Читать книгу Nombrar a los muertos - Ian Rankin - Страница 8

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En lugar de himno al final se oyó la música de «Love Reign O’er Me», de The Who. Rebus lo reconoció nada más empezar, al tiempo que los truenos y una intensa lluvia sacudían la iglesia. Estaba en el primer banco: Chrissie se había empeñado. Él habría preferido situarse atrás del todo, su lugar habitual en los funerales. A su lado estaban sentados el hijo y la hija de Chrissie. Lesley consolaba a su madre llorosa pasándole un brazo por los hombros. Kenny miraba fijamente al frente, conteniendo sus emociones para más tarde. Aquella mañana, en la casa, Rebus le había preguntado qué edad tenía. Iba a cumplir treinta años el mes siguiente. Lesley tenía dos años menos. Hermano y hermana se parecían a la madre, y Rebus recordó que la gente decía lo mismo de Michael y él: «Sois el vivo retrato de vuestra madre». Michael... Mickey si lo preferís. Su hermano más joven estaba allí muerto, en un ataúd reluciente, con cincuenta y cuatro años; la tasa de mortalidad de Escocia era la de un país tercermundista. El estilo de vida, la dieta, los genes... Había muchas teorías. Aún no se conocían los resultados de la autopsia. Un derrame cerebral masivo, le había dicho Chrissie por teléfono, y añadió que había sido «súbito», como si eso cambiase algo.

Súbito significaba que Rebus no había podido despedirse de él. Significaba que lo último que le había dicho a Michael hacía tres meses y por teléfono era un chiste facilón sobre su adorado equipo de fútbol, los Raith Rovers. Junto con las coronas, habían puesto sobre el féretro un pañuelo de los Raith blanco y azul marino. Kenny lucía una corbata de su padre con el escudo del Raith, un extraño animal que sujetaba una hebilla de cinturón. Rebus le preguntó qué significaba, pero Kenny se había encogido de hombros. Rebus miró a lo largo del banco y vio que, a un gesto del oficiante, todos se ponían de pie. Chrissie echó a andar por la nave lateral flanqueada por sus hijos. El oficiante miró a Rebus, pero él no se movió del sitio. Volvió a sentarse para darles a entender a los demás que no le esperasen. La canción iba ya por un poco más de la mitad. Era la última de Quadrophenia. Michael era un gran admirador de The Who, mientras que él, Rebus, prefería los Stones, aunque tenía que admitir que, en álbumes como Tommy y Quadrophenia, The Who hacían una música de la que los Stones nunca habrían sido capaces. Daltrey daba alaridos pidiendo un trago. Rebus no podía estar más de acuerdo, pero había que tener en cuenta la vuelta en coche a Edimburgo.

Habían alquilado la sala de actos de un hotel de la localidad. Estaban todos invitados, tal como había dicho el sacerdote desde el púlpito. Habría whisky y té, y sándwiches. Se contarían anécdotas, se hablaría de recuerdos, con sonrisas, frenando con el dedo alguna lágrima furtiva, todo sin levantar la voz, y los camareros se moverían sin hacer ruido, con respeto. Rebus trataba de preparar mentalmente frases, las palabras con que iba a excusarse.

«Tengo que volver, Chrissie. Hay mucho trabajo».

Podía mentir y alegar lo de la reunión del G8. Aquella mañana, en la casa, Lesley había comentado que tendría que estar ocupado con el dispositivo de organización. Podría haberle dicho: «Soy el único policía que, por lo visto, está de más». Iban a recibirse refuerzos de agentes de todas partes. Solo de Londres se esperaban quinientos. Y, sin embargo, el inspector John Rebus estaba en excedencia. Alguien tenía que tomar el timón del barco: eso había dicho el inspector jefe James Macrae, mientras detrás de él sonreía satisfecho su acólito, el inspector Derek Starr, que se consideraba el candidato indiscutible a heredar el trono de Macrae. Algún día dirigiría la comisaría de policía de Gayfield Square. John Rebus no era rival para nadie, pues apenas le quedaba un año para la jubilación. El propio Starr lo había comentado: «Nadie te reprocha que te lo tomes con calma, John. A tu edad es lo normal». Tal vez, pero los Stones eran más viejos que él; y Daltrey y Townshend, también. Y todavía tocaban, todavía salían de gira.

La canción estaba a punto de terminar, y Rebus volvió a ponerse en pie. Estaba solo en la iglesia. Echó una última mirada al biombo de terciopelo morado. Tal vez el féretro seguía detrás; o quizá lo habían trasladado a otro lugar del crematorio. Pensó en la adolescencia; dos hermanos que compartían habitación, que ponían discos de 45 comprados en High Street de Kirkcaldy. «My Generation» y «Substitute». Mickey le preguntó un día sobre aquel tartamudeo de Daltrey en el primero, y él le contestó que había leído que era por las drogas. La única droga que habían probado ellos dos era el alcohol, o bien en tragos robados de las botellas de la despensa, o bien una lata de cerveza dulzona compartida después de apagar las luces en casa. Los dos parados en el paseo marítimo de Kirkcaldy, mirando el mar, y Mickey cantando «I Can See For Miles». Pero ¿había sucedido realmente aquello? El disco salió en el 66 o el 67, y él entonces estaba en el ejército. Tuvo que ser durante algún permiso en casa. Sí, los dos: Mickey con su pelo largo hasta los hombros, imitando a Daltrey, y él, con el corte militar al rape, inventándose historias para que la vida de cuartel pareciera más emocionante, cuando aún no había ido a Irlanda del Norte.

En aquella época estaban muy unidos, y él le escribía cartas y postales. Su padre se sentía orgulloso de él, orgulloso de los chicos.

«El vivo retrato de vuestra madre».

Salió. Llevaba ya en la mano la cajetilla abierta. Había más gente fumando. Le dirigieron inclinaciones de cabeza, cambiando el peso del cuerpo de una pierna a otra. Ahora las coronas y las tarjetas estaban en fila junto a la puerta y la concurrencia las miraba. Se oirían las palabras de rigor a la familia: «pésame», «pérdida», «dolor» y «os acompañamos en el sentimiento». No se pronunciaría el nombre de Michael. La muerte tiene su protocolo. Los más jóvenes comprobaban si tenían mensajes en el móvil. Rebus sacó el suyo del bolsillo y lo encendió. Cinco llamadas, todas del mismo número. Se lo sabía de memoria. Pulsó los botones y se acercó el aparato al oído. La sargento Siobhan Clarke contestó de inmediato.

—Llevo toda la mañana llamándote —dijo, dolida.

—Lo tenía apagado.

—Bueno, pero ¿dónde estás?

—Sigo en Kirkcaldy.

Se oyó un hondo suspiro.

—Hostia, John, me había olvidado por completo.

—No te preocupes.

Vio a Kenny abrirle la puerta del coche a Chrissie. Lesley le hizo seña de que iban al hotel. El coche era un BMW, pues a Kenny le iba muy bien como ingeniero mecánico. No estaba casado. Tenía novia, pero ella no había podido asistir al funeral. Lesley estaba divorciada, y sus hijos, chico y chica, de vacaciones con el padre. Rebus asintió con la cabeza y ella subió al asiento de atrás.

—Pensé que era la semana que viene —dijo Siobhan.

—O sea, que llamabas para regodearte —replicó Rebus echando a caminar hacia su Saab.

Siobhan llevaba dos días en Perthshire acompañando a Macrae para un reconocimiento de seguridad sobre el G8. Macrae era muy amigo del subcomisario de Tayside, y lo que menos deseaba era que su solícito amigo metiera la nariz en todo. La reunión de los líderes del G8 se celebraría en el Hotel de Gleneagles, en las afueras de Auchterarder, aislado en la campiña y rodeado de un perímetro de vallas de seguridad. La prensa abundaba en artículos sobre el riesgo de amenazas y los tres mil marines estadounidenses preparados para desembarcar en Escocia y proteger a su presidente. Mencionaban una conjura anarquista para bloquear carreteras y puentes con camiones tomados en autostop. Bob Geldof quería que invadieran Edimburgo un millón de manifestantes que la gente alojaría en sus habitaciones de invitados, cocheras y jardines; se enviarían barcos a Francia para recoger manifestantes. Grupos con nombres como Basta Ya y el Black Bloc sembrarían el caos, y la People’s Golfing Association pretendía romper el cordón de seguridad y jugar unos hoyos en el famoso campo de Gleneagles.

—Son dos días con el inspector jefe Macrae —dijo Siobhan—. ¿Qué regodeo ves tú?

Rebus abrió la portezuela del coche y se inclinó para meter la llave de contacto. Volvió a estirarse, le dio una última calada al cigarrillo y tiró la colilla a la calzada. Siobhan decía algo sobre un equipo en el escenario del crimen.

—Un momento —la interrumpió Rebus—. ¿Cómo dices?

—Es igual. Tú ya tienes bastante sin esto.

—¿Sin qué?

—¿Te acuerdas de Cyril Colliar?

—A pesar de mi edad no he perdido la memoria.

—Ha sucedido algo muy raro.

—¿El qué?

—Creo que he encontrado la pieza que faltaba.

—¿De qué?

—De la chaqueta.

—No lo entiendo —dijo Rebus, percatándose de que ya estaba sentado.

—Yo tampoco —replicó Siobhan con una risita nerviosa.

—¿Dónde estás en este momento?

—En Auchterarder.

—¿Y es ahí donde ha aparecido la chaqueta?

—Por así decirlo.

Rebus metió las piernas en el coche y cerró la portezuela.

—Pues voy a echar un vistazo. ¿Está ahí Macrae?

—Se ha ido al centro de control del G8 en Glenrothes. —Hizo una pausa—. ¿Estás seguro de que podrás hacerlo?

—Primero tengo que dar el pésame —respondió Rebus encendiendo el motor—, pero puedo estar ahí antes de una hora. ¿Se puede llegar a Auchterarder sin problemas?

—En estos momentos se vive la calma que precede a la tempestad. Cuando cruces el pueblo, busca el indicador de la Fuente Clootie.

—¿De la qué?

—Mejor será que vengas y lo veas tú mismo.

—Eso es lo que voy a hacer. ¿Está en camino el equipo de la científica?

—Sí.

—Lo que significa que la noticia volará.

—¿Se lo comunico al inspector jefe?

—Decídelo tú —respondió Rebus, sujetando el móvil entre el hombro y la mejilla para tomar el laberíntico camino que conducía hacia las puertas del crematorio.

—Rompes la camaradería —dijo Siobhan.

«No, si puedo evitarlo», pensó Rebus.

A Cyril Colliar lo habían asesinado seis semanas antes. Cuando tenía veinte años fue encerrado en la cárcel con una condena de diez años por violación con ensañamiento. Al cumplir la sentencia le habían puesto en libertad, pese a las reservas de la dirección de la cárcel, la policía y los servicios sociales. Sabían que todavía era un gran peligro, pues no mostraba arrepentimiento y negaba su culpabilidad pese a las pruebas del ADN. Colliar regresó a su Edimburgo natal. Toda la gimnasia que había hecho en la cárcel le vino bien, pues trabajó de gorila por la noche y de matón por el día. Su jefe en ambas tareas era Morris Gerald Cafferty. Big Ger era un viejo malhechor, y fue Rebus quien tuvo que inquirir sobre su reciente empleado.

—¿A mí qué me cuenta? —había replicado Cafferty.

—Es peligroso.

—Tiene más paciencia que un santo para aguantar su acoso.

Cafferty se balanceaba de un lado a otro en su sillón giratorio de cuero tras la mesa de MGC Lettings. A Rebus le constaba que si alguien se demoraba en pagar el alquiler mensual de alguna de las viviendas de Cafferty, era Colliar quien entraba en juego. Cafferty era asimismo propietario de minitaxis y de al menos tres bares de bronca en las zonas menos salubres de la ciudad. Trabajo de sobra para Cyril Colliar.

Hasta la noche en que apareció muerto. Con el cráneo fracturado; un golpe por detrás. El forense creía que había muerto como consecuencia de este, pero para mayor seguridad le habían inyectado una jeringuilla de heroína pura. No había pruebas de que el finado fuese heroinómano. «Finado» era la palabra que emplearon, entre dientes, la mayoría de los policías que intervinieron en el caso. Nadie utilizó el término «víctima». Ni nadie fue capaz de decir en voz alta: «El cabrón tuvo lo que se merecía». Eso ya no se hacía.

Pero no por eso dejaban de pensarlo, compartiéndolo con miradas y asintiendo con la cabeza. Rebus y Siobhan habían trabajado en el caso, pero como en uno de tantos. Había pocas pistas y demasiados sospechosos; interrogaron a la víctima de la violación, a su familia y a su novio de entonces. Y cuando se hablaba del fin de Colliar, todos coincidían en un vocablo: «Estupendo».

El cadáver apareció junto al coche en una bocacalle cerca del bar donde trabajaba. No había testigos ni pruebas en el escenario del crimen. Solo algo curioso: de aquella característica cazadora de nailon habían recortado el emblema «CC Rider» de la espalda con un filo aguzado, y dejado al descubierto el forro interior. No abundaban las hipótesis. O bien se trataba de un torpe intento de enmascarar la identidad del muerto, o bien el forro ocultaba algo. Los análisis sobre restos de droga dieron resultados negativos, y los policías se encogieron de hombros y se rascaron la cabeza.

A Rebus le pareció una venganza. O Colliar se había hecho algún enemigo, o alguien le mandaba un mensaje a Cafferty. Pero ninguna de las entrevistas con el jefe del muerto había dejado sacar nada en claro.

Cafferty solo supo reaccionar de una manera:

—Mala cosa para mi reputación. Porque o atrapa a quien lo hizo...

—¿O...?

Pero Cafferty no necesitaba contestar. Y si Cafferty aparecía como el principal sospechoso, se la había jugado para siempre.

En ambos casos era mal asunto. Las pesquisas quedaron en suspenso casi por las mismas fechas en que los preparativos del G8 comenzaban a distraer la atención de todos (en su mayoría, animados ante la perspectiva de las horas extra) hacia otros emplazamientos. Y, además, habían surgido otros casos con víctimas, víctimas de verdad, y el equipo que investigaba el homicidio de Colliar quedó disuelto.

Rebus bajó el cristal de la ventanilla, agradecido por la fresca brisa. No sabía cuál era el camino más rápido para Auchterarder; le constaba que a Gleneagles se iba por Kinross, y hacia allí se dirigió. Dos meses atrás había comprado un navegador para el coche, pero no había tenido tiempo de leer las instrucciones. Lo llevaba en el asiento del pasajero con la pantalla apagada. El día menos pensado iría al taller donde le habían instalado el reproductor de CD. Su inspección ocular del asiento trasero, suelos y maletero no le había revelado nada de The Who, y por eso escuchaba a Elbow, una recomendación de Siobhan. Le gustaba la canción «Leaders of the Free World». Apretó el botón de repetir: el cantante pensaba que algo se había echado a perder después de los años sesenta. Rebus estaba básicamente de acuerdo, aunque sus enfoques eran diferentes. Sabía que al cantante le habría gustado que las cosas cambiaran más a fondo, un mundo dirigido por Greenpeace y los antinucleares, en el que no hubiera pobreza. Él también había participado en alguna manifestación en los años sesenta, antes y después de alistarse en el ejército. Era una manera de conocer chicas, cuando menos, y después, generalmente, siempre había una fiesta en algún sitio. Pero ahora, él veía los años sesenta como el final de una época. Habían apuñalado a un admirador de los Stones en uno de sus conciertos en 1969, y la década echó el cierre. Los años sesenta le habían inculcado a la juventud una buena dosis de rebeldía; no creían en el viejo orden, ni les inspiraba el menor respeto. Pensó en los miles de personas que acudirían a Gleneagles y en los enfrentamientos que se producirían. Costaba imaginarlo en aquel paisaje de granjas y colinas, ríos y glens o vallecitos. Sabía que el emplazamiento aislado de Gleneagles había sido determinante a la hora de elegir la sede de la reunión. Los mandatarios del mundo libre estarían allí seguros para firmar sus decisiones previas. El grupo del disco entonaba un tema sobre un terremoto. La imagen se le quedó grabada a Rebus hasta las afueras de Auchterarder.

No había estado allí nunca. Pero era como si conociera el lugar. Un típico pueblo escocés con una calle principal bien definida, con sus bocacalles, construido según el criterio de que la gente fuese a comprar a los comercios a pie. Tiendas pequeñas, independientes, desde luego; nada susceptible de exacerbar a los manifestantes antiglobalización. En la panadería vendían incluso alguna tarta anti G8.

Recordó que a las buenas gentes de Auchterarder las habían sometido a una investigación, encubierta bajo el pretexto de proporcionarles la tarjeta de identidad necesaria para cruzar las barreras. Pero tal como le había comentado Siobhan, reinaba una extraña tranquilidad en el pueblo. Solo se veía a algunas personas que iban de compras, y a un carpintero que debía de estar midiendo escaparates para instalar tableros de protección. Los coches eran todoterrenos embarrados que probablemente habían rodado más tiempo por pistas rurales que por carreteras. Una mujer al volante de uno de ellos se cubría la cabeza con un pañuelo, algo que Rebus llevaba tiempo sin ver. Al cabo de un par de minutos estaba en el otro extremo del pueblo, de camino a la A9. Dio una vuelta casi en redondo, bien atento a cualquier indicador. El que buscaba estaba junto a un pub y señalaba un camino. Puso el intermitente y pasó por el desvío, cruzando setos y entradas de coches hasta una urbanización nueva. Ante él se extendía un paisaje con colinas en el horizonte. De pronto se encontró fuera del pueblo, rodando entre setos bien recortados que le arañarían el coche si tenía que arrimarse para cederle el paso a un tractor o una furgoneta. Había un bosque a la izquierda, y gracias a otro indicador vio que por allí se iba a la Fuente Clootie. Aquella palabra escocesa le recordaba un postre, envuelto en «paño», que hacía su madre, de sabor muy parecido al pudín de Navidad. Su estómago le dio un aviso recordándole que llevaba horas sin comer. Había hecho un breve alto en el hotel para susurrarle algunas palabras a Chrissie. Ella le dio un abrazo, igual que por la mañana en la casa. Qué pocos abrazos se habían dado, con la de tiempo que hacía que la conocía. Al principio, en realidad, a él le gustaba; cosa rara, dadas las circunstancias, pero parecía que ella lo había notado. Luego, él fue el padrino de boda, y cuando la sacó a bailar, ella le susurró maldades al oído. Después, en las pocas ocasiones en que se habían visto tras separarse de Mickey, Rebus se había puesto de parte de su hermano. Se imaginaba que habría podido llamarla y decirle algo, pero no lo había hecho. Y cuando Mickey se metió en aquel asunto y acabó en la cárcel, él no fue a verla tampoco. La verdad es que tampoco había ido muchas veces a visitar a Mickey, ni a la cárcel ni después.

Pero eso no era todo: cuando Rebus se separó de su esposa, Chrissie solo tuvo reproches para él. Ella se llevaba bien con Rhona y después del divorcio las dos se mantuvieron en contacto. Eso era la familia. Tácticas, campañas y diplomacia: la política era más fácil en comparación.

En el hotel, Lesley siguió el ejemplo de su madre y le abrazó también. Kenny dudó un instante, pero Rebus le sacó del apuro al tenderle una mano. Se preguntaba si habría algún altercado, cosa frecuente en los funerales. El dolor acarrea reproches y resentimientos. Mejor no haberse quedado. En lo tocante a enfrentamientos, John Rebus tenía más empuje de lo que daba a entender su nada desdeñable corpulencia.

Había un aparcamiento junto a la carretera. Parecía recién construido, habían talado árboles y en tierra quedaban restos de corteza. Tenía capacidad para cuatro coches, pero allí no había más que uno. Siobhan Clarke estaba recostada en él y cruzada de brazos. Rebus echó el freno y se bajó del Saab.

—Bonito paraje —dijo.

—Llevo un siglo aquí —replicó ella.

—Pues no me parecía haber conducido tan despacio.

Ella se limitó a fruncir ligeramente los labios y se encaminó hacia el bosque con los brazos cruzados. Iba más formal que de costumbre: falda negra hasta la rodilla con leotardos negros. Tenía los zapatos manchados de barro por recorrer aquella senda.

—Fue ayer cuando vi el indicador —prosiguió ella—. El de la calle principal. Y decidí echar un vistazo.

—Bueno, entre esto y Glenrothes, la elección...

—Hay un panel informativo en el claro que cuenta la historia del lugar. Toda clase de brujerías a lo largo de los años. —Subían por una cuesta que rodeaba una gruesa encina retorcida—. La gente del pueblo concluyó que lo habitaban duendes, porque se oían gritos en la oscuridad y ese tipo de cosas.

—Seguramente serían los jornaleros —aventuró Rebus.

Siobhan asintió con la cabeza.

—En cualquier caso, empezaron a dejar ofrendas —añadió, mirando en derredor—. Tú que eres el único escocés aquí presente, ¿sabes lo que significa clootie?

A Rebus le vino a la mente la imagen de su madre sacando el pudín de la cazuela. El pudín envuelto en...

—Paño —respondió.

—Y ropa —añadió ella en el momento en que entraban en otro claro.

Se detuvieron y Rebus respiró hondo. Paño mojado..., húmedo, paño podrido. Hacía medio minuto que lo olía. Era el olor que, en la casa de su infancia, desprendían los paños tendidos cuando se enmohecían. De los árboles del paraje pendían trapos y jirones de tela, y había trozos en el suelo pudriéndose en una especie de mantillo.

—Según la tradición —añadió Siobhan con voz queda—, los dejaban aquí para propiciar la buena suerte. Abrigan a los duendes y ellos impiden las maldades. Otra tradición asegura que, cuando moría un niño, los padres dejaban algo aquí a modo de recuerdo —añadió con voz apagada y aclarándose la garganta.

—No soy tan frágil —dijo Rebus—. Puedes decir palabras como «recuerdo», que no voy a echarme a llorar.

Siobhan asintió con un cabeceo. Rebus dio la vuelta al claro. Pisaba hojas y musgo blando, se oía el rumor de un arroyo y un sordo borboteo de agua, y había velas y monedas en las orillas.

—No es gran cosa como fuente —comentó.

Ella se encogió de hombros.

—Estuve aquí hace unos minutos y no me gustó el ambiente. Pero advertí que hay algunas prendas nuevas.

Rebus las vio de inmediato. De las ramas de los árboles colgaban un chal, un mono, un pañuelo rojo moteado y una zapatilla de deporte casi nueva con los cordones fuera. Incluso ropa interior y algo que parecían unos leotardos infantiles.

—Dios, Siobhan —musitó Rebus sin saber qué decir. El olor era más intenso. Tuvo otro fogonazo del pasado: después de una borrachera de diez días, hacía muchos años. Descubrió que se había dejado la ropa en la lavadora, sin tender, y al abrirla le asaltó aquel mismo olor. Lo volvió a lavar todo, pero tuvo que tirarlo—. ¿Y la cazadora?

Siobhan se limitó a señalarla. Rebus se acercó despacio al árbol. El nailon estaba atravesado en una rama corta y el viento lo agitaba con suavidad. Estaba deshilachada, pero se veía perfectamente la marca.

—CC Rider —musitó Rebus mientras Siobhan se pasaba las manos por el pelo. Imaginó que se habría estado planteando preguntas, dándoles vueltas en la cabeza mientras lo esperaba—. Bien. ¿Qué hacemos? —añadió.

—Es el escenario de un crimen —respondió ella—. Va a venir un equipo de la científica de Stirling. Hay que precintar el lugar y peinar la zona en busca de pruebas. Habrá que reunir el equipo originario de homicidios y comenzar a preguntar de puerta en puerta en la localidad.

—¿Incluyendo Gleneagles? —interrumpió Rebus—. ¿Tú sabes las veces que han investigado al personal del hotel? ¿Cómo vamos a ir preguntando de puerta en puerta en plena semana de manifestaciones? Aislar el lugar no supondrá problema. Ten en cuenta que dispondremos de todos los agentes secretos que queramos...

Por supuesto, ella habría tomado en consideración todas aquellas circunstancias. Se dio cuenta y dejó de hablar.

—No le daremos publicidad al asunto hasta que acabe la semana —dijo ella.

—Me gusta —añadió él.

—Solo porque te da a ti una buena posición de salida —comentó ella sonriendo.

Él lo corroboró con un guiño.

—Hay que decírselo a Macrae —añadió Siobhan con un suspiro—. Lo que significa que él se lo comunicará a la policía de Tayside.

—Pero el equipo de la científica viene de Stirling —replicó Rebus—, y Stirling pertenece a la comandancia de la Zona Central.

—Así que tendremos que informar a tres departamentos de policía... No habrá ningún problema en mantenerlo en secreto.

—Si al menos pudiésemos hacer un examen y tomar fotos —dijo Rebus mientras echaba un vistazo a su alrededor—, y llevar la prenda al laboratorio...

—¿Antes de que comiencen los festejos?

Rebus lanzó un bufido.

—Empiezan el miércoles, ¿no?

—El G8 sí, pero mañana es la Marcha contra la Pobreza, y hay otra prevista para el lunes.

—En Edimburgo, no en Auchterarder...

En aquel momento comprendió a qué se refería ella: incluso con la prueba en el laboratorio, todos los lugares estarían en estado de sitio, y para ir de Gayfield Square al laboratorio de Howdenhall había que cruzar Edimburgo. Siempre y cuando los técnicos pudiesen llegar a sus lugares de trabajo.

—¿Por qué lo dejarían aquí? —inquirió Siobhan, escrutando otra vez el trozo de tela—. ¿Como una especie de trofeo?

—Y si es así, ¿por qué aquí en concreto?

—Tal vez sea uno del pueblo. ¿Existirá alguna relación con la familia en esta zona?

—Creo que Colliar era de Edimburgo.

Ella le miró.

—Me refería a la víctima de la violación.

Rebus hizo una «O» con la boca.

—Es una posibilidad —añadió ella. Hizo una pausa—. ¿Qué es ese ruido?

Rebus se dio unas palmaditas en el estómago.

—Hace un buen rato que no he comido. ¿Crees que en Gleneagles habrá algún sitio abierto para merendar?

—Al alcance de tu cuenta corriente, no, pero los habrá en el pueblo. Uno de los dos tiene que quedarse hasta que llegue la científica.

—Será mejor que te quedes tú. No quiero que me acusen de protagonismo. De hecho, creo que mereces que te inviten a una buena taza de té de Auchterarder —dijo él, y se dio la vuelta para irse, pero ella le detuvo.

—¿Por qué yo? ¿Por qué ahora? —preguntó, abriendo los brazos.

—¿Por qué no? —respondió él—. Digamos que es el destino.

—Ya sabes a lo que me refiero.

Él se volvió hacia ella.

—Lo que quiero decir —añadió Siobhan despacio— es que no estoy segura de querer que los detengan. Si los detienen y ha sido por mi intervención...

—Si los detienen, Shiv, será por su jodido crimen —dijo Rebus señalando la senda—. Eso, y tal vez cierto trabajo en equipo...

Al equipo de Escenario del Crimen no le hizo mucha gracia que Rebus y Siobhan hubiesen entrado en el paraje. Habría que tomar huellas de sus pisadas, para eliminarlas, y muestras de pelo.

—Con cuidado —se quejó Rebus—. No es que me sobre.

El de la científica se excusó.

—Tengo que sacarlos con raíz. De lo contrario, no servirán para el ADN.

Al tercer intento con las pinzas lo consiguió. Uno de sus colegas casi había terminado con el vídeo del escenario, otro continuaba haciendo fotos y un cuarto le preguntaba a Siobhan qué otros trozos de tela había que retirar para el laboratorio.

—Solo los más recientes —contestó ella mirando a Rebus.

Él asintió, para mostrarse de acuerdo con su composición de lugar. Aunque lo de Colliar fuera un aviso para Cafferty, ello no era óbice para que hubiese otros mensajes.

—Las camisetas tienen marca —comentó el de la científica.

—Más fácil para su trabajo —dijo Siobhan sonriente.

—Mi trabajo es recoger. El resto es cosa suya.

—A propósito —terció Rebus—, ¿podríamos llevárnoslo todo a Edimburgo en vez de a Stirling?

El de la científica se puso rígido. Rebus no le conocía, pero sabía la clase de individuo que era: casi cincuentón y con años de experiencia. Existía mucha rivalidad en la policía entre las diversas zonas, claro. Alzó las manos con gesto conciliador.

—Lo que quiero decir es que se trata de un caso de Edimburgo, y es lógico que no tengamos que estar yendo y viniendo a Stirling cada vez que los jefes pidan algo.

Siobhan sonrió otra vez, por la mención a los jefes, pero asintió con un ligero cabeceo. Debía admitir que Rebus era hábil.

—Y ahora, con más motivo —añadió él—, con las manifestaciones y todo lo demás.

Alzó la vista hacia un helicóptero que volaba en círculo. Tenía que ser la vigilancia de Gleneagles. Les había llamado la atención que hubieran aparecido de pronto en la Fuente Clootie dos coches y dos furgonetas blancas sin distintivo. Miró hacia el de la científica y comprendió que el helicóptero había sido determinante. En semejantes circunstancias, la colaboración era fundamental. Se lo habían machacado en un memorando tras otro. El propio Macrae no había dejado de repetirlo en las últimas diez o doce reuniones en la comisaría. «Sean amables. Colaboren. Ayuden a los demás. Porque en estos pocos días el mundo tiene puestos los ojos en nosotros».

Tal vez el de la científica hubiera asistido también a ese tipo de reuniones, porque asintió despacio con la cabeza y dio media vuelta para proseguir su trabajo. Rebus y Siobhan intercambiaron otra mirada, y él se metió la mano en el bolsillo para sacar el tabaco.

—No pise el terreno, por favor —comentó otro del equipo científico.

Rebus se retiró hacia el aparcamiento. Estaba encendiendo el pitillo cuando llegó otro coche. «Cuantos más sean, más divertido», dijo para sus adentros mientras veía al inspector jefe Macrae bajar de un salto. Llevaba traje nuevo, corbata nueva y camisa blanca impecable. El pelo canoso ya le escaseaba, y tenía cara fofa y nariz bulbosa con venillas rojas.

«Si tenemos la misma edad, ¿por qué parece más viejo que yo?», pensó Rebus.

—Buenas tardes, señor —dijo.

—Creí que estaba en un funeral —comentó Macrae en tono de reproche, como si Rebus se hubiera inventado lo del fallecimiento para tener el viernes libre.

—La sargento Clarke interrumpió la ceremonia —respondió Rebus— y yo he venido voluntariamente —añadió en un tono como de sacrificio, que surtió efecto, porque Macrae relajó un tanto la tensión de la mandíbula.

«Estoy en racha —pensó Rebus—. Primero el de la científica, y ahora el jefe». En realidad, Macrae se había portado bien y en cuanto llegó la noticia de la muerte de Mickey le había dado luz verde. Le dijo que se tomase un día libre, añadió un «vete a la mierda» (la manera escocesa de tratar las defunciones), y Rebus no se hizo rogar. Se vio en una parte de la ciudad que no conocía, adonde había llegado sin saber cómo, y entró en una farmacia a que le orientaran. Estaba en Colinton Village. Compró aspirinas como muestra de agradecimiento.

—Lo siento, John —dijo Macrae con un profundo suspiro—. ¿Qué tal ha ido? —añadió haciéndose el preocupado.

—Bien —replicó Rebus con tono lacónico. Miró el helicóptero bajar en picado. Era evidente que iba rumbo a la base.

—Espero por todos los santos que no sea la televisión —comentó Macrae.

—No hay mucho que ver, aun suponiendo que sí lo fuese. Perdone que le hayamos hecho venir de Glenrothes, señor. ¿Qué tal va Sorbus?

La Operación Sorbus era el dispositivo policial para la semana del G8. A Rebus le había sonado a edulcorante de los que le echas al té en lugar de azúcar cuando estás a dieta, pero Siobhan le explicó que era un tipo de árbol.

—Estamos preparados para cualquier eventualidad —replicó Macrae, con tono enérgico.

—Salvo esta, quizá —se sintió obligado a añadir Rebus.

—Todo puede esperar hasta la próxima semana, John —musitó su jefe.

Macrae siguió la mirada de Rebus y vio que se acercaba un coche. Un Mercedes plateado con cristal opaco en las ventanillas traseras.

—Tal vez el helicóptero no fuera de la televisión —comentó Rebus para información de Macrae.

Estiró el brazo hasta el asiento del pasajero de su coche y cogió los restos de un panecillo relleno. Jamón con ensalada. Se había tragado el jamón.

—¿Qué demonios es esto? —exclamó Macrae entre dientes.

El Mercedes frenó junto a una de las furgonetas de la científica. Se abrió la puerta del conductor, bajó este, dio la vuelta al coche y abrió la portezuela del lado del pasajero. El recién llegado tardó unos instantes en bajar. Era alto y delgado y ocultaba los ojos con gafas de sol. Mientras se abrochaba los tres botones de la chaqueta, escrutó las dos furgonetas blancas y los tres coches sin distintivo de la policía. Por último, alzó la vista al cielo, le dijo algo al chófer y se alejó del coche, pero en vez de ir hacia Rebus y Macrae se acercó al tablero de información turística sobre la Fuente Clootie, mientras el conductor volvía a sentarse al volante sin dejar de mirar a Rebus y a Macrae. Rebus hizo una mueca y le lanzó un besito como de satisfacción por quedar a la espera de que el recién llegado se dignara presentarse. También en este caso sabía de qué clase de individuo se trataba: frío y calculador, haciendo gala de su poder. Tenía que ser de algún departamento de seguridad, y haber acudido en respuesta al aviso del helicóptero.

Macrae estalló al cabo de unos segundos. Se dirigió a zancadas hacia el desconocido y le preguntó quién era.

—Soy del SO12, ¿quién demonios es usted? —replicó el hombre en tono mesurado.

Tal vez no había asistido a las reuniones sobre colaboración amistosa. Tenía acento inglés, advirtió Rebus. Era lógico. El SO12 era un departamento especial con sede en Londres. Puerta con puerta con el de los espías.

—Vamos a ver —prosiguió, sin dejar de simular que estaba leyendo el cartel—, yo sé quién es usted. Es de Homicidios. Y esas furgonetas son de la científica, y en ese claro hay unos hombres con mono blanco protector que están efectuando un minucioso examen de los árboles y el suelo. —Se volvió finalmente hacia Macrae, se llevó la mano a la cara y se quitó las gafas de sol—. ¿Voy bien?

Macrae había enrojecido de furor. Durante toda la jornada le habían tratado con la deferencia que merecía y ahora se encontraba con aquello.

—¿Me permite ver su tarjeta de identidad? —espetó.

El hombre le miró fijamente y esbozó una sonrisa torcida como diciendo: «¿Eso es cuanto tiene que decir?». Mientras metía la mano en el bolsillo interior sin molestarse en desabrocharse la chaqueta, desvió la mirada de Macrae hacia Rebus sin dejar de sonreír, como invitándolo a que captara el mensaje, y esgrimió una cartera de cuero negra, que abrió para que Macrae la viera.

—Ahí tiene —dijo, cerrándola de golpe—. Ahora ya sabe cuanto tiene que saber de mí.

—Es usted Steelforth —dijo Macrae con un carraspeo. Derrotado, se volvió hacia Rebus—. El comandante Steelforth está al mando de la seguridad del G8 —añadió. Pero Rebus ya se lo había imaginado. Macrae se volvió hacia Steelforth—. Estuve esta mañana en Glenrothes invitado por el subdirector Finnigan. Y, ayer en Gleneagles... —añadió, y dejó la frase en el aire al ver que Steelforth se apartaba y se acercaba a Rebus.

—No estaré interfiriendo entre usted y su tasa de colesterol, ¿verdad? —inquirió mientras miraba el panecillo.

Rebus lanzó el eructo que creyó adecuado a la pregunta, y Steelforth le miró con ojos como ranuras.

—No todos podemos permitirnos un almuerzo a costa del contribuyente —replicó Rebus—. Por cierto, ¿qué tal se come en Gleneagles?

—No creo que tenga oportunidad de comprobarlo, sargento.

—No se equivoca, señor, pero su vista le engaña.

—Le presento al inspector Rebus —terció Macrae—. Yo soy el inspector jefe Macrae de Lothian y Borders.

—¿De qué comisaría? —preguntó Steelforth.

—De Gayfield Square —contestó Macrae.

—De Edimburgo —añadió Rebus.

—Están muy lejos de su demarcación, caballeros —comentó Steelforth mientras echaba a andar por la senda.

—Mataron a un hombre en Edimburgo —le explicó Rebus—, y en la fuente se ha encontrado ropa suya.

—¿Sabemos por qué?

—Voy a tratar de seguir la pista, comandante —añadió Macrae—. Intervendremos en cuanto los de la científica hayan acabado.

Iba pisándole los talones a Steelforth y Rebus le iba a la zaga.

—¿No entra en el programa que algún presidente o primer ministro venga a hacer una ofrenda? —preguntó Rebus.

En lugar de replicar, Steelforth entró en el claro, pero el encargado del equipo de la científica le detuvo poniéndole la mano en el pecho.

—Ya está bien de pisotearlo todo —refunfuñó.

—¿Sabe quién soy? —replicó Steelforth mirando enfurecido aquella mano.

—Me importa un huevo, amigo. Si me deshace el escenario del crimen, aténgase a las consecuencias.

El del Departamento Especial se lo pensó un instante, pero al final retrocedió unos pasos hasta el borde del claro, mirando satisfecho lo que hacían. Sonó su móvil y contestó, apartándose de ellos para que no lo oyeran. Siobhan hizo un gesto inquisitivo y Rebus articuló sin voz «después» y sacó del bolsillo un billete de diez libras.

—Tenga —dijo dándoselo al del equipo científico.

—¿Esto por qué?

Rebus hizo un guiño y el hombre se guardó el dinero, con un discreto «gracias».

—Siempre doy propina por servicios más allá del deber —le comentó Rebus a Macrae.

Este asintió con la cabeza, metió la mano en el bolsillo y le dio un billete de cinco libras.

—Vamos a medias —dijo el inspector jefe.

Steelforth volvió del claro.

—Asuntos más importantes me reclaman. ¿Cuándo habrán terminado aquí?

—Dentro de media hora —contestó uno de los del equipo científico.

—O más, si es necesario —añadió la bestia negra de Steelforth—. El escenario del crimen es el escenario del crimen, al margen de cualquier otra consideración.

Igual que Rebus momentos antes, había comprendido enseguida el papel de Steelforth.

El del Departamento Especial se volvió hacia Macrae.

—Informaré al subdirector Finnigan y le diré que cuento con su plena colaboración y aquiescencia, ¿le parece?

—Lo que usted crea, señor.

Steelforth ablandó un tanto la expresión de su rostro y le dio un codazo a Macrae.

—Me atrevería a decir que no ha visto todo lo que hay que ver. Pásese por Gleneagles cuando haya acabado aquí y yo le brindaré un recorrido «de verdad».

Macrae se derritió de gusto, como un crío el día de Navidad, pero recobró la compostura y se puso firme.

—Gracias, mi comandante.

—Puede llamarme David.

Agachado, como si estuviera buscando pruebas, a cierta distancia detrás de Steelforth, el encargado del equipo de la científica hizo un gesto exagerado metiéndose un dedo en la boca como si se atragantara.

Iban a regresar a Edimburgo en tres coches. Rebus tembló pensando en lo que dirían los ecologistas. El primero en largarse fue Macrae, camino de Gleneagles. Rebus había pasado ya por delante del hotel. Mucho antes de llegar a Auchterarder, desde Kinross, se veían el edificio y los terrenos circundantes; miles de hectáreas con pocos indicios de vigilancia, salvo un tramo de valla que atisbó al llamarle la atención una estructura improvisada que supuso sería una torre de observación. Rebus se colocó detrás de Macrae y el jefe hizo sonar el claxon al entrar en el camino privado del hotel. Siobhan consideró que la ruta de Perth era la más rápida, pero él decidió seguir el mismo recorrido que a la ida y luego tomar la M90. El cielo aún estaba azul. Los veranos en Escocia eran una bendición, un premio después del largo invierno crepuscular. Bajó el volumen de la música y llamó al móvil de Siobhan.

—Manos libres, espero —dijo ella.

—No seas lista.

—Pues que sepas que estás dando mal ejemplo.

—Antes que nada, ¿qué te ha parecido el amigo de Londres?

—Yo, a diferencia de ti, no tengo esas manías.

—¿Qué manías?

—Con la jerarquía..., con los ingleses..., con... —Hizo una pausa—. ¿Sigo?

—Oye, si no recuerdo mal, todavía soy tu superior.

—¿Y bien?

—Que podría dar parte por insubordinación.

—¿Para que los jefes se carcajearan?

Sobrevino un silencio más que elocuente. O ella empezaba a irse de la lengua con los años o él se hacía viejo. Las dos cosas, probablemente.

—¿Crees que podremos convencer a los cerebritos del laboratorio de que trabajen el sábado? —preguntó.

—Depende.

—¿Qué me dices de Ray Duff? Una palabra tuya y seguro que accede.

—Y a cambio yo tendré que pasarme todo un día con él, rulando en ese coche viejo que apesta.

—Es un modelo clásico.

—Sí, no se cansa de decírmelo.

—Reconstruido a partir de cero.

Oyó su profundo suspiro.

—¿Y los forenses? —añadió ella—. Todos tienen sus aficiones.

—¿Se lo pedirás?

—Se lo pediré. ¿Sales de pubs esta noche?

—Tengo turno de noche.

—¿El mismo día del funeral?

—Alguien tiene que hacerlo.

—Me apuesto algo a que insististe en hacerlo.

Rebus no contestó y le preguntó qué planes tenía ella.

—Descansar. Quiero tener la cabeza despejada para levantarme temprano para la marcha.

—¿Qué servicio te ha tocado?

Siobhan se echó a reír.

—No tengo servicio, John... Voy porque quiero.

—Hostias.

—Tú también deberías venir.

—Sí, claro. Como si yo fuera imprescindible. Prefiero quedarme en casa para protestar.

—¿Contra qué?

—Contra el puto Bob Geldof. —Oyó que se reía—. Porque si acude tanta gente como él quiere, parecerá que ha sido cosa suya. Eso no lo aguanto, Siobhan. Piénsatelo antes de unirte a la causa.

—Voy a ir, John. Porque además tengo que estar con mis padres...

—¿Tus padres...?

—Vienen de Londres, y no por lo que haya dicho Geldof.

—¿Vienen a la marcha?

—Sí.

—¿Me los presentarás?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque eres la clase de policía en que temen que me convierta.

Se suponía que tenía que reírse, pero solo era una broma a medias.

—Cuánta razón —contestó.

—¿Te has librado del jefe? —Un cambio de tema muy adecuado.

—Le dejé en ese aparcamiento con mayordomo.

—No te rías. En Gleneagles lo hay. ¿Tocó el claxon como despedida?

—¿Tú qué crees?

—Sabía que lo haría. Este viaje le ha quitado años de encima.

—Y le ha escaqueado de la comisaría.

—Así todos salen ganando —Hizo una pausa—. Piensas que es tu gran oportunidad, ¿verdad?

—¿A qué te refieres?

—A Cyril Colliar. La semana que viene no habrá quien te meta en cintura.

—No sabía que ocupara tan alto puesto en la escala de tu estima.

—John, te falta un año para la jubilación. Y sé que quieres lanzarle el último envite a Cafferty.

—Por lo visto, además, soy transparente.

—Escucha, solo quería...

—Lo sé; me conmueves.

—¿Crees de verdad que Cafferty puede andar detrás de esto?

—Si no lo está él, irá a por quien lo esté. Escucha, si te pone nerviosa que conozca a tus padres... —¿quién cambiaba de tema ahora?—, mándame un mensaje de texto y tomamos una copa.

—De acuerdo, lo haré. Ya puedes subir el volumen del CD de Elbow.

—Ah, te has dado cuenta. Hasta luego.

Rebus cortó la comunicación y le dio al botón siguiendo el consejo de Siobhan.

Nombrar a los muertos

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