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PRECISIONES CONCEPTUALES

La noción de territorio parte de autores como Abramovay (2006) —quien la articula a las disciplinas de la economía y la sociología—. Esta noción se asume a partir de cuatro grandes postulados: i) invita a que se abandone el horizonte estrictamente sectorial. Dimensión que tiene dos consecuencias; la primera es la operativa, porque exige el refinamiento de los instrumentos estadísticos que identifican y delimitan la ruralidad; la segunda es de naturaleza teórica, los territorios no se definen por límites administrativos o físicos, sino por la manera como este es producido, las interacciones sociales; ii) la noción de territorio, que impide la confusión entre crecimiento económico y el concepto de desarrollo, puesto que la pobreza rural no puede ser ya interpretada como simple expresión de insuficiencia en la renta, sino como un fenómeno de carencias que es multidimensional; iii) el estudio empírico de los actores y de sus organizaciones es crucial para comprender las situaciones localizadas (problemas y conflictos); está claro que los actores provienen de varios sectores económicos, poseen orígenes políticos y culturales diversificados, y iv) el territorio es historia y resultado de las relaciones de poder, como resultado de las formas como una sociedad apropia, utiliza, distribuye y controla los recursos disponibles tanto para la producción como para la reproducción de la población y en últimas el mantenimiento de los sistemas económicos, sociales, institucionales, culturales y ecológicos.

Los territorios pueden verse, además, como redes relacionales que buscan, por ejemplo, la asociatividad, la competitividad y la sostenibilidad ambiental como producto de acciones colectivas específicas y de reconocimiento compartido de la identidad cultural y la concertación social. Estaríamos, por tanto, ante la evidencia de territorios asumidos como

espacios que se dinamizan por la proximidad entre actores sociales e institucionales, que corresponden a acciones colectivas (intercambio de experiencias, redes de colaboración) que amplían la espesura y densidad de estos vínculos, y en consecuencia favorecerían la aparición de oportunidades innovadoras de desarrollo. (Scheiner y Peyré Tartaruga, 2006; Schejtman y Berdegué, 2004)

Para avanzar en esta conceptualización, se recogen a continuación tres supuestos a partir de los estudios de Mançano (2009), Raffestain (2011) y Haesbaert (2011): i) el territorio es un espacio controlado y delimitado en el cual se ejerce poder, en tanto redes de relaciones de control de flujos, que regulan la circulación de las personas, bienes y recursos; ii) la integración explicativa entre elementos físicos, geográficos y sociales le da vida a la territorialidad, asunto que se reproduce mediante la acción social intencional orientada a dirigir, influenciar o controlar a las personas, y iii) el territorio puede ser entendido desde una perspectiva integradora y contene-dora del medio natural, político, económico o cultural, que se reproduce históricamente con base en la lucha por la apropiación económica, cultural y política del espacio.

Dicho sea de paso, el sentido propio de la noción de territorio aludida contiene en su configuración procesos de conflictividad generados por la pugna entre diferentes acciones de “integración” o reproducción territorial. Los conflictos, en este sentido, pueden interpretarse como fenómenos sociales dinámicos que se desarrollan en el tiempo y tienen lugar en el ámbito de las formas de construcción de “lo público” (Walter, 2009).

Los conflictos asociados a la apropiación, acceso, control, distribución y regulación de recursos naturales, por ejemplo, tienen que ver con enfrentamientos, diferencias, fricciones, posiciones antagónicas entre dos o más partes respecto a las dinámicas de apropiación, uso, control, y distribución de recursos naturales abundantes, escasos o valiosos, por lo cual estas dinámicas de enfrentamiento y sus resultados tienen una clara expresión en el territorio y afectan de una u otra manera su configuración armónica o inarmónica, en términos de propiciar procesos, ya sea no resilientes y depredadores o procesos sostenibles de uso y manejo desde todas las perspectivas.

Muchos recursos naturales tienen características de recursos de uso común y, frente a la ausencia de normas consensuadas aplicadas y eficientes de uso y protección, puede ocasionarse la denominada tragedia de los comunes, es decir, enfrentar un destino de irreversible deterioro y destrucción con graves implicaciones para la continuación de las actividades de producción y reproducción de sus pobladores (Ostrom, 2000; López, 2008).

Folchi (2001) establece que el conflicto socioambiental se genera “como consecuencia de la acción de un agente extraño que altera o pretende alterar las relaciones preexistentes entre una comunidad y su ambiente, o bien, a la inversa, cuando una comunidad decide modificar su vinculación con el ambiente afectando los intereses de alguien más”. En otros términos, este tipo de conflicto se produce por intervención humana y adopción de sistemas tecnológicos en los procesos de apropiación y transformación de la naturaleza, por lo que requiere del diálogo y búsqueda de acuerdo e intereses comunes, así como una solución.

Los conflictos socioambientales, también denominados redistributivos, se refieren a procesos sociales de enfrentamiento que emergen por desacuerdos, disputas o denuncias con respecto a las formas como se distribuyen los costos y beneficios de las dinámicas de apropiación, distribución, control y uso de los recursos naturales de un territorio. También denominado ecologismo de los pobres, busca visibilizar las maneras en que proyectos de construcción de infraestructura, productivos y extractivos (mineros, hidroenergéticos) destruyen los medios de vida de los cuales dependen las comunidades locales (agua, bosque, pesca, suelo, fauna, flora, etc.), receptoras de la mayoría de los impactos negativos de los proyectos, mientras el grueso de los beneficios es apropiado por actores externos.

No obstante, muchos conflictos socioambientales se originan no solo por la puesta en marcha de los proyectos (productivos, de infraestructura, extractivos, etc.) enumerados más arriba, sino que emergen como consecuencia de intervenciones gubernamentales de distintos tipos, usualmente dirigidas al desarrollo, ordenamiento territorial, leyes, normas, etc., los cuales son agravados en situaciones y contextos de pobreza e inequidad, lo que produce impactos negativos en la calidad de vida de la población (ruido, malos olores, emisiones, vertimientos, residuos sólidos, deforestación, fragmentación de hábitats, pérdida de biodiversidad, deterioro de la calidad del paisaje, reducción y desaparición de fuentes hídricas, de espacios de recreación, de fauna y flora emblemática, y procesos generalizados de contaminación de los biomas agua, aire, bosque, etc.).

Estas dinámicas y procesos, además, tienden a producir efectos negativos, costosos, complejos y acumulados en el tiempo sobre la población y el territorio (por ejemplo, sobre la salud, la posibilidad de caer en la trampa de la pobreza, la escasez, y en algunos casos son la semilla de conflictos violentos). En últimas, deterioran la calidad de todos los recursos presentes en el territorio (sociales, humanos, físicos, financieros, etc.) y amenazan con la probabilidad de mantener una características económicas, naturales, sociales y humanas suficientes para la supervivencia.

Acorde con lo anterior, el territorio se concibe como una arena o escenario en el que sus actores producen vinculaciones, pactos, alianzas y negociaciones permanentes que se originan por “diversas formas de acción colectiva, las cuales dependen sustancialmente de procesos de activación y canalización de fuerzas sociales, de avance a la capacidad participativa, la asociativa, la cooperación y la sostenibilidad de los recursos naturales; así como de la iniciativa e innovación constante de los agentes institucionales que cohabitan y dirigen los destinos de un espacio geográfico en particular” (Pérez, 2011).

Es importante abordar ahora conceptos como el de resiliencia, o los criterios de la sostenibilidad, que desde los años ochenta se asumen como una condición básica para el desarrollo, los cuales expresan una preocupación por adoptar una perspectiva holística e integradora evidente el marco de relaciones entre sistemas (socioeconómicos, tecnológicos, culturales y ambientales, entre otros), dinámica de procesos (energía, materia e información) y escala de valores (bioéticos, ideas, etc.). Sin embargo, es conveniente resaltar que la sostenibilidad, se entiende desde lo conceptual y estratégico como un proceso de cambio, adaptación, autorganización y equilibrios permanentes para ajustar de una manera armónica las relaciones de los sistemas ecológicos, económicos y sociales dentro de un sistema global.

En este sentido, y para implementar prácticas sostenibles y resilientes, no solo es obligatorio garantizar la capacidad natural de los ecosistemas naturales para recuperarse frente a impactos externos, resiliencia, sino que también es prioritario promover la construcción de capacidades y habilidades en los sistemas humanos para la creación de dispositivos de sustentación social, econó-mica e institucional que sean competentes e idóneos y potencien su organización autónoma y pleno funcionamiento adaptativo (Jiménez, 2002).

En efecto, la sostenibilidad de los procesos territoriales es producto de múltiples variables que de manera sistémica integran un conjunto de escalas y valores interdependientes, cuya aplicabilidad plena requiere de un cúmulo amplio de actuaciones y comportamientos locales.

En esta perspectiva, la sostenibilidad territorial exige “un cambio fundamental en las prioridades gubernamentales y de las personas, los colectivos y la sociedad en general, situación que implica una plena integración de la dimensión ambiental en políticas socioeconómicas y en la toma de decisiones en todas las esferas de la actividad humana (socioeconómica, productiva, ambiental, etc.) para la preservación de los ecosistemas y recursos naturales” (Leonardo da Vinci Program Pilot Project, 2002).

Esta integración e interrelación, a fin de lograr un desarrollo con enfoque territorial sostenible, implica una planificación ambiental multisectorial y colaborativa que favorezca la participación, integración y trabajo en equipo de los diversos sectores (ciudadanos, organismos gubernamentales locales, regionales y nacionales, organizaciones sociales, ambientalistas y no gubernamentales, instituciones educativas, sector productivo, etc.) de una comunidad para participar activamente en su desarrollo.

Por consiguiente, la participación se debe entender como “la inclusión amplia y permanente de actores estratégicos, en la gestión de estrategias territoriales como eje fundamental de la democracia y, por ende, es el espíritu de cualquier proceso de desarrollo” (Sepúlveda, 2008), a lo cual debe sumarse garantizar una verdadera posibilidad de tomar decisiones y no simplemente ser escuchado. Entonces, la participación de los actores sociales, como agentes de desarrollo, contribuye al cambio cultural, a fin de orientarse hacia la configuración de nuevas identidades y formas de cohesión social, todo ello, por supuesto, a través de la implementación de estrategias de desarrollo coherentes y diferenciadas en cada localidad.

Acorde con lo anterior, se supondría la materialización de una forma de gestión ambiental territorial (GAT) orientada, en lo posible, a fortalecer las capacidades de la población en un territorio para autogestionarlo, con un nivel adecuado de calidad e innovación al menor costo posible y reduciendo los niveles de conflictividad social, técnica y jurídica. Sus propósitos deberán consistir en avanzar en mejorar las condiciones de adaptabilidad que crean las comunidades, reconociendo sus “redes sociales” de integración económica, preservación ambiental, preocupaciones sociales y generación de sistemas eficientes de gobernabilidad. Actuando bajo principios de solidaridad y cooperación interinstitucional, a fin de fortalecer los espacios de redistribución (económica), reconocimiento (identidades culturales) y representación (orden político-institucional local) en el uso y conservación de la biodiversidad.

En este orden de ideas, se hace de vital importancia avanzar hacia una gestión ambiental territorial basada en el concepto de redes sociales; entendidas aquí como una manera de proceder socialmente y de responder a una intención de intervención para mejorar las condiciones de vida de una comunidad social específica. Conforme a ello, y siguiendo a Borgatti (2003), se asume por red social “al conjunto bien definido de actores, individuos, grupos, organizaciones, comunidades, sociedades globales, etc., que están vinculados entre sí, mediante un conjunto de relaciones sociales”.

En consecuencia, esta contribución social se instauraría en la práctica como una fuerza generadora de discursos, enfoques y diseño de programas y proyectos, que podrían dar lugar, incluso, a una variedad de vínculos sociales que se expresarían mediante pactos, acuerdos de cooperación, procesos de negociación en diferentes niveles y relaciones institucionales1. De igual manera, la interacción de los actores a través de sus organizaciones y redes sociales estarían relacionadas con sus procesos y capacidades de adaptación2 para valorar su entorno, actuar de manera conjunta, crear relaciones interinstitucionales y establecer vínculos con otros territorios y con el resto del mundo; lo cual permite obtener un mayor valor agregado y de competitividad del territorio.

Todas estas precisiones, orientadas a generar la comprensión vinculante entre el territorio, la participación de los actores sociales y la sostenibilidad de los recursos naturales pueden encontrar en este estudio una notable evidencia empírica que ayudaría a determinar, parafraseando a Davoudi (2007) y Farinós (2008), el conjunto de acciones colectivas que se proyectan mediante formas de gobernanza territorial entre los pobladores de las provincias del departamento, los municipios y el Distrito Capital, con lo cual se estimaría el reconocimiento de aquellos factores del contexto local y regional para alcanzar incentivos que promuevan una estructura de calidad en las redes institucionales oficiales, además de las convenciones, rutinas y hábitos enraizados en las localidades que se han mantenido por largo tiempo.

Desde este punto de vista, la investigación que aquí presentamos pretende aportar a la identificación y el reconocimiento de aquellas organizaciones sociales que se encuentran implementando formas de planificación y gestión ambiental colaborativa en el territorio con las cuales, y desde una perspectiva innovadora y compartida, las entidades públicas podrían avanzar en la formación de consensos. Como lo plantea Farinós (2008), este dinamismo posibilita concebir y actuar hacia una gobernanza territorial definida como una práctica/proceso de organización de las múltiples relaciones que caracterizan las interacciones entre actores e intereses diversos presentes en el territorio. El resultado de esta organización es la elaboración de una visión territorial compartida, sustentada en la identificación y valorización del capital territorial necesario para conseguir la cohesión sostenible en los diferentes niveles (desde el local al supranacional).

Igualmente, se necesitará de factores sustantivos, tales como una visión clara y estratégica para el desarrollo de la integración rural y urbana y regional. En otros términos, se trata de una gran idea acoplada a una acción concertada para ampliar el horizonte y la posibilidad del territorio rural dentro de una perspectiva integradora. Así mismo, se requerirá valorar estas iniciativas locales no desde lo individual ni de una organización en particular, sino desde los intereses que permitan trabajar democrática y participativamente —a pesar de las tradicionales divisiones— en propuestas de solución, pasando a identificar prioridades claves y activos sociales que puedan conducir hacia la inclusión, así como al éxito de las organizaciones sociales y emprendimientos ambientales en las prácticas de gestión para la conservación de recursos naturales en el mediano y largo plazo.

Acorde con lo anterior, el ámbito local es una dimensión relevante y pertinente para generar compromisos e interacción entre las organizaciones sociales, los grupos de interés comunitario y la comunidad académica con el de establecer estrategias para la gestión, apropiación y construcción social del conocimiento. Así mismo, la relevancia de este contexto permite una visión más amplia en cuanto a prácticas y conocimientos locales que permitirían, por un lado, la resolución de problemas socioambientales, productivos, etc., y, por el otro, poder articular y privilegiar de la mejor manera políticas y proyectos menos verticales y más homogéneos, así como avanzar en nuevas prácticas epistémicas para la construcción y validación de conocimientos en procesos de aprendizaje e innovación social.

Por otra parte, articular la apropiación del conocimiento con el de aprendizaje social es un proceso complejo debido a su construcción interactiva, cuyo resultado es el uso y asimilación del conocimiento generado. El aprendizaje social se logra cuando tanto el conocimiento individual como el vivencial se codifican y, por lo tanto, se socializa con la comunidad, organización o emprendimiento, y en su apropiación por parte de las personas y las organizaciones genera capacidades y destrezas, proceso que permite que ellos puedan responder y adaptarse, ante los cambios, desafíos y oportunidades permanentes de su entorno (Chaparro, 2003).

En consecuencia, la apropiación del conocimiento y el aprendizaje social son procesos complementarios que conllevan a una comprensión dinámica de las relaciones entre conocimiento, la persona que conoce y el entorno sobre el cual el individuo actúa según su conocimiento. De ahí que, si se logra entender y actuar sobre esta dinámica, el conocimiento puede empoderar a una comunidad, emprendimiento u organización para resolver sus problemas y mejorar en el futuro.

Notas

1 Loiola e Moura (1997, p. 55, citados en Williner, Sandoval, Frías y Pérez, 2012) consideran que las redes sociales se constituyen de múltiples relaciones tejidas a partir de asociaciones colectivas. Dabas (2002) define a las redes sociales como un sistema abierto, multicéntrico, que tiene un intercambio dinámico entre los integrantes de un colectivo con otros colectivos, desarrollando la potencialidad de los recursos que ellos tienen y la creación de nuevas e innovadoras alternativas para la solución de problemas y la satisfacción de sus necesidades. Scherer-Warren (2005) identifica dos enfoques del concepto de redes: un enfoque que se puede ubicar en la década de los cuarenta con Radcliffe-Brown, que considera a la noción de red como estructura social, y una noción iniciada por Barnes, que a partir de la década de los cincuenta encuentra en la noción de red, una forma de describir las relaciones sociales primarias cotidianas. El primer enfoque, una mirada macro, estructural y el segundo, una mirada micro, interaccional de relaciones entre sujetos u organizaciones.

2 La adaptación entendida como “el ajuste de sistemas naturales o humanos a nuevos cambios en el entorno ambiental. Se pueden distinguir varios tipos de adaptación, a saber: adaptación anticipada y reactiva, privada y pública, y autónoma y planificada. Por tanto, la capacidad de adaptación “se refiere a la capacidad general de instituciones, sistemas e individuos para ajustarse a los posibles daños, para aprovechar las oportunidades, o para hacer frente a las consecuencias. La gestión adaptativa es un proceso sistemático para mejorar continuamente políticas y prácticas de gestión previamente empleadas con el propósito de aprender de los resultados” (Green-Facts, s. f.).

Entre tierras y límites

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