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Rebus dejó el cuchillo y el tenedor encima del plato, que estaba vacío, y se recostó en la silla para estudiar al resto de los comensales del restaurante.

—Una vez se cometió un asesinato aquí, ¿lo sabías? —comentó.

—Para que luego digan que el romanticismo ha muerto.

Deborah Quant ignoró momentáneamente el bistec. Rebus estaba a punto de decir que lo cortaba con el mismo esmero que cuando utilizaba el bisturí con un cadáver, pero le vino a la mente el asesinato y le pareció que era un tema de conversación más oportuno.

—Lo siento —dijo Rebus, que bebió un sorbo de vino tinto.

En el restaurante vendían cerveza. Había visto a los camareros servirla en varias mesas, pero estaba intentando reducir el consumo.

Era un nuevo comienzo. De hecho, ese era el motivo por el que habían salido a cenar. Estaban celebrando una semana sin tabaco.

Siete días enteros.

Ciento sesenta y ocho horas.

(Quant no tenía por qué enterarse de que tres días antes había pedido un cigarrillo a un hombre que estaba fumando delante de un edificio de oficinas. De todos modos, había sentido náuseas.)

—Notas más el sabor de la comida, ¿verdad? —preguntó ella, y no por primera vez.

—Sí, claro —dijo Rebus, conteniendo la tos.

Quant parecía haber renunciado al bistec y estaba limpiándose la boca con la servilleta. Se encontraban en el Galvin Brasserie Deluxe, perteneciente al hotel Caledonian, aunque ahora se llamaba Waldorf Astoria Caledonian. Pero quienes se habían criado en Edimburgo lo conocían como Caledonian o «el Caley». Antes de cenar, Rebus le había contado varias historias junto a la barra: la estación ferroviaria contigua, que había sido derruida en los años sesenta; aquella vez que Roy Rogers subió la escalera principal con su caballo Trigger para que le hicieran unas fotos. Quant escuchó con atención y luego le dijo que podía desabrocharse el primer botón de la camisa. Rebus había estado pasándose un dedo por dentro del cuello para intentar dar de sí la tela.

—Qué observadora —dijo.

—Al dejar de fumar puede que ganes unos kilos.

—¿En serio? —respondió él cogiendo más cacahuetes del cuenco.

Quant había conseguido que los atendiera un camarero y estaba retirándoles los platos. La oferta de la carta de postres fue desestimada.

—Solo tomaremos café. Descafeinado, a poder ser.

—¿Dos descafeinados? —preguntó el camarero mirando a Rebus.

—Por supuesto —confirmó este.

Quant se apartó un mechón pelirrojo de la cara y sonrió.

—Lo llevas bien —dijo.

—Gracias, mamá.

Otra sonrisa.

—Venga, cuéntame lo del asesinato.

En el momento en que Rebus se disponía a coger el vaso, empezó a toser otra vez.

—Tengo que... —dijo señalando los lavabos.

Apartó la silla y se levantó frotándose el pecho. Una vez dentro del aseo, se acercó a un lavamanos, se inclinó hacia delante y expulsó un poco de mugre pulmonar, en la cual se apreciaban las habituales salpicaduras de sangre. Le habían asegurado que no había nada que temer. Más tos, más mucosidad. EPOC, lo llamaban. Enfermedad pulmonar obstructiva crónica. Cuando se lo contó, Deborah Quant frunció los labios.

—Tampoco es de extrañar, ¿no?

Y al día siguiente le llevó un frasco de edad indeterminada que contenía un trozo de pulmón en el que se distinguían los bronquios.

—Para que lo sepas —dijo ella y señaló lo que ya le habían mostrado en una pantalla de ordenador.

Quant le dejó el frasco.

—¿Es un préstamo o un regalo?

—Todo el tiempo que lo necesites, John.

Estaba limpiando el lavamanos cuando oyó la puerta.

—¿Te has dejado el inhalador en casa?

Rebus se volvió hacia Quant, que estaba apoyada en el quicio con los brazos cruzados y la cabeza ladeada.

—¿Puedes entrar aquí? —farfulló Rebus.

Los ojos azul claro de Quant escrutaron el lavabo.

—No hay nada que no haya visto ya. ¿Te encuentras bien?

—Mejor que nunca.

Rebus se salpicó la cara con agua y se secó con una toalla.

—El siguiente paso es un programa de ejercicios.

—¿Esta misma noche?

Quant esbozó una sonrisa aún más amplia.

—Si prometes que no te me morirás encima...

—Pero primero nos tomaremos nuestros deliciosos refrescos sin cafeína, ¿verdad?

—Además, tienes que cortejarme con una historia.

—¿Te refieres al asesinato? Ocurrió justo arriba, en una de las habitaciones. Era la mujer de un banquero a la que le gustaba tener algún que otro escarceo.

—¿La mató su amante?

—Era una de las teorías.

Quant se sacudió unas migas invisibles de las solapas de la americana.

—¿Es una historia larga?

—Depende de lo resumida que la quieras.

Quant meditó unos instantes.

—Lo que dure el trayecto hasta mi casa o la tuya.

—Entonces me ceñiré a lo más interesante.

Al otro lado de la puerta, alguien se aclaró la garganta. Era otro comensal que desconocía el protocolo. Se disculpó al pasar y eligió la intimidad de uno de los compartimentos cerrados. Rebus y Quant iban sonriendo al volver a su mesa, donde les aguardaban dos cafés descafeinados.

La inspectora Siobhan Clarke estaba en casa con un buen libro y restos de comida preparada cuando llamó su amiga Tess, que trabajaba en la sala de control de Bilston Glen.

—En circunstancias normales no te molestaría, Siobhan, pero, cuando me han dicho el nombre de la víctima...

Así que Clarke se dirigió a la Enfermería Real en su Vauxhall Astra. El hospital se encontraba en la parte sur de la ciudad y a aquellas horas había aparcamiento de sobra. Enseñó la placa en el mostrador de Urgencias y le indicaron dónde debía ir. Pasó por delante de varios cubículos y, si las cortinas estaban echadas, asomaba la cabeza. Una anciana con la piel casi translúcida le dedicó una sonrisa de oreja a oreja desde la camilla. Hubo miradas esperanzadas de pacientes y familiares. Dos enfermeros estaban tranquilizando a un joven ebrio al que le sangraba la cabeza. Una mujer de mediana edad estaba vomitando en un cuenco de cartón. Una adolescente gemía suave y regularmente con las rodillas pegadas al pecho.

Primero reconoció a la madre. Gail McKie estaba inclinada sobre la camilla de su hijo, acariciándole el cabello y la frente. Darryl Christie tenía los ojos cerrados y amoratados, la nariz hinchada y las fosas nasales cubiertas de sangre seca. Le habían inmovilizado la cabeza y el cuello con un soporte de gomaespuma. Iba vestido de traje y llevaba la camisa desabotonada hasta la cintura. Se apreciaban contusiones en el pecho y la barriga, pero respiraba. Una pinza en el dedo lo conectaba a una máquina que registraba sus constantes vitales.

Gail McKie se volvió hacia la recién llegada. Se había excedido con el maquillaje, y las lágrimas le habían dejado surcos en la cara. Llevaba el pelo teñido de rubio paja y recogido en un moño alto, y lucía joyas en ambas muñecas.

—Yo a usted la conozco —dijo—. Es policía.

—Lamento lo de su hijo —respondió Clarke, que se acercó un poco más a ella—. ¿Está bien?

—¡Mírelo! —dijo subiendo el tono de voz—. ¡Mire qué le han hecho esos desgraciados! Primero Annette y ahora esto...

Annette era solo una niña cuando falleció. Su asesino fue detenido y encarcelado, aunque no tardó en morir de una puñalada asestada por un preso que, se supone, había sido contratado por Darryl, el hermano de Annette.

—¿Sabe qué ha ocurrido? —preguntó Clarke.

—Estaba tirado en el camino de entrada de la casa. Oí el coche y me extrañó que tardara tanto. Las luces de seguridad se encendieron y volvieron a apagarse y no había rastro de él. Tenía la cena esperando en el fogón.

—¿Lo encontró usted?

—Sí. En el suelo, junto a su coche. Debieron de atacarle en cuanto se bajó.

—¿Y no vio nada?

La madre de Christie negó lentamente con la cabeza sin apartar la mirada de su hijo.

—¿Qué han dicho los médicos? —preguntó Clarke.

—Estamos esperando noticias.

—¿Darryl no ha vuelto en sí en ningún momento? ¿Puede hablar?

—¿Y qué quiere que diga? Sabe tan bien como yo que esto es obra de Cafferty.

—Es mejor que no saquemos conclusiones precipitadas.

Gail McKie resopló con desdén y se irguió al ver a un hombre y una mujer con bata blanca pasar junto a Clarke.

—Voy a pedir un escáner y una radiografía de tórax. Todo apunta a que la mitad superior del cuerpo se llevó casi todos los golpes.

La doctora calló de repente y se quedó mirando a Clarke.

—DIC —anunció esta.

—No es nuestra prioridad inmediata —dijo la doctora e indicó a su compañero que corriera la cortina para dejar fuera a Clarke.

Ella intentó escuchar desde el otro lado, pero había demasiados gemidos y gritos a su alrededor. Con un suspiro, regresó a la sala de espera. Dos agentes uniformados estaban pidiendo detalles a los paramédicos. Clarke enseñó la placa y preguntó si hablaban de Christie.

—Estaba en el suelo, en el lado del conductor, entre el Range Rover y la pared —explicó uno de los paramédicos—. El coche estaba cerrado y todavía llevaba las llaves en la mano. La verja es eléctrica y obviamente la había cerrado al entrar.

—¿Dónde ocurrió exactamente? —interrumpió Clarke.

—En Inverleith Place. Da a Inverleith Park, justo al lado del jardín botánico. Es una casa a cuatro vientos.

—¿Y los vecinos?

—Todavía no hemos hablado con ellos. Fue su madre quien avisó. No debía de llevar allí más de unos minutos...

—¿Llamó a la policía?

El agente sacudió la cabeza.

—Preguntó por nosotros —respondió el paramédico, que iba vestido de verde y, al igual que su compañera, parecía exhausto—. En cuanto lo vimos, nos pusimos en contacto con ustedes.

—¿Ha sido un día complicado? —preguntó Clarke al ver que se frotaba los ojos.

—No más de lo habitual.

—Entonces su madre vive con él —prosiguió Clarke—. ¿Alguien más?

—Dos hermanos más pequeños. La madre hizo todo lo posible por impedir que miraran.

Clarke se volvió hacia los agentes.

—¿Ya han interrogado a los hermanos?

Ambos negaron con la cabeza.

—¿Cree que ha sido un ataque profesional? —le preguntó la paramédica. Luego, sin dejar que respondiera—: Estaban esperándolo... Le golpearon con un bate de béisbol o quizá una barra de hierro o un martillo y después se fueron sin que nadie se percatara de nada.

Clarke la ignoró.

—¿Había cámaras? —preguntó.

—En las esquinas de la casa —confirmó el segundo agente.

—Bueno, algo es algo —dijo Clarke.

—Pero todos lo sabemos, ¿no?

Clarke se quedó mirando a la paramédica.

—¿Sabemos qué, exactamente?

—Que tenían intención de matarlo. O fue un aviso y, en cualquier caso...

—¿Qué?

—Big Ger Cafferty —respondió la mujer encogiéndose de hombros.

—No paro de oír ese nombre.

—La madre de la víctima parecía bastante convencida —terció su compañero—. Estaba gritando su nombre desde el puñetero tejado. Y alguna que otra blasfemia también.

—En este momento no son más que especulaciones —les advirtió Clarke.

—Pero hay que especular para acumular —respondió la paramédica, cuya sonrisa se disipó al notar la mirada de Clarke.

Rebus estaba sentado en la cama de la habitación de invitados. En su día, antes de que su mujer se la llevara, había sido el dormitorio de su hija Sammy. Ahora Sammy era madre y Rebus, abuelo, aunque no los veía demasiado. Los pósteres habían desaparecido de la habitación, pero, por lo demás, seguía más o menos intacta. El mismo papel de pared, el colchón de rayas y el nórdico doblado en el armario junto a una almohada individual, preparados por si algún visitante pasaba la noche allí. Sin embargo, no recordaba la última vez que eso había ocurrido, lo cual estaba bien, porque aquello derrochaba la misma calidez que un almacén. Había cajas encima y debajo de la cama, en lo alto del armario y a su alrededor. También cubrían media ventana, así que era imposible cerrar los postigos de madera. Sabía que debía hacer algo al respecto, como también sabía que nunca lo haría. Cuando él ya no estuviera, las cajas serían el problema de otro, probablemente de Sammy.

Al final había encontrado la caja que le interesaba y estaba sentado a su lado en una esquina de la cama. Brillo, su perro, yacía a sus pies. Octubre de 1978. Maria Turquand. Estrangulada en la habitación 316 del hotel Caledonian. Rebus llevaba poco tiempo trabajando en el caso cuando tuvo un encontronazo con un superior. Aunque lo habían dejado al margen, siguió interesándose por él, recopilando recortes de prensa y anotando información, sobre todo rumores de otros agentes. Uno de los motivos por los que lo recordaba era que, exactamente un año antes, dos adolescentes habían sido asesinadas tras una salida nocturna al pub World’s End. Su caso había avanzado poco o nada e iban a cerrar la investigación, pero, en 1978, hicieron un último esfuerzo agónico para ver si el aniversario despertaba los recuerdos o la conciencia de alguien. El castigo a Rebus por insubordinación fue una prolongada y solitaria estancia junto a uno de los teléfonos esperando a que sonara. Y lo hizo, pero solo eran bromistas. Entre tanto, sus compañeros deambulaban por el Caley, descansando para tomar té y galletas entre una entrevista y otra.

El nombre de soltera de Maria Turquand era Maria Frazer. Era una mujer con padres ricos y educación privada. Se había casado con un joven con buenas perspectivas de futuro. Se llamaba John Turquand y trabajaba en Brough’s, un banco privado que custodiaba gran parte del viejo dinero de Escocia; solo los clientes con bolsillos profundos y fiables poseían su chequera. La entidad era secretista, pero dejó de serlo a medida que fue abarrotando sus arcas y buscando nuevas oportunidades de inversión. Según trascendió, incluso había barajado la adquisición del Royal Bank of Scotland, el equivalente a que David dejara inconsciente a un hermano más corpulento de Goliat. El asesinato de Maria Turquand llevó a Brough’s a las portadas de los periódicos nacionales, y allí siguió mientras salían a la luz informaciones sobre la tempestuosa vida privada de la víctima. Había toda una retahíla de amantes, a los que normalmente recibía en una habitación del Caley. Algunas anotaciones de Rebus hacían referencia a nombres que había oído. Ninguno de ellos fue corroborado, pero incluían a un parlamentario conservador.

¿Lo sabía su marido? Por lo visto, no. En cualquier caso, tenía coartada, pues se había pasado el día reunido con el director del banco, sir Magnus Brough. El amante más reciente de Maria, un mujeriego y embaucador llamado Peter Attwood —que resultó ser amigo de su marido—, anduvo por terreno pantanoso una temporada, ya que no pudo justificar sus movimientos la tarde en cuestión hasta que apareció una nueva amante, una mujer casada a la que había intentado proteger.

«Muy decente por su parte», pensó Rebus.

Todo ello ya habría bastado para dar impulso a la historia sin la aparición fortuita de una estrella de la música en un papel secundario. Pero Bruce Collier también se hospedaba en el Caley con su grupo y su equipo, ya que el hotel se encontraba cerca del Usher Hall, donde tenía programada una actuación. A principios de los años setenta, Collier formaba parte de una banda de rock. Se llamaban Blacksmith y Rebus los había visto en directo. Estaba casi seguro de que tenía sus tres discos en algún sitio. Se armó un gran revuelo cuando Collier abandonó el grupo para emprender una carrera en solitario en la que optó por un sonido más dulce y versionó toda una serie de hits del pop de los años cincuenta y sesenta con un éxito cada vez mayor. Su concierto de regreso a su ciudad natal, con el que inició una gira por Gran Bretaña en la que agotó todas las localidades, congregó a periodistas y equipos de televisión de todo el país y del extranjero.

Buscando entre los recortes, Rebus encontró numerosas fotografías: Collier con el pelo cardado, vaqueros ajustados y bufandas de seda al cuello, capturado por la luz del flash cuando subía las escaleras del hotel, y paseando por su antiguo barrio hasta llegar a la casa de dos plantas en la que se crio. Al ser interpelado por la prensa, reconoció que la policía estaba preparándose para interrogarlo. El artículo iba acompañado de una fotografía de Maria Turquand (tomada en una fiesta) que había sido utilizada con frecuencia en las semanas posteriores a su muerte. En ella lucía un vestido corto con un pronunciado escote y, con un cigarrillo en una mano y una copa en la otra, estaba haciendo un mohín a la cámara. Muchas columnas hablaban de su «frenético estilo de vida», de la lista de amantes y admiradores, de las vacaciones en estaciones de esquí e islas caribeñas. Pocas mencionaban su final, el miedo que debió de sentir, el espantoso dolor que debió de atenazarle las vías respiratorias cuando eran aplastadas por las manos de su asesino.

Unas manos fuertes de hombre, según la autopsia.

—¿Qué haces?

Rebus levantó la cabeza. Deborah Quant estaba en el umbral, vestida con una camiseta blanca larga que guardaba en un cajón del dormitorio de Rebus para las infrecuentes noches en que se quedaba a dormir. Hacía casi un año que se veían, pero ambos habían descartado vivir juntos. Estaban demasiado anclados en sus viejas costumbres, demasiado habituados a sus rutinas y a estar solos.

—No podía dormir —respondió él.

—¿Es por la tos?

Quant se echó la larga cabellera hacia atrás y Rebus se limitó a encogerse de hombros. ¿Cómo iba a contarle que había soñado con tabaco y que se había despertado ansiando un poco de nicotina, un anhelo que ningún parche, chicle o cigarrillo electrónico satisfaría jamás?

—¿Qué es todo esto? —preguntó Quant dando un golpecito con el pie descalzo a una de las cajas.

—¿No habías entrado nunca aquí? Son solo... casos antiguos. Cosas que me interesaban en su momento.

—Pensaba que estabas jubilado.

—Y lo estoy.

—Pero ¿no consigues dejarlo atrás?

Rebus volvió a encogerse de hombros.

—Estaba pensando en Maria Turquand. Cuando empecé a contarte su historia, me di cuenta de que no recordaba algunas cosas.

—Deberías intentar dormir.

—A diferencia de otros, mañana por la mañana no tengo que trabajar. Eres tú la que debería estar durmiendo.

—Mis clientes no suelen quejarse si llego unos minutos tarde. Es una de las ventajas de trabajar con muertos. —Hizo una pausa—. Necesito un poco de agua. ¿Quieres algo? —Rebus negó con la cabeza—. No te alargues mucho.

Rebus la observó avanzar por el pasillo en dirección a la cocina. Se le había deslizado del regazo un recorte de prensa y había caído al suelo. Era de unos años después. Un ahogamiento en una piscina de Gran Caimán. La víctima estaba de vacaciones con unos amigos, entre ellos Anthony y Francesca Brough, nietos de sir Magnus. Había una foto del elegante exterior de la casa y una leyenda que explicaba que pertenecía a sir Magnus, recientemente fallecido. Rebus no sabía por qué había añadido esa posdata a la historia del asesinato de Maria Turquand, tan solo que la noticia había dado al periódico otra excusa para publicar una foto de Maria, que le recordó su belleza y lo mucho que le irritó que lo apartaran del caso.

Luego consultó los ejemplares de The Scotsman que había guardado la semana del asesinato: refugiados vietnamitas que llegaban para empezar una nueva vida; B. B. King en The Old Grey Whistle Test y La venganza de la Pantera Rosa en los cines; un anuncio del Royal Bank of Scotland en el que aparecía una foto de las Torres Gemelas; Margaret Thatcher visitando East Lothian antes de unas elecciones extraordinarias; la porquería amontonándose en Edimburgo durante la huelga de basureros...

Y en las páginas de deportes: «Los clubes escoceses no anotan ni un solo gol en Europa».

—Hay cosas que nunca cambian —murmuró Rebus para sus adentros.

Cuando lo hubo guardado todo en la caja con la inscripción «77-80», se sacudió el polvo de las manos y se quedó allí sentado escrutando la habitación y su contenido. Casi toda la documentación pertenecía a casos en los que había trabajado, casos que finalmente había resuelto. ¿Y qué representaba exactamente todo aquello? El destino de un policía. Sin embargo, la historia real, pensó, no estaba escrita, tan solo insinuada en los varios informes y notas garrapateadas. Los escuetos datos sobre arrestos y condenas solo contaban verdades a medias. Se preguntó quién le encontraría sentido a todo aquello, pero dudaba que alguien fuera a tomarse la molestia de hacerlo. Desde luego, su hija no. Echaría un vistazo rápido y lo tiraría todo a la basura.

«No consigues dejarlo atrás...».

Era cierto. Dejó el trabajo cuando le dijeron que no podían ofrecerle ninguna alternativa. Fue una jubilación anticipada, y sus habilidades ya no eran relevantes ni necesarias. Adiós. Brillo pareció captar el ambiente que reinaba en la habitación, levantó la cabeza y se la restregó a Rebus por la pierna hasta que este le regaló una caricia tranquilizadora.

—Tranquilo, chico. Todo va bien.

Luego se puso en pie, apagó la luz y esperó a que el perro saliera para cerrar la puerta. La tetera estaba hirviendo y Quant sirvió agua en una taza.

—¿Quieres uno?

—Mejor no —dijo Rebus—. Si no, tendré que levantarme a mear dentro de una hora.

—Para entonces ya me habré ido. Tengo una mañana ajetreada —señaló con la cabeza el teléfono de Rebus, que este había dejado cargando sobre la encimera—. Estaba vibrando.

—¿Ah, sí?

Rebus lo cogió y miró la pantalla.

—No he podido evitar ver que el primer mensaje es un recordatorio del hospital.

—Así es.

—¿Te harán más pruebas?

—Eso parece.

Rebus no apartó los ojos de la pantalla del móvil para evitar la mirada de Quant.

—John...

—No es nada, Deb. Como tú dices, son solo unas pruebas.

—¿Pruebas para qué?

—No lo sabré hasta que llegue.

—No pensabas decírmelo, ¿verdad?

—¿Y qué voy a decirte? Tengo bronquitis, ¿recuerdas? —Fingió toser y se dio un golpe en el pecho—. Simplemente quieren hacerme más pruebas.

Cuando introdujo el código vio que había llegado otro mensaje justo después del SMS automatizado del Servicio Nacional de Salud. Era de Siobhan Clarke. Rebus entrecerró un poco los ojos al leerlo.

«¿Has tenido contacto con Cafferty últimamente?».

Quant decidió castigarlo con un silencio. Sopló el té y bebió un sorbo.

—Tengo que hacer una llamada —susurró Rebus—. Es Siobhan.

Luego se dirigió al lóbrego salón. Encima de la mesita había una botella de vino medio vacía. El brillo que llegaba del equipo de música le indicaba que no lo había apagado. El último disco que puso fue Solid Air, de John Martyn. Y precisamente le pareció que estaba atravesando aire sólido cuando pisó la alfombra al acercarse la ventana. ¿Qué iba a contarle a Deb? ¿Que han visto una mancha en el pulmón y ahora todo son términos aterradores como «tomografía» y «biopsia»? No quería pensar en ello, y mucho menos verbalizarlo. Al final iba a pagar las consecuencias de toda una vida fumando. Una tos que no se iba; escupir sangre en el lavamanos; inhaladores por prescripción médica; enfermedad pulmonar obstructiva crónica...

Cáncer de pulmón.

No iba a incorporar de ningún modo a ese canalla en su vocabulario mental. No, no, no. Debía mantener el cerebro activo, concentrarse en otra cosa, no pensar en los deliciosos cigarrillos que había fumado allí mismo, muchos de ellos en mitad de la noche con un LP de John Martyn girando a bajo volumen. En lugar de eso, esperó a que Clarke respondiera e, ignorando su vago reflejo, contempló las ventanas del otro lado de la calle, todas ellas a oscuras o con las cortinas corridas. No había nadie en la acera ni coches ni taxis circulando, y el cielo todavía no dejaba entrever un solo atisbo del día.

—Podía esperar —dijo Clarke al fin.

—Entonces ¿por qué me mandas un mensaje a las cuatro de la madrugada?

—En realidad lo envié poco después de medianoche. ¿Estabas ocupado?

—Ocupado durmiendo.

—Pero ahora estás despierto.

—Igual qué tú. ¿En qué anda Cafferty?

—¿Has hablado con él últimamente?

—Hace dos o tres semanas.

—¿No se ha metido en ningún lío? ¿Sigue siendo un respetable exgánster de mundo?

—Venga, escúpelo.

—Ayer por la noche, a Darryl Christie le dieron una paliza delante de su casa. Los daños son dos o tres costillas rotas y varios dientes sueltos. No tiene la nariz fracturada, pero lo parece. Su madre no tardó ni un segundo en mencionar el nombre de Cafferty.

—Pero si Cafferty le lleva por lo menos cuarenta años al joven Darryl.

—Y también pesa más. Y ambos sabemos que, si lo hubiera considerado necesario, habría contratado a alguien.

—¿Con qué finalidad?

—No hace mucho, creía que Darryl había puesto precio a su cabeza.

Rebus meditó esto último. Una bala dirigida a la cabeza de Cafferty una noche que estaba en el salón de su casa, y el candidato obvio era Christie, su rival.

—Se demostró que estaba equivocado —dijo al cabo de un momento.

—Pero se animó, ¿no? A lo mejor recordó cuánto echaba de menos ser el pez gordo de la ciudad.

—¿Y de qué le serviría propinarle una paliza a Darryl Christie?

—Tal vez para asustarlo, incitarlo a que cometiera alguna temeridad...

—¿Eso crees?

—Tan solo estoy... especulando —dijo Clarke.

—¿Te has molestado en preguntárselo a Darryl?

—Va medicado hasta las cejas y pasará la noche ingresado.

—¿No hubo testigos?

—Sabremos algo más en unas horas.

Rebus presionó el cristal de la ventana con un dedo.

—¿Quieres que le saque el tema a Big Ger?

—Sería mejor que se encargara de este tema la policía, ¿no te parece?

—Ay. Por cierto, ¿todavía no te hablas con Malcolm?

—¿Qué te ha dicho?

—Poca cosa, pero tengo la sensación de que su ascenso en Gartcosh te cabreó.

—En ese caso, tu asombrosa intuición te ha fallado por una vez en la vida.

—Es posible, pero, si quieres que hable con Cafferty, solo tienes que pedírmelo.

—Gracias. —Rebus la oyó suspirar—. ¿Qué tal todo lo demás, por cierto?

—Matándome a trabajar, como de costumbre.

—¿Haciendo qué, exactamente?

—Todas esas aficiones a las que se dedica la gente cuando se jubila. De hecho, quizá podrías ayudarme con eso.

—¿Ah, sí?

Rebus se apartó de la ventana. Brillo estaba sentado detrás de él esperando otra caricia, que su amo sustituyó por una sonrisa y un guiño.

—¿Tienes acceso a los informes de los casos no resueltos? —preguntó.

Mejor el diablo

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