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Inés Bortagaray Corazón
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Álvaro Percovich
Jorge Ameal
Cuando tenía 29 años mi madre me echó de casa. La convivencia era insostenible. Para ella. Yo me hubiera quedado. Vivíamos en una casa chica pero cómoda en el Barrio Jardín del Parque Rodó, muy cerca del mar. Tenía una santa rita que se volcaba hacia el exterior y trepaba por el muro. Las flores eran de un fucsia apagado.
La vida parecía exuberante.
Mi madre se ufanaba de sus plantas. Uno de los motivos de discordia cuando vivíamos juntos era que yo no las regaba. Y esa era una de mis tareas para que la convivencia no se fuera al diablo.
«Beto —me decía, apagando con violencia el cigarrillo en un cenicero de mármol que había comprado en su mítico viaje a Italia, donde la había recibido una legión de tíos abuelos y le habían hecho la mejor lasaña de su vida—, a juventud ociosa, vejez trabajosa.»
O a veces, enojada: «Alberto, ya mismo». Después, con un ademán altivo, de reina madre ofendida, me señalaba la regadera blandiendo el índice.
Yo no era una persona ociosa; simplemente, no tenía ningún apuro. Ni en regar, ni en recibirme, ni en dejar la casa, ni en casarme, ni en ejercer alguna de todas las cosas que creía que venían después. Me había encariñado con el presente y despreciaba a las personas que hablaban de jubilarse cuando todavía no estaban trabajando. No creía que fuera a jubilarme algún día, como no creía que pudiera llegar a viejo.
Era omnipotente.
Aquella era la quinta casa de mi vida. Las casas eran cada vez más chicas y en los últimos dos años nos habíamos mudado tres veces. La plata que mi madre había heredado tras la muerte de sus padres había menguado hasta convertirse en «esta risa», como ella decía. La casa tenía sesenta metros cuadrados, pero había lugar para un limonero, la santa rita y algunos helechos que mi madre cuidaba como nietitos que no llegaron nunca.
Y para el piano, que había soportado todas aquellas mudanzas.
Mi madre tocaba mucho y más o menos mal, pero con pasión. Las sonatas de Mozart eran los puntos cardinales y la verdad suprema siempre y por siempre.
Yo no era un holgazán. Le dejaba decir aquellas cosas por pura pereza de pelear. Había empezado a estudiar abogacía; había avanzado en la carrera. Sí, me había llevado unos años más que a otros compañeros, pero esto era porque trabajaba. Primero en la biblioteca del liceo n.o 2. Hacía todo. Organizaba las fichas de los libros. Actualizaba el cuaderno de préstamos. Entregaba los libros, recibía las devoluciones, me trepaba en el banco para colocar los libros en los estantes. A veces barría.
Con ese antecedente pude pasar a atender una librería de publicaciones de Derecho en la calle Tristán Narvaja. Ganaba mejor. Pero era una suplencia. El dueño del puesto —el amigo de una amiga, un tipo remilgado, con tez amarillenta, aunque, según me dijo, nunca había sufrido hepatitis— volvió tras una licencia médica —había estado internado en un manicomio, parece, pero entonces esas cosas sólo se decían murmurando— y cuando se vio en sus cabales se quedó con lo que era suyo.
Todos aquellos volúmenes sobre derecho internacional público y privado. Los códigos. Los manuales. Bajo su égida. Y yo: de patitas a la calle. (Cuando nos despedimos, me dio, por pedido del dueño, el Tratado de derecho civil uruguayo de regalo; cuando lo tomé, recuerdo que demoró unos instantes en soltar la mano, de modo que quedamos suspendidos en el ademán, cada uno estirando el brazo derecho, el libro en el medio; él me miró como si supiera algo de mí que yo todavía no sabía; por fin abrió su garra y el libro quedó en mis manos.)
Pasé una época de zozobra. Mi madre me daba dinero y anotaba las sumas puntualmente en una libreta. Un día me dijo que le debía diez mil pesos y que no podía seguir ocupándose de mi manutención. Dejó de convidarme con cigarrillos. Al riego de las plantas sumó toda clase de actividades (yo debía limpiar el baño, barrer y hasta encerar, tender su cama y la mía, lavar ropa, colgar ropa, y las pocas veces que cocinábamos debía ocuparme de que toda la vajilla quedara limpia y seca; la cocina era compartida; las compras livianas le tocaban a ella, todas las demás, a mí).
Pasaron unos meses. Y yo sin trabajo.
Después amenazó con no dejarme nada cuando se muriera y premiar a su sobrina predilecta. Alicia.
Alicia, un dechado de virtudes.
Todo tiene un límite y esa amenaza me dolió de veras. Creí que exageraba, hasta que invitó a Alicia a casa y le mostró los platos de Limoges que tenía guardados y los restos de la pinacoteca familiar —que ella consideraba valiosa, y que de poco me sirvió cuando tuve que venderla en un movimiento agónico—.
Le explicó con pelos y señales todo sobre sus tesoros: que cómo los había heredado o conseguido, que de qué año eran, que cuánto podrían llegar a costar en el mercado de las antigüedades. Alicia, una mujer que medía un metro con noventa centímetros y además usaba el pelo en un rodete que le sumaba un palmo más de altura, secretaria de la Coca Cola con un buen pasar y una debilidad por los perros sin hogar, hacía bailar las cejas con actitud admirada y decía: «Ajá. Ajá. Ajá».
Conseguí enseguida un trabajo en una gestoría. Me pasaba haciendo trámites en el Banco de Previsión Social y en oficinas oscuras, con moquette desaseada y personas que gozaban de un espasmo de placer cada vez que aplicaban un sello con tinta fresca en un certificado.
Aprendí mucho. Aprendí a conocer varios artilugios para que los expedientes pasaran de una oficina a otra rápidamente. Encontré atajos. Conocí algunas personas con ganas de ayudarme. Supe que memorizarme todos los nombres de mis interlocutores, una expresión ciertamente bonachona y una tableta de chocolate Águila envuelta en papel plateado podía hacer más por mis gestiones que cualquier otra clase de pericia. Mi cartera de clientes aumentó, y en la gestoría me consentían.
Me recibí de procurador.
El mundo era grato entonces. Tenía a mi madre. Mi madre me odiaba pero me amaba al mismo tiempo. Tenía un futuro incierto y por lo tanto promisorio. Tenía un título intermedio. Tenía pelo. Era delgado. Tenía un aire a James Stewart. Me decían, por eso mismo, Jimmy. (Sólo mi madre siguió diciéndome Beto. Alberto, en épocas más ásperas.) Iba al cine casi a diario.
Era un hombre impune y era cínico.
Impune ya no soy.
A Ernesto lo conocí cuando tenía 25. Nos llevábamos apenas una semana de diferencia. Yo era el mayor. Seguía siendo procurador (no llegué a recibirme de abogado; no estuvo mal, de todos modos, trabajo no me faltó nunca con ese título intermedio). Él se había recibido de contador.
Carlitos, un amigo, nos presentó en la fiesta que daban con Mara, su esposa, en el Kibón. Era carnaval y había que ir disfrazado. Mara y Carlitos eran Vilma y Pedro Picapiedra. Habían ido de luna de miel a Estados Unidos y estaban enterados de muchas novedades que daban allá en la televisión. (A veces veo a Carlitos. Un tipo simpático y malhablado, con ojeras color ocre, con su vozarrón, con su impenitente hábito de fumar y prender el siguiente cigarrillo con el que todavía está fumando.)
Ernesto estaba disfrazado de Gene Kelly, es decir que no tenía disfraz. Apenas una remera polo blanca y un pantalón con pinzas. Era magro y espigado. Tenía el pelo peinado con gomina, pero un mechón oscuro le caía sobre la frente. Bailaba bien. Él sabía que bailaba bien. Yo estaba disfrazado de jockey y me parecía que mi camisola de colores me quedaba ridícula. Alguien creyó que era un bufón. Andaba incómodo. No me gustaba el lugar. Las chicas parecían enardecidas y en particular María Gladys, la hermana de Mara, estaba pesadísima lanzándome dardos amorosos cada vez que me arrimaba a la mesa a servirme otro gin tonic. (Su atuendo era indescifrable. Una mezcla entre hada madrina y abejorro que nunca comprendí.)
«Jimmy, give me a kiss», me decía borracha.
Y la besé.
Para que se callara un poco.
Pero fue para peor.
«Jimmy, take me to the beach and kiss me hasta que no pueda más.»
Y me escapé.
Busqué a Ernesto. Me había parecido un hombre fino. Nos pusimos a conversar en la terraza. Había viento del este. Un aire caliente y espeso nos bañaba y el agua refulgía de a ratos, cuando las nubes se corrían y la luna se hacía espacio para mostrar su claridad.
Hablamos de cine y de actualidad. Su familia era blanca como hueso de bagual. Tenían apellido; habían acumulado mucho campo en el pasado; ahora estaban fundidos. Él había votado a Gallinal y detestaba a Gestido. Yo simpatizaba con Frugoni, pero había votado a Erro. Hablamos de cine. Habíamos adorado La felicidad de Varda. Esa posibilidad de amar a dos personas y no sentir culpa. Esa hondura en el terror mientras suena Mozart y el prado se ve tan verde, con girasoles apenas agitados por el viento. Yo había ido con mamá, que la odió. Le pareció el colmo de lo pretencioso. Ella se creía dueña de Mozart y de todos los usos posibles, presentes y futuros, de sus sonatas. Y no le gustaba el cine francés, y esto incluía también a los belgas.
Tal vez nos cruzamos los tres aquella vez en la función del Trocadero. Quién sabe. (A mamá Ernesto la conoció poco después; él le regaló unas fresias y ella hizo como si le gustaran, aunque el perfume le parecía demasiado dulce.)
Ahora que tengo tiempo para recordar, me demoro en ese tipo de alternativas.
Busco confirmar el camino que finalmente se tomó.
Pensar que fue el mejor camino posible para los dos.
Vuelvo a los breves puntos de contacto. Las coincidencias que pudieron haber ocurrido mientras estuvimos cerca, viviendo en una ciudad tan endogámica. Y a lo que nos distanciaba (siempre fue tan cumplido, siempre le horrorizó tanto ir en contra de la corriente) y terminó por romper nuestra amistad.
En la terraza hablamos un rato largo, mientras cantaba Dean Martin.
Ernesto tenía los ojos pardos y rasgados.
Parecía un príncipe persa.
Nos había fascinado Lilith. Los reflejos en el agua. La locura, la culpa, la pasión, Warren Beatty.
Me dijo que estaba buscando un estudio. Le dije que sabía de uno bien ubicado, a la vuelta de la plaza Independencia.
Un mes más tarde instalamos un escritorio. Él ofrecía servicios contables. Yo, como procurador y al frente de una gestoría que me tenía a mí como único integrante.
En la puerta pusimos una placa dorada: Butler & Benítez. Mi apellido se elevaba al lado del suyo, bromeábamos.
Mi oficina estaba adelante, en la sala principal. Habíamos tirado una moneda y me había salido a mí la suerte. Ahí tenía mi escritorio, la máquina de escribir, tres archiveros, una máquina de café, un cenicero, una papelera, una reproducción de un cuadro de Caravaggio, un perchero. Detrás, en la habitación, Ernesto había armado su escritorio, con los mismos objetos que el mío pero sin Caravaggio, y con una copia de Rembrandt.
Yo tenía muchos clientes. Varios me siguieron desde la otra gestoría, cuando renuncié. Tuve una cierta prosperidad que me permitió pagar aquella cuenta de diez mil pesos con mi madre. La tenía un poco abandonada a mamá. Me pasaba el día en el Centro, y a la salida iba por ahí a tomar whisky, a comer un copetín, al cine con Ernesto… Ya no le regaba las plantas y ella parecía todo el tiempo ofendida conmigo.
Él no tenía tanto trabajo como yo. Sus clientes eran parientes ricos y pagaban bastante bien, aunque siempre tarde y en cuotas. Dos por tres me tocaba auxiliar a Ernesto, pagar su mensualidad por el estudio o invitarlo con el almuerzo. Era muy agradecido, Ernesto. Me miraba con una sonrisa de niño, soplaba el humo del cigarro haciendo aritos perfectos y aceptaba mi ayuda con pudor.
Me devolvió cada peso que le presté.
Su madre: Elsa Nívea, su padre: Arturo —y en menor medida sus hermanas: Aurora y Teresa, la linda— me toleraban pero no me querían. Intentaron mudarlo varias veces, buscando para él otros escritorios mejor ubicados —o por lo menos más cercanos a su casa en Carrasco—, más luminosos, que por supuesto ni ellos ni Ernesto podían darse el lujo de pagar. Ernesto no me contaba demasiado. No quería que me hiciera mala sangre.
A veces, en el cine, sentados uno al lado del otro, mirando la pantalla, yo había sentido que su camisa rozaba la mía con intención. Una presión casi inapreciable. Algo tímido.
Yo no quería contrariarlo.
Había buscado en varias conquistas clandestinas alguna clase de confirmación, pero no estaba preparado para mostrar eso de mí ante alguien tan cercano.
No me sentía sucio ni tenía culpa.
Nunca tuve culpa.
No conozco ese esperpento que hace que tantos de sus propietarios se sientan mejores personas.
Mamá sospechaba todo y no me decía nada. En aquel momento yo creía que era una retrógrada y la subestimaba.
Ahora pienso distinto.
Lo que le habrá costado a ella todo eso.
Cómo de alguna manera con su silencio disgustado me acompañó y hasta supo aceptar.
En el cine, Ernesto se abstraía totalmente. De reojo, yo atendía su perfil iluminado por el resplandor intermitente que proyectaba la pantalla. Casi sonreía. Tenía aquella sonrisa que me encandilaba. Una melancolía y un afán de ser querido y una indecisión que me causaban un dolor que se me concentraba en el pecho como las agujas clavan en manojo los costureros de bolsillo. No movía las manos. No cambiaba su postura en el asiento. Sólo en un movimiento casi imperceptible se iba arrimando a mi hombro, milimétricamente, hasta que ambos quedábamos imantados.
Con los créditos del final se rompía el embrujo, él se paraba, yo lo seguía, avanzábamos levitando por la alfombra de fieltro, prendíamos un cigarrillo, bajábamos las escaleras, salíamos al exterior y caminábamos mudos, sin rumbo, hasta que por fin decantaban las palabras para comentar lo que habíamos visto. A veces no decíamos nada y nos perdíamos, cada uno por su senda, todavía afectados por la ficción, y yo me palpaba en el brazo izquierdo los rastros improbables de su contacto. Como si tuviera frío, pero sin frío.
Me presentó a su novia el 31 de diciembre de 1969. Ella pasó por el estudio. Yo pensé que era una clienta. Golpeó la puerta. Cuando la abrí, noté que cerraba rápidamente un espejito de mano y vi el lápiz de labios fresco en su boca. Era una monada. Castaña, de largas pestañas y expresión de candidez. Elegantísima, con un vestido liviano color azul eléctrico y arriba, a la izquierda, un prendedor con forma de mariposa, unas alas de una textura muy fina, como de tul, y en los bordes unas lentejuelas iridiscentes, purpúreas. (Se lo olvidó en la oficina de Ernesto. Nadie lo reclamó. Todavía lo guardo. Las lentejuelas se desprendieron, pero el resto sigue intacto.)
La conduje hacia Ernesto, que se sobresaltó al verla. Noté su turbación y creí que sería alguna de sus primas de la rama materna. Por cuentos, sabía que eran afectadas, que vivían la mitad del año en París pero que nunca habían visitado Montmartre. Me dijo su nombre: Clarita, y no dio más datos. Cerró la puerta de la oficina. No me extrañó. Ambos éramos muy discretos con los asuntos que llevaban y traían los clientes.
Media hora más tarde salieron juntos y él me miró sin verme, como si yo —enfrascado en aporrear, como él decía, el texto de una carta en el teclado de la máquina de escribir— fuera una mota de polvo flotando en la sala.
Hacía calor.
Decidí que yo también podía irme de ahí y tomar algo fresco antes de pensar cuáles serían mis pasos esa noche.
Mamá me había invitado a pasar la nochevieja con ella, la prima Alicia y tres o cuatro mujeres más de la familia en la casa de una de ellas, en Punta Gorda. No era un gran programa, por cierto. Carlitos y Mara recibían amigos en su casa en Pocitos después de la medianoche. En último caso, podía ir primero a la reunión familiar y después podía deslizarme hacia el baile. Me di cuenta de que los últimos festejos habían seguido ese patrón: mamá, pareja de amigos.
Me sentí solo y aquejado por un aburrimiento infinito.
Me perdí en unos bares oscuros. Tomé más de la cuenta. Triste y desaliñado, anduve por las calles. Ardía el pavimento y en la ciudad se vivía un aire de expectación, pero los presagios no eran buenos.
Fui a casa a darme una ducha y me quedé dormido hasta el día siguiente. Recuerdo el dolor de cabeza con la luz de la mañana. Mamá me dijo unas palabras duras desde el umbral de mi dormitorio. Habían pasado un rato estupendo en el fondo de Celia María, pero yo había desairado a la familia con mi ausencia sin aviso. Habían contado con mi presencia. Yo llevaría la sidra. Yo no sabía disfrutar de las cosas buenas de la vida. Yo me creía mejor. Pero yo era un vicioso.