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La cita con Malpelo Domingo, 28 de agosto de 2016.

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5:30 a.m.

Me desperté emocionado, con la misma sensación del niño que va a su primer día de colegio. Malpelo es algo así como el paraíso de los buzos. Si bien ya había estado allí, la ansiedad de esa mañana me hacía vibrar como si fuera mi primera vez. Habíamos navegado por algo más de un día y una noche completos, mis oídos ya se habían acostumbrado al ruido del motor y solo podía concentrarme en la emoción que me producía llegar a ese sitio mágico donde sabía que sería feliz nuevamente.

Subí a la cubierta exterior cuando apenas se asomaban los primeros rayos de sol. Era mi segundo encuentro con la roca. La primera vez, un año atrás, el grupo con el que estaba había sufrido un incidente. Estuvimos casi 40 minutos a la deriva, sin contacto con los tripulantes del bote que nos acompañaba. Ese episodio me lo recordó un amigo de aquella excursión una semana antes de este nuevo viaje, a quien me encontré en un concierto.

–¿Qué más, hermano?, ¿cómo estás?

–Muy bien, preparando viaje para Malpelo, salgo la próxima semana –le respondí.

–Noooo, yo no volvería ni loco –me dijo.

Yo, en cambio, estaba emocionado por la idea de reencontrarme con Malpelo. Para los que amamos el buceo es como lograr el máximo nivel, como jugar un mundial para un futbolista o pilotear un Ferrari para los aficionados de los carros. Estando ahí, apoyado en la baranda del María Patricia, frente al Pacífico, recordé mis primeras inmersiones. No pude evitar burlarme de mí mismo al evocar aquellos días en los que estaba más pendiente de no equivocarme que de bucear.

Uno tiene un equipo que puede fallar y si falla a 30 metros de profundidad hay que estar preparado para reaccionar. En Colombia buceamos en grupo, siempre entre dos por seguridad. El objetivo es que si uno de los buzos tiene algún percance haya alguien cerca que lo pueda auxiliar.

Así es al inicio, uno está concentrado en hacer todo lo que dijo el instructor en la teoría, pues un error podría poner en riesgo la vida de uno y la del compañero de inmersión. En esos primeros buceos no se disfruta mucho, hay mucha tensión.

Comparé eso con mi profesión. Soy odontólogo y al principio uno sabe que tiene que, por ejemplo, anestesiar a una persona siguiendo paso por paso las indicaciones del profesor. Después, cuando se vuelve algo natural, se interioriza. Y en ese momento uno empieza a disfrutar plenamente la profesión.

Para mí el secreto del disfrute de las cosas consiste en aprender a relajarse y reconocer que en la medida en que uno está más tranquilo puede disfrutar más. Bucear cuando se tiene confianza es placentero. La primera vez que llegué a esa liberación que produce el buceo sentí un corrientazo desde la punta de la cabeza hasta los pies. ¡No quiero que este momento se acabe nunca!, pensé. Esos tres, cuatro o cinco segundos se me grabaron para siempre, fue como un orgasmo que no quería que llegara al final. Luego entendí que esa sensación de euforia es maravillosa, pero tampoco se puede vivir en un orgasmo permanente, la magia de ese momento es que se trata de un instante de excitación.

Divagaba en mis pensamientos con la inmensidad del Pacífico en todas las direcciones. No tardaron en llegar algunos compañeros a la cubierta. Compartíamos la misma impaciencia por tratarse del primer día de la excursión en Malpelo.

Subió Peter, me saludó muy amablemente. Sonrío y me dijo un par de frases en inglés. No hablaba mucho. A lo largo del viaje Peter tuvo algunos conflictos por su limitación en el lenguaje y un poco por su forma de ser. Su timidez fue entendida por algunos como una demostración de arrogancia. Muy pocos entablamos amistad con él.

Jorge y Vanessa se la llevaron muy bien con Peter. Carlos se integró fácil. Hicimos un buen grupo. Chucho también se integró bien.

Chucho era un hombre de unos sesenta años, callado, casi nunca sonreía. El papá de Vanessa le había pedido estar pendiente de ella y por eso se sumó a nuestro grupo para las inmersiones, pero fuera del agua mantenía una cortés distancia.

Cuando vimos a lo lejos la roca de Malpelo hubo júbilo en el barco. Se percibía una alegría colectiva a pesar de que no hubo gritos ni abrazos. A lo lejos apareció la cresta de una cordillera submarina: la Dorsal de Malpelo, le llaman. Dicen que tiene 4.000 metros de profundidad. La isla de Malpelo es la mayor afloración de esta cadena montañosa que se esconde bajo el agua y hay otros diez peñascos aislados dispersos en la zona. En toda esa área íbamos a bucear. Divisar las rocas nos provocó una emoción inmensa.

Apreciamos la mayor altura de la isla, el cerro de la Mona, que alcanza los 300 metros de altura. Malpelo es una roca volcánica, sin vegetación evidente a esa distancia, aunque sabíamos que encontraríamos algas, líquenes, leguminosas arbustivas y musgos.

Posee un escenario submarino alucinante. En la zona confluyen diferentes corrientes de la cuenca del Pacífico y la ensenada de Panamá. En tan pequeño espacio rocoso habitan decenas de especies animales y llegan aves migratorias permanentemente. El piquero enmascarado está por todos lados. Hay varias especies endémicas como un cangrejo y tres tipos de reptiles.


Malpelo

Malpelo es un espacio geográfico único. Ha recibido muchos reconocimientos por sus características. En 2005 fue declarada Área de Importancia para la Conservación de las Aves y en 2006 recibió la declaratoria como Patrimonio Natural de la Humanidad por parte de la UNESCO.

También ostenta la condición de Joya Marina de Colombia, título recibido en 2011, Área Marina de Importancia Ecológica o Biológica (EBSA) en 2012 y Refugio Oceánico Global (GLORES) en 2017.

Malpelo fue declarado Parque Nacional Natural de Colombia y después de una ampliación del área protegida quedó conformado por 857.500 hectáreas, o sea que en su área cabe 4.6 veces el departamento del Quindío.

Muchas personas solo han escuchado hablar de Malpelo por las noticias que con frecuencia aparecen en medios de comunicación sobre las denuncias por pesca ilegal. La lucha que han dado las organizaciones ambientalistas ha sido intensa, pero los resultados no son suficientes. Produce mucha tristeza saber que desde muchos países llegan barcos pesqueros a saquear nuestras riquezas y para la Armada resulta prácticamente imposible proteger un área tan extensa.

En esas divagaciones se me fueron algunos minutos mientras mantenía mi mirada fija en la exuberancia verde y azul del horizonte. Malpelo tiene magia, es un entorno que alucina. Su biodiversidad es inmensamente amplia y sabíamos que lo mejor estaba debajo de nosotros. El mar que teníamos alrededor alcanza 120 metros de profundidad y en algunos puntos se abren acantilados de 180 metros más.

Allí conviven decenas de especies marinas como moluscos, crustáceos y esponjas, mantarrayas, pargos, meros, jureles y chernas. Y por supuesto, una gran variedad de tiburones.

La gran distancia que hay entre Malpelo y la costa del continente hace que su fauna se preserve en muy buenas condiciones y por eso Malpelo es considerada una isla laboratorio, ideal para desarrollar estudios sobre el comportamiento animal, procesos evolutivos y biológicos.

Finalmente llegamos a un lugar en el que nuestro barco, el María Patricia, se detuvo. Malpelo no tiene playas, no tiene vías de entrada, no tiene puertos… es decir, uno no se aloja propiamente en la isla de Malpelo, uno se queda todo el tiempo en el barco. En la roca solo permanecen algunos soldados. Desde donde estábamos vimos el puente militar, que se conoce como Tangón, del que sale una escalera de 18 metros hasta el agua. Algunos se aventuran a subirla para llegar a cierta altura y divisar el mar desde allí, yo nunca lo he intentado.

La tripulación nos reunió en la cubierta exterior para recordar el programa de inmersiones. Nuevamente nos dividimos en tres grupos. El grupo 1 estaba conformado por cuatro buzos y un instructor. El grupo 2, por seis buzos y un instructor. El grupo 3, el nuestro, tenía cinco buzos y un instructor, que era Carlos.

Cada día haríamos tres inmersiones, dos en la mañana y una en la tarde. La actividad debía terminar a más tardar a las cuatro de la tarde, pues la marea se complica a esa hora. El grupo 1 saldría a las nueve de la mañana para la primera inmersión. Después de que ellos regresaran saldría el grupo 2 y por último, el nuestro. Es decir, nunca habría dos grupos simultáneamente en el agua. Las instrucciones estaban claras y todos queríamos entrar en ese mar lo más pronto posible.

Cuando se acercaba la hora para el primer grupo, el barco se mantuvo distante de la piedra. El zódiac, que es una embarcación mucho más ligera, se dispuso para dar inicio a la jornada.

El ambiente era muy bueno en mi grupo. Se habían entrelazado vínculos de verdadera amistad en poco tiempo. Esa mañana pude conversar mucho con Vanessa. Me habló de lo importante que resultaba para ella estar en Malpelo. Lo veía como una oportunidad liberadora, un verdadero descanso para la mente y el alma. Valoraba mucho el respaldo que le había dado su esposo, quien la animó a irse esos días a bucear y se quedó a cargo de los hijos. Nos reímos, nos contamos historias de los años del colegio que nos hicieron reír y descubrimos que para nuestra generación la niñez no fue muy distinta en Bogotá, en Cali o en Medellín.

Peter estaba concentrado en los equipos. Preparaba cada detalle con la pulcritud de un cirujano. Jorge se unió a la conversación. Mientras el grupo 1 salió y regresó, en el barco estábamos ansiosos. Los compañeros del grupo 2 salieron y nosotros nos quedamos escuchando el relato emocionado de quienes acababan de llegar.

Finalmente, unos minutos después de las diez, nos llegó el turno. Peter se subió de primero al zódiac. Jorge y yo hicimos al mismo tiempo el gesto caballeroso de ceder el paso a Vanessa para que se montara adelante de nosotros. Chucho esperó a que todos estuviéramos ubicados.

El recorrido en el bote fue corto y emocionante, pues las grandes olas mecían el pequeño zódiac a su antojo, como una montaña rusa. Entramos al agua y hubo algo mágico. No había pasado un minuto cuando vi un pez diablo, famoso porque puede pasar hasta 14 horas fuera del agua sin morir. Y luego vimos una gran cantidad de especies. Fue impactante ver tantos animales en una sola inmersión, incluidos los más vistosos: el tiburón martillo y el tiburón ballena.

Perdí de vista a los tiburones por unos segundos, luego bajé la mirada y había allí una gran cantidad de esponjas y moluscos, además de morenas y cirujanos que serpenteaban por montones entre los centenarios corales. Esa es la magia del Pacífico, su abundante variedad, mientras que en el Atlántico el número y el tamaño de los animales son inmensamente menores. Ver al tiburón martillo es algo maravilloso, pero ver un cardumen de por lo menos cincuenta o cien de ellos nadando juntos, por ejemplo, es algo fantástico que únicamente se ve en el Pacífico y te recuerda lo pequeño que eres.

Recordé el impacto que me había causado Malpelo en 2015, sentí ese inmenso poder de la naturaleza. En esos momentos, bajo el agua, en un universo tan distante al que vivimos en las ciudades todos los días, aflora el sentimiento naturalista y el deseo de que todo el mundo se pareciera a ese escenario silencioso y apacible.

El primer día hicimos los tres buceos emocionados. Al final de la tarde hablamos mucho, los compañeros de viaje comentaban lo que había visto cada grupo y algunos sugerían zonas para las inmersiones del día siguiente. Comimos y en la noche vimos una película en el único televisor que teníamos en el María Patricia. A decir verdad, no sé si es la mejor o la peor película que he visto en mi vida. No me acuerdo del nombre, solo de que era una película japonesa donde unos zombis perseguían a las mujeres para tener sexo, lo cual fue motivo de carcajadas durante toda la excursión, ya que todos los presentes constantemente imitábamos los movimientos de esos muertos vivientes. Fue una noche muy divertida, de verdadera integración.

Fui uno de los últimos en bajar a dormir. En la cubierta siempre se conoce gente, un día uno habla con una persona y al otro día con otra. Cada una tiene una historia o mil historias. El barco es un universo de profesiones, de gustos, de miedos, de pasiones…


Tiburones martillo

Pacífico: Un hombre a la deriva

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