Читать книгу Mejor el diablo - Ian Rankin - Страница 8

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Rebus observó el cartel de EN VENTA que había delante de la casa de Cafferty, situada en una calle ancha y cubierta de hojas en Merchiston. Ya había recorrido el jardín y miró por las ventanas en las que no había cortinas ni persianas para cerciorarse de que la casa estaba vacía. La vecina de enfrente estaba curioseando desde una ventana del piso de abajo. Rebus la saludó y cruzó la calle, y la mujer abrió la puerta.

—¿Cuándo se ha mudado? —preguntó Rebus.

—Hará cosa de diez días.

—¿Tiene idea de por qué?

—¿Por qué? —repitió la mujer.

Obviamente, no era la pregunta que esperaba.

—¿O de cuál es su nueva dirección? —añadió Rebus.

—Alguien comentó que lo había visto en Quartermile.

Quartermile: el lugar que ocupaba la vieja Enfermería Real de Edimburgo, ahora remodelada.

—¿Sabe si le facilitó la nueva dirección a alguien?

—El señor Cafferty era muy discreto con sus cosas.

—Pero probablemente no sentó muy bien que entrara una bala por su ventana hace algún tiempo.

—Según me contaron, se cayó contra el cristal y lo rompió.

—No fue así, créame. ¿Cuánto pide? —preguntó Rebus inclinando la cabeza hacia la casa de enfrente.

—De esas cosas no hablamos.

—Entonces, a lo mejor llamo al agente.

—Pues llámelo.

Estaba cerrando la puerta, no apresuradamente, pero sí con esa educada resolución tan típica de Edimburgo, así que Rebus se montó en el Saab y marcó el número de la inmobiliaria.

—Precio a consultar —le dijeron finalmente.

—¿Acaso no estoy consultándolo?

—Si le interesa, puede concertar una cita para ver...

Rebus colgó y se dirigió a la ciudad. Había un aparcamiento subterráneo en el corazón de Quartermile, pero decidió estacionar en zona prohibida. Ahora había servicios en la zona: tiendas, un gimnasio y un hotel. A los viejos edificios de piedra roja y gris del hospital original se habían sumado algunas torres de cristal y acero, y las mejores viviendas estaban orientadas al sur, con vistas al parque de Meadows y la cordillera de Pentland. En la oficina de ventas, Rebus admiró una maqueta a escala del lugar e incluso hojeó un folleto. La empleada cogió una lata y le ofreció una chocolatina, que Rebus aceptó con una sonrisa antes de preguntar por el paradero de Cafferty.

—Me temo que no facilitamos esa clase de información.

—Soy amigo suyo.

—Entonces estoy convencida de que podrá localizarlo.

Rebus torció el gesto y sacó de nuevo el teléfono, en esta ocasión para escribir un mensaje.

«Estoy delante de tu nueva casa. Ven a saludar».

De vuelta en su coche, recordó los tiempos en que llenaba esperas como aquella con un cigarrillo, pero decidió ir al Sainsbury’s de Middle Meadow Walk e hizo cola para comprar un paquete de chicles. Ya casi había llegado al Saab cuando su teléfono empezó a vibrar. Era un mensaje entrante.

«Es un farol».

Rebus tecleó una respuesta: «Bonito Sainsbury’s, si puedes aguantar a los estudiantes».

Y esperó.

Transcurrieron otros cuatro o cinco minutos hasta que Cafferty salió por la puerta lateral de uno de los bloques más antiguos. Tenía la cabeza enorme, en forma de bola de cañón, y llevaba el pelo blanco rapado. Iba envuelto en un abrigo largo de lana negra y una bufanda roja. Debajo se adivinaba una camisa blanca con el primer botón desabrochado que dejaba entrever el vello del pecho. Sus ojos, que siempre parecían más pequeños de lo que deberían, eran igual de penetrantes que siempre. A juicio de Rebus, le habían prestado un buen servicio a lo largo de los años; eran un arma tan afilada y temible como cualquier otra de su arsenal.

—¿Qué coño quieres? —le espetó Cafferty.

—Una invitación a la inauguración de la nueva casa, quizá.

Cafferty se metió las manos en los bolsillos.

—No me ha parecido una llamada de cortesía, pero lo último que supe es que te habías jubilado. ¿Qué te traes entre manos?

—Nuestro viejo amigo Darryl Christie. Estaba acordándome de la última vez que hablamos de él. Tú mismo dijiste que todavía te quedaba pólvora.

—¿Y qué?

—Que alguien lo ha mandado al hospital. —Cafferty se mostró sorprendido, sacó una mano del bolsillo y se frotó la nariz—. ¿Has estado yendo a clases de interpretación? —preguntó Rebus.

—Primera noticia.

—E imagino que tendrás una coartada irrebatible para ayer noche.

—¿Eso no debería preguntarlo un policía?

—Estoy seguro de que lo harán. Han mencionado tu nombre en algunos mensajes.

—¿Darryl está intentando meter cizaña? —Cafferty asintió para sí mismo—. ¿Y por qué no iba a hacerlo? Es un gol cantado y yo probablemente haría lo mismo.

—De hecho, lo hiciste cuando esa bala entró por la ventana de tu salón.

—Bien visto. —Cafferty miró a su alrededor y se puso a olisquear—. Estaba a punto de tomar mi café de media mañana. Supongo que no pasará nada si te sientas cerca.

—¿Las cafeterías no estarán a rebosar de gente haciendo novillos?

—Seguro que encontramos un rincón tranquilo —dijo Cafferty.

Lo cual no ocurrió en las dos primeras donde entraron, sino en la tercera, un Starbucks de Forrest Road. Un espresso doble para Cafferty y un americano para Rebus. Había cometido el error de pedir uno grande. Al parecer, eso significaba una taza del tamaño de su cabeza.

Cafferty removió el azúcar en su diminuta taza. No habían encontrado un rincón, pero, con la salvedad de unos pocos estudiantes absortos en sus libros de texto y ordenadores portátiles, el lugar estaba tranquilo y su mesa era bastante discreta.

—En estos sitios siempre hay música —comentó Cafferty, observando los altavoces montados en el techo—. Y en los restaurantes y la mitad de las tiendas igual. Me pone de los nervios...

—Y ni siquiera es música de verdad —apostilló Rebus—. No como en nuestra época.

Ambos se miraron y esbozaron una sonrisa burlona, concentrándose en sus bebidas por unos momentos.

—Me preguntaba cuándo aparecerías —dijo Cafferty a la postre—. No por lo de Darryl Christie, sino en general. Te imaginé pasando por delante de mi casa a intervalos regulares, intentando pillarme haciendo algo por lo que pudieras llevarme a los juzgados.

—Pero yo ya no soy policía.

—Entonces para hacer un arresto ciudadano.

—¿Por qué has puesto a la venta tu antigua casa?

—Me sobraba espacio. Había llegado el momento de buscar algo más pequeño.

—Y luego está lo de aquella bala.

Cafferty negó con la cabeza.

—No tiene nada que ver con eso. —Bebió otro sorbo del espeso líquido negro—. Conque Darryl le ha tocado las narices a alguien, ¿eh? Son gajes del oficio. Ambos lo sabemos.

—Pero es un pez gordo en la ciudad, probablemente el más gordo, a menos que tú tengas otras informaciones.

—Eso no lo hace inmune.

—Sobre todo si el hombre al que apartó a la cuneta decide volver.

—A mí nadie me apartó a la cuneta —refunfuñó Cafferty irguiendo los hombros.

—Entonces te marchaste sin hacer ruido y estás encantado de dejar la ciudad en sus manos.

—Yo no diría tanto.

—¿Tienes algún nombre?

—¿Un nombre?

—Tú mismo lo has dicho: Darryl ha cabreado a alguien.

—Ya no es tu trabajo, Rebus. ¿Se les olvidó decírtelo?

—Eso no me impide ser un entrometido.

—Obviamente no.

—Y un hombre necesita aficiones. Ni me imagino cuál podría ser la tuya.

Cafferty lo miró fijamente y ambos se quedaron en silencio degustando sus bebidas hasta que Rebus alzó un dedo.

—Reconozco esta canción —dijo.

—Es Bruce Collier, ¿no?

Rebus asintió.

—¿Lo has visto alguna vez en directo?

—En el Usher Hall.

—¿En 1978?

—Más o menos.

—Entonces ¿recuerdas el asesinato de Maria Turquand?

—¿En el hotel Caley? —Cafferty asintió—. Fue el amante, ¿no? Obligó a su nueva querida a que mintiera como una bellaca y evitó la cadena perpetua.

—¿Tú crees?

—Es lo que pensaba todo el mundo, incluida la policía. Se trasladó aquí, ¿lo sabías?

—¿El amante?

—No, Bruce Collier. Me parece que lo leí en algún sitio.

—¿Sigue tocando?

—Sabe Dios. —Cafferty apuró el resto del café—. ¿Ya hemos terminado o sigues esperando a que confiese que le di una tunda a Darryl?

—No tengo ninguna prisa. —Rebus señaló la taza—. Me queda medio contenedor.

—Entonces te dejo aquí para que te lo acabes. Al fin y al cabo, eres un hombre ocioso. Ya va siendo hora de que lo aceptes.

—¿Y tú? ¿Cómo te entretienes?

—Soy empresario. Hago negocios.

—¿Todos ellos legítimos?

—A menos que tus sucesores demuestren lo contrario. ¿Qué tal está Siobhan, por cierto?

—Hace tiempo que no la veo.

—¿Aún sale con el inspector Fox?

—¿Intentas impresionarme, demostrar que sigues bien informado? Si es así, te recomiendo una revisión auditiva.

Cafferty estaba de pie poniéndose la bufanda.

—De acuerdo, don agente aficionado. Tengo algo para ti. —Se agachó hasta que su frente casi rozó la de Rebus, que seguía sentado—. Busca a un ruso. Ya me darás las gracias más adelante.

Y se despidió con una sonrisa y un guiño.

—¿Qué coño significa eso? —murmuró Rebus para sí frunciendo el ceño.

Luego se dio cuenta de que la canción que acababa de interpretar Bruce Collier era una versión de «Back in the USSR», de los Beatles.

—Busca a un ruso —repitió mirando fijamente el café, y de repente sintió la necesidad imperiosa de orinar.

Antes, Siobhan Clarke notaba un escalofrío nada más cruzar la puerta de la comisaría de Gayfield Square. Cada día llegaban nuevos casos y desafíos diferentes, y puede que incluso hubiera algo grande a punto de estallar, un asesinato o una agresión grave. Pero ahora, la Policía de Escocia contaba con una brigada propia para las investigaciones notorias, lo cual significaba que el DIC local quedaba reducido a un papel de apoyo. ¿Qué tenía eso de divertido? Cada día parecía haber quejas y cuchicheos, compañeros que contaban las jornadas que faltaban para la jubilación o que solicitaban la baja por enfermedad. Tess, de la sala de control, era una buena fuente de rumores, aunque esos rumores fuesen deprimentes.

Clarke no encontró sitio en la comisaría y tuvo que aparcar en zona azul. Así que, tras introducir la cantidad máxima, iba anotando un recordatorio en su teléfono mientras subía las escaleras que llevaban a la sala del DIC. En cuatro horas tendría que mover el coche o le pondrían una multa. Podía colocar un cartel de VEHÍCULO OFICIAL DE LA POLICÍA en el parabrisas, pero lo intentó una vez y a su vuelta descubrió que alguien le había rayado un lateral del coche.

Muy bonito.

La sala del DIC no era grande, pero tampoco es que estuviera abarrotada. Sus dos agentes, Christine Esson y Ronnie Ogilvie, estaban sentados delante de sus ordenadores. Esson tenía la cabeza gacha y solo se le veía el pelo, que llevaba corto y oscuro.

—Qué bien que hayas pasado por aquí —la oyó comentar.

—He estado en casa de Darryl Christie.

—Dicen que ha tenido un accidente grave.

Esson había dejado de teclear y estaba observando a su jefa.

—Todos sabemos que es un empresario respetable y tal —comentó Clarke, que se quitó la chaqueta y la colgó en el respaldo de la silla—, pero ¿podrías buscarme todo lo que tengamos sobre sus actividades y socios?

—Ningún problema.

Clarke se volvió hacia Ogilvie.

—Los de uniforme están hablando con los vecinos. Necesito saber qué han averiguado. Y asegúrate de que ven todas las grabaciones del circuito cerrado de televisión desde el anochecer hasta que llegaron los paramédicos.

Esson apartó la mirada de la pantalla.

—¿Morris Gerald Cafferty cuenta como socio?

—Yo diría que más bien todo lo contrario, a menos que descubramos otra cosa.

—¿Así que vamos a tomarnos esto en serio? —preguntó Ogilvie.

Estaba dejándose bigote y se pasó el pulgar y el índice por uno y otro extremo. Era pálido y desgarbado, y a Clarke siempre le recordaba a una planta de tallo largo a la que no le daba la luz del sol.

—Según la madre de Christie —respondió—, hace poco atacaron su coche y su cubo de la basura. Parece la típica escalada de violencia.

—Entonces ¿lo de ayer noche fue un intento de asesinato?

Clarke meditó unos instantes y se encogió de hombros.

—¿El jefe está en el armario de la limpieza?

Esson negó con la cabeza.

—Pero me parece oír sus delicados andares.

Sí, Clarke también podía oírlos. Eran las características suelas de piel del inspector jefe James Page, que estaban subiendo los últimos escalones y repiqueteando por el pasillo sin moqueta que llevaba hasta la puerta.

—Bien, está usted aquí —dijo al ver a Clarke—. Mire a quién me he encontrado.

Se apartó para que ella viera a Malcolm Fox. A Clarke se le puso la columna rígida.

—¿Qué te ha sacado de la montaña? —preguntó.

Page dio un apretón en el hombro a Fox.

—Por supuesto, siempre estamos encantados de ver a nuestros compañeros de Gartcosh, ¿no es así?

Esson y Ogilvie, incapaces de responder, se miraron, y Clarke cruzó los brazos.

—El inspector Fox necesita nuestra ayuda, Siobhan —anunció Page. Luego, volviéndose hacia Fox—: ¿O es una manera demasiado fuerte de expresarlo, Malcolm?

—Darryl Christie —dijo Fox dirigiéndose a todos.

Page estaba agitando un dedo en dirección a Clarke.

—Ya se imaginará lo contento que me he puesto cuando Malcolm me ha dicho que el ataque al señor Christie estaba siendo investigado por mis propios agentes. No tenía ni idea, Siobhan. —La falsa calidez de su voz se desvaneció al mirarla fijamente—. Ya hablaremos de esto en cuanto tengamos un minuto. —Fox estaba intentando disimular su bochorno por haber deslizado el nombre de Clarke, y ella esperaba que su mirada no atenuase en modo alguno aquella incomodidad—. Así que vamos a mi despacho a mantener una pequeña conversación, ¿les parece? —añadió Page, que dio a Fox una última palmadita antes de echar a andar.

El santuario de Page era un almacén reconvertido carente de luz natural y con el espacio justo para su mesa, un archivador y un par de sillas para las visitas.

—Siéntense —dijo una vez que se hubo acomodado.

El problema era que Clarke y Fox estaban tan juntos que sus pies, rodillas y codos casi se rozaban. Clarke notó que Fox se retorcía para intentar poner algo de distancia entre ambos.

—¿Por qué le interesa a Gartcosh una agresión? —preguntó Clarke para romper el silencio.

Fox no apartó la mirada de la mesa.

—Darryl Christie es un personaje conocido. Mantiene lazos directos con la banda de Joe Stark en Glasgow. Obviamente, lo tenemos en el punto de mira.

—Entonces ¿has venido a asegurarte de que hacemos nuestro trabajo?

—Soy un observador, Siobhan. Lo único que haré es pasar un informe.

—¿Y por qué no podemos hacerlo nosotros mismos?

Fox se volvió hacia ella y Clarke se percató de que estaba un poco ruborizado.

—Porque las cosas son así. Si todo es riguroso y, conociéndote, dudo que sea de otro modo, no habrá ningún problema.

—Malcolm, debe entender que puede resultar irritante que aparezcan supervisores sin previo aviso —interrumpió Page.

—Yo me limito a hacer mi trabajo, inspector jefe Page. Tiene que haber algún correo electrónico o mensaje de teléfono del subcomisario McManus en el que especifique cuál será mi cometido.

Fox miró el ordenador portátil de Page, que estaba cerrado encima de la mesa.

—McManus dirige Crimen Organizado —comentó Clarke—. Pensaba que tú trabajabas en Grandes Delitos.

—Me han tomado prestado.

—¿Por qué?

Fox le aguantó la mirada.

—Hasta hace poco, este era mi territorio. A lo mejor pensaron que me recibirían con los brazos abiertos.

Clarke frunció los labios.

—Claro que es bienvenido, Malcolm —dijo Page—, y haremos cuanto esté en nuestra mano para que usted pueda redactar su informe y aquí todos recibamos nuestro certificado de aptitud. —Se recostó de nuevo en la silla—. Pero, dígame, Siobhan, ¿hay algo en todo esto que pueda hacer saltar las alarmas en Gartcosh?

Clarke reflexionó antes de responder.

—Su vida no corre peligro, pero la madre asegura que el coche ya había sufrido un ataque y que alguien prendió fuego a su cubo de la basura.

—Típica escalada de violencia —comentó Fox, que se ganó una mirada inescrutable de Clarke.

—¿Cree que sabe quién es el responsable? —preguntó Page.

—Todavía no he hablado con él. Le han dado el alta hoy mismo. Pensaba hacerle una visita esta noche.

Page asintió.

—¿No hubo testigos? ¿No vieron a nadie huyendo del lugar de los hechos?

—Estamos interrogando a los vecinos ahora mismo, pero nos vendrían bien más efectivos.

—Veré qué puedo hacer.

—Quizá debamos ofrecer algo a Christie —continuó Clarke—, un coche patrulla delante de su casa una noche o dos.

—Dudo que le apasione la idea.

—Pues un coche sin distintivos. Y no tiene por qué saberlo.

—¿No tiene guardaespaldas?

—Por lo visto ha prescindido de ellos.

—¿Qué significa eso exactamente?

Clarke no lo sabía.

—A lo mejor está recortando gastos —supuso—. La casa en la que vive no ha podido salirle barata.

—¿Cree que puede andar corto de dinero?

Fox entrecerró los ojos mientras sopesaba esa posibilidad.

—En cualquier caso, ¿cómo se gana la vida? —Page estaba mirando a Fox—. Ustedes deberían saberlo mejor que nadie.

—Tiene un hotel —respondió Fox—, algunos bares y discotecas y un par de casas de apuestas.

—Y hay más cosas —añadió Clarke—. Creo que tiene un túnel de lavado de coches y una empresa que ofrece el mismo servicio a domicilio.

—De acuerdo —dijo Page mirando todavía a Fox—. ¿Y si escarbamos un poco?

—No estoy al corriente de toda la información de la que dispone Gartcosh —reconoció Fox, que volvió a cambiar de postura—. Drogas, blanqueo de dinero... ¿Quién sabe?

—Christine está investigando —terció Clarke—. Puede que tengamos algo un poco más sustancioso al final de la jornada.

—Para el DIC, esto son migajas —advirtió Page—. Las palizas son algo muy habitual. —Hizo una pausa—. Pero como estamos hablando de Darryl Christie y nuestros compañeros de Crimen Organizado han mostrado interés... De acuerdo, dediquémosle todos los recursos que podamos.

—¿Incluida la vigilancia en su casa? —preguntó Clarke.

—Tal vez un par de noches. Sería aún mejor confeccionar una lista de gente que pueda guardarle rencor. Puede preguntárselo al señor Christie cuando lo vea.

—Seguro que nos dará un informe completo y sincero.

Page hizo una mueca.

—Utilice ese encanto suyo, Siobhan. Y mantenga a Malcolm plenamente informado.

—Con el debido respeto, señor —intervino Fox—, creo que necesitamos algo más que eso. —Page lo miró fijamente a la espera de una explicación—. Tengo que acompañar a la inspectora Clarke en cada paso que dé —prosiguió—. Dudo que el subcomisario McManus se conforme con menos.

Clarke estaba suplicando a su jefe con la mirada, pero Page se limitó a suspirar y asintió.

—Pues entonces váyanse.

—Señor... —protestó Clarke.

—Siobhan, es el precio que debe pagar por no contarme qué está ocurriendo delante de mis narices.

Dicho lo cual, Page levantó la pantalla del portátil y empezó a pulsar teclas.

Fox se dirigía a la sala del DIC, pero Clarke le indicó que fuera al pasillo. Fox la siguió y se detuvo cuando ella se dio la vuelta.

—Ya te puedes imaginar lo contenta que estoy con todo esto —dijo con desdén.

—Te llamé...

—Podrías haber enviado un mensaje.

—O sea, ¿que sabes que lo intenté?

—Estaba un poco ocupada, Malcolm.

—Tú no has recorrido dos veces la M8 hoy. Soy yo el que debería estar de mal humor.

—¿Quién ha dicho que estoy de mal humor?

—Lo parece.

—Furiosa es lo que estoy.

—¿Todo porque los jefes me eligieron a mí en lugar de a ti para el puesto en Gartcosh?

—¿Qué? —preguntó Clarke con fingida sorpresa—. Eso no tiene nada que ver.

—Me alegro, porque me parece que tendremos que trabajar juntos una temporadita. Y estoy bien, por cierto. Me he adaptado al nuevo trabajo, gracias por preguntar.

—¡Te mandé un mensaje el primer día!

—No lo creo.

Clarke pensó unos momentos.

—Bueno, tenía intención de hacerlo.

—Bravo.

El silencio se prolongó hasta que Clarke soltó un suspiro.

—De acuerdo, ¿cómo lo hacemos?

—Me tratarás como parte del equipo, porque eso es lo que voy a ser.

—Hasta que te largues al oeste a presentar tu informe. Y, por cierto, esto debe ser bidireccional. Tengo que ver todo lo que aparezca en los informes de Gartcosh.

—Eso requerirá aprobación.

—Pero puedes solicitarla, y lo harás.

—Y, si lo hago, ¿tú y yo firmaremos una tregua?

Fox le tendió una mano y, finalmente, Clarke se la estrechó.

—Tregua —dijo.

Clarke se encontraba frente al edificio de apartamentos de Arden Street y pulsó el botón del intercomunicador. Luego retrocedió unos pasos para que pudieran verla desde la ventana del segundo piso. Clarke saludó cuando distinguió el rostro de Rebus, que pareció titubear antes de volver al salón. Segundos después, un zumbido anunció que la puerta estaba abierta. Clarke la aguantó con el hombro para coger una caja del suelo.

—¿Me va a caer un rapapolvo? —gritó desde arriba Rebus, cuya voz rebotó en las baldosas de la pared de la escalera.

—¿Por qué...? —Clarke cayó en la cuenta—. Has ido a ver a Cafferty. Cómo no.

—Y le he arrancado una confesión completa.

—Sí, claro. ¿Te contó algo de utilidad?

—¿Tú qué crees? —Clarke había llegado al descansillo y Rebus vio la caja—. ¿He olvidado que era Navidad o algo así?

—En cierto modo. Aunque después de una treta como la de Big Ger, quizá debería reconsiderarlo.

Rebus cogió la caja y la llevó al salón. Clarke observó el lugar.

—Deborah Quant te ha sentado bien. No lo recordaba tan ordenado. Ni siquiera hay un cenicero. ¡No me digas que ha conseguido que lo dejes!

Rebus puso la caja encima de la mesa para ocultar la carta de su médico.

—A Deb no le gusta nada el desorden. Ya has visto cómo tiene el depósito de cadáveres. Podrías comer encima de la mesa de autopsias.

—Mientras no esté ocupada... —repuso Clarke.

Brillo había salido de la cesta que tenía en la cocina y Clarke se agachó para prestarle un poco de atención y rascarle los ásperos rizos que le habían dado su nombre.

—¿Sigues sacándolo a pasear dos veces al día?

—Supermercado y Bruntsfield Links.

—Está espléndido —Clarke se incorporó—. Y tú, ¿estás bien?

—Fuerte y sano.

—Deborah comentó algo de una bronquitis...

—¿Ah, sí?

—La última vez que estuve en el depósito de cadáveres.

—¿Y no viniste pitando?

—Pensé que me lo dirías cuando te pareciese oportuno. —Hizo una pausa—. Pero, conociéndote, eso no pasará nunca.

—Pues estoy bien. Pociones, inhaladores y toda esa historia.

—¿Y has dejado de fumar?

—Es pan comido. ¿Qué contiene la caja? —preguntó mientras levantaba la tapa.

—Acabado de salir del horno.

Rebus estaba estudiando el nombre que figuraba en la carpeta marrón situada encima de las demás: Maria Turquand.

—Esto no puede ser el caso completo.

—No, en absoluto. Debe de haber unas tres estanterías de material, pero tenemos todos los resúmenes y un pequeño extra.

Rebus abrió la primera carpeta y comprendió a qué se refería.

—El caso fue reabierto.

—Por tus viejos amigos de la Unidad de Revisión de Casos.

—Poco antes de que entrara a trabajar allí.

—Hace ocho años, para ser más exactos.

Rebus estaba observando la cubierta del informe.

—Yo creía que Eddie Tranter estaba al mando de la URC en aquella época. Pero aquí no figura su nombre.

Rebus siguió leyendo un poco más.

—¿Tienes suficiente para empezar?

Clarke estaba paseándose por el salón como si fuera la escena de un crimen.

—Deja de husmear y dime si ha habido noticias —le dijo Rebus.

—¿Te refieres a Christie? Poca cosa. Hablar con los vecinos no ha servido absolutamente de nada. Pero es interesante...

—¿El qué?

—Su casa es idéntica a la de Cafferty, al menos por fuera.

—¿Está imitándolo?

—O enviando un mensaje de algún tipo.

—No sé si Darryl sabe que Cafferty se ha mudado.

—¿Ah, sí?

—A un bonito piso en Quartermile.

—¿Crees que significa algo?

—A lo mejor Big Ger no se sintió halagado por el gesto del joven príncipe.

—¿Te refieres al traslado a una casa prácticamente igual?

Rebus asintió lentamente y volvió a colocar la tapa.

—¿No te meterás en un lío por haberme traído esto?

—Si nadie va a buscarlo al almacén, no.

—Te lo agradezco mucho, Siobhan. En serio. De lo contrario, tendría que quedarme aquí contemplando la pared.

—Se suponía que el perro debía ayudarte con eso.

—Parece que a Brillo le gusta el ejercicio tanto como a mí. —Vio que Clarke miraba su teléfono—. ¿Tienes que ir a algún sitio?

—Espero hablar con Darryl esta noche. —Hizo una pausa—. Y no estaré sola. Malcolm ha vuelto a la ciudad.

—Gartcosh no ha tardado mucho en volver a ponerlo en contacto.

—Es su hombre sobre el terreno. Quieren asegurarse de que no la cagamos con este caso.

—¿En serio? —Rebus meneó la cabeza lentamente—. ¿Todos los villanos que se llevan una paliza reciben la misma calidad de servicio?

Clarke forzó una sonrisa.

—A lo mejor Darryl se ha vuelto un buen samaritano.

Clarke observó a Rebus, cuya carcajada había degenerado en un ataque de tos. Abandonó el salón tapándose la boca con la mano y pudo oírlo tosiendo. Cuando regresó estaba secándose los ojos y la boca. Clarke sostuvo en alto un pequeño frasco lleno de líquido con algo flotando en su interior.

—¿Esto es lo que yo creo que es? —preguntó.

—No eres la única que me trae regalos —respondió Rebus con esfuerzo.

Después de que Clarke se marchara, Rebus vació la caja y esparció el contenido sobre la mesa del comedor. El policía encargado de la revisión del caso no resuelto era un inspector llamado Robert Chatham.

—Fat Rab— dijo en voz alta mientras leía.

Lo conocía por su reputación, pero nunca había trabajado con él. Chatham pertenecía a la Tropa F, es decir, la División F de West Lothian, con sede en Livingston. La policía de Lothian y Borders consistía en seis divisiones, o siete si contábamos la central de Fettes. La llegada de la Policía de Escocia lo había cambiado todo. Ahora ya no existía Lothian y Borders, y la ciudad de Edimburgo era conocida como División Seis, que sonaba a equipo de fútbol en caída libre. Rebus ya no asistía a los encuentros de policías que habían trabajado en LyB, pero le llegaban los rumores: jubilaciones anticipadas y agentes más jóvenes que lo dejaban a los pocos años.

—Ya no es cosa tuya, John. —Se levantó a preparar una taza de té y servir un poco de comida en el cuenco de Brillo—. ¿Te apetece dar un paseo? —dijo agitando la correa del perro, que estaba demasiado ocupado comiendo y lo ignoró—. Lo suponía.

De nuevo ante la mesa del comedor, se puso manos a la obra. La revisión del caso no resuelto fue motivada por un artículo que a Rebus obviamente se le pasó por alto. El periodista había entrevistado al road manager de Bruce Collier, un hombre llamado Vince Brady. El artículo trataba sobre la vida durante las giras en los años setenta, una mezcla de sexismo atribulado y atracones de drogas. Brady afirmaba que había visto a Maria Turquand charlando con Collier en el pasillo de la tercera planta del hotel. La habitación de Brady se encontraba justo al lado de la de Turquand, mientras que Collier, al ser «el artista», tenía la suite del final del pasillo.

«Iba a celebrarse una fiesta en la suite después del concierto y creo que Bruce estaba invitándola. Pero, antes de que diera comienzo la actuación, descubrimos que estaba fiambre [muerta], así que las celebraciones fueron un poco apagadas».

El periodista había tratado de ponerse en contacto con Collier para conocer su reacción, pero recibió un mensaje de dos palabras que más o menos equivalía a un «sin comentarios». Chatham y su equipo habían escuchado la grabación de la entrevista con Brady y luego los interrogaron a él y a Collier. Este les dijo que su road manager debía de estar en un error. No recordaba encuentro alguno, por breve que fuese.

«Después de aquella gira tuve que poner a Vince de patitas en la calle. Estaba timándonos con el merchandising y embolsándose más dinero del que yo había visto nunca. Quería desquitarse, no sé si me entiendes».

En la misma entrevista, Collier aseguraba que, en el hotel, se había pasado casi todo el tiempo hablando con «un colega de los viejos tiempos». El colega en cuestión era un músico local llamado Dougie Vaughan. Ambos habían tocado juntos en un grupo cuando iban al instituto. Vaughan seguía trabajando de guitarrista y aparecía en clubes de folk y noches de micrófono abierto por todo Edimburgo.

También era uno de los examantes de Maria Turquand. Rebus lo había visto en su caja de recortes de prensa sobre el caso. Vaughan había contado su historia a The Evening News meses después del asesinato. Una mujer con la que se había acostado una noche después de lo de Turquand lo había visto tocando en una fiesta. Había intentado contactar con ella más tarde, pero fue rechazado.

«Era una chica estupenda. Lo que ocurrió fue terrible».

Y sí, Vaughan había ido al hotel aquella tarde para ver a su viejo compañero del colegio. Y sí, había sido interrogado por la policía, pero no pudo ayudar. No tenía ni idea de que Maria Turquand se encontrara solo unas puertas más allá de la suite de Collier. Nadie la había mencionado.

Cuando Rebus terminó de leer, el té ya se había enfriado. Se pasó las manos por la cara y parpadeó para volver a enfocar. Brillo estaba en el pasillo, sentado y expectante.

—¿De verdad? —le preguntó Rebus—. Bueno, si tú lo dices...

Cogió la correa, la chaqueta, las llaves y el teléfono. Arden Street se encontraba a solo un par de minutos del parque de Meadows y Bruntsfield Links. Por allí siempre había gente paseando al perro. A veces, incluso se paraban a hablar mientras los chuchos se inspeccionaban unos a otros. A Rebus le preguntaron qué edad tenía el suyo.

Ni idea.

¿Qué raza es?

Mezcla.

Y él no dejaba de pensar en el tabaco en ningún momento.

El sol ya se ocultaba en el horizonte. Le pareció que más tarde helaría. Mientras Brillo iba corriendo de un lado para otro, Rebus se metió la mano en el bolsillo y sacó el teléfono en lugar de un paquete de tabaco nuevo. Se preguntaba si Fat Rab seguiría en el cuerpo de policía, así que llamó a la única persona que creía que podía ayudarle.

—Vaya —respondió Christine Esson—, eres mi segundo fantasma de hoy.

—Siobhan me ha contado lo de Fox.

—Ha traído flores y bombones.

—El hecho de que nunca te llame no significa que no eche de menos tu encanto e ingenio, agente Esson.

—Pero tú llamas por mis otras habilidades, ¿verdad?

—Christine, has dado en el clavo, como de costumbre.

—¿De qué se trata esta vez?

—Será sencillo, espero. Un inspector llamado Robert Chatham. Lo último que sé es que trabajaba en Livingston. Necesito hablar con él.

—Dame quince minutos.

—Eres una joya, muchachita.

Rebus colgó. A diez metros de distancia, la naturaleza estaba siguiendo su curso. Guardó el teléfono, sacó una pequeña bolsa negra de polietileno y fue hacia donde estaba Brillo.

—¿Quién era? —preguntó Fox desde la otra punta de la sala.

—Nadie.

—Qué curioso, eso mismo me ha parecido. —Fox se acercó a la mesa de Esson. Estaban solos en la sala del DIC, ya que Ronnie Ogilvie había salido a comprar unos bocadillos—. ¿En qué anda metida Siobhan?

—Ya te lo ha explicado. No tiene nada que ver con Darryl Christie.

—¿Quién es Robert Chatham? —preguntó Fox curioseando la nota que acababa de escribir Esson.

—Malcolm, ¿quieres hacer el favor de apartarte?

Fox levantó las manos en un gesto de rendición, pero se quedó cerca de su mesa, demasiado cerca para el gusto de Esson.

—¿Siobhan habla de mí alguna vez? —Esson negó con la cabeza—. Lo de Gartcosh no fue idea mía, ¿sabes? Pero habría sido una estupidez rechazarlo.

—En eso te doy la razón.

Fox inclinó la cabeza y observó la pantalla de ordenador de Esson, que volvió a mirarlo con cara de pocos amigos.

—A estas alturas ya debes de tener algo —protestó Fox.

—Toda una serie de intereses empresariales del señor Christie.

—¿Puedo verlo?

—Te lo enviaré por e-mail. —Esson pulsó algunas teclas—. De hecho, es lo que acabo de hacer. Y, ahora, ¿te importaría dejarme en paz?

Fox volvió al otro extremo de la oficina, consultando el teléfono para ver si había recibido el correo electrónico. En él no había nada que no supiera, excepto que Esson tenía las direcciones de las dos casas de apuestas. ¿Qué había dicho Sheila Graham? Que Christie blanqueaba dinero a través de ellas. Pero ¿cómo funcionaba el negocio? Fox no se lo había preguntado. Miró a Esson, pero no podía ni quería consultárselo. Lo tomaría por idiota por no conocer los pormenores. Además, se le había ocurrido una idea mejor.

—Vuelvo en un rato —anunció.

—¿Y tu bocadillo?

—Puede esperar.

—Palabras necias, Malcolm. No has visto a Ronnie cuando tiene hambre.

—Me arriesgaré.

—¿Qué le digo a Siobhan cuando la vea?

Fox pensó unos instantes.

—Dile que he salido a hacer un recado personal.

Fox bajó las escaleras, salió del edificio y respiró aire fresco. Luego se metió en su coche y puso rumbo a Leith Walk.

Clarke estaba observándolo desde su coche. En ese momento llegó un mensaje de texto y lo leyó con una sonrisa en los labios.

«Malc se ha ido. ¡Puedes entrar!».

No entendía cómo lo había sabido Christine. Probablemente era una hipótesis fundamentada. Después le llegó un segundo mensaje:

«¡Puede que incluso haya un bocadillo para ti!».

Clarke abrió la puerta del coche y se bajó.

Mejor el diablo

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