Читать книгу Pacífico: Un hombre a la deriva - Hernán Darío Rodríguez Vera - Страница 8
Sábado, 27 de agosto de 2016.
Оглавление6:00 A.M.
El sol comenzó a colarse adentro del barco. Me sentí desubicado porque tenía la sensación de que habían pasado apenas unos minutos. Jorge y nuestro otro compañero de cabina seguían dormidos. El viaje había sido apacible y me sentí con una energía desbordante por saber lo que se venía.
Abrí los ojos, revisé el reloj y calculé que ya estábamos llegando a Gorgona, nuestra primera parada. Es una isla grande, tiene nueve kilómetros de largo por dos y medio de ancho. El conquistador Francisco Pizarro, en 1527, se sorprendió por la gran cantidad de serpientes que encontró en la isla y recordó a las gorgonas de la mitología griega, mujeres que en su cabeza no tenían cabellos sino serpientes. Pizarro decidió ponerle el nombre de Gorgona a la isla. Aun hoy se advierte a los visitantes sobre los riesgos de mordedura de culebra y se recomienda caminar con botas en las zonas boscosas, particularmente en la noche.
Gorgona tiene una gran riqueza natural. Desde 1984 hace parte de las áreas declaradas como Parques Nacionales Naturales. Pero muchos la recuerdan solo como isla-prisión. Desde 1959 hasta 1983 muchos presos la padecieron. Todavía existen algunas ruinas de la que fuera la construcción más temida por los reclusos del país debido a las difíciles condiciones de calor y humedad en las que debían permanecer detenidos. Decenas de turistas llegan ahora a ver aquellos vestigios y a escuchar las historias de esos oscuros años. Algunas, que se han convertido en leyendas, hablan de fugas cinematográficas por aire y por agua, la llegada de personajes famosos que nunca trascendieron a los medios y los poderes sobrenaturales de algunos de los detenidos. A nosotros no nos interesaban esos temas. Habíamos ido a bucear y en eso estábamos concentrados. Además, ya todos conocíamos Gorgona, el grupo estaba conformado por buzos de muchos años de experiencia.
A mí me llamaba la atención el buceo desde muy joven, pero solo pude empezar a bucear cuando tuve con qué costear mis sueños. Hice, como muchas personas, esos mini-cursos de 45 minutos que ofrecen en San Andrés y Cartagena. Recuerdo que los disfruté, aunque hoy creo que son algo un poco irresponsable. El buceo, si no se practica con respeto, puede ser muy peligroso.
Alguna vez, ya viviendo en Medellín, me entró el deseo de certificarme y eso es un proceso totalmente diferente. Lo hice con el Club Orcas, en la Universidad de Antioquia. Me gustó mucho. Hay clubes en los que los cursos se hacen en una semana. Sin embargo, en Orcas duran tres meses y los instructores son muy dedicados en todos los aspectos de la formación. Hice un primer curso con Orcas y me gustó tanto que regresé y me inscribí al segundo de nuevo con ellos.
Bucear cambió muchas cosas en mi vida. Los buzos saben que eso siempre pasa. Es una experiencia que trasciende lo evidente. Empecé a bucear mucho. Mis vacaciones cambiaron, comencé a viajar siempre a destinos en los que hubiera mar y pudiera bucear. Pero, además, mis hábitos de vida se modificaron radicalmente. Para bucear hay que estar bien físicamente, así que me propuse cuidar mi salud, dejé de tomar licor porque, como decimos los buzos, “enguayabado no se puede bucear”. En Colombia “estar enguayabado” significa sufrir de resaca, esa espantosa sensación que se sufre al día siguiente después de haber tomado mucho. Sin planearlo comencé a disfrutar menos del ruido de la noche y más de las mañanas en el agua.
Esa mañana, cuando salí a la cubierta y vi la isla de Gorgona, me emocioné como la primera vez. Ese no era todavía nuestro destino final, pero significaba el primer buceo de la excursión. Gorgona es una isla de origen volcánico cubierta de profusa vegetación. Desde el barco alcanzaba a ver el Cerro Trinidad, que es su mayor altura, con unos 330 metros.
Al llamado de la tripulación, después de desayunar, abordamos el zódiac, que es un bote inflable, conocido de esta forma por la marca que lo comercializa; es ligero, dotado con un motor fuera de borda, que nos permitiría llegar hasta la costa, cosa que el barco no podía hacer por su calado. El María Patricia se quedó a unos 400 metros de distancia. Al zódiac nos montamos seis de nosotros, además del lanchero.
No demoramos más de cuatro minutos en pisar tierra, de inmediato nos registramos y fuimos a recibir una charla obligatoria que ofrece la Dirección de Parques Naturales. Una vez cumplimos con los requisitos exigidos, volvimos al barco para hacer nuestra primera inmersión.
En estas excursiones, éste es un momento supremamente crítico. Cada uno tiene que amoldarse a un equipo que no es propio y hay que familiarizarse con todos los elementos. Eso toma un tiempo de adaptación. La primera inmersión siempre es de reconocimiento.
Otro aspecto que es importante es el estilo de buceo del grupo en el que a uno lo ubican. Es la vida de una persona en las manos de otros. Nos dividieron en tres grupos. Yo quedé con Jorge, con Vanessa, con Chucho –el instructor de Cali que venía con Vanessa– y con un extranjero que parecía un poco tímido. También estaba con nosotros Carlos Jiménez, un buzo de la tripulación que era el segundo al mando en el María Patricia. Su carácter siempre era mesurado, tranquilo. Ya lo conocía, era el instructor más experimentado de los que trabajaban en esa zona y yo le había aprendido mucho. Una gran persona.
La maniobra de buceo diario consistía en un briefing o explicación de los sitios donde íbamos a bucear, profundidades, tiempos de inmersión, etc. Todo el grupo de buzos se había dividido en tres. Mi grupo casi siempre era el tercero en entrar al agua. Cuando el primer grupo estaba a punto de iniciar la inmersión, el siguiente grupo estaba listo para empezar a prepararse, mientras que el tercero esperaba. Cuando el segundo entraba al agua, nosotros ya nos estábamos equipando. Esto hacia que todo fluyera y que no se encontraran los grupos en la zona de equipamiento. Después de estar listos y equipados, subíamos al zódiac y nos desplazábamos hasta el sitio de la inmersión, la cual tiene una duración promedio de 50 minutos. Todos los días hacíamos tres inmersiones, dos en la mañana y la última después del almuerzo, antes de las tres de la tarde, pues se entiende que más tarde las mareas pueden cambiar y complicar la actividad.
Éramos un grupo de buzos fogueados y de eso me di cuenta muy rápido. Hay conceptos vitales que hay que manejar muy bien cuando uno se enfrenta a un buceo en altamar y especialmente en el Pacífico, que tienen que ver con peso y funcionamiento de los equipos. Básicamente con el concepto de flotabilidad, lo cual hace que el buceo se disfrute más. Cuando se tiene un grupo medianamente novato, el período de adaptación es largo, pero en este grupo no había primerizos. Todos éramos buzos avanzados, experimentados. Nos acoplamos rápido y disfrutamos desde el principio los buceos, entramos en el juego placentero del reconocimiento de diferentes tipos de peces, las fotos y la sensación de volar.
Volvimos al zódiac y finalmente, al barco. Todos tenían algo que contar, el grupo había superado la primera prueba. El primer buceo había sido fantástico, la comunicación entre todos funcionó muy bien.
Era ya medio día. El calor resultaba sofocante en el barco. Descansamos un rato, almorzamos y volvimos al agua. Gorgona es un gran destino para bucear, pero el deseo de todos era entrar en las aguas de Malpelo. Esto era apenas un aperitivo.
Después del almuerzo, esperando nuestra tercera inmersión en Gorgona, me quedé en la litera, mirando al techo. Jorge descansaba también. Cruzamos unas pocas palabras nada más. Algo me preguntó y le conté que mi papá había muerto diez años atrás, cuando tenía apenas 56 años. Me quedé después como abstraído, alejado del mundo por unos minutos, pensando en mi papá.
Él era un hombre cauto, quizás el más cauto de todos que he conocido. Trabajó en Ecopetrol, la empresa de petróleos de Colombia, durante 25 años. El recuerdo que tengo de él es que siempre vivía alcanzado de plata. Se quejaba todo el tiempo, nunca tuvo suficiente para vivir económicamente tranquilo y yo no entendía por qué, si era un administrador de empresas muy capaz y estaba en la compañía que mejor pagaba en la ciudad. En cierta época decía que mi papá era todo lo que yo no quería ser.
De mi papá muchas cosas me cuestionaban y por eso mismo marcaron mi personalidad para siempre. Él era muy inteligente, tenía todas las posibilidades de progresar y generar prosperidad, pero cambió todo eso por la estabilidad de un empleo. Prefirió la seguridad que le daba recibir un salario mensual… creo que mi padre no fue rico simplemente porque no quiso.
Cuando empecé a trabajar me di cuenta de que yo hacía lo contrario. En mis primeros empleos no duré más de uno o dos meses. Algunas veces porque tenía un jefe al que no admiraba ni me inspiraba respeto, otras veces por el horario o porque sentía que el salario o las condiciones no eran justas. Y renunciaba. Entendí que sería imposible pasar más de 25 años en una sola empresa, como mi papá.
He sido un hombre inconforme siempre. Creo que uno de los grandes problemas de las personas en nuestra sociedad es el conformismo, si uno no asume riesgos no progresa, eso lo vi desde muy joven en mi casa. Ese espejo que había tenido me cuestionaba permanentemente.
Mi papá era de otra era generación. El paradigma era llegar a una buena empresa y jubilarse allí. En mis años de adolescencia, cuando el ímpetu es más fuerte que la conciencia, se lo dije a mi papá de la manera más cruda. Le dije que esa forma de entender el mundo me parecía mediocre. Que yo soñaba con hacer todo lo contrario.
Tuvimos una relación de mierda. Nos insultábamos con frecuencia, me gritaba y le gritaba. Cuando yo tenía 18 años llegamos al extremo de enfrentarnos a puños varias veces. Recostado en la litera recordé esos momentos y sentí un profundo dolor. No es fácil vivir con eso y no me enorgullece reconocerlo ahora, por el contrario, con los años he sentido pena conmigo y, sobre todo, con mi mamá. No he podido saber si la relación se había dado de esa forma porque éramos muy diferentes o porque éramos muy parecidos. Pensé por primera vez que tal vez la rabia que le tenía era justamente porque veía en él todo lo que no me gustaba de mí.
Cuando mi papá tenía 53 años fue sometido a una cirugía debido a un tumor cerebral. No sé por qué eso le generó un cambio de actitud muy evidente, pero su nueva forma de hacer las cosas me impactó a mí también. Me volví más tolerante, nuestra relación cambió por completo, afortunadamente. Reconozco que en esos tres años fui un mejor hijo. Entendí finalmente que él era mi mejor amigo, siempre lo había sido. Por alguna razón inexplicable, en la adolescencia uno se niega a ver lo que es evidente.
Fueron solo tres años. Los tres años más felices que mi familia vio, antes de que el tumor volviera a aparecer, pero esta vez, cuando fue sometido nuevamente a cirugía, todo sale mal y tras un mes en el hospital, mi papá muere en unas condiciones muy lamentables. A mí lo que más me impacto fue el hecho de ver a un hombre frío, calculador, con un temperamento fuerte, reducido a un bebé, totalmente dependiente de los cuidados de su familia. Esto me desensibilizó mucho y por alguna razón me convirtió en una persona fría, calculadora y egocéntrica, características que había visto en mi padre y que yo estaba repitiendo. Sin querer, en esa litera, veía su cara plasmada en las tablas del camarote superior y lo extrañaba.
Estaba en esas cavilaciones del alma cuando nos llamaron. Era nuestro turno. De nuevo al agua. Salí con Jorge. Nos encontramos con el grupo otra vez. Vanessa llegó saludando con muy buena energía. El extranjero era el primero en llegar a todo, serio, callado. Ya estaba ahí con Chucho, el instructor.
Salimos en el zódiac hasta un lugar muy cercano y entramos de nuevo al agua. Eran casi las tres de la tarde. Después de haber revolcado recuerdos, el buceo me dio una paz sublime. Me hizo recordar el día en el que por primera vez llegué al clímax buceando. Porque el placer del buzo no se logra el primer día del curso. Se alcanza cuando se logra trascender más allá de la teoría, cuando se supera la preocupación por estar haciendo bien lo aprendido en clase. Esa sensación la tengo plasmada en mí, es como un orgasmo, se siente el aumento de la presión, el aumento del ritmo cardiaco, hay unas señales fisiológicas que indican que uno tiene una inyección de adrenalina intensa en el cuerpo.
En aquella primera vez recuerdo que hicimos siete buceos y fue solo en el quinto que yo tuve esa sensación orgásmica, porque apenas en ese momento logré interiorizar la teoría para aplicarla como algo natural. Entonces entendí por qué estaba rodeado de la gente con la que estaba y le di el valor real a los pequeños detalles de lo que estaba viviendo, al sol entrando en el agua con explosión de brillos y reflejos, dimensioné el deleite al cual se refería mi instructor cuando explicaba que bucear es lo más parecido que existe a la sensación de volar…
Regresamos al barco. Después de tres muy buenas inmersiones terminábamos la jornada. Subimos a comer y jugamos cartas un rato. Esa noche hablé mucho tiempo con nuestro otro compañero del grupo de buceo. Lo primero que me aclaró es que era australiano, pero ya se había acostumbrado a que le dijeran “el gringo”.
–Me llamo Peter Morse –dijo, hablando en un español fluido, aunque con dificultades de pronunciación.
Peter parecía un actor de una serie de televisión. Rubio y de contextura muy atlética. Muchos al verlo allí, sin conocerlo, tal vez pensaron que era un turista mochilero. En realidad, Peter era un muy destacado biólogo marino que había llegado pocos meses atrás a vivir en Medellín. Le gustaba viajar por el mundo y se dedicaba a escribir para una revista australiana sobre el comportamiento de los pulpos en ese país.
Muchos de nuestros compañeros de viaje padecieron trastornos estomacales y casi todos trasbocaron en algún momento. Peter no. Era un hombre de mar. Yo, por suerte quizás, tampoco sentí el mareo que a muchos les provocaba el movimiento del María Patricia meciéndose al ritmo de las olas indómitas del Pacífico.
Fue nuestra segunda noche a bordo. Elevamos anclas y zarpamos nuevamente. Faltaban ahora 26 horas para llegar a Malpelo.