prefiere evitar las charlas de familia que puedan causar molestias. Su respuesta a los temas que lo incomodan es retirarse en silencio. Fuimos muy distintos desde la niñez. Soy frentero, voy directo y le digo a la gente las cosas como las pienso. Eso a veces genera tensión porque a muchas personas no les gusta que uno las confronte, pero yo creo que es mejor. No soy capaz de quedarme esperando a que las cosas se solucionen solas.

Subimos al avión y emprendimos el vuelo hacia Cali con un ambiente muy positivo en el grupo. Después de 30 minutos aterrizamos en el aeropuerto Alfonso Bonilla Aragón, ubicado a media hora de la ciudad Cali. De allí a Buenaventura nos esperaba un viaje por tierra de unas tres horas. Nos dividimos para irnos en varios taxis. Como ya había personas que se conocían, se reunieron y armaron grupos. Jorge y yo tomamos un taxi con otro buzo que recién conocimos, y la instructora.

En el camino empezamos a conocernos, a través de la conversación, mientras llegábamos al puerto de Buenaventura, sobre el océano Pacífico. Solo hubo risas y buenas historias. Hablamos de muchas cosas. Jorge es un tipo muy sociable y yo también. Sabíamos que nos esperaban muchos días de convivencia en el muy reducido espacio del barco, así que nos caía muy bien esa integración rápida y ese ambiente de entusiasmo que se había ido creando.

A nuestro compañero de viaje le encontraron un parecido físico conmigo. Les dije que se parecía más a mi hermano, a quien no veía hacía mucho tiempo. Mi hermano es dos años mayor que yo. Nuestra relación no ha sido buena, aunque hemos intentado algunas veces recuperar la hermandad que se perdió en algún momento de la niñez temprana. Durante la infancia peleábamos muchísimo. Yo soy más explosivo, lanzaba madrazos a gritos y por eso me ganaba los regaños y los golpes de mi mamá. Alguna vez nos agarramos a puños y terminé con la nariz torcida, lo que me dejó de por vida un problema de apnea del sueño.

Mi hermano fue un muy buen jugador de futbol, algo que yo nunca lo fui, y creo que eso causó un gran distanciamiento entre los dos, entre otras cosas, puesto que nunca compartimos algo que nos apasionara al mismo tiempo. Por minutos me perdí en esos recuerdos. En ese momento, escuchándome hablar, entendí que pudo haber sido esa frustración del fútbol la que me llevó a refugiarme en los deportes y actividades individuales. Me apasioné primero con las motos y luego descubrí el buceo.

Bucear no es una actividad deportiva como cualquier otra. Entre quienes amamos el buceo hay cierta sensibilidad, similar a la que se percibe cuando se conoce el mundo de los practicantes de surf. Este tipo de deportes provocan una percepción diferente de las cosas. A los buzos, desde que conocemos las profundidades del mar, la vida nos cambia para siempre. Es una actividad que me permitió conocer la naturaleza como nunca antes la había visto, seduciéndome hasta lo más profundo de mi ser. Tan profundo que también me permitió conocerme a mí mismo y que me otorgaba unos breves momentos de felicidad absoluta que me alejaban de mis fantasmas y más oscuros temores.

Mi contacto con los deportes de adrenalina y las actividades de aventura comenzó en la universidad. Allí conocí a un pastuso que terminó siendo mi mejor amigo por aquellos años. Fuimos a hacer rafting y luego empezamos a explorar otras disciplinas.

Desafortunadamente, practicar los deportes que son menos tradicionales y que implican algún riesgo, es costoso. Los equipos tienen precios muy altos y para encontrar lugares óptimos hay que viajar. Por eso terminan siendo deportes elitistas y excluyentes. Uno puede jugar fútbol en cualquier potrero con una pelota de trapo, si se quiere, pero no puede escalar una montaña, confiando su vida estando amarrado a un cordón de zapato, sin el equipo mínimo. Son limitaciones reales.

Tal vez el gusto por las actividades extremas siempre existió en mí, pero fue hasta que me pude pagar una moto que pude vivirlo. Cuando estuve cursando el posgrado compré un carro de segunda con un esfuerzo enorme. La primera salida fue con mi novia y mi mamá a Melgar, una población a la que viajan mucho los bogotanos porque tiene un clima cálido muy agradable y está llena de hosterías y fincas de recreo con piscinas. Íbamos muy entusiasmados pero el carrito se varó, nos dejó tirados y nos tocó devolvernos en bus. Menos mal mi novia y mi mamá me apoyaron moralmente; yo me moría de la rabia viendo al carro echar humo por el motor.

Luego vendí ese carro, que pasaba más tiempo en el taller que en mi casa, y me compré una moto pequeña, un escúter de marca Yamaha. Pero tenía el sueño de una moto grande, lo deseaba desde niño. Cuando murió mi papá recibimos una plata. Mi hermano invirtió en un apartamento después de hacer un buen análisis financiero, pero yo solo quería sentir la brisa en la cara. Compré una moto con un motor 650 que no es nada dócil, sin haber manejado una así jamás.

Del concesionario me la tuvieron que sacar a la calle. Fingía saberla conducir, pero en realidad todo el contacto que había tenido con ella se limitaba a una búsqueda en internet, en la que había visto algunos videos. Saqué esa moto a la calle en medio de una exaltación que no recordaba haber vivido nunca. Temblaba y tenía una sensación potente, no sé si era mayor la emoción o el miedo…

Fui a mostrarle la moto a mi mamá, todavía con el corazón acelerado. Ella vivía en un apartamento en el que la ventana de la sala daba hacia la calle. Llegué, pité y le grité para que se asomara a la ventana. En ese momento se me olvidó sacarle la pata lateral y se me fue al piso. Cuando mi mamá salió vio la moto en el piso, una moto con menos de cinco kilómetros recorridos. Yo lloraba viendo mi nuevo juguete con un espejo partido, una direccional hecha astillas y el carenaje rayado.

Algo de eso les conté a mis compañeros de excursión a bordo del taxi. La larga carretera, estrecha para un flujo tan alto de camiones, parecía llegar a su fin. Comenzamos a ver, a lo lejos, algunas construcciones. Cuando entramos a Buenaventura sentimos que el viaje, realmente, apenas iba a comenzar. Entendimos el vuelo a Cali y el trayecto por tierra como una antesala necesaria a la excursión que empezaría en el momento en que pisáramos el muelle. Ahora sí nos sentíamos en el inicio de una experiencia que prometía ser inolvidable.

La ciudad de Buenaventura no resulta muy atractiva para el viajero. Se ve siempre desordenada, la gente vive en función de los que llegan y los que se van, conserva el alma volátil de los puertos. En Buenaventura vive casi medio millón de personas y es una de las más antiguas poblaciones de Colombia, del año 1540, solo siete años después de la fundación de Cartagena.

Estábamos listos para salir, queríamos embarcarnos de inmediato. El recorrido nos llevaría primero a Gorgona, una isla ubicada a doce horas de Buenaventura, donde haríamos una inmersión de ambientación y recibiríamos instrucciones por parte del personal de Parques Nacionales. Después seguiríamos hacia Malpelo, lo que suponía 26 horas más. Fuimos al muelle y nos avisaron de un retraso en la salida del barco. No nos molestó. Creo que muchos sabíamos que eso iba a pasar. Salir hacia Gorgona a las cuatro de la tarde implicaba llegar a las cuatro de la madrugada. Era mejor navegar toda la noche y llegar con el sol. Para mí el retraso fue una buena noticia.

Además, la conversación había unido a los grupos y se percibía un inusual entusiasmo. Hablamos de anteriores viajes similares y recordamos las buenas celebraciones que se acostumbran para el cierre de las excursiones.

–Hay que prepararnos para la “furrusca” del último día –comenté. Así le decimos a la fiesta del último día.

Muchos respondieron con frases divertidas y el inconfundible humor de los colombianos, picaresco y provocador. Las risas abundaron y nos fuimos todos, como en la adolescencia, a un supermercado.

–Vamos a aprovisionarnos –dijo alguien.

Compramos todo tipo de pasabocas, servilletas, copas, vasos y, sobre todo, mucho licor. Teníamos los ingredientes para la gran fiesta con la que pretendíamos rematar la excursión que apenas íbamos a comenzar. Ese viaje a Malpelo prometía ser inolvidable.

Pacífico: Un hombre a la deriva

Подняться наверх