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IV

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En el mundo desconectado que concluyó no hace tanto tiempo, era fácil y tolerable que un amigo desapareciera por dos o tres años.

Fenimore vino a visitarnos en una Mondial 250, que era —me explicó— la mejor versión barata y coreana de una buena moto custom. Se había afeitado, por fin, la cresta. Su cabeza brillaba como el tanque de la moto. Para mí, trajo un disco nuevo de Buddy Guy y Junior Wells; para Adela, un ejemplar de Absalón, Absalón, y para Salvador una muñequera con tachas. Durante los diez días que estuvo con nosotros, fuimos haciendo en el patio un cerro de vidrio con las botellas caras que iba trayendo del supermercado. Mientras las vaciábamos, hablamos de todo menos de Blime. Recuerdo que se sorprendió por lo rápido que habían levantado una casa grande y complicada en el baldío donde había estado el Grand Magnum Park. También se asombró de que mi famosa novela inédita llamada China es un frasco de fetos, que él me había visto garabatear en decenas de cuadernos y libretas, estuviera metida dentro de un disquete. Noté que ya no estaba tan interesado en la política. Para retribuirme los asombros, prefería contarme cosas extrañas de un gallinero industrial del tamaño de un aeropuerto, en Toledo Chico, donde vivía y trabajaba desde que se había ido. No era que ganara mucho, pero no tenía cuándo ni cómo ni dónde gastar la plata.

Esa fue la última vez que lo vi.

Unos meses más tarde (poco antes de enterarnos de golpe que había dejado el empleo en la avícola, que se había ido a Montevideo y que se había matado en la Mondial mientras repartía muzzarella para una pizzería de Pocitos), se me apareció en sueños. Estaba parado, aún con su cresta erizada, en medio de una llanura tapizada por millones de pollos faenados que brillaban a la luz de la luna llena.

Exposición múltiple

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