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Mar adentro Viernes, 26 de agosto de 2016.

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5:00 p.m.

Después de dar vueltas de un lado a otro para jugarle una trampa al reloj, llegamos de nuevo al muelle turístico de Buenaventura. Al lado del parqueadero hay una edificación larga en la que muchas empresas de transporte marítimo ofrecen sus servicios en unas oficinas muy pequeñas y bajo un calor asfixiante. A esa hora todavía muchas personas intentaban hacer sus últimas ventas del día. Nosotros seguimos hasta el fondo, sin detenernos a pesar de la insistencia de los vendedores que a los gritos nos invitaban a conocer sus planes a Juanchaco y Ladrilleros.

Algunos compañeros del grupo respondían una y otra vez que ya teníamos reserva y que no estábamos interesados en alquilar lanchas. Yo caminaba tranquilo sin distraerme por ese entorno ruidoso que por un segundo me recordó los bazares de los pueblos costeños a los que iba de vacaciones cuando era niño. Caminamos hasta llegar a una estructura de madera, un corredor de 240 metros que se adentra en el mar hasta el sitio en el que se abordan las distintas embarcaciones. Es un muelle flotante, algo modesto, que se compone de 6 salidas de abordaje para lanchas y una para botes más grandes. En esa última nos identificamos. Ahí nos estaba esperando el María Patricia, el barco en el que iríamos primero hasta Gorgona y luego hasta Malpelo.


Barco María Patricia

Entre quienes han ido al Pacífico a bucear, el María Patricia es muy conocido. Se trata de un barco pesquero adaptado para maniobras de buceo en altamar. La verdad, un barco viejo e incómodo, pero nosotros íbamos motivados por lo que sabíamos existía debajo de la superficie del mar. Uno de los tripulantes nos contó que el barco llevaba 28 años operando estos recorridos.

A esa hora ya había poca gente en el muelle. Abordamos de manera rápida. En total éramos 28, 10 integrantes de la tripulación y 18 buzos. Los grupos que se habían ido conformando se empezaron a distribuir en los espacios disponibles. Yo sabía que ese momento era determinante, pues en estos barcos las literas son pequeñas, los espacios muy reducidos y hay que convivir muchos días con lo que eso supone: olores, temperamentos, costumbres…

–Soy muy celoso con mis espacios, si alguien los va a invadir que sea buena gente –pensé.

Jorge y yo estábamos juntos. No conocíamos al grupo en cambio ellos eran muy cercanos entre sí. Encontramos una cabina disponible con tres literas. Jorge solo conocía a otro de los buzos, quien viajó con nosotros en el taxi, así que lo invitamos. Entramos y descargamos el equipaje. Esa sería nuestra habitación, la que compartiríamos por los siguientes ocho días. Teníamos poco espacio para los equipajes y las camas eran pequeñas, pero no era nada que no esperáramos. Yo ya conocía el barco y por eso no me sorprendieron sus limitaciones. Todos habíamos hecho excursiones de este tipo. Ninguno esperaba la comodidad de una suite ni la decoración de un crucero del Caribe.

Revisé todo. El baño era pequeño. Uno para nosotros tres. Me pareció bien, luego confirmé que había seis baños en todo el barco para los 18 ocupantes. Abrí la ducha pare verificar que funcionara bien. La presión del agua era buena. Agua salada, por supuesto. El barco tenía un vetusto sistema de desalinización que poco mejoraba la calidad del agua. Eso ya lo sabemos los buzos, sin embargo, es una de las cosas que más mortifica a los primerizos.

Salí a recorrer el barco. Las gruesas láminas de metal que constituían el armazón no se veían uniformes, en algunas partes se notaban aporreadas, evidenciando en cada laceración las muchas horas que el María Patricia había vivido mar adentro, sorteando los embates violentos de las olas, los troncos de madera y algunos animales.

Las escaleras eran de madera, más o menos en buen estado. Algunas piezas estaban hechas de fibra de vidrio, como el comedor y algunas bancas ubicadas en la cubierta superior, donde también había un televisor con un DVD. Cuando subí ya habían puesto una película, pero nadie la estaba viendo porque resultaba más atractiva la conversación que se había generado. Era la primera noche, la de la integración, la de conocer a los compañeros del viaje.

Desde hace años había cambiado mucho mi forma de entender las relaciones, cada vez me importaba menos la gente. Yo iba a bucear, solo a eso. Podría hacerlo solo, pensé incluso que tal vez sería mejor, menos incómodo. Imaginé un viaje en el que no estuviera forzado a entrar en ese juego de tener que agradar a la gente. Ese pensamiento se me cruzó por unos segundos, pero se fue rápidamente por donde vino. El buceo tiene esa condición que lo hace único. Es una experiencia de profunda conexión íntima con uno mismo y al mismo tiempo es una actividad que se hace en grupo. Tenía la mirada perdida en el mar que aún reflejaba las muchas luces que genera el puerto. Giré y encontré de nuevo a mis compañeros de viaje. Tantas expectativas, tantas sonrisas recién estrenadas, tantas historias que debían existir detrás de cada uno…

Aproximadamente a las 7:00 p.m. zarpamos, nos quedaban unas once o doce horas de trayecto en un mar que se mostraba apacible. Las luces del puerto se iban haciendo más pequeñas y la ciudad desaparecía en la distancia. El sonido del motor era estridente, pero el oído poco a poco se iba acostumbrando. Las aguas mecían al María Patricia y eso fue causando estragos lentamente en los estómagos de algunos, afortunadamente no en el mío.

Había un barullo del que poco entendía. Se habían iniciado varias conversaciones al tiempo. Yo me preguntaba: ¿Qué voy a hacer ocho días aquí metido si no hablo con nadie? Miraba las caras de los demás. ¿Cómo iba a ser la convivencia fuera del agua? No era mi primera excursión de este tipo, pero cada viaje es distinto, como todo. Me preguntaba si serían buenos buzos, personas en las que pudiera confiar mi vida…

Llegó la hora de la primera comida. El comedor era sencillo, nada de lujos ni sofisticación por las condiciones apenas obvias de un barco de expedición, pero era el lugar que simbolizaba el momento de compartir. Y eso tiene una gran significación. En medio de las estrecheces señaladas, se empezó a generar un ambiente muy grato en el que saltaban los temas y poco a poco empezábamos a conocer algo de cada uno.

Esa noche, después de comer, conversamos un rato en la cubierta. Se nos acercó Vanessa, una de las pocas mujeres presentes en la excursión; la mayoría éramos hombres que rondábamos los 35 años. Érica Vanessa Díaz Marín. Tenía 30 años. Era abogada, había nacido en Medellín y vivía en Cali hace unos años. Venía a la excursión acompañada por un buzo instructor de Cali, Chucho, gran amigo de su padre, quien había introducido a Vanessa al buceo. Ella hizo empatía con Jorge y conmigo casi de inmediato. Nos habló de sus grandes amores, que eran sus hijos, uno de ellos de apenas quince meses, de su esposo, de su trabajo, de la pasión por el buceo que había aprendido de su padre.

Jorge habló de sus viajes, a mí me preguntaron cómo había llegado un bogotano solo a trabajar en Medellín… y ninguna historia se contó completa. Disfrutamos mucho esa primera jornada de conocernos y sentí que la convivencia podría ser mejor de lo que hubiera esperado. Muchos empezaron a despedirse y se fueron a dormir, nosotros –no muy tarde– hicimos lo mismo. Había sido un día larguísimo y después de un rato, caí profundamente dormido.

Pacífico: Un hombre a la deriva

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