Читать книгу Nombrar a los muertos - Ian Rankin - Страница 11
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ОглавлениеRebus se despertó a la primera luz y comprobó que no había corrido las cortinas por la noche. El televisor daba el primer informativo; la principal noticia era el concierto de Hyde Park, y entrevistaban a los organizadores sin mencionar Edimburgo. Lo apagó y fue al dormitorio. Se quitó la ropa de la víspera y se puso una camisa de manga corta y pantalones amplios de algodón. Tras echarse agua en la cara, miró los resultados en el espejo y comprendió que necesitaba algo más. Cogió las llaves y el móvil (lo había puesto a cargar por la noche, así que no debió de llegar muy borracho) y salió del piso. Dos tramos de escalera hasta el portal. El barrio en que vivía (Marchmont) era zona de estudiantes y su ventaja era la tranquilidad en verano cuando a finales de junio levantaban el campamento, cargando de cosas sus coches o los de los padres, forzando los edredones en los resquicios posibles. Antes habían tenido sus fiestas para celebrar el final de los exámenes. La consecuencia de esos acontecimientos era que, dos veces al año, Rebus tenía que quitar conos de tráfico del techo de su coche. Se detuvo en la calzada a respirar el escaso frescor que había dejado la noche y acto seguido se encaminó a Marchmont Road, donde el quiosco acababa de abrir. Al ver pasar dos ruidosos autobuses de un piso, pensó que se habrían equivocado de itinerario, pero enseguida recordó el motivo cuando empezaron a sonar los martillos neumáticos: estaban arreglando un circuito de altavoces. Le pagó al tendero y abrió la botella de IrnBru, que despachó de un trago; daba igual porque había comprado una de reserva. Peló el plátano y se lo fue comiendo por el camino. No fue directamente a casa, sino hasta el final de Marchmont Road, que desembocaba en los Meadows. Siglos atrás los Meadows eran prados a las afueras de Edimburgo, y el propio Marchmont, una simple granja entre campos de labor. En la actualidad se utilizaban para jugar al fútbol y al críquet, correr e ir de pícnic.
Aquel día no.
Melville Drive estaba ya cortada, y la importante arteria urbana se había convertido en una cochera de autobuses. Había docenas; la fila llegaba hasta más allá de la curva, con tres en batería en algunos tramos. Procedían de Derby, Macclesfield y Hull, Swansea y Ripon, Carlisle y Epping. De ellos descendía gente vestida de blanco. Blanco: Rebus recordó que habían anunciado que todos acudieran vestidos igual para configurar una inmensa cinta bien visible cuando la marcha cruzara la ciudad. Miró su propio atuendo: iba con unos pantalones de color café con leche y camisa azul claro. Menos mal.
Muchos de los viajeros eran gente mayor; algunos, casi provectos ancianos. Pero todos llevaban su respectiva muñequera y la camisa con el emblema. Se veían pancartas caseras y se notaba que estaban encantados de encontrarse allí. Más allá había entoldados y comenzaban a llegar las furgonetas de venta de patatas fritas y hamburguesas vegetarianas a las masas hambrientas. Habían levantado escenarios e instalado una exposición de piezas gigantes de rompecabezas junto a una serie de grúas. Tardó unos segundos en leer las palabras ACABAD CON LA POBREZA. Había policías de uniforme por los alrededores, pero no conocía a ninguno . Seguramente ni serían de Edimburgo. Miró el reloj. Las nueve pasadas, tres horas hasta el cambio de turno. Apenas había una nube en el cielo. Un furgón policial decidió que lo más rápido era subirse al bordillo y Rebus tuvo que apartarse pisando el césped. Miró furioso al conductor, que sostuvo la mirada y bajó el cristal de la ventanilla.
—¿Pasa algo, abuelo?
Rebus le hizo el gesto obsceno de levantar dos dedos para ver si se detenía y podía cruzar unas palabritas con él. Pero el del furgón siguió su camino. Ya había terminado el plátano y estuvo a punto de tirar la piel, pero pensó en las normas ecológicas y de reciclaje y se dirigió a un contenedor.
—Tenga —dijo una joven tendiéndole una bolsa.
Rebus miró en el interior y vio un par de pegatinas y una camiseta con el lema «Ayuda a los ancianos».
—¿Para qué demonios me da esto a mí? —gruñó.
La joven retiró la bolsa tratando de recomponer su aire risueño.
Rebus se alejó abriendo la Irn-Bru de reserva. Se sentía más despejado, pero advirtió que le sudaba la espalda. Un recuerdo difuso trataba de abrirse paso en su mente, y de pronto cristalizó: Mickey y él en las excursiones de catequesis a Burntisland, en autobuses, haciendo ondear banderines en la ventanilla; la hilera de autobuses aguardando al regreso después de la excursión; los concursos de carreras por la hierba... Mickey siempre le ganaba, y él acabó por desistir. Su única arma contra el pertinaz tesón físico de su hermano... La caja de cartón con el almuerzo: bocadillo de jamón, pastel helado y a veces un huevo duro; el huevo duro siempre se lo dejaban.
Aquellos fines de semana estivales eran interminables y monótonos. Ahora Rebus los odiaba. Odiaba que fueran tan monótonos. Los lunes representaban su verdadera liberación del sofá, el taburete del bar, el supermercado y el restaurante indio. Sus colegas volvían al trabajo contando cosas, hablando de compras estupendas, partidos de fútbol o paseos en bicicleta con los niños. Siobhan habría ido a Glasgow o Dundee para no perder contacto con sus amigas; habrían ido al cine o a dar un paseo en Leith a la orilla del mar. A él ya nadie le preguntaba cómo había pasado el fin de semana. Sabían que se encogería de hombros.
«Nadie te reprocha que te lo tomes con calma».
Pero precisamente él no tenía tiempo para tomárselo con calma. Sin su profesión era como si dejara de existir. Por eso marcó un número en el móvil y aguardó hasta oír la señal del contestador.
—Buenos días, Ray —dijo en cuanto cesó—. Aquí el despertador. Te llamaré cada hora hasta que contestes. Hasta luego.
A continuación, hizo otra llamada y dejó el mismo mensaje en el contestador automático del teléfono del domicilio de Ray Duff. Cubiertos los expedientes del móvil y el fijo, lo único que podía hacer era esperar. El concierto de Live 8 empezaba hacia las dos, pero se imaginaba que The Who y Pink Floyd no actuarían hasta más tarde. Tenía tiempo de sobra para repasar las notas del caso Colliar, continuar con el de Ben Webster y apurar el sábado hasta que fuese domingo.
Estaba convencido de que aguantaría.
Los únicos datos que obtuvo del listín sobre Pennen Industries fueron el número de teléfono y una dirección del centro de Londres. Llamó, pero el contestador le respondió que la centralita no atendía llamadas hasta el lunes por la mañana. Tenía un recurso mejor y llamó al cuartel general de Operación Sorbus en Glenrothes.
—Aquí el Departamento de Investigación Criminal, división B de Edimburgo —dijo mientras cruzaba el cuarto de estar y miraba por la ventana. Un matrimonio, cuyos niños iban con la cara pintada, se dirigía a los Meadows—. Hemos oído rumores sobre un tal Clown Army que por lo visto ha puesto sus miras en una empresa llamada... —Hizo una pausa efectista, como si consultase un documento— Pennen Industries. Estamos en blanco y hemos pensado si sus cerebritos podrían aclararnos algo.
—¿Pennen?
Rebus lo deletreó.
—Y usted es...
—El inspector Starr... Derek Starr —mintió Rebus con humor. Ni se le pasaba por la cabeza que Steelforth pudiera enterarse.
—Espere diez minutos.
Rebus iba a dar las gracias, pero habían colgado. Había contestado una voz masculina, con un fondo de sonidos de un centro informativo en plena actividad, y comprendió por qué no había tenido necesidad de preguntarle el número de teléfono, que habría aparecido sobre alguna pantalla o dispositivo, quedando registrado. Y localizable.
—Ay —musitó en voz baja, yendo hacia la cocina para tomarse un café.
Recordó que Siobhan le había dejado en el Balmoral después de tomar dos copas y que él tomó otra más y luego cruzó la calle para rematar la noche con una última en el Café Royal. Vio que tenía vinagre en los dedos, indicio de que había comido patatas fritas camino de casa. Sí, recordó que el taxista le dejó al final de los Meadows porque él le dijo que seguiría a pie. Pensó en llamar a Siobhan para saber si había llegado bien; pero a ella le molestaba que lo hiciera. Seguramente habría salido ya para reunirse con sus padres en la marcha. Tenía muchas ganas de ver a Eddie Izzard y a Gael García Bernal, y había otros que darían discursos: Bianca Jagger, Sharleen Spiteri... Siobhan hablaba de aquello como si fuese una fiesta de carnaval. Esperaba que así fuera.
Además, ella tenía que llevar el coche al taller de reparaciones. Rebus conocía al concejal Tench; bueno, sabía cosas de él. Era una especie de predicador laico que solía situarse en un mismo lugar al pie de la montaña del castillo instando al arrepentimiento a los compradores del fin de semana. Solía verlo allí cuando iba camino del Oxford a almorzar. Tenía buena fama en Niddrie por conseguir fondos para el municipio, las organizaciones de beneficencia y hasta la Unión Europea. Se lo había comentado a Siobhan antes de darle el número de teléfono de un chapista de Buccleuch Street, un especialista en Volkswagen que le debía un favor.
Sonó el teléfono. Se llevó el café a la sala de estar y contestó.
—Usted no está en la comisaría —dijo desde Glenrothes la misma voz de antes.
—Estoy en casa.
Oyó el sonido de un helicóptero a través de la ventana. Tal vez la vigilancia o la televisión. ¿O sería Bono lanzándose en paracaídas para dar un sermón?
—Pennen no tiene oficinas en Escocia —añadió la voz.
—Entonces no hay problema —dijo Rebus, como sin darle importancia—. En las circunstancias actuales la rumorología hace horas extra, igual que nosotros —añadió riendo, y estaba a punto de hacer un comentario impertinente, pero la voz lo evitó.
—Son contratistas de Defensa, así que los rumores pueden merecer consideración.
—¿De Defensa?
—Era una empresa del ministerio, pero la vendieron hace unos años.
—Sí, creo recordarlo —comentó Rebus con énfasis—. Pero ¿la central no estaba en Londres?
—Sí. Pero el director se encuentra ahora aquí.
—Un posible objetivo —comentó Rebus con un silbido.
—De todos modos, figura en la lista de individuos con riesgo y estará seguro —dijo el joven sin gran aplomo.
Rebus comprendió que le habían aleccionado con la fórmula no hacía mucho.
Tal vez Steelforth.
—Se aloja en el Balmoral, ¿cierto? —preguntó Rebus.
—¿Cómo lo sabe?
—Son rumores. Pero ¿dice que tiene protección?
—Sí.
—¿Propia o nuestra?
El del centro de Operación Sorbus hizo una pausa antes de contestar.
—¿Por qué quiere saberlo?
—Por cuenta del contribuyente —replicó Rebus, y se echó a reír otra vez—. ¿Cree que deberíamos hablar con él? —añadió en tono de consulta como si su interlocutor fuera el jefe.
—Puedo pasar su aviso.
—Cuanto más tiempo esté en Edimburgo, más riesgo... —Rebus no completó la frase—. Además, ni siquiera sé su nombre —añadió.
De pronto intervino otra voz.
—¿Inspector Starr? ¿Es el inspector Starr quien está al habla?
Era Steelforth.
Rebus respiró hondo.
—Oiga —insistió Steelforth—. ¿Se ha quedado mudo?
Rebus cortó la comunicación. Se maldijo para sus adentros y marcó el número de la centralita de un periódico local.
—Póngame con redacción de artículos, por favor —dijo.
—Creo que no hay nadie —contestó la telefonista.
—¿Y en noticias?
—Ni un alma, dadas las circunstancias —replicó la mujer como si estuviera deseando ausentarse también ella, pero pasó la llamada, que tardaron un rato en contestar.
—Soy el inspector Rebus, del Departamento de Investigación Criminal de Gayfield.
—Encantado de hablar con un representante de la ley —contestó el periodista con voz jovial—. Oficial y extraoficialmente.
—No es para ninguna noticia, hijo. Solo quiero hablar con Mairie Henderson.
—Ella trabaja por libre. Y es de artículos, no de noticias.
—Ah, sí, en primera página se publicó un artículo suyo sobre Big Cafferty, ¿no es cierto?
—Se me ocurrió a mí hace unos años, ¿sabe? —dijo el periodista como con ganas de charla—. No solo de Cafferty, sino de entrevistas con todos los gánsteres de las costas Este y Oeste. Cómo habían empezado, sus códigos de conducta...
—Bien, gracias por explicármelo, pero es que he sintonizado con Parkinson ¿o qué?
El periodista lanzó un bufido.
—Solo quería darle conversación.
—No me diga. Ahí no hay nadie, ¿verdad? ¿Están todos fuera portátil en mano, intentando convertir la marcha en elegante prosa? Bien, se trata de lo siguiente: anoche cayó un hombre desde las murallas del castillo y no he visto la menor mención de ello en su periódico esta mañana.
—La noticia nos llegó demasiado tarde —contestó el periodista—. Un suicidio evidente, ¿no es eso?
—¿Usted qué cree?
—Yo he hecho la pregunta primero.
—En realidad, fui yo quien preguntó primero, al pedir el número de teléfono de Mairie Henderson.
—¿Para qué?
—Deme su número y le diré algo que no le diré a ella.
El periodista pensó un instante y a continuación pidió que esperase. Volvió al cabo de medio minuto, tiempo durante el cual el aparato de Rebus emitió un zumbido indicador de que entraba una llamada. No hizo caso y anotó el número que le dio el periodista.
—Gracias —dijo.
—Bien, ¿y lo prometido?
—Plantéese lo siguiente: si es suicidio evidente, ¿por qué un tipo impresentable del Departamento Especial llamado Steelforth impide cualquier averiguación?
—¿Cómo se escribe Steelforth?
Pero Rebus había cortado la comunicación. Justo después comenzó a sonar el teléfono. No contestó, pues de sobra se imaginaba quién sería. Operación Sorbus tenía el número y Steelforth no habría tardado ni un minuto en averiguar dirección y abonado. Y otro minuto para llamar a Derek Starr y comprobar que él no sabía nada del asunto.
Breeeep-breeeep-breeeep.
Rebus volvió a enchufar la tele y pulsó el botón de sin sonido en el mando a distancia. No había noticias, solo programas para niños y vídeos de pop. El helicóptero volvía a volar en círculo. Fue a comprobar que no lo hiciese alrededor de su casa.
—John, no seas paranoico —musitó.
El teléfono dejó de sonar y él marcó el número de Mairie Henderson. Hacía unos años habían sido buenos amigos e intercambiaban información por artículos y datos por información. Luego, ella se desapegó y escribió la biografía de Cafferty, con la colaboración del gánster, y le pidió una entrevista a Rebus, quien se negó. Al cabo de un tiempo volvió a pedírsela.
—Por lo que dice Big Ger de ti —alegó ella zalamera—, pensé que debería conocer tu versión.
Rebus distaba mucho de pensar lo mismo.
Lo que no había impedido que el libro fuese un éxito sonado, no solo en Escocia sino también fuera de ella, en Estados Unidos, Canadá, Australia, amén de las traducciones a dieciséis idiomas. Durante cierto tiempo no podía leer el periódico sin tropezarse con el tema. Había obtenido un par de premios y espacio en programas de debate de la televisión. No bastaba con que Cafferty hubiera dedicado toda su vida a hacer el mal a la gente y a la sociedad, a sembrar el terror: ahora era un famoso en toda regla.
Ella le envió un ejemplar del libro, pero Rebus se lo devolvió al remitente. Después, dos semanas más tarde salió a comprar uno a mitad de precio en Princes Street. Lo hojeó pero no tuvo ánimo de leerlo. Nada le daba más náuseas que el arrepentimiento.
—Diga.
—Mairie, soy John Rebus.
—Perdone, el John Rebus que yo conozco está muerto.
—Vamos, no es para tanto.
—¡Me devolviste el libro! ¡Después de que te lo había dedicado y todo!
—¿Me lo habías dedicado?
—¿Ni siquiera leíste la dedicatoria?
—¿Qué decía?
—Decía: «No sé qué querrás, pero que te zurzan».
—Lo siento, Mairie. Te ofrezco un desagravio.
—¿A cambio de un favor?
—¿Cómo lo has adivinado? —dijo sonriendo—. ¿Vas a la marcha?
—Me lo estoy pensando.
—Te invitaría a una hamburguesa sin carne.
—Hace tiempo que dejé de ser una cita tan barata —replicó ella con un bufido.
—Y a una taza de descafeinado.
—¿Qué demonios quieres, John? —preguntó con voz fría pero algo más condescendiente.
—Necesito datos sobre una firma llamada Pennen Industries. Era contratista del Ministerio de Defensa. Creo que esta semana están en Edimburgo.
—¿Y a mí me aporta algo?
—A ti no, pero a mí sí. —Hizo una pausa para encender un cigarrillo y expulsó humo mientras hablaba—. ¿Te has enterado de lo del amigo de Cafferty?
—¿Qué amigo? —replicó ella como haciéndose la desinteresada.
—Cyril Colliar. Ha aparecido el trozo que faltaba de su cazadora.
—¿Con la confesión escrita? Ya me dijo Cafferty que tú nunca te das por vencido.
—Pensé que debía decírtelo. No es de dominio público.
Ella guardó silencio un instante.
—¿Y Pennen Industries?
—Eso es algo totalmente distinto. ¿Has oído hablar de Ben Webster?
—He leído la noticia.
—Pennen le pagaba la estancia en el Balmoral.
—¿Y?
—Y me gustaría saber algo más sobre esa empresa.
—El nombre del director es Richard Pennen —dijo ella riendo. Se imaginó su estupor—. ¿Has oído hablar de Google?
—¿Lo has buscado mientras hablábamos?
—¿Tienes ordenador en casa?
—Me he comprado un portátil.
—Pues tendrás Internet.
—En teoría —admitió él—. Pero solo soy especialista en jugar al Buscaminas.
Ella se echó a reír otra vez y Rebus comprendió que iba a restablecerse la relación. Oyó un silbido y entrechocar de copas de ruido de fondo.
—¿En qué café estás? —preguntó.
—En el Montpelier. La calle está llena de gente vestida de blanco.
El Montpelier estaba en Bruntsfield, a cinco minutos en coche.
—Puedo acercarme y te invito a ese café que he prometido. Y me enseñas cómo funciona el portátil.
—Yo ya me marcho. ¿Quieres que nos veamos después en los Meadows?
—No especialmente. ¿Y si tomamos una copa?
—Quizá. Veré lo que puedo averiguar sobre Pennen y te llamaré en cuanto lo tenga.
—Eres un sol, Mairie.
—Y una superventas, por añadidura —Hizo una pausa—. Oye, Cafferty entregó sus haberes a obras de beneficencia.
—Bien se podía permitir ser generoso. Hasta luego.
Cortó la comunicación y optó por comprobar los mensajes. Solo tenía uno. La voz de Steelforth masculló una docena de palabras y Rebus cerró el aparato. La amenaza truncada resonó en su cabeza mientras se acercaba al tocadiscos para llenar el cuarto con música de los Groundhogs.
«No se las dé de listo conmigo, Rebus, o acabará con...».
—«... los huesos principales rotos» —dijo el profesor Gates, encogiéndose de hombros—. Con semejante caída ¿qué puede esperarse?
Estaba practicando la autopsia porque Ben Webster era noticia y un caso urgente que todos deseaban ver cerrado lo antes posible.
—Un claro dictamen de suicidio —acababa de decir Gates.
Le secundaba en la autopsia el doctor Curt, pues, según la ley escocesa, era necesaria la presencia de dos patólogos para corroborar los resultados y que todo estuviera claro ante el juez. Gates era el más robusto de los dos, con un rostro marcado por venillas, nariz deforme por su pasión juvenil por el rugby (según su versión) o alguna pelea estudiantil adversa. Curt, cuatro o cinco años más joven que él, era algo más alto y mucho más delgado. Ambos eran catedráticos de la Universidad de Edimburgo. Ahora, terminado el curso, habrían podido estado tomando el sol en cualquier lugar, pero nunca los habían visto de vacaciones, como si tanto uno como otro lo hubiesen considerado signo de debilidad.
—¿No va a la marcha, John? —preguntó Curt.
Estaban los tres en torno a una mesa de acero en el depósito de cadáveres de Cowgate. Detrás de ellos, un ayudante movía recipientes e instrumentos metálicos que emitían diversos ruidos y chirridos.
—Para mí tiene poco aliciente —contestó Rebus—. El lunes sí que me echaré a la calle.
—Con los demás anarquistas —añadió Gates, mientras le practicaba una incisión al cadáver.
El depósito tenía una zona de espectadores algo más retirada y separada por un panel de metacrilato, donde Rebus solía situarse, pero Gates había dicho que como era fin de semana, podían prescindir de formalismos. No era la primera vez que Rebus veía las interioridades de un cadáver, pero, de todos modos, apartó la mirada.
—¿Qué edad tenía, treinta y cuatro o treinta y cinco años? —preguntó Gates.
—Treinta y cuatro —confirmó el ayudante.
—Y bastante bien llevados, teniendo en cuenta...
—La hermana comentó que era aficionado a correr y a nadar y que iba al gimnasio.
—¿Es ella quien le ha identificado? —preguntó Rebus.
—Sus padres han muerto.
—Lo publicaron los periódicos, ¿verdad? —añadió Curt arrastrando las palabras sin quitar ojo de las manipulaciones de su colega—. ¿Está bien afilado el escalpelo, Sandy?
Gates no contestó.
—La madre murió cuando entraron a robar en la casa. Una verdadera desgracia. Y el padre fue incapaz de vivir sin ella.
—Se dejó morir, ¿verdad? —añadió Curt—. ¿Quieres que siga yo, Sandy? No me extraña que estés cansado con la semana que hemos tenido.
—Deja de dar la lata.
Curt lanzó un suspiro y se encogió de hombros mientras miraba a Rebus.
—¿La hermana vino desde Dundee? —le preguntó Rebus al ayudante.
—Trabaja en Londres. Es policía y muy guapa, no como otros.
—Te quedas sin regalo del día de San Valentín —espetó Rebus.
—Mejorando lo presente, por supuesto.
—Pobre muchacha —comentó Curt—. Perder a toda la familia...
—¿Estaban muy unidos? —añadió Rebus sin poder evitar la pregunta, que causó extrañeza en Gates. Este alzó la vista; pero Rebus permaneció imperturbable.
—Creo que últimamente no se veían mucho —dijo el ayudante.
«Como Michael y yo».
—En cualquier caso, se encuentra muy afectada.
—Pero no habrá venido sola, ¿verdad? —inquirió Rebus.
—No había nadie con ella en la identificación —respondió el ayudante como si no tuviera importancia—. Después, la acompañé yo a la sala de espera y le ofrecí una taza de té.
—¡¿No seguirá allí todavía...?! —espetó Gates.
El ayudante miró a su alrededor sin saber qué mal había hecho.
—Yo tenía que preparar las cizallas —dijo.
—No hay nadie en el depósito aparte de nosotros —ladró Gates—. Ve a ver si se encuentra bien.
—Iré yo —dijo Rebus.
Gates se volvió hacia él con las manos llenas de relucientes entrañas.
—¿Qué pasa, John? ¿Se le ha revuelto el estómago?
En la sala de espera no había nadie. Tan solo, en el suelo, junto a una silla, una taza vacía con la insignia del Glasgow Rangers. Rebus la tocó y vio que estaba tibia. Fue a la entrada principal, aunque la del público era por un callejón de Cowgate, y miró en la calle de arriba abajo, pero no vio a nadie. Dobló la esquina de Cowgate y la vio sentada en el murete que rodeaba el edificio del depósito, observando la guardería de la otra acera. Rebus se detuvo frente a ella.
—¿Tiene un cigarrillo? —preguntó la mujer.
—¿Quiere uno?
—Es una ocasión como cualquier otra.
—Lo que quiere decir que no fuma.
—¿Y qué?
—No estoy dispuesto a enviciarla.
Ella le miró. Era rubia con el pelo corto y un rostro redondo de barbilla prominente. Llevaba falda hasta la rodilla y dejaba ver dos centímetros de pierna por encima de unas botas marrones con reborde de pelo animal. En el murete, a su lado, tenía un bolsón, seguramente con lo que había recogido aprisa y al azar para salir corriendo hacia el norte.
—Soy el inspector Rebus —dijo—. Siento lo de su hermano.
Ella asintió con la cabeza despacio, y volvió la vista hacia la guardería.
—¿Ese establecimiento funciona? —preguntó señalando el edificio con un gesto.
—Que yo sepa, sí. Hoy no está abierto, por supuesto.
—Una guardería... Justo enfrente de «esto» —añadió ella, y se volvió a mirar el depósito, a su espalda—. Muy cerca, ¿no, inspector Rebus?
—Sí, tiene razón. Siento no haber estado presente cuando identificó el cadáver.
—¿Por qué? ¿Conocía a Ben?
—No... Lo decía por... ¿Cómo no la ha acompañado nadie?
—¿Nadie, de dónde?
—De su distrito electoral... Del partido.
—¿Cree que al Partido Laborista le importa algo él ahora? —replicó ella con una risita sarcástica—. Estarán todos encabezando esa mierda de marcha, preocupados por salir en la foto. Ben no dejaba de hablar de lo cerca que estaba de llegar al poder. De poco le ha servido.
—Ojo con lo que dice —la interrumpió Rebus—. Parece más bien simpatizante de la marcha. —Ella lanzó un resoplido, pero no replicó—. ¿Tiene idea de por qué...? —añadió Rebus, y dejó la pregunta en el aire—. ¿Sabe que es mi obligación?
—Soy policía, como usted —contestó ella, mirando cómo sacaba la cajetilla—. Solo uno —suplicó.
No podía negarse. Encendió dos y se recostó en la pared a su lado.
—No pasa ningún coche —comentó ella.
—La ciudad está sitiada —dijo él—. Será difícil encontrar taxi, pero tengo el coche...
—Iré a pie —le interrumpió ella—. No dejó ninguna nota —añadió—, si es eso lo que quería saber. Anoche parecía estar bien, muy relajado, y todo eso. Los colegas no se lo explican... No tenía problemas en su trabajo. —Hizo una pausa y levantó la vista hacia el cielo—. Pero «siempre» tenía problemas en el trabajo.
—¿Debo entender que estaban muy unidos?
—Él pasaba en Londres los días laborables. Llevábamos sin vernos quizás un mes, bueno, tal vez dos, pero nos enviábamos mensajes de texto, correos electrónicos... —añadió mientras le daba una calada al cigarrillo.
—¿Tenía problemas en su trabajo? —inquirió Rebus.
—Trabajaba en el sector de ayuda al Tercer Mundo, intervenía en las decisiones de adjudicación de ayuda a algún decrépito dictador africano.
—Eso explica su presencia en Edimburgo —dijo Rebus casi para sus adentros.
Ella asintió despacio con la cabeza, llena de tristeza.
—Camino del poder, en un banquete en el castillo para hablar de los pobres y los hambrientos del mundo.
—¿Él era consciente de la ironía? —aventuró Rebus.
—Oh, sí.
—¿Y de la futilidad?
Ella le miró a los ojos.
—Jamás —respondió en voz queda—. No era propio de Ben. —Pestañeó para contener las lágrimas, sorbió por la nariz y suspiró, tirando el cigarrillo casi entero al suelo—. Tengo que irme —añadió. Sacó una cartera del bolso que llevaba en bandolera y le entregó una tarjeta en la que solo figuraba su nombre y el número de un teléfono móvil.
—¿Cuánto tiempo lleva en la policía, Stacey?
—Ocho años. Los tres últimos en Scotland Yard —dijo mirándolo a los ojos—. Tendrá que interrogarme, ¿no? Si Ben tenía enemigos, problemas económicos, si se había enemistado con alguien... Pero más tarde, por favor. Deme un día o dos y llámeme.
—De acuerdo.
—¿No hay indicios de que...? —Le costaba pronunciar la palabra, y aspiró aire para hacerlo—. ¿No hay indicios de que no se arrojara él?
—Si había tomado un par de vasos de vino, a lo mejor estaba mareado.
—¿No hay testigos?
Rebus se encogió de hombros.
—¿De verdad que no quiere que la lleve en mi coche?
—Necesito caminar —replicó ella, negando con la cabeza.
—Un consejo: no se acerque al itinerario de la marcha. Quizá volvamos a vernos... Siento de verdad lo de Ben.
—Lo dice en serio, como si lo sintiera —replicó ella mirándolo de hito en hito.
Estuvo a punto de sincerarse con ella —«Ayer mismo despedí a mi hermano en un féretro»—, pero solo respondió con un rictus nervioso, pues temía que le preguntase: «¿Estaban muy unidos?». «¿Se encuentra muy afectado?». Vio cómo emprendía su largo y solitario paseo por Cowgate y entró en el depósito para asistir al final de la autopsia.