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Malcolm Fox detestaba el trayecto hasta el trabajo, sesenta y cinco kilómetros de ida y otros tantos de vuelta, en su mayoría por la M8. Algunos días parecía Los autos locos, con coches incorporándose al tráfico o tomando un desvío, camiones ocupando el carril rápido para adelantar a otros camiones, obras, averías y fuertes vientos acompañados de aguaceros. Tampoco tenía a quien quejarse. Sus compañeros de Gartcosh, el Campus de la Justicia Escocesa, se consideraban la flor y nata, y su edificio vanguardista así lo demostraba. Una vez que uno encontraba aparcamiento y mostraba su acreditación en la caseta del guarda, entraba en un complejo cerrado que se desvivía por parecer una flamante universidad para la élite. Su interior era espacioso, rebosante de luz y calor. Había salas de reuniones donde se daban cita los especialistas de diferentes disciplinas para compartir información confidencial. No solo estaban las distintas ramas de la División de Especialistas en Crímenes, sino también el Departamento Forense, la fiscalía y el ala de investigación criminal de la Agencia Tributaria, todos ellos bajo un feliz techo. No había oído a nadie protestar por lo mucho que se tardaba en llegar a Gartcosh y luego a casa, y sabía que no era el único que vivía en Edimburgo.

Edimburgo. Lo habían trasladado hacía solo un mes, pero todavía echaba de menos su viejo despacho del DIC. Sin embargo, allí no les importaba que hubiera trabajado en Asuntos Internos, la clase de policía al que odian los demás policías. Pero ¿conocía alguien el motivo de su traslado? Un agente corrupto lo había dado por muerto, y ese mismo agente había sido cazado por dos delincuentes profesionales, Darryl Christie y Joe Stark, y no se le había vuelto a ver. Los mandamases no querían que trascendiera la historia. A ello había que sumarle que la fiscalía se negaba a llevar a ninguno de los dos gánsteres a juicio cuando no se había encontrado el cuerpo.

—Un buen abogado defensor nos despedazaría —le habían dicho a Fox en una de las diversas reuniones secretas a las que asistió.

Así que le ofrecieron Gartcosh y no aceptaron un no por respuesta. Y allí estaba, intentando hacerse un hueco en la División de Grandes Delitos.

Pero no lo conseguía.

Recordó un viejo dicho de la oficina sobre el fomento de la mediocridad. Él no se consideraba mediocre, pero sabía que nunca había demostrado ser excepcional. Siobhan Clarke sí que lo era, y habría encajado a la perfección en Gartcosh. Fox vio su mirada cuando le dio la noticia, intentando disimular su perplejidad y resentimiento. Cuando Clarke se recompuso, le dio un tímido abrazo. Pero, desde entonces, su amistad se resquebrajó, y siempre encontraban alguna excusa para no ver una película o comer algo juntos. Y todo para que Fox pudiera recorrer sesenta y cinco kilómetros hasta allí y otros sesenta y cinco de vuelta hasta casa, un día tras otro.

—Tranquilízate —se dijo al entrar en el edificio.

Volteó los hombros, se enderezó la corbata y se abrochó los dos botones de la americana del traje que había comprado especialmente para su flamante puesto. También llevaba zapatos nuevos, que ya se habían ablandado lo suficiente como para que no necesitara ponerse tiritas en los talones a diario.

—¡Inspector Fox!

Fox se detuvo a los pies de la escalera y se volvió hacia el lugar de donde provenía la voz. Polo negro de manga corta con cremallera, insignia y dos acreditaciones con fotografía colgadas del cuello. Y, más arriba, una tez morena, cejas negras pobladas y cabello entrecano. Era el subcomisario Ben McManus. Por instinto, Fox se irguió para parecer más alto. Había dos subcomisarios en Gartcosh, y McManus estaba al mando de Crimen Organizado y Antiterrorismo. Su cometido no era el mismo que el de Grandes Delitos, asesinatos y cosas por el estilo, sino los casos comentados en voz baja o por medio de gestos, los casos que se investigaban tras una serie de puertas cerradas en otra parte del edificio, puertas que se abrían con una de las tarjetas magnéticas que McManus llevaba colgadas del cuello.

—¿Sí, señor? —dijo Fox.

El subcomisario le tendió la mano, agarró la de Fox cuando este se la estrechó y puso la que le quedaba libre encima de las dos.

—No nos han presentado como es debido. Me consta que Jen le ha tenido ocupado...

Jen era la jefa de Fox, la subcomisaria Jennifer Lyon.

—Sí, señor —repitió Fox.

—Se ha adaptado bien, según me han dicho. Sé que al principio puede resultar un poco desconcertante. Es un ambiente muy distinto al que estaba usted acostumbrado. Nos ha ocurrido a todos, créame. —McManus, que ya le había soltado la mano, estaba subiendo las escaleras con brío y Fox intentaba seguirle el ritmo—. Me alegro de que haya venido. Hablan muy bien de usted en la División Seis. —La División Seis era la ciudad de Edimburgo—. Y, por supuesto, su historial habla por sí solo, incluso lo que no queremos que vea nadie que no pertenezca a la Policía de Escocia.

McManus esbozó una sonrisa que probablemente pretendía ser tranquilizadora, pero a Fox solo le indicó que aquel hombre le quería para algo y había pedido que lo investigaran. Cuando llegaron a lo alto de las escaleras, se dirigieron a una de las salas de cristal insonorizadas que utilizaban para las reuniones privadas. Podían echar las cortinas si era necesario. Alrededor de la mesa rectangular había espacio para ocho personas, pero solo los esperaba una mujer.

Esta se levantó cuando entraron y se pasó un mechón rebelde de cabello rubio por detrás de la oreja. Fox calculó que tendría entre treinta y treinta y cinco años. Medía un metro setenta y llevaba una falda oscura y una blusa azul claro.

—Ah, incluso nos han traído café —anunció McManus al ver la cafetera y las tazas—. No estaremos mucho rato, pero sírvanse si les apetece.

Fox y la mujer captaron la indirecta y negaron con la cabeza.

—Soy Sheila Graham, por cierto.

—Lo siento —intervino McManus—, es culpa mía. Sheila, este es el inspector Fox.

—Malcolm —repuso Fox.

—Sheila es de la Agencia Tributaria —prosiguió McManus—. Probablemente no le han enseñado aún la parte del edificio donde trabaja.

—He pasado por allí unas cuantas veces —respondió Fox—. Hay mucha gente tecleando.

—Es algo así, sí —dijo McManus, que había tomado asiento e indicó a Fox que hiciera lo propio.

—Nos dedicamos a lo habitual —terció Graham con la mirada clavada en Fox—: alcohol y tabaco, blanqueo de dinero, delitos informáticos y fraudes. Es sobre todo contabilidad forense básica, aunque, en la era digital, de básica tiene poco. Se puede enviar dinero ilícito a la otra punta del mundo en un santiamén y abrir y cerrar una cuenta bancaria casi igual de rápido. Y eso sin adentrarnos en Bitcoin y la Internet Oscura.

—Ya me he perdido —dijo un sonriente McManus, que abrió los brazos en un gesto de derrota.

—¿Me van a trasladar? —preguntó Fox—. Me veo capaz de hacer un balance, pero...

—Tenemos muchos contables —respondió Graham con una sonrisa casi inapreciable—. Y ahora mismo están investigando a un hombre al que usted, por lo visto, conoce: Darryl Christie.

—Lo conozco, en efecto.

—¿Se ha enterado de lo que ocurrió ayer por la noche?

—No.

A Graham pareció decepcionarle la respuesta, como si, por algún motivo, Fox le hubiera fallado ya.

—Le dieron una paliza y acabó en el hospital.

—En el negocio en el que anda metido siempre hay un precio que hay que pagar —dijo McManus, que se había puesto de pie y estaba sirviéndose café sin ofrecer a Fox y Graham.

—¿Qué es lo que le interesa a la Agencia Tributaria? —preguntó Fox.

—¿Sabe que Christie es propietario de varias casas de apuestas? —Fox decidió no confesar que aquello también era nuevo para él—. Creemos que ha estado utilizándolas para blanquear dinero, el suyo y el de otros delincuentes.

—¿Como Joe Stark, de Glasgow?

—Como Joe Stark, de Glasgow —repitió Graham con un tono que dejaba entrever que Fox se había redimido un poco.

—Stark y sus muchachos aterrizaron en Edimburgo hace unos meses —explicó Fox—. Joe y Darryl acabaron trabando amistad.

—Hay otros aparte de Stark —terció McManus antes de beber un sorbo de café—. Y no solo en Escocia.

—Menuda empresa —comentó Fox.

—Casi con total seguridad, estaríamos hablando de millones —coincidió Graham.

—Necesitamos a alguien que esté sobre el terreno, Malcolm. —McManus se inclinó hacia delante—. Alguien que conozca el territorio pero nos mantenga informados.

—¿Con qué fin?

—Puede que en el interrogatorio por la agresión afloren nombres o información. Habrá muchos pollos sin cabeza corriendo por ahí mientras Christie se recupera. Entre tanto, debe de estar preguntándose si se enfrenta a un socio o a un enemigo.

—Es posible que empiece a pifiarla.

—Es posible —dijo Graham asintiendo lentamente.

—Entonces ¿vuelvo a Edimburgo?

—Como turista, Malcolm —advirtió McManus, agitando el dedo índice—. Cerciórese de que saben que trabaja usted para nosotros, no para ellos.

—¿Les digo que la Agencia Tributaria tiene a sus sabuesos husmeando el rastro de Christie?

—Mejor no —sentenció Graham.

—Trabajará usted para mí, Malcolm. —McManus ya se había terminado el café y se levantó. La reunión había concluido—. Y es natural que en Crimen Organizado queramos saber qué está ocurriendo.

—Sí, señor. ¿Y dice usted que le agredieron ayer noche? Imagino que la investigación acaba de empezar...

—Se encarga del caso... —Graham cerró un momento los ojos tratando de recordar el nombre—. La inspectora Clarke.

—Cómo no —dijo Fox con una sonrisa forzada.

—¡Excelente! —McManus dio una palmada, se volvió con brusquedad y abrió la puerta.

Fox se levantó, asegurándose así de que Sheila Graham estuviera prestándole atención.

—¿Hay algo más que deba saber?

—Creo que no, Malcolm. —Ella le entregó su tarjeta de visita—. La mejor manera de contactar conmigo es el teléfono móvil.

Fox también le ofreció su tarjeta.

—No sabía lo de las casas de apuestas, ¿verdad? —preguntó ella con unos ojos centelleantes—. Aunque su cara de póquer ha sido bastante buena...

Lo primero que advirtió Siobhan Clarke cuando aparcó delante de la casa de Christie fue que su tamaño y diseño eran prácticamente idénticos a los de la vivienda que tenía Cafferty en la otra punta de la ciudad. Era un edificio de piedra victoriano de tres plantas con grandes ventanas saledizas flanqueando la puerta principal y, a un lado, un largo camino que conducía a un garaje independiente. La verja estaba abierta, así que enfiló el camino y llamó al timbre. Ya había detectado las cámaras de vigilancia que describió el agente la noche anterior y había otra empotrada en la mampostería junto al timbre.

La recibió Gail McKie. Se encontraba en el vestíbulo y la puerta semividriada que tenía detrás daba al salón principal. Parecía que no había dormido; llevaba la misma ropa que en el hospital y el cabello le caía lánguido sobre los hombros.

—Si hubiera sabido que era usted, ni me habría molestado —dijo a modo de saludo.

Clarke señaló la cámara.

—Entonces ¿no la utiliza?

—Es de pega, como todas las demás. Estaban ahí cuando compramos la casa. Darryl siempre dice que hay que instalar cámaras de verdad.

—¿Cómo está?

—Volverá hoy a casa.

—Me alegro.

—Dos de los suyos han estado acosando a los vecinos.

—¿No quiere que intervenga la policía?

—¿Acaso les importa?

—A algunos de nosotros sí.

—Pues vayan a hablar con Cafferty.

—No digo que no lo hagamos en un futuro, pero primero tenemos que encajar las piezas, empezando por dónde encontró a Darryl.

—No servirá de nada. No vi a nadie.

—¿Darryl estaba inconsciente?

—Por un momento creí que estaba muerto.

McKie contuvo un escalofrío.

—¿Es posible que sus otros hijos vieran u oyeran algo?

La mujer negó con la cabeza.

—Se lo pregunté ayer por la noche.

—¿Puedo hablar con ellos?

—Están en la universidad.

Clarke pensó unos instantes.

—¿Podemos ir a echar un vistazo al camino?

McKie parecía reacia, pero entró en la casa y reapareció con un impermeable Burberry de color crema sobre los hombros. Luego echó a andar y señaló una de las cámaras de seguridad.

—Con su lucecita roja y todo. Parece de verdad, ¿eh?

—¿Se cometen muchos robos por aquí?

McKie se encogió de hombros.

—Cuando tienes lo que la gente desea, empiezas a inquietarte.

—A lo mejor Darryl pensaba que nadie entraría en su casa por ser quien es. —Clarke esperó, pero McKie no respondió—. Es una buena zona de la ciudad —apostilló.

—Ha cambiado un poco desde que llegamos.

—¿La casa la eligió Darryl?

McKie asintió. Habían llegado al Range Rover Evoque blanco, estacionado junto a la entrada trasera de la casa. Clarke señaló las luces de seguridad que había encima del garaje y la puerta.

—Quien estuviera esperándolo tuvo que activar las luces, ¿no?

—Es posible. Pero, si estás dentro con las cortinas echadas, no te enteras.

—¿Y los vecinos?

—Al estar cerca del jardín botánico hay muchos zorros por aquí. Siempre que veo una luz encendida en alguna casa, doy por hecho que es eso.

En el camino, junto a la puerta del conductor, había manchas de sangre secas. McKie apartó la mirada.

—Él no querría que se lo contara —dijo en voz baja—, pero lo haré de todos modos.

—Soy toda oídos —dijo Clarke.

—Hubo advertencias.

—¿Ah, sí?

—Una noche, Darryl aparcó el coche en la calle. A la mañana siguiente, le habían rajado las ruedas delanteras. Fue hace un par de semanas. Y la semana pasada ardió el cubo de la basura.

—¿A qué se refiere?

—Lo sacamos para la recogida y alguien le prendió fuego. Échele un vistazo usted misma.

El cubo de la basura se encontraba a la derecha de la puerta trasera. La tapa de plástico estaba retorcida y ennegrecida y parte de un lateral se había derretido.

—¿No dio parte de todo esto?

—Darryl dijo que seguramente era cosa de críos, aunque no sé si lo pensaba de verdad. Ningún otro vecino de la calle había recibido el mismo trato.

—¿Cree que iban a por él?

McKie se volvió a encoger de hombros y, con el gesto, el impermeable cayó al suelo. Se agachó a recogerlo, lo sacudió y volvió a ponérselo.

—¿Ha hablado con él desde anoche?

—No vio nada. Le golpearon en la cabeza cuando estaba cerrando el coche. Dice que cayó como una losa. Esos cabrones debieron de seguir pegándole cuando estaba inconsciente.

—¿Darryl cree que hubo más de un atacante?

—No tiene ni idea. Es deducción mía.

—¿Tiene conocimiento de algún otro incidente o amenaza? ¿Una nota tal vez?

McKie negó con la cabeza.

—Sea lo que sea, Darryl lo averiguará. —Miró fijamente a Clarke—. A lo mejor es eso lo que ustedes temen, ¿no?

—Señora McKie, sería muy poco inteligente que su hijo se tomara la justicia por su mano.

—Darryl siempre ha sido muy suyo, incluso de niño. Insistió en conservar el apellido de su padre en el registro de la escuela cuando ese capullo nos abandonó. Luego, cuando Annette murió... —Hizo una pausa y respiró hondo, como si estuviera controlando una fuerte emoción—. Darryl creció rápido. Rápido, fuerte e inteligente. Mucho más inteligente que ustedes.

El teléfono de Clarke empezó a vibrar. Lo sacó del bolsillo y miró la pantalla.

—Cójalo si quiere.

Pero Clarke negó con la cabeza.

—Puede esperar. ¿Podría comentarle una cosa a Darryl de mi parte?

—¿De qué se trata?

—Me gustaría hablar con él. Debería acceder a verme.

—Sabe de sobra que no le dirá nada.

—Aun así, me gustaría intentarlo. —McKie se lo pensó un poco y acabó asintiendo—. Gracias —dijo Clarke—. Puede que vuelva esta noche para hablar también con sus hijos.

—¿Le pagan más por trabajar hasta tarde?

—Ya me gustaría.

Gail McKie sonrió por fin, lo cual la hacía parecer más joven, y Clarke recordó a aquella mujer que posaba ante las cámaras y atendía preguntas sobre la desaparición de Annette en las ruedas de prensa. Habían cambiado muchas cosas desde entonces, y el que más había cambiado de todos era Darryl.

—¿Hacia las siete? —propuso Clarke.

—Ya veremos —repuso Mckie.

De camino a la verja, Clarke volvió a consultar el teléfono. Una llamada perdida. No habían dejado mensaje, pero reconoció el número.

—¿Qué carajo quieres, Malcolm? —dijo con un suspiro mientras se guardaba el teléfono en el bolsillo.

Mejor el diablo

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