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II

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Aquel invierno en que Fenimore vivió con nosotros, yo me había propuesto terminar de una vez mi primera novela, cuyo título aún me ruboriza un poco.

—¿Y cómo se va a llamar? —preguntaba mi padre o alguna tía vieja o una colega de biología en la sala de profesores.

Prefería contestar que no sabía, que no tenía nombre todavía, que estaba indeciso. Revelar que el título iba a ser China es un frasco de fetos era revelarme en tanto monstruo, salir del closet, mostrarles que yo era una especie de Fenimore secreto. Tal vez el relicto de aquel pudor, malamente contrariado por el gesto de publicar —unos cuantos años después— la novela, haya sido la causa de que siempre haya permanecido como un libro secreto, que ningún distribuidor ni reseñista logró sacar del anonimato, como un conejo rabioso que ni el mago más audaz puede hacer emerger del sombrero. Otro de tantos rasgos culteranos o circenses de China es un fragmento que reproduce la secuencia de métrica, de rima, y algunas armazones de sintaxis de la Soledad primera de Góngora:

Era del año la estación florida

en que el mentido robador de Europa

—media luna los cuernos de su frente

y el sol todos los rayos de su pelo—…

Yo deformé aquel comienzo ilustre:

Era del día la hora melancólica

en que se ahoga en los horizontales

límites del planeta el sol gigante

ahogado con telones colorados.

Y así seguí durante cientos de versos. Si algún bienhechor me hubiese comentado a tiempo que más o menos eso es lo que hacen los letristas de murga, cambiando el contenido de alguna matriz melódica y métrica ya conocida, tal vez yo hubiese desistido de aquella acrobacia. Pero nadie me lo advirtió, y hasta hubo quien festejó mi habilidad, así que continué garrapateando el fragmento gongorino, y todo el resto de la historia, en cuadernos escolares, para que después de innumerables tamizados y tachaduras mi mujer lo pasara sonora y trabajosamente en una Underwood, que es lo único parecido a Roberto Arlt que he tenido en mi vida, y que lamento haber perdido por desidia. Escribía duro de frío, mientras las rápidas hormigas que caían del cielo raso trajinaban sobre los papeles, oyendo la secuencia circular de cumbias del Grand Magnum Park, que aquel invierno había quedado varado en el baldío de la esquina. A veces —si Adela estaba en el trabajo y Salvador en la escuela— también tenía que oír las risitas de Fenimore y los rugidos ferales que Blime hacía para él.

Lo que podría señalarse como relevante para estos recuerdos, si se me perdona el exceso, es que desde hacía ya bastante tiempo yo había decidido que una de las peripecias centrales de mi novela fuese una extraña batalla que se desarrollaría, justamente, en uno de esos parques de diversiones miserables que de vez en cuando caían por Treinta y Tres. Eso es lo que se narra en formato de Soledad primera.

Pasó entonces que cuando yo estaba terminando o corrigiendo esos pasajes, el Grand Magnum Park se instaló en la esquina. Era como todos: gente mal entrazada y despectiva, autos viejos, carromatos que todavía no se llamaban motorhomes, una calesita, una rueda gigante enana, algunas hamacas con forma de botes y varios puestos donde se ofrecían modalidades diversas, aunque no muy creativas, de la timba. Todo era esquelético, despintado, herrumbrado. Las latas, los fierros empapados y los tenderetes vacíos exageraban o exasperaban el invierno, y el repertorio de cumbias (eran veintiséis, siempre en el mismo orden) que chillaban durante más de doce horas al día me hubiesen dado un pretexto para ponerme a llorar y declarar que era imposible escribir una novela, y aún un epigrama, en aquellas condiciones. Pero mi mujer me amenazó con abandonarme para siempre si no me dejaba de mariconerías. Tuve que recurrir a cierto irracionalismo medio adolescente —probablemente de raíz cortazariana— que ya había dejado atrás hacía tiempo. Yo había inventado una batalla o una especie de guerra de civilizaciones que se dirimía en un parque abyecto; y entonces el parque venía a instalarse al lado de mi casa, para obstruir la escritura con su bochinche y con su tristeza. Era una señal o un desafío: la novela debía ser escrita. Recuerdo haber discurseado ante Fenimore (esa vez era él quien me cebaba mate sin alucinógenos mientras yo corregía escritos) sobre las continuidades y retroalimentaciones entre la literatura y la realidad, y sobre el escritor como vate o artefacto anticipatorio.


He contado, y es verdad, que cuando llegó el Grand Magnum Park, su simulacro literario ya existía. Parecía que aquello hubiese llegado no se sabía desde dónde para mimetizar lo que yo había creado: la misma calesita en el barro, el mismo aullido ovárico de la amplificación, las mismas palanganas de plástico rosado y verde como premios en los puestos de tiro al blanco. Lo que no había (ni hubo después) en el parque de China… era el acto de licantropía de la Sublime Maika, la Fiera Humana. Se trataba de una atracción más o menos independiente, adjunta al Grand Magnum. Cuatro o cinco veces al día, los parlantes interrumpían las cumbias y una voz grabada con afectaciones de presentador de box y acento riverense gritaba:

—Vecinos de esta hermosa localidad, señoras y señores, Grand Magnum Park tiene el honor de presentar el espectáculo más increíble y horrendo: La Sublime Maika, la Fiera Humana…

Según continuaba el anuncio, los vecinos y vecinas no podíamos dejar de ver cómo una hermosa mujer se transformaba ante nuestros propios ojos en la criatura más horrenda (no puedo olvidarme, porque lo escuché tantas veces, que al locutor o a quien fuera el autor del texto se le había multiplicado el adjetivo, como suele ocurrir).

La metamorfosis se prometía, y al parecer se verificaba, en determinados horarios, si se juntaba público, en una carpa del tamaño del baño de un circo, ubicada en un extremo algo apartado del predio, junto a la casa rodante que anunciaba en caracteres aparatosos, análogos a la voz del presentador, a La Sublime Maika, la Fiera Humana. Parada junto a la enorme M del nombre, ondulaba estampada en pinturas primarias una especie de pin up girl con cabeza de perro o de hiena, con pinceladas de baba celeste chorreando del hocico.

Exposición múltiple

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