Читать книгу Mejor el diablo - Ian Rankin - Страница 11
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Оглавление—Tenía usted razón con lo de los bollos —dijo Rebus antes de dar otro mordisco.
—El beicon está crujiente en su punto justo —respondió Robert Chatham.
Estaban sentados uno delante del otro en unos bancos acolchados. Sobre la mesa de formica había tazas de té marrón oscuro y platos, y desde la cocina llegaba el sonido de Radio Forth.
—Siento si ayer noche estuve un poco arisco —prosiguió Chatham—. No esperaba volver a oír hablar nunca más de Maria Turquand. ¿Ha visto fotos suyas? ¿No le parece preciosa?
—Sí, me lo parece.
—E inteligente. Estudió latín y griego.
—E historia antigua —añadió Rebus para demostrar que él también había hecho los deberes.
—Probablemente no debería haberse casado nunca. Era demasiado alocada.
—Lo cual seguramente no gustaba mucho en el mundo de John Turquand.
Chatham asintió mientras masticaba.
—El problema que tuvimos es que muchos de los implicados ya habían muerto. Fue imposible confirmar nada preguntando al personal o los huéspedes del hotel. Y, como habían pasado treinta años, los que conseguimos localizar lo habían olvidado todo. Aquel día, el lugar era un caos. Gente yendo y viniendo, periodistas que habían concertado entrevista con Collier o querían acercarse a él. Luego estaban los fans, que esperaban fuera coreando su nombre o entraban en el vestíbulo y se dirigían a las escaleras. —Chatham bebió un sorbo de té—. Pedimos a un informático que tratara de dibujar un plano en 3D del vestíbulo y toda la gente que pudo haber visto al asesino entrando o saliendo, pero había demasiadas variables. Al final tiró la toalla.
—¿Y los fotógrafos de la prensa?
Chatham asintió lentamente.
—Analizamos todo lo que encontramos. Incluso conseguimos que un par de seguidores acérrimos de Collier nos entregaran las fotos que habían hecho en la calle.
Chatham formó un cero con el dedo índice y el pulgar.
—Entonces, si no pudieron situar al amante de Maria ni a su marido en el lugar de los hechos, ¿empezaron a otorgar más credibilidad a la versión de Vince Brady?
—Brady solo dijo que Collier había estado hablando con la víctima en el pasillo de la tercera planta. Collier lo negó y luego salió a la luz que él y Brady se guardaban cierto rencor. Murió, ¿lo sabía?
—¿Vince Brady?
—El año pasado. Era el tercer o cuarto infarto, según creo. —Chatham se terminó el bollo, se limpió los dedos con una servilleta y miró a Rebus—. ¿A qué viene este repentino interés? ¿Ha ocurrido algo?
En lugar de responder, Rebus tenía otra pregunta preparada.
—¿Llegó a entrevistar al marido y al amante?
—¿A Turquand y Attwood? Usted ha leído los informes.
—No todo queda plasmado en el relato oficial.
Chatham sonrió tímidamente.
—Lo cierto es que hablé con ellos, pero de manera informal.
—¿Por qué?
—Porque se suponía que debíamos centrarnos en Brady y Collier. Nuestros superiores no creían que mereciera la pena buscar mucho más allá. Pero, como recordará, un empleado del servicio de habitaciones declaró que había visto a un hombre que se parecía un poco a Peter Attwood.
—Pero no estaba seguro del todo.
Chatham asintió.
—Y, según Attwood, él había roto con Maria, aunque no se lo había comunicado aún. Se portó como un cobarde; la dejó esperando en su habitación mientras él estaba en otro sitio con su sustituta.
—Un tipo con clase.
—Cuando lo vi hace ocho años, estaba felizmente casado y esperaba su primer nieto. Me dijo que en los años setenta era un «hombre distinto».
—¿Todavía sigue entre los vivos?
—Ni idea. No siempre leo las necrológicas.
—¿Y John Turquand?
—Está jubilado y vive en un castillo en Perthshire. Le gusta cazar, disparar y pescar. Suponiendo que no haya estirado la pata, claro.
—¿Volvió a casarse?
—Se consagró a su trabajo. Ganó unos cuantos millones y empezó a gastárselos.
—La vida les fue bastante bien a los dos principales sospechosos.
—Sí, ¿verdad? Y Bruce Collier todavía sale de gira de vez en cuando.
—Por lo que he oído, vive en esta zona.
—Tiene una casa adosada en Rutland Square, aunque, según leí, es más fácil que lo encuentre en una de sus otras residencias, en Barbados y Ciudad del Cabo.
—¿Rutland Square?
—A mí también me entró la risa. Está casi pegado al Caley. ¿Cree que significa algo?
—No lo sé. Probablemente no. Me pregunto si todavía sigue viendo a su colega Dougie Vaughan.
—Ah, y otra cosa: según Vince Brady, Collier le pidió que entregara una copia de la llave de su habitación a Dougie Vaughan.
—Sí, lo leí. ¿Tiene idea de por qué?
—Para que Vaughan pudiera echar una cabezada si lo necesitaba. Por lo visto, cuando se veían consumían bastante alcohol.
Rebus entrecerró los ojos.
—Brady tenía la habitación contigua a la de Turquand.
—Correcto.
—Y Vaughan tenía llave.
—Más o menos. Dijo que recordaba vagamente una llave, pero que no sabía a qué habitación correspondía ni qué ocurrió con ella. Jura que él solo estuvo en la suite de Bruce Collier. —Chatham apartó el plato y se inclinó hacia delante—. ¿Sabe que había puertas que comunicaban ambas habitaciones?
—¿Qué?
—Entre la habitación de Maria y la de Vince Brady. No se moleste en comprobarlo. El hotel las eliminó hace años. Ahora hay paredes macizas, pero por aquel entonces no lo eran tanto.
—Y Vaughan y la víctima habían tenido una aventura.
—Él jura y perjura que no la vio aquel día.
—¿Y la coartada de Vince Brady?
—Iba corriendo de un lado para otro como un loco, yendo y viniendo del Usher Hall para vigilar al equipo y el merchandising. Una docena de personas o más confirmaron que habían hablado con él en otros tantos lugares.
—Pero debió de pasar algún rato en la habitación.
—Sí, pero no oyó ni vio nada.
—Excepto a Maria Turquand en el pasillo con Bruce Collier.
—Excepto eso, sí.
Rebus pensó unos momentos.
—Una última cosa: ¿mencionó alguien a un ruso?
Chatham frunció el ceño.
—¿Un ruso?
—Haga memoria.
Chatham negó con la cabeza y ambos pasaron unos instantes bebiendo té en silencio.
—Bueno, ¿de qué va todo esto? —preguntó Chatham.
—Es una sensación que tengo desde que empezó la investigación original, la sensación de que se nos escapa algo, de que no estamos viendo alguna cosa.
—¿Y hasta ahora no se le ha ocurrido indagar de nuevo?
—He estado bastante ocupado. Ahora ya no lo estoy tanto.
Chatham asintió.
—Cuando me jubilé, tardé un tiempo en cambiar de marcha.
—¿Cómo lo hizo?
—Gracias al amor de una buena mujer. Además, conseguí el trabajo de portero y voy al gimnasio. —Señaló su plato—. Esto es un capricho ocasional y puedo quemarlo esta tarde.
—Yo tengo un perro al que puedo pasear. —Rebus hizo una pausa—. Y una buena mujer.
—Entonces pase más tiempo con ellos. Aprenda a soltar lastre.
Rebus hizo un gesto afirmativo.
—Tardaré un tiempo en digerirlo —dijo.
—Yo igual.
Chatham se golpeó el pecho con una mano.
—No me refería al beicon. Aunque, ahora que lo pienso, eso también. Gracias por quedar conmigo.
Ambos se estrecharon la mano por encima de la mesa.
—¿Ya está de vuelta?
Desconocedor del protocolo, Fox había estado deambulando a la entrada de la división de la Agencia Tributaria esperando a que Sheila Graham lo viera. Al final lo había conseguido y ahora se encontraba delante de él.
—Entonces, o trae noticias —dijo ella cruzándose de brazos— o ha llegado a la conclusión de que es una pérdida de tiempo.
—Tan solo creo que necesitamos un poco más de información. De hecho, lo ideal sería ver qué tiene ya sobre Christie.
—¿Para qué?
—Para no acabar contándole lo que ya sabe.
Graham lo observó con impasibilidad y acabó forzando una sonrisa.
—Permítame invitarle a un café —dijo.
Había un puesto de bebidas en una esquina del patio interior de la planta baja, así que formaron cola y se llevaron los cafés a una zona de descanso, que consistía en unos cómodos asientos separados por una pequeña mesa circular.
—Y bien, ¿qué ha averiguado hasta el momento? —preguntó Graham.
—Christie ya había sufrido dos ataques: a su coche y a su cubo de la basura. No hay imágenes de la agresión y ningún vecino ha podido ayudar, así que estamos buscando posibles enemigos, pero la víctima no coopera demasiado.
—¿Está recuperándose?
—En casa —respondió Fox—. Lo vi ayer por la noche.
—¿Lo vio?
—La inspectora Clarke fue a interrogarlo y la acompañé.
—Pero él le conoce, ¿verdad?
—No mencioné que ahora trabajo en Gartcosh.
—¿No es posible que lo supiera ya?
—Creo que habría dicho algo para darme a entender que ya lo sabía.
—No queremos que se entere de que estamos husmeando en sus asuntos —advirtió Graham.
—Pero ya debe de imaginárselo.
Graham meditó unos instantes.
—Es posible —reconoció.
—También di un vistazo a sus dos casas de apuestas. No vi nada fuera de lo común.
—¿Qué dos?
—Ambas se llaman Diamond Joe’s. —Fox hizo una pausa—. ¿Por qué?
—Hay una tercera, aunque no encontrará el nombre de Christie en la documentación. Y, para serle sincera, dudo que viera algo inusual aunque estuvieran blanqueando dinero delante de sus narices.
—Y eso ¿por qué?
—Máquinas con probabilidades fijas, normalmente la ruleta. Las pérdidas pueden minimizarse a un cuatro por ciento más o menos. Cuando terminas de jugar, imprimes un resguardo y lo cambias por dinero en efectivo en el mostrador. Ellos te dan un recibo, así que, si alguna vez te encuentran un montón de billetes sospechosamente abultado, tienes pruebas de que es legal.
—De modo que, básicamente, el corredor de apuestas está cobrándote una comisión del cuatro por ciento.
—Es una manera barata de blanquear dinero. Puedes enviar miles de libras por hora en todas y cada una de las máquinas. En Bruselas están intentando cambiar la ley. Cualquier ganancia de más de dos mil euros deberá incluir la información del receptor. Aquí el sector está batallando contra la legislación.
—Pero, si alguien acapara una máquina hora tras hora e introduce miles de libras, el cajero se da cuenta, ¿no?
—A menudo no, o no les preocupa demasiado. Además, si el propietario del negocio está metido en el ajo...
—¿Como Darryl Christie, quieres decir?
Graham asintió lentamente.
—Pero el señor Christie oculta mucho más.
—¿Ah, sí?
La expresión de Graham se endureció.
—Que no salga de aquí, Malcolm.
Graham se sentó en el borde del asiento y Fox hizo lo propio. No había nadie en seis metros a la redonda, pero Graham bajó la voz de todos modos.
—La casa de apuestas de la que hablo se llama Klondyke Alley. Resulta que encima hay un piso de una habitación que probablemente también sea propiedad de Christie.
—Soy todo oídos.
—¿Sabe lo que son las SCE?
—No.
—Entonces, a lo mejor debería explicárselo.
Graham parecía haber tomado una decisión. Se puso en pie, cogió el café y le indicó que hiciera lo mismo. Fox la siguió hasta la división de la Agencia Tributaria, donde encontraron una silla vacía y la llevaron a la mesa de Graham. Varios compañeros de esta los miraron extrañados, así que presentó a Fox.
—Tranquilos —dijo—. Es casi uno de los nuestros.
Graham empezó a teclear hasta que apareció en pantalla un listado que ocupaba una página.
—Sociedades Comanditarias Escocesas. Adivine cuántas hay registradas en el piso situado encima de Klondyke Alley.
Fox entrecerró los ojos.
—¿Todas esas?
Graham había pulsado el ratón varias veces y la lista seguía aumentando.
—Más de quinientas —respondió—. Quinientas empresas cuya sede social corresponde a un piso de una habitación en Leith.
—Espero que me explique por qué.
—Son empresas fantasma, Malcolm. Una manera de ocultar activos y moverlos por todo el planeta. Si intenta dar con los propietarios reales, normalmente acabará en algún paraíso fiscal como las islas Vírgenes Británicas o las Caimán, jurisdicciones que no son precisamente comunicativas cuando las autoridades fiscales de Gran Bretaña empiezan a hacer preguntas. Van a aprobar una nueva ley. Los propietarios británicos tendrán que revelar quiénes son los auténticos beneficiarios, aunque está por ver si podremos fiarnos de esa información. Pero, por ahora, las SCE son una espléndida manera de ocultar quién eres y a qué narices te dedicas.
—¿Y Darryl Christie dirige todo el cotarro?
Graham negó con la cabeza.
—Christie le alquila el piso a un proveedor de servicios empresariales llamado Brough Consulting.
—¿Tiene relación con el banco privado?
—No exactamente. Brough Consulting es un solo hombre, Anthony Brough, nieto de sir Magnus, que dirigió Brough’s hasta que fue adquirido por uno de los Cinco Grandes.
—¿Está muy vinculado a Darryl?
—Bastante.
—Entonces esas empresas fantasma... ¿son como una extensión del blanqueo de dinero?
—Eso es lo que tratamos de averiguar. Es un rastro de papel espantoso que en realidad es mayoritariamente electrónico. Así que nos pasamos el día aquí sentados, saltando de una empresa a otra y de un usufructuario a otro, intentando encontrar a gente de carne y hueso escondida en los márgenes de cien mil transacciones. —Se lo quedó mirando—. Es un trabajo de investigación policial, como puede ver, pero solemos llamarlo «contabilidad forense».
—¿Y tienen algo?
—¿Contra Brough Consulting? Estaríamos descorchando una botella de champán.
—Pero ¿están cerca?
—Pensábamos que tal vez Darryl Christie nos llevaría a alguna parte.
—Pero no ha ocurrido. —Fox reflexionó unos momentos—. ¿Cabe la posibilidad de que alguna de esas empresas tenga algún conflicto con Darryl?
—No tenemos manera de saberlo.
—¿No pueden interceptar sus correos electrónicos y llamadas de teléfono?
—Sin el visto bueno de los de arriba, no. Y probablemente habría que doblar recursos. ¿Le ha llegado la noticia de que supuestamente debemos apretarnos el cinturón? Ahora vivimos en la Gran Bretaña de la austeridad. —Graham hizo girar la silla y rozó las rodillas de Fox con las suyas—. No puede hablar de esto con nadie, Malcolm. Recuérdelo. Aunque encontremos relación con la agresión, acuda a mí antes de comentárselo a sus compañeros de Edimburgo.
—Entendido —dijo Fox—. Y gracias. Su confianza significa mucho para mí.
—Podría contarle más, pero seguramente le superaría. Algunas cosas me superan a mí también.
—Los números nunca han sido mi fuerte.
—Pero sabe hacer un balance, o eso dijo cuando nos reunimos por primera vez.
—Puede que exagerara un poco. —Se hundió un dedo en la mejilla—. Buena cara de póquer, ¿recuerda?
Graham sonrió de nuevo.
—¿Ahora vuelve a Edimburgo? —Fox asintió—. Que sea un toma y daca. No me deje al margen.
—No lo haré —dijo Fox.
—¿Cuál es el siguiente paso en la investigación?
—Eso es decisión de la inspectora Clarke. —El teléfono estaba vibrando dentro de la americana, lo sacó y miró la pantalla—. Hablando del rey de Roma... —dijo y abrió el mensaje de texto.
Graham vio que arqueaba las cejas en un gesto de sorpresa.
—¿Hay algo? —preguntó.
—Lo hay —respondió Fox, que volvió el teléfono hacia ella para que pudiera leer el mensaje.
«Tenemos una confesión».
—Pues será mejor que salga pitando —dijo Graham—. Y no olvide llamarme con cualquier noticia.
—Eso haré —dijo Fox y apuró el café que le quedaba mientras se dirigía hacia la puerta.