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Construir tiestos o macetas con pedazos de neumáticos es una perversión. Algunos de esos artistas plásticos que erigen esculturas con blísters de barbitúricos, o los que arman instalaciones con fragmentos de licuadoras de los años 70 y sábanas inmundas, descartadas en los quirófanos, deberían usar la densidad de esa cacharrería oscura; no es difícil poner a significar esas gomas, hacerlas decir cosas ominosas sobre nosotros. A esa artesanía negra se dedicaba Fenimore en el invierno de 1991, cuando vino a Treinta y Tres a vivir con nosotros en una casa de la calle Areguatí, que era en realidad una sucesión de cuatro habitaciones heladas y altas, llenas de polvo y hormigas.

No había muchos objetos en aquella casa. Destaco tres: un primus, una pequeña salamandra de fierro que Fenimore me había ayudado a instalar y un casetero marca Crown, conectado a un viejo cubo valvular, viudo de mi primera guitarra eléctrica. Fenimore (esto es: su cabeza barroca que retocaba casi diariamente con un cortapelos a pilas, sus herings de mangas cortadas, el borbollón de bíceps lustrosos) estaba casi siempre sentado entre el casetero y el primus, o entre el casetero y la quematuti, manipulando sus segmentos de goma, agujereándolos con alambre al rojo vivo, oyendo un ruido ínfimo y enfermo que era Pink Floyd en Venecia o era Machine Head jibarizados por el Crown. Mientras trabajaba, charlando con Salvador, mi hijo deslumbrado, lo rodeaba un aura de polución amarga: el olor a querosén del primus, el tufo incisivo de las gomas quemadas y los matices psicodélicos del hedor a pintura que liberaban, de cuando en cuando, unas latas rojas, azules y amarillas, chicas como dedales entre sus manos. Junto a sus borceguíes dormitaba la Juana, una perra que parecía un murciélago gordo al que le hubieran arrancado las alas, o algo así como un desprendimiento de Fenimore, que hubiera quedado orbitando en torno a él.

Un sábado gris, al atardecer, mientras él trabajaba bajo la consternación de una lamparilla de 40 watts en la última habitación (designada como cocina porque allí habíamos colocado el primus), me senté a cebarle mate. Por esa época poníamos pedazos de cucumelo en el termo; de esa forma, veíamos todo un poco más nítido, y los metales y vidrios parecían limpios y nuevos. Estuvimos recordando los tiempos en que nos habíamos conocido en Montevideo, en el apartamento de Brandzen, cuando él era uno de los cuatro negros que estudiaban en el IPA. Por aquella época había empezado a usar el corte de pelo que le había dado el nombrete (aunque la cresta era mucho menos enfática). Pero sólo en Brandzen y en algún otro círculo más o menos letrado lo llamábamos Fenimore. El resto del mundo no tenía más remedio que llamarlo Mario Baracus. Sin mirarme, concentrado en una línea quebrada de pintura roja sobre el neumático, me contó que sus compañeros de no sé qué grupo anarquista clandestino, del que formaba parte por la época en que nos conocimos, le censuraban el corte de pelo, su aspecto en general, por supuestas razones tácticas. Algo tan llamativo, recriminaban, ponía en peligro la seguridad de la organización. Fenimore pensaba que no había más que pacatería estética o mera e insostenible moralina: nada más lejano a un sospechoso de militancia libertaria que un negro aficionado a la halterofilia y con el pelo cortado como un mohicano.


Fue aquella misma tarde, mirándolo armar sus macetas y tomando mate con hongos, que me puse a explicarle la complejidad perversa de su tarea. Fenimore trabajaba en el margen más excéntrico de cualquier cadena de producción; era un bricoleur carroñero, un predador de gomerías; lo suyo era artesanía buitre. Quizás no hubiese nada más emblemático de la basura industrial que las gomas de auto descartadas. Todo podría ser desmaterializado, reducido a irradiación pura, a flujo inasible o circuito virtual. Pero ahí estaría el cúmulo descomunal de neumáticos viejos, monstruo muerto que jamás podríamos biodegradar, la mancha voraz que iría sustituyéndolo todo, la espuma negra que iría cubriendo todos los intersticios del planeta. Y era justamente con ese material irreductible, retrazando los impresos de las cubiertas —especie de signatura abstracta de la serialización fordista— que Fenimore construía simulacros póstumos de alfarería. El desecho industrial reconvertido en cacharro premoderno, con sus guardas seudoaztecas o seudocretenses, mediante la circularidad de la falsificación kitsch.

—¿Todo eso se lleva una doña cuando compra una maceta para las cretonas? —preguntó.

Luego estuvimos un rato callados. Me quedé pensando qué era lo que se llevaba una doña de Treinta y Tres cuando en la feria de los domingos le compraba algo a Fenimore para colocarlo en su jardín: teoría de la recepción de las macetas de goma. Ligeramente envenenado por los hongos, no logre más que una maraña de digresiones que preferí guardarme. Si el único precepto retórico que sigue esta crónica (y cualquier otra cosa que yo pueda escribir) no fuera la exclusión radical del adjetivo bizarro, ya habría caído en él para definir el oficio de mi amigo, y tal vez no sea del todo impreciso (aunque sí demasiado cómodo) para describirlo a él mismo. Su padre, pese a ser negro y estar afiliado al Partido Comunista, había logrado prosperar de albañil a constructor, y de constructor a barraquero, en el pueblo de Santa Clara. La dictadura (o apenas un jefe del séptimo de caballería, con asiento en aquel pueblo) determinó que los milicos del cuartel y sus familias no sólo no debían favorecer con sus compras a aquel enemigo del Nuevo Uruguay, sino que tampoco tenían la obligación de saldar las deudas que hubieran contraído con la barraca Camejo. Para peor, cuando Fenimore era sólo un adolescente llamado Ramoncito Camejo, un cáncer de estómago completó la obra patriótica del proceso cívico militar y terminó de matar a su padre. Entonces, su inverosímil madre blanca tuvo que vender el comercio y algunas propiedades para terminar de criar a sus dos hijos blancos, y al mayor, Ramón, quien, pese a tener que salir a vender pasteles por Santa Clara o emplearse como mandadero en un escritorio de negocios rurales, fue cursando el liceo con muy buenas calificaciones.

Cuando, apadrinado por algún vecino del pueblo y por unos parientes no tan pobres que vivían en Manga, se fue a pasar hambre a Montevideo mientras comenzaba un profesorado de historia (que nunca terminó), ya había empezado a hacer pesas con unos artefactos caseros armados con restos de cemento y varillas de fierro que habían quedado luego de la quiebra de la barraca. El corte de pelo vino después, ya en la capital. Él decía que había sido antes de que la televisión uruguaya empezara a emitir Los Magníficos (The A-Team); a veces bromeaba con que iba a demandar a Míster T, y porfiaba que había tomado la idea de un número de la revista Ajo Blanco, en la que se leían y veían noticias de la estética punk. Algún compañero viajado habría puesto aquella publicación en sus manos negras. Teniendo que sobrellevar un entrevero tan complicado de subalternidades abigarradas en un sujeto que no era otro que él mismo, del que no podía huir ni volviéndose millonario, ni sometiéndose a cirugías astrales, ni mediante psicoterapias heroicas, no es raro que decidiera, como lo hacen tantos, sobrecargarse de sí mismo, teratizarse. Estuviera donde estuviera, aun callado y sonriente como casi siempre, la enormidad de Fenimore se profería excesivamente, asustaba. En la pieza más pequeña de la casa, donde dormía junto con mi hijo, había puesto una reproducción ampliada de la cubierta de una edición de 1896 de The Last of the Mohicans (Adela, mi mujer, la había conseguido en la Alianza Uruguay Estados Unidos) que le habíamos regalado ni más ni menos que el 1.o de Mayo, día de su cumpleaños, tal como lo había programado su padre bolchevique, según afirmaba Fenimore. Una noche (no la noche del sábado en que le estuve perorando sobre la arqueología de la maceta de goma, sino una noche en que habíamos tomado mucho vino y té de hongos), Fenimore o Baracus se paró fijo ante aquel afiche y se puso a repetir:

—Yo soy Ramón Camejo.

Estuvo así durante horas, hasta el amanecer.

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