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ОглавлениеFox no había puesto un pie en una casa de apuestas desde que era adolescente. A su padre no le gustaba mucho el juego, pero el sábado por la mañana estudiaba el programa de mano de las carreras y apostaba por cuatro caballos diferentes. Él lo llamaba un «yanqui». Si Malcolm estaba en casa y a Mitch no le apetecía caminar, lo enviaba al corredor de apuestas de su calle, pese a sus protestas de que una llamada telefónica era igual de fácil o de que, para variar, podía hacerlo su hermana Jude. Pero Mitch quería un recibo en papel para asegurarse de que la apuesta había quedado registrada. Malcolm no recordaba que hubiera ganado una sola vez; nada de lo que mereciera la pena jactarse delante de un hijo. Y Jude nunca estaba allí.
Al entrar en Diamond Joe’s le sorprendió no ver a ningún anciano andrajoso con un lápiz desgastado y una colilla entre los dedos. Igual que antaño, había una cajera detrás de una pantalla de cristal, pero el lugar estaba repleto de máquinas centelleantes y televisores colgados en la pared. En un canal retransmitían un torneo de golf; en otro, tenis, y en otros dos, carreras hípicas. Pero los pocos jugadores que había estaban concentrados en las máquinas. Delante de cada una de ellas había un taburete. Muchos parpadeos, pitidos desenfadados y luces de colores. No solo había tragaperras de alta tecnología, sino también versiones del blackjack y la ruleta. Indeciso, Fox se dirigió a uno de los modelos de aspecto más básico. En el centro tenía cuatro carretes. Introdujo una moneda de una libra y pulsó un botón que parpadeaba. Una vez que los carretes dejaron de girar, unas luces y unos sonidos tintineantes le indicaron que debía hacer algo, pero ¿qué? Presionó un botón y luego otro. No ocurrió nada y le quedaba solo un crédito. Pulsó el botón de inicio y esperó a que se detuvieran los carretes. ¿Algo? Nada. Volvió a pulsar el botón de inicio, pero la máquina no se dejó engañar.
En quince segundos se había esfumado una libra.
Se quedó sentado en el taburete fingiendo enviar un mensaje de móvil mientras escrutaba la sala. La cajera parecía aburrida. Estaba mascando chicle y mirando su teléfono. Fox se le acercó.
—¿Aquí se puede apostar a los caballos? —preguntó. La cajera se lo quedó mirando y luego consultó las pantallas—. ¿Cómo se hace? —insistió.
—Los boletos están ahí —respondió ella—. O puede hacerlo por Internet —añadió agitando el teléfono móvil—. La aplicación es gratuita. Incluso regalan diez libras a los nuevos.
Fox asintió y se dirigió a la estantería donde se encontraban los boletos. Cogió uno y lo estudió. Le recordaba a los deberes de matemáticas, todo cuadrículas, símbolos y letras que supuestamente debían decirle algo. Su padre anotaba el nombre de cada caballo junto a la hora y el lugar de la carrera, arrancaba el trozo de papel y lo adjuntaba a su apuesta.
Al lado de los boletos había un expositor de quinielas. Como seguidor del Hearts, Mitch jugaba cada sábado, y nunca era capaz de otorgar a su equipo nada que no fuera una victoria. Fox sonrió al recordarlo y entonces oyó un sonido que parecía un neumático perdiendo aire. Era la palabra «¡Sí!» estirada al máximo, y llegaba desde uno de los taburetes. El jugador se frotó las manos mientras asomaba un trozo de papel por una ranura. Luego se lo llevó a la cajera.
—Con eso bastará por hoy, Lisa —dijo.
La cajera miró el papel, lo introdujo en una máquina, abrió un cajón y contó diez billetes de veinte libras.
—Necesitaré recibo —dijo el hombre. La cajera se lo entregó y el cliente lo guardó todo en el bolsillo de la americana—. Es un placer hacer negocios contigo.
A continuación se dirigió a la puerta, pero se detuvo cuando sus dedos apenas habían rozado el tirador. Después se dio la vuelta, entregó a la cajera un billete de veinte y recibió unas monedas a cambio. Las recogió, fue hacia una de las máquinas, se sentó y empezó a jugar de nuevo.
Fox se percató de que estaba siendo observado. Hizo un gesto para indicar a la cajera que se llevaba un boleto de la quiniela y salió al mundo exterior. Una vez allí, arrugó el boleto y lo tiró en la papelera más cercana.
No estaba seguro de haber averiguado nada de utilidad, pero, a falta de algo mejor que hacer, fue a la siguiente dirección. Con asombrosa originalidad, el lugar se llamaba Diamond Joe’s Too. Entró y se dirigió a la caja. La configuración era idéntica a la de su empresa hermana, pero, en este caso, detrás del cristal había un hombre de unos cuarenta años y semblante precavido. Fox le entregó un billete de veinte y pidió monedas de una libra.
—¿Conoce nuestra nueva aplicación? —preguntó el cajero.
—Te regalan un crédito de diez libras —dijo Fox—. La utilizo continuamente.
—Pero no es lo mismo, ¿verdad? —añadió el hombre, señalando las máquinas con la cabeza.
—Para nada —coincidió Fox, y fue a buscar un taburete.
Había perdido ocho libras, pero empezaba a cogerle el truco cuando de repente se abrió la puerta y entró una mujer, que dejó el bolso en el suelo junto a una máquina de blackjack, se quitó la chaqueta de piel y empezó a jugar como quien acaba de iniciar su jornada en la cadena de montaje. Ni siquiera había mirado a los demás clientes, pero con un dedo acarició lentamente la máquina que tenía delante como si de ese modo pudiera infundirle generosidad de espíritu.
Fox aguardó su momento, alimentando poco a poco su máquina. Incluso se anotó un par de victorias menores que conservó como créditos. Quince minutos para perder veinte libras. No sabía si era cortés observar a la gente mientras jugaba, pero la mirada amenazante del joven sentado a su lado le aclaró este particular, así que se dirigió a la mujer, que siguió enfrascada en la máquina.
—No me interesa —dijo.
—Hola, Jude.
La hermana de Fox volvió la cabeza. Como de costumbre, su pelo lacio necesitaba agua y jabón y se le había corrido la sombra de ojos. Su boca formó una delgada línea.
—¿Me estás vigilando?
—Ha sido pura coincidencia —respondió Fox, encogiéndose de hombros.
—No sabía que te gustara el juego. Tú siempre apuestas sobre seguro.
—¿Y tú?
Jude esbozó una amplia sonrisa.
—Somos la noche y el día, hermano. La noche y el día.
—¿Sueles venir a este sitio?
—Siempre dijiste que necesitaba algo que me sacara de casa.
—Sí, es una buena manera de conocer gente.
—Y ¿para qué coño quieres conocer gente?
—Se supone que la vida funciona así, Jude.
Se concentró un momento en el juego y se volvió de nuevo hacia él.
—¿Qué cojones te pasa, Malcolm? —dijo recalcando por igual cada una de sus palabras.
—¿Alguna vez has jugado por Internet? ¿Has utilizado la cómoda aplicación de Diamond Joe’s?
—Eso no es asunto tuyo.
—Si no fuera porque cada semana ingreso una cantidad de tres cifras en tu cuenta.
—Si esperas que te dé las gracias, será mejor que te busques otro caso de beneficencia.
—Yo pensaba que estaba ayudando a mi hermana a salir del atolladero.
Sin levantarse del taburete, Jude se dio la vuelta del todo y lo miró enfurecida.
—No, Malcolm, lo que estabas haciendo era repartir dinero entre la familia porque te sentías culpable. Cuando murió papá, solo te quedaba yo. Y tenías que dárselo a alguien, ¿verdad? Así podías sentirte satisfecho contigo mismo.
—Por el amor de Dios, Jude...
Fox vio que la expresión de su hermana se ablandaba un poco. Pero, en lugar de disculparse, se volvió hacia la máquina.
—¿Podéis dejar de cotorrear? —protestó un cliente que estaba utilizando la tragaperras de enfrente—. Intento concentrarme.
—Vete a la mierda, Barry —le espetó Jude—. En cinco minutos estarás sin blanca y tendrás que largarte.
—¿En serio es tu hermana? —respondió el hombre mirando a Fox—. Seguro que te habría encantado ser hijo único.
—Nos pasa a los dos —afirmó Jude, que introdujo más dinero en la insaciable ranura.
La dirección de Robert Chatham correspondía a una casa adosada en la zona costera de Newhaven. Abrió la puerta una mujer y Rebus le explicó que era un antiguo compañero que quería reencontrarse con él.
—Esta noche trabaja.
—¿Ah, sí?
—En Lothian Road. Es portero.
Rebus asintió a modo de agradecimiento, se montó en el Saab, desanduvo el trayecto hasta la ciudad y aparcó junto a una parada de autobús situada a mitad de Lothian Road. En la amplia calle había media docena de bares, la mayoría de los cuales cambiaban tan a menudo de nombre y decoración que Rebus no habría podido seguirles la pista aunque quisiera. En el primer local, los porteros, que iban vestidos de negro, eran demasiado jóvenes, pero se detuvo de todos modos.
—Estoy buscando a Robert Chatham —dijo y recibió una taciturna negativa—. Gracias por la conversación en todo caso.
El siguiente bar no sentía la necesidad de contratar personal de seguridad. Parecía acogedor; se oyeron risas dentro cuando un juerguista abrió la puerta para encenderse un cigarrillo.
«Una cerveza no te matará —pensó Rebus—. Podrías tomarte media pinta». Pero siguió adelante. Los fines de semana, Lothian Road podía ser un lugar horripilante: encuentros entre despedidas de soltero de chicas y chicos, y jóvenes trabajadores colocados por las drogas, el alcohol y la propia vida. Pero esa noche todo estaba tranquilo, o era demasiado temprano y hacía demasiado frío para que las aceras estuvieran animadas. Cuando Rebus se acercaba al tercer bar, se fijó en su solitario portero. Era ancho de espalda, llevaba un abrigo de tres cuartos oscuro y la cabeza afeitada y parecía que no tuviera cuello. Rondaba los cincuenta años, pero estaba en forma y alrededor del bíceps llevaba una identificación metida en un brazalete de plástico transparente.
—Me suena su cara —dijo el hombre cuando Rebus se detuvo delante de él.
—Antes era inspector de policía —respondió Rebus.
—¿Trabajamos juntos alguna vez?
Rebus negó con la cabeza y le tendió una mano.
—Me llamo John Rebus. —Chatham le estrechó la mano con firmeza y Rebus intentó corresponderle—. Y usted es Robert Chatham.
—Mi pareja me avisó de que tendría visita. Pero usted ya no está en el cuerpo, ¿verdad?
—Hago algunos trabajos como civil. ¿Cuánto hace que lo dejó?
—Tres años.
Chatham se apartó para abrir la puerta a dos recién llegados, lo cual permitió a Rebus atisbar el interior del bar. Estaba demasiado oscuro para su gusto y la banda sonora era atronadora.
—¿Eso es lo que se llama «techno»? —preguntó.
—Yo lo llamo «ruido» —repuso Chatham—. Y, bien, ¿qué puedo hacer por usted?
—Estuvo usted una temporada en la URC.
—Una temporada muy corta. Eddie Tranter estaba de baja por enfermedad.
—Yo también trabajé en la URC poco después.
—¿Ah, sí?
—He estado investigando un caso: Maria Turquand. —Chatham asintió lentamente sin mediar palabra—. Lo desempolvó usted cuando Vince Brady aportó nuevas pruebas.
—¿Pruebas? —repitió Chatham resoplando—. Era su palabra contra la de Bruce Collier, que puso a sus abogados a trabajar en menos que canta un gallo. Amenazó con demandar a Brady, a Lothian y Borders y a cualquier periódico con el que habláramos.
—¿Cree que tenía algo que ocultar?
Chatham pensó en ello.
—La verdad es que no —dijo a la postre.
—¿Piensa que siempre había sido amante de Turquand?
—Deduzco que ha visto los informes. ¿Usted qué opina?
—¿Podríamos hablar de esto en algún lugar que no sea una acera de Lothian Road?
—No acabo hasta la medianoche y el único sitio al que iré después es a dormir.
—¿Mañana por la mañana?
El portero se quedó mirando a Rebus.
—Dudo que vaya a serle de gran ayuda.
—Se lo agradecería de todos modos.
—Hay una cafetería en North Junction Street —respondió Chatham finalmente—. Hacen los mejores bollos de beicon de la ciudad. ¿A las diez le va bien?
—Perfecto.
Se estrecharon de nuevo la mano y Rebus fue a buscar su coche. Volvió la cabeza para mirar por última vez a Chatham, pero este andaba ensimismado en su teléfono, que sostenía cerca de la cara mientras pulsaba la pantalla. ¿Estaba enviando un mensaje o llamando? Rebus obtuvo respuesta cuando Chatham se llevó el móvil a la oreja, estaba mirándolo cuando empezó a hablar.
—Lectura de labios, John —musitó Rebus—. Ya tienes una posible afición.
Después abrió el Saab, se montó y encendió la calefacción. Su piso de Marchmont se encontraba a solo cinco minutos de distancia. Brillo debía de necesitar un paseo.
Su cita con Darryl Christie estaba programada para las siete, pero este la pospuso a las ocho. Sin embargo, cuando llegaron a la puerta, su madre les dijo que Darryl andaba «un poco ocupado» y les pidió que volvieran en una hora.
Ambos regresaron a sus respectivos coches, que habían estacionado en la calle. Al cabo de un par de minutos, Fox abrió la puerta del acompañante del Astra de Clarke.
—¿Tiene algún sentido que estemos en dos coches distintos?
—Tú mismo —repuso ella.
Pero no parecía contenta cuando Fox entró, así que se entretuvo con el teléfono móvil mientras él observaba el lugar por el parabrisas.
—Me ha parecido ver un zorro —comentó Fox.
Clarke levantó la cabeza.
—Merodean por aquí, sí.
Como hecho a propósito, en ese momento se encendieron las luces exteriores de la casa del vecino de Christie y pudieron distinguir una esbelta figura pasando por delante.
—¿Por qué crees que eligieron este lugar? ¿Por qué le pegaron una paliza delante de su casa?
—No tiene por qué haber un motivo real.
—¿Esta dirección es de dominio público?
—Juraría que no.
—Lo cual reduce un poco las posibilidades.
—Es posible —reconoció Clarke. Transcurridos otros quince segundos, dejó de fingir que estaba ocupada con el teléfono y se volvió hacia él—. Pero me interesa más saber por qué lo eligieron a él.
—Esta tarde he ido a sus casas de apuestas.
—¿Ah, sí?
—Solo a echar un vistazo.
—Christine me contó que te había informado sobre sus varios negocios. ¿Puedo preguntarte por qué te has centrado en eso en lugar de sus otros intereses?
—A lo mejor estaban al principio de la lista.
—Pero no lo estaban, ¿verdad?
Fox meditó unos momentos.
—A la Agencia Tributaria le interesa Christie. Creen que está blanqueando dinero.
—Lo mencionaste en el despacho de Page.
—Si está blanqueando dinero para varias bandas de todo el país, cualquiera podría haberse vengado de él.
—¿Por estafarles?
—No lo sé.
—¿Qué te parece si dejo caer el nombre de Cafferty?
—Con él yo no descartaría nada. Pero probablemente solo haría movimientos si sospechara que Darryl se ha visto debilitado por algún motivo.
—¿Por ejemplo?
Fox se encogió de hombros.
—Quizá averigüemos algo cuando hablemos con Darryl.
—Seré yo quien hable, Malcolm. Tú te limitarás a escuchar.
—Entendido. —Hizo una pausa—. ¿Estamos rompiendo un poco el hielo?
—Es posible. ¿Has preguntado a la gente de Gartcosh si compartiría información?
—Se lo están pensando.
—Es agradable saber que formamos parte de una gran familia feliz...
Al volverse, Clarke vio a Gail McKie salir al camino, abrir la puerta y dirigirse al Astra. Clarke bajó la ventanilla y el rostro de McKie apareció en el hueco.
—Ya está listo —les avisó antes de regresar a la casa.
—Vamos allá —dijo Clarke, que luego subió la ventanilla y sacó la llave del contacto.
McKie estaba esperándolos en el descansillo.
—Está en el salón —anunció—. Me ha dicho que no me moleste en ofrecerles una copa porque no se quedarán mucho rato.
—¿Están sus otros dos hijos? Nos gustaría hablar un momento con ellos —preguntó Clarke.
McKie negó con la cabeza.
—Han salido con unos amigos.
—Qué lástima.
—Realmente no tienen nada que comentar.
—Eso deberían decírmelo ellos.
Clarke abrió la puerta y entró en el salón. Había un sofá con estampado de flores y casi todo el suelo estaba cubierto por una enorme y colorida alfombra, probablemente persa o india. Sobre las mesitas había jarrones con flores y en el centro de la sala, sentado en una silla de comedor que había traído de alguna otra estancia, estaba Darryl Christie. Llevaba un chándal holgado y unas zapatillas deportivas brillantes, pero parecía rígido y dolorido. Le habían puesto esparadrapo en la nariz y todavía tenía los ojos hinchados y amoratados.
—¿Qué tal se encuentra? —preguntó Clarke.
—He tenido días mejores.
Hablaba en voz baja, como si cada palabra le doliera.
—Tengo entendido que le han roto varias costillas.
—Me han puesto una especie de corsé.
Christie estaba observando a Fox, que se encontraba detrás de Clarke con las manos metidas en los bolsillos.
—Tiene mucho mejor aspecto que la última vez que nos vimos —comentó Christie, pero Fox se mantuvo impertérrito—. Si le extraña lo de la silla de comedor, me va mejor que una butaca. Pero, adelante, pónganse cómodos.
Se sentaron uno al lado del otro en el sofá. Christie alzó lentamente una mano y se la pasó por el pelo, que necesitaba un buen lavado. En la barbilla y las mejillas asomaba una barba incipiente y tenía los nudillos de la mano izquierda magullados.
—También perdí un diente —les dijo—. De ahí el siseo.
Intentó sonreír para que vieran el hueco.
—Hemos preguntado a los vecinos —le informó Clarke—. Nadie vio ni oyó nada y las pocas grabaciones de las cámaras de seguridad que hemos recopilado no parecen haber captado a quien lo hizo. Por eso esperamos que pueda usted ayudarnos.
—Siento decepcionarlos. Fuera quien fuese, estaba al acecho, seguramente en la parte trasera o al lado del garaje. Cuando llegué, la luz de seguridad estaba encendida, así que no me alertó. Vinieron por detrás y me golpearon en la cabeza. Antes de que empezaran a pegarme ya me había quedado inconsciente.
—¿Cree que fue un profesional?
—¿Ustedes no?
—Eso me lleva a la siguiente pregunta: ¿alguna idea de quién podía tenérsela jurada?
—No tengo un solo enemigo en el mundo, inspectora Clarke.
—¿Ni siquiera Big Ger Cafferty? —terció Fox, que se ganó una adusta mirada de soslayo de Clarke.
—No fue Cafferty, al menos personalmente. Le habría oído jadear por el esfuerzo.
—¿Cree que fue un atacante o fueron dos? —preguntó Clarke.
—Con uno habría bastado. No soy la persona más musculosa del mundo. La última vez que pisé un gimnasio fue en el instituto.
—¿Se ha enemistado con algún socio recientemente?
Fue Fox quien formuló la pregunta y Christie se lo quedó mirando.
—¿Sabe por qué dejé de ir por ahí con un séquito? Porque no lo necesitaba. Como les decía, no tengo enemigos.
—Además, todo el mundo sabe que, si le tocan, también están fastidiando a Joe Stark y a sus hombres. Me sorprende que no haya venido de Glasgow con uvas y Lucozade.
—Joe no ha tenido nada que ver en todo esto.
Christie cambió de postura y torció el gesto a causa de una repentina punzada de dolor.
—Sabemos lo de los neumáticos del coche y el incendio del cubo de la basura —afirmó Clarke—. Si alguien va a por usted, probablemente no parará. En el mejor de los casos, solo intentan meterle miedo por alguna razón.
—Qué tranquilizador, inspectora Clarke.
—Tiene que pensar en su familia y en usted, Darryl.
—¡Yo nunca dejo de pensar en mi familia!
—Entonces quizá debería mandarlos a otro sitio hasta que todo esto acabe.
Christie asintió lentamente.
—Tal vez lo haga, gracias.
—Y a lo mejor cree que no necesita guardaespaldas, pero uno o dos hombres no le vendrían nada mal. Que estén cerca durante el día y vigilen por la noche. Por nuestra parte, enviaremos coches patrulla a dar una vuelta por el barrio a intervalos regulares al menos un día o dos.
Christie siguió asintiendo.
—Casi parece que les importe —dijo a la postre, mirando alternativamente a Clarke y Fox.
—Solo hacemos nuestro trabajo —repuso Clarke—. Aunque, sin su cooperación, quizá no baste para impedir otro ataque.
—O puede que incluso vaya a más —apostilló Fox.
—Yo creía que estaba cooperando —dijo Christie con aire pretendidamente quejumbroso.
—En su trabajo, Darryl, si no tiene usted enemigos es que está haciendo algo mal —afirmó Clarke y a continuación se puso en pie—. Sé que ahora mismo sufre dolores y probablemente no esté tomando calmantes porque quiere tener la cabeza despejada. Así puede concentrarse en la lista de candidatos. Permítame que le dé un consejo: no empiece una guerra. Puede facilitarnos los nombres y nosotros haremos las comprobaciones pertinentes. No será un signo de debilidad, se lo prometo. Todo lo contrario. —Estaba delante de él con las manos juntas—. Y a lo mejor debería sustituir esas cámaras falsas por unas de verdad, ¿de acuerdo?
—Lo que usted diga, inspectora Clarke.
Clarke echó a andar y Fox la siguió a corta distancia. Fox miró de soslayo a Christie y este le lanzó un guiño de lo más taimado, pero consiguió mantenerse impasible.
—¿No te había dicho que no hablaras? —farfulló Clarke.
—Lo siento, no he podido evitarlo.
Clarke abrió el coche, pero se quedó en la acera contemplando la casa de la que acababa de salir.
—¿Hemos descubierto algo de utilidad? —preguntó Fox.
—Yo pensaba que estaba intentando imitar a Cafferty —respondió Clarke—. Pero lo de la casa no es por eso.
—Entonces ¿por qué es?
—¿Quién crees que ha decorado ese salón y ha comprado esa tela floreada?
—¿Su madre?
Clarke asintió.
—Todo esto lo ha hecho por ella. Puede que haya conservado el apellido de su padre, pero el corazón de Darryl pertenece a su madre...