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III

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Antes de ver el espectáculo de Maika, acompañado por Fenimore, mi hijo pensaba que ella se transformaba en una gran víscera supurante, algo así como un hígado enorme y viscoso. Esa imaginación, según pudo explicarnos después, se debía a sus prejuicios respecto de la palabra sublime, que —nunca sabremos por qué— era el apelativo o eslogan de La Fiera Humana. Como casi todos nuestros conciudadanos, Salvador sólo había escuchado aquel adjetivo entreverado con otras locuciones bombásticas pertenecientes a la lengua familiarmente extranjera en que está escrita la letra del himno nacional: «De entusiasmo sublime inflamó». Él suponía, además, que eran dos palabras: el sustantivo blime precedido de un posesivo. La vecindad del verbo, que sólo había escuchado en su sentido clínico aplicado a amígdalas o tobillos, lo llevó a pensar que la blime era un órgano interno, algo así como la vesícula o el vaso. El himno versaba sobre ciertos bravos, seguramente Artigas y sus amigos, sujetos exagerados, capaces de afrontar con estoicismo no solo fieras batallas, sino el dolor de sus respectivas blimes tumefactas y heroicas. Eso, confesó después de las carcajadas de su madre y de las mías, le daba un poco de miedo. Así, la licántropa de la esquina tuvo una nueva mutación y para nosotros pasó a ser Blime, la Fiera Humana.

Según Salvador, el show de Blime era buenísimo. Él había estado buscando la trampa por todas partes y no la había encontrado. Parecía que la muchacha se transformaba, ahí, frente a toda la gente. Aquello también daba miedo, como las entrañas inflamadas de un prócer. Fenimore opinó más tarde que el espectáculo era una tristeza ridícula. La que estaba buena era Maika.

Quince o veinte días después me di cuenta de que el Grand Magnum Park había quedado empantanado en medio del invierno en aquella punta polvorienta de Treinta y Tres, a cincuenta metros de donde yo intentaba dar fin a un nuevo hito de la narrativa en lengua castellana. No tenían plata para irse. Un mediodía en que había interrumpido la escritura para ir a comprar malteadas o querosén al almacén que estaba justo frente al parque, vi la primera señal de naufragio. Entre el kiosco de los boletos y el carromato de Blime había un triciclo de niño, repintado de rojo; encima del asiento habían colocado un cartón escrito con la misma pintura colorada: «Se vende». La confirmación de aquello, aunque en verdad creo que no tuve la astucia de advertirlo entonces, ocurrió al domingo siguiente, cuando —después de algunas noches de ausencia, de unos cuantos días de andar esquivo y alegre— Fenimore apareció a mediodía con una damajuana de tres litros de vino bajo el brazo izquierdo y con Blime bajo el brazo derecho. Antes de que ella se presentara como Maika Kapek (Fenimore nunca dejo de creer que aquella trabazón de aliteraciones era un nombre de verdad), supimos que era la legítima Fiera Humana por la estupefacción de Salvador tras el vapor de la fuente de ravioles recién puesta en la mesa. Parecía algo mayor que nosotros, chica, muy blanca, más chica y más blanca junto a Fenimore. Tenía la nariz y los ojos muy grandes, y —no sé si por la claridad de la piel o por el pelo muy lacio y oscuro que se le pegaba en la frente y en el cuello— daba la impresión de que recién había dejado de sudar. Tenía puesta la enorme campera de cuero de Fenimore, y el jogging algo desteñido sólo dejaba suponer algunos ángulos obtusos de huesos débiles. No había nada de sublime en su conversación con acento de Belvedere o Capurro. Cuando comenzamos a almorzar, Adela y yo teníamos claro que ella no quería hablar de su trabajo, que apenas se refirió a él para desalentar nuestra curiosidad, con el mismo tono de desinterés que usó después, cuando nos resignamos a hablar de fútbol o del recorrido y destino de ciertas líneas de ómnibus montevideanas. Dijo que ella sólo ponía la cara y alguna otra cosita; el que hacía todo con las luces y los espejos era un tío suyo, era él quien había aprendido de los padres o abuelos, cuando vinieron de Europa con un circo grande. Ni el vino ni el deslumbramiento escrutador de mi hijo modificaron su desdén. Las frases cortas, casi siempre terminadas en vo, sólo expresaron alguna cortesía y hasta cierta euforia cuando se aplicó a elogiar el tuco cocinado por mí. Nada había de Blime en Maika Kapek, salvo tal vez su apetito de Fiera Humana. Comía simultáneamente de su propios ravioles y de los que Fenimore le acercaba primorosamente a la boca desde el plato de él; después que repitió, aceptó engullir lo que había dejado de comer Salvador, paralizado de maravilla, pese a todo.

Desde entonces, casi hasta el final de aquel invierno crispado, Fenimore se mudó al Grand Magnum Park. Hacía girar la calesita para una niña solitaria, cavaba zanjas de desagüe, tensaba las riendas que sostenían la rueda gigante o conectaba cables clandestinos. A cambio de todo eso, pasaba las noches con Blime y se le permitía exponer inútilmente sus tiestos silenciosos en alguno de los kioscos. Casi todos los mediodías aparecía por casa con una vianda de plástico naranja, donde trasegaba un poco de nuestros guisos de carne de oveja, siempre algo perfumados de querosén, o alguna rodaja de leonesa primavera u otras calamidades de las que comíamos entonces.

Cuando quiso empezar la verdadera primavera, mi novela ya estaba mecanografiada en ciento cuarenta hojas de Educación Secundaria. Una de esas tardes luminosas, camino al almacén, megalómano y aliviado (no por causa de hongos, sino porque me sentía como si fuera Melville rumbo a una taberna de Nantucket, después de haber lidiado exitosamente con su cetáceo, o novela), vi estacionado sobre la vereda del parque un jeep faraónico, pintado con manchas de vaca blanca y negra, con dos largos cuernos en la proa y sustentado en ruedas como baobabs inflados, que bien le hubieran servido a Fenimore para fabricar las macetas de un templo babilónico de Las Vegas. Esa misma noche, apenas nos acostamos, oímos llegar pesadamente a Fenimore. Media hora después, Salvador apareció en nuestro cuarto preguntándonos por qué lloraba.

El jeep, conducido por un cowboy de botas de taco alto, sombrero blanco y acento brasilero (aquí mi fuente es la muchacha del almacén), había arrancado a la Fiera Humana y su casa rodante del baldío de penuria en que estaban atascados, antes de que los restos del Grand Magnum terminaran de disgregarse.

Mi amigo estuvo como un mes sin salir de su cuarto más que para ir a prepararse un mate a la cocina o pedirme un tabaco. Casi no comía, como si quisiese compensarnos de lo que nos había tragado la Fiera Humana. Se había sacado las muñequeras, los cinturones y cadenas; pasaba echado en la cama revuelta, mirando la pared, dedicado a heder, como si fuera —él también— un neumático muerto.

Un lunes en que yo debía entrar a trabajar temprano, lo encontré en la cocina ofreciéndome un mate humeante, recién bañado y enjaezado con toda su talabartería.

—Me voy a la mierda —dijo —, si sigo tirado ahí me voy a terminar amasijando.

Desde entonces no he dejado de arrepentirme dos o tres veces por año de algunas mezquindades que cometí durante aquella conversación. La primera fue distraerme en el verbo anticuado y argentino que había usado para nombrar la posibilidad del suicidio: me entretenía en banalidades filológicas, en lugar de consolar a mi amigo. La otra mezquindad fue permitir que Fenimore me complicara en cálculos sobre ciertos dineros ínfimos que nos debíamos mutuamente. Además, no le pregunté para dónde iba.

Cuando salí para el liceo, me acompañó sobrecargado de mochilas y morrales durante tres cuadras. En Manuel Meléndez nos abrazamos, y dobló hacia el Sur, supuse que hasta la ruta 8. La perra Juana o Murciélago Triste, que nos había seguido, se fue con él. Volvió a casa dos días más tarde, muerta de sed.

Exposición múltiple

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