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ОглавлениеCuando Siobhan llegó a los Meadows, la cola de los que se incorporaban a la marcha llegaba hasta el lateral del antiguo hospital y llenaba los campos de juego junto a la fila de casas. Uno, provisto de un megáfono, advertía a quienes la formaban que tal vez tardaran un par de horas en comenzar a moverse.
—Es por la bofia —comentó alguien—. Solo dejan avanzar en grupos de cuarenta o cincuenta.
Siobhan estuvo a punto de salir en defensa de aquella táctica, pero se habría delatado. Avanzó despacio al paso de la masa pensando en cómo encontrar a sus padres. Habría cien mil personas, quizás el doble. Nunca había visto tanta gente. En el concierto del festival T in the Park cupieron sesenta mil; un partido de los dos equipos locales, si hacía buen día, atraería a unas dieciocho mil, y en Nochevieja, en torno a Hogmanay y Princes Street se congregaban casi cien mil personas.
Allí había más.
Y todos con la sonrisa en los labios.
Apenas se veía policía de uniforme ni servicio de orden. Había un aluvión de familias de Morningside, Tollcross y Newington y se había tropezado con media docena de conocidos y vecinos. El alcalde iba en cabeza. Se decía que también estaba Gordon Brown y que más tarde se dirigiría a la multitud, abrigado por la Patrulla de Protección de la policía, aunque él, en la Operación Sorbus, era un personaje conceptuado «de bajo riesgo» por sus fervientes declaraciones a favor de la paz y del comercio justo. A Siobhan le habían enseñado una lista de famosos que habían anunciado su presencia en Edimburgo: Geldof y Bono, por supuesto; tal vez incluso Ewan McGregor (quien, de todos modos, tenía que asistir a un acto en Dunblane); Julie Christie; Claudia Schiffer; George Clooney; Susan Sarandon...
Después de abrirse paso entre la muchedumbre desde delante hacia atrás, se dirigió al escenario principal. Tocaba una banda y había gente bailando con entusiasmo, pero la mayoría miraba sentada en el césped. En el pequeño campamento de tiendas de campaña instalado allí mismo había actividades infantiles, botiquín, mesa de firmas y exposiciones, se vendían productos de artesanía y se repartían octavillas. Por lo visto, un tabloide había distribuido carteles de ACABAD CON LA POBREZA y la gente recortaba el encabezamiento suprimiendo la mancha del rotativo. Globos hinchados con helio surcaban el cielo, una improvisada banda de metales daba la vuelta al campo seguida de otra de percusión africana. Más bailes, más sonrisas. Siobhan comprendió que no iba a pasar nada. Que en aquella marcha no habría disturbios.
Miró el móvil. No tenía mensajes. Había llamado dos veces a sus padres, pero estos no contestaban. Decidió dar otra vuelta al recinto. Junto a la caja de un camión habían erigido un pequeño escenario con cámaras de televisión donde hacían entrevistas a la gente. Reconoció a Peter Postlewhaite y a Billy Boyd, y en un momento dado vio a Billy Bragg. Ella quería ver a Gael García Bernal para comprobar si en persona era tan estupendo.
Las colas en las camionetas de comida vegetariana eran más largas que las de las hamburguesas. También ella había sido vegetariana, pero lo abandonó años atrás por culpa (decía) de Rebus y los panecillos de tocino que se zampaba en su presencia. Pensó en mandarle un mensaje de texto para que fuera. ¿Qué otra cosa tendría que hacer que tumbarse en el sofá o sentarse a la barra del Oxford? Pero lo que hizo fue enviar un mensaje de texto a sus padres y volver a mirar en las colas. Ahora, con las pancartas en alto, tocaban silbatos y redoblaban tambores. Tanta energía en el aire... Rebus diría que era un despilfarro. Había comentado que los acuerdos políticos ya estaban adoptados, y tenía razón; era lo mismo que habían dicho los del cuartel general de Sorbus. Gleneagles servía para las alianzas secretas y para salir en la foto. La verdadera negociación la habían llevado a cabo, sin publicidad, unos personajes menos conocidos; el más importante de ellos, el ministro de Hacienda. Se había preparado todo para la ratificación de las ocho firmas el último día de la reunión del G8.
«¿Cuánto costará todo esto?», pensó Siobhan.
—Ciento cincuenta mil millones, más o menos.
La respuesta se produjo con una profunda aspiración de sorpresa del inspector jefe Macrae. Siobhan frunció los labios sin decir nada.
—Sé lo que estás pensando —prosiguió su interlocutor—. Que con esa cantidad se pueden comprar muchas vacunas.
Todos los paseos de los Meadows estaban ya abarrotados de filas de manifestantes de cuatro en fondo y se había formado otra cola de espera que llegaba hasta las canchas de tenis y Buccleuch Street. Mientras se abría paso entre la gente sin encontrar ni rastro de sus padres, vio de reojo algo de color que se movía. Eran chaquetas amarillo brillante que avanzaban deprisa por Meadow Lane. Vio como daban la vuelta a la esquina de Buccleuch Place y se quedó de piedra.
Había unos sesenta manifestantes acorralados por el doble de policías. Los manifestantes emitían un sonido quejumbroso y ensordecedor con sus bocinas, llevaban gafas de sol y pañuelos negros que les cubrían la cara y algunos se tapaban con capucha; vestían pantalones negros de combate y botas, y unos cuantos se cubrían con casco. Aquel grupo no llevaba pancartas ni esgrimía sonrisas. Entre ellos y la policía solo se interponían los escudos transparentes antidisturbios, en uno de los cuales alguien había pintado con aerosol el símbolo anarquista. La masa de manifestantes trataba de abrirse paso hacia los Meadows, pero la policía aplicaba inflexible la táctica de la contención a toda costa. Un manifestante contenido era un manifestante neutralizado. Siobhan quedó impresionada: sus colegas debían de saber que aquel grupo de protesta iba camino de aquel lugar concreto por la rapidez con que habían tomado posición para impedir que los hechos fueran a más. Había mirones, indecisos entre quedarse o unirse a la marcha, y vio que algunos sacaban los móviles con cámara. Miró a su alrededor para asegurarse de que no aparecieran más antidisturbios y quedar bloqueada. Del grupo acorralado surgían voces que parecían extranjeras, gritos en español o italiano. Ella conocía alguno de aquellos colectivos, Basta Ya y Black Bloc, pero no veía allí nada estrafalario como en el caso de los Wombles o del Rebel Clown Army.
Metió la mano en el bolsillo y apretó su carné de policía, dispuesta a tenerlo preparado y enseñarlo si las cosas se ponían feas. Oyó un helicóptero que sobrevolaba el lugar y vio a un policía que filmaba con vídeo desde la escalinata de los edificios de la universidad barriendo la calle con la cámara. La fijó en ella un instante y volvió a enfocar al resto de los curiosos. Pero de pronto le llamó la atención otra cámara que la enfocaba directamente.
Era Santal, quien, al otro lado del cordón policial, lo filmaba todo con su vídeo digital. Iba vestida como los demás, con una mochila colgada al hombro y ensimismada en su tarea, sin secundar cantos ni consignas. Los manifestantes también querían grabar aquella escena para verla después y reconocerse, aprender las tácticas de la policía y saber contrarrestarlas, y por si se producían (quizá deseándolos) malos tratos. Estaban versados en técnicas de comunicación y tenían abogados entre los activistas. La película de Génova había causado sensación en todo el mundo y, sin duda, una filmación reciente sobre una acción policial violenta sería igualmente eficaz.
Siobhan se percató de que Santal la había visto. Ahora enfocaba la cámara hacia ella y, bajo el visor, su boca era un rictus de furor. Pensó que no era precisamente el momento de acercarse a preguntarle si había visto a sus padres. Oyó el zumbido del móvil indicándole que entraba una llamada y miró el número, pero no lo conocía.
—Siobhan Clarke —dijo llevándose el aparato al oído.
—¿Shiv? Soy Ray Duff. Que sepas que me estoy ganando a pulso esa excursión.
—¿Qué excursión?
—La que me debes. —Hizo una pausa—. A menos que no sea eso lo que has convenido con Rebus.
Siobhan se echó a reír.
—Depende. ¿Estás en el laboratorio?
—Trabajando como un burro por ti.
—¿En la muestra de la Fuente Clootie?
—A lo mejor tengo algo que te interesa, aunque no sé si te gustará. ¿Cuánto tardarás en llegar?
—Media hora —contestó ella, volviendo la cabeza al oír de pronto un bocinazo.
—No hace falta que me digas dónde estás —añadió Duff—. Lo estoy viendo en el noticiario.
—¿La marcha o la manifestación?
—La manifestación, por supuesto. Los felices y legales caminantes de la marcha apenas son noticia, a pesar de que suman un cuarto de millón.
—¿Un cuarto de millón?
—Eso dicen. Nos vemos dentro de media hora.
—Adiós, Ray.
Cortó la comunicación. Vaya cifra... Más de la mitad de la población de Edimburgo, y equiparable a tres millones si se hubiera celebrado en las calles de Londres. Y solo unos sesenta individuos vestidos de negro iban a acaparar las noticias en las dos horas siguientes.
Porque a continuación, todas las miradas se volverían hacia el concierto Live 8 de Londres.
«No, no, no —pensó—, eres demasiado cínica, Siobhan; piensas como el maldito John Rebus. Nadie puede ignorar una cadena humana que rodea la ciudad, una cinta blanca llena de pasión y esperanza».
Ella sí.
¿Había pensado realmente en incorporar su humilde ser a aquella estadística? Ahora ya era tarde. Ya se disculparía después con sus padres. De momento, tenía que alejarse de los Meadows. Lo mejor era llegar a St. Leonard, la comisaría más cercana, y que la llevara un coche patrulla, o hacer autostop si era preciso, porque tenía su coche en aquel taller que le había recomendado Rebus y el mecánico le había dicho que llamase el lunes. Recordó que el dueño de un 4 × 4 lo había sacado de la ciudad mientras durase aquello, en previsión de destrozos. Otra noticia agorera; al menos es lo que había pensado ella.
Santal no pareció percatarse de que se marchaba.
—... No se puede ni echar cartas —se quejó Ray Duff—. Han precintado los buzones por si meten alguna bomba.
—En Princes Street hay escaparates protegidos con tableros —añadió Siobhan.
—Bueno, ¿vamos al grano? —terció Rebus.
—Ya veo que teme perderse el gran acontecimiento —comentó Duff con un resoplido.
—¿Qué gran acontecimiento? —preguntó Siobhan mirando a Rebus.
—Pink Floyd —respondió él—. Pero si hay algo como McCartney y U2, paso.
Estaban los tres en uno de los laboratorios de la Unidad Científica Forense de Lothian y Borders de Howdenhall Road. Duff, con treinta años cumplidos, pelo castaño y un pronunciado pico de viuda, se limpiaba las gafas con un extremo de la bata blanca. En opinión de Rebus, el éxito televisivo de CSI había ejercido un efecto nocivo en los cerebritos de Howdenhall. Pese a su carencia de recursos, glamur y banda sonora estridente, todos parecían creerse actores. Además, algunos inspectores jefes habían comenzado a aceptarlo y les pedían que imitaran las técnicas forenses más enrevesadas de las teleseries. Por lo visto, Duff había decidido adoptar el papel de genio excéntrico y, en consecuencia, había prescindido de sus lentes de contacto, volvía a usar gafas de pasta con montura a lo Eric Morecambe y aumentaba visiblemente el surtido de rotuladores de color en el bolsillo superior de la bata. Y, además, en la solapa, llevaba una batería de gruesos clips. Tal como Rebus había comentado nada más entrar, parecía salido de un vídeo de Devo.
Y ahora les iba encarrilando hacia la información.
—Cuando quieras —dijo Rebus.
Estaban delante de un banco de trabajo con varios trozos de tela a los que Duff había adosado unos cuadraditos numerados, y dispuesto otros más pequeños (al parecer, según un código de colores) junto a las manchas o deterioros de cada pieza.
—Cuanto antes terminemos, antes podrás volver a sacar brillo al cromado de tu MG.
—Por cierto —terció Siobhan—, gracias por ofrecerme a Ray.
—Tendrías que haber visto a la del primer premio —musitó Rebus—. ¿Qué es todo eso, profesor?
—Barro y mierda de pájaro la mayor parte —contestó Duff apoyando las manos en la cadera—. Marrón lo primero y gris lo segundo —añadió mientras señalaba los cuadrados con la barbilla.
—Y el azul y el rosa...
—El azul es algo que requiere más análisis.
—No me digas que el rosa es de pintalabios —dijo Siobhan con voz queda.
—De sangre —replicó Duff con gesto teatral.
—Ah, bien —comentó Rebus mirando a Siobhan—. ¿Cuántas manchas hay?
—De momento, dos... Número uno y número dos. Uno, en unos pantalones de pana marrón. La sangre resulta muy difícil de distinguir sobre fondo marrón, porque parece óxido. Y dos, en una camiseta de deporte, amarillo claro, como puede ver.
—No la veo. —Rebus se inclinó para mirar más de cerca. La camiseta estaba toda sucia—. ¿Qué es eso de la izquierda de la pechera, una insignia?
—Para ser más exactos, dice: TALLERES KEOGH. La salpicadura de sangre está por detrás.
—¿Salpicadura?
Duff asintió con un cabeceo.
—Que coincide con un golpe en la cabeza con algo parecido a un martillo que hace contacto, rompe la piel y, al retirarlo, provoca que la sangre brote en todas direcciones.
—¿Talleres Keogh? —le preguntó Siobhan a Rebus, quien se encogió de hombros, pero Duff carraspeó.
—No aparece en el listín telefónico de Perthshire. Ni en el de Edimburgo.
—Ha sido un trabajo rápido, Ray —comentó Siobhan con gesto de aprobación.
—Ray, aquí hay otro punto marrón —dijo Rebus con un guiño—. ¿Relacionado con el número uno?
Duff asintió con la cabeza.
—Pero este no es de salpicadura. Es un pegote en la pernera derecha, a la altura de la rodilla. Cuando alguien recibe un golpe en la cabeza se producen gotas como esa.
—O sea, que tenemos tres víctimas... ¿y un solo agresor?
Duff se encogió de hombros.
—No se puede demostrar, por supuesto. Pero ¿qué probabilidades hay de que sean pruebas relativas a tres víctimas y a tres agresores distintos que vayan a parar a tan extraño lugar?
—Tienes razón, Ray —convino Rebus.
—Así que se trata de un asesino en serie —añadió Siobhan—. Supongo que serán grupos sanguíneos distintos —añadió mirando a Duff—. ¿Tienes idea del orden en que murieron?
—La muestra del CC Rider es la más reciente. Y creo que la de la camiseta deportiva es la más antigua.
—¿No hay ninguna pista en la del pantalón?
Duff negó con la cabeza despacio y a continuación metió la mano en el bolsillo de la bata y sacó una bolsita de plástico.
—A menos que se tenga esto en cuenta, claro.
—¿Qué es eso? —preguntó Siobhan.
—Una tarjeta de cajero automático —respondió Duff, recreándose un instante—. A nombre de Trevor Guest. Así que no me digas que no me he ganado el premio.
En la calle, Rebus encendió un cigarrillo, mientras Siobhan paseaba a lo largo del aparcamiento con los brazos cruzados.
—Un asesino —dijo.
—Pues sí.
—Dos víctimas con nombre, y la tercera, un mecánico.
—O un vendedor de coches —puntualizó Rebus pensativo—. O alguien con una camiseta con el anuncio de un taller.
—Gracias por ampliar el campo de investigación.
Él se encogió de hombros.
—Si hubiéramos encontrado un pañuelo de los Hibs, ¿nos concentraríamos en el equipo de fútbol?
—De acuerdo; entendido —dijo ella, y se detuvo de pronto—. ¿Tienes que volver a la autopsia?
Rebus negó con la cabeza.
—Uno de los dos tendrá que darle la noticia a Macrae —advirtió.
Siobhan asintió con la cabeza.
—Lo haré yo —se ofreció.
—Hoy poco más se puede hacer.
—Entonces, ¿vas a ver el concierto Live 8?
Rebus alzó los hombros.
—¿Y tú vas a los Meadows? —preguntó.
Ella asintió con la cabeza pensando en otra cosa.
—¿Por qué habrá tenido que ocurrir en una semana como esta?
—Para eso nos pagan una pasta —respondió Rebus, y aspiró con fruición la nicotina.
Un gran paquete aguardaba a Rebus a la puerta de su piso. Le había dicho a Siobhan que después de los Meadows pasara por su casa a tomar una copa. Advirtió que la sala de estar necesitaba ventilarse y abrió la ventana de par en par. Llegaban ruidos de la marcha y voces de megáfono, tambores y silbatos. La tele retransmitía ya el Live 8, pero no había ningún grupo que él conociera. Bajó el volumen y abrió el paquete. Dentro había una nota de Mairie («NO TE LO MERECES») seguida de páginas y páginas impresas: noticias sobre Pennen Industries a partir de su segregación del Ministerio de Defensa, recortes de las páginas de negocios con datos sobre aumentos de beneficios, y perfiles con elogios y fotos de Richard Pennen. El perfecto hombre de negocios: acicalado, bien vestido, bien peinado, pelo canoso a pesar de sus escasos cuarenta y tantos años, gafas de montura metálica y una mandíbula cuadrada bajo una dentadura impecable.
Richard Pennen había sido empleado del ministerio, algo así como un as del microchip y de los programas de ordenador, insistía en que su empresa no vendía armas sino simplemente componentes para hacerlas lo más eficaces posible, y citaban su afirmación: «Que en resumen es la mejor alternativa para todos». Rebus hojeó a toda prisa entrevistas y datos sobre antecedentes. No había nada que vinculase a Pennen con Ben Webster, salvo que los dos pertenecían al ámbito del «comercio». No era de extrañar que la empresa le pagase a un parlamentario un hotel de cinco estrellas. Cogió otro grupo de páginas grapadas y le dirigió un «gracias» silencioso a Mairie. La periodista le adjuntaba hojas y más hojas sobre Ben Webster. No hablaba gran cosa de su carrera parlamentaria, pero cinco años antes la prensa había dedicado atención a la familia tras la extraña agresión a la madre de Webster. Ella y su marido pasaban unas vacaciones en Borders, en un chalé alquilado cerca de Kelso. Una tarde, el padre salió al pueblo a comprar y a su regreso se encontró con que habían allanado el chalé y a su mujer estrangulada con un cordón de las persianas venecianas. Agredida, pero sin violación. Tan solo faltaban dinero del bolso y el móvil.
Calderilla y un teléfono. Y la vida de una mujer.
La investigación se había alargado varias semanas. Rebus miró las fotos del chalé, la víctima, el dolido esposo y los hijos, Ben y Stacey. Sacó del bolsillo la tarjeta que Stacey le había dado y pasó los dedos por los bordes mientras proseguía la lectura. Ben era diputado por Dundee Norte; Stacey, agente de policía de Londres, calificada por sus colegas de «diligente y muy apreciada». El chalé estaba en el linde de unos bosques, en un terreno de colinas ondulantes y sin vecinos a la vista. Al matrimonio le gustaba dar largos paseos, y se mencionaba su presencia regular en bares y restaurantes de Kelso. Pasaban las vacaciones en aquella comarca desde hacía años. Los concejales de la zona hacían hincapié en que en Borders «casi no se cometen crímenes y es un remanso de paz». Por no espantar al turismo.
No se descubrió al culpable, y el caso saltó de la primera página a las interiores y luego a las de atrás, hasta reaparecer esporádicamente en algún párrafo de los perfiles de Ben Webster. Había una amplia entrevista de la época en que pasó a ocupar el cargo de secretario privado del Parlamento, pero en ella se negó a hablar del trágico acontecimiento.
Trágicos, en realidad; en plural, porque el padre no había sobrevivido mucho tiempo al asesinato de su esposa. Muerto por causas naturales. «Había perdido las ganas de vivir. Ahora está en paz con el amor de su esposa», decía un vecino de Broughty Ferry.
Rebus volvió a mirar la foto de Stacey el día del funeral de la madre. Al parecer, había salido en televisión para hacer un llamamiento a quien pudiera dar alguna pista. Era más fuerte que su hermano, que no quiso acompañarla en la conferencia de prensa. Rebus esperaba que conservara esa fortaleza.
El suicidio parecía la conclusión definitiva: la pena había podido finalmente con el hijo huérfano. Salvo que Ben Webster cayó gritando y los soldados de guardia habían advertido la presencia de algún intruso. Además, ¿por qué precisamente aquella noche y en aquel lugar, con todos los medios de comunicación mundiales en Edimburgo?
Era un gesto público.
Y Steelforth... Sí, Steelforth quería echar tierra al asunto. Que nada distrajera la atención del G8, que no se perturbase la estancia de las delegaciones. Rebus, muy a su pesar, tenía que reconocer que si insistía en aferrarse al caso era tan solo por fastidiar al hombre del Departamento Especial. Se levantó de la mesa y fue a la cocina, se hizo un café cargado y se lo llevó a la sala de estar. Cambió el canal de la televisión, pero no encontró noticias sobre la marcha. La multitud de Hyde Park parecía pasarlo bien, aunque había un recinto justo delante del escenario medio vacío. Sería seguramente para los miembros de seguridad, o para los medios. Geldof no pedía dinero esta vez; Live 8 pretendía centrar mentes y corazones. Rebus pensó cuántos asistentes al concierto responderían al llamamiento y se desplazarían seiscientos kilómetros hasta Escocia. Encendió un cigarrillo y se sentó en un sillón mirando la pantalla con el café en la mano. Volvió a pensar en la Fuente Clootie y el ritual del paraje. Si Ray Duff estaba en lo cierto, había al menos tres víctimas, y un asesino había erigido una especie de santuario. ¿Tendría alguna relación con la localidad? ¿Hasta qué punto era conocida la Fuente Clootie fuera de Auchterarder? ¿Figuraba en las guías de viaje o en los folletos turísticos? ¿Lo habían elegido por su proximidad a la cumbre del G8, porque el asesino pensó que con tal número de policías patrullando era muy probable que descubrieran su siniestra ofrenda? Y en tal caso, ¿había ya acabado de matar?
Tres víctimas. No habría manera de ocultárselo a los periodistas. CC Rider, Talleres Keogh y una tarjeta de banco... El asesino se lo ponía fácil; quería que supieran que andaba rondando. La prensa mundial estaba concentrada en Escocia como nunca antes lo había hecho, y ello le procuraba un protagonismo global. Y Macrae estaría relamiéndose por tamaña oportunidad, y se presentaría ante los periodistas, sacando pecho al contestar a sus preguntas, acompañado de Derek Starr.
Había quedado con Siobhan en que ella llamaría a Macrae desde la marcha para comunicarle los hallazgos del laboratorio. Ray Duff, mientras tanto, proseguiría sus análisis para ver si hallaba restos de ADN en la sangre, tratando de aislar algún pelo, alguna fibra que identificar. Rebus pensó de nuevo en Cyril Colliar. No podía decirse que fuera la típica víctima. Los asesinos en serie solían atacar a los débiles y a los marginados. ¿Sería la casualidad de haberse encontrado en el lugar en que no debía en el momento menos oportuno? Lo habían matado en Edimburgo, pero el trozo de la cazadora había ido a parar al bosque de Auchterarder, justo cuando se iniciaba la Operación Sorbus. Sorbus: una especie de árbol, el trozo del CC Rider dejado en el claro de un bosque... Si había alguna relación con el G8, sabía que los de espionaje les arrebatarían el caso a Siobhan y a él. Steelforth no cedería. Mientras, el asesino se burlaba de ellos y les dejaba tarjetas de visita.
Llamaron a la puerta. Tenía que ser Siobhan. Apagó la colilla, se levantó y echó un vistazo a la habitación; no estaba muy desordenada ni había latas de cerveza vacías ni envases de pizza; recogió la botella de whisky, que estaba junto al sillón, y la puso en la repisa de la chimenea. Cambió el canal de la televisión y fue a la puerta. La abrió de par en par y al ver aquella cara se le encogió el estómago.
—Se te ha removido la conciencia, ¿no? —dijo fingiendo indiferencia.
—La tengo más limpia que la puta nieve, Rebus. ¿Puede decir lo mismo?
No era Siobhan. Era Morris Gerald Cafferty, con la camiseta blanca del emblema ACABAD CON LA POBREZA y las manos metidas en los bolsillos del pantalón, que sacó despacio, alzándolas para que se viera que iba desarmado. Su cabeza era del tamaño de una esfera de jugar a los bolos, brillante y sin apenas pelo, con ojillos hundidos y labios relucientes y casi sin cuello. Rebus hizo gesto de cerrarle la puerta, pero Cafferty se lo impidió con la mano.
—¿Esas son maneras de tratar a un viejo amigo?
—Vete al infierno.
—Ya veo que me ha superado. ¿Le ha quitado esa camisa a un espantapájaros?
—¿Y a ti quién te viste, Trinity & Susannah?
Cafferty lanzó un resoplido.
—Pues en realidad las conocí en un desayuno de la tele. ¿No es mejor que charlemos un ratito?
Rebus ya no intentaba cerrar la puerta.
—¿Qué demonios quieres, Cafferty?
Cafferty se miró la palma de las manos y se limpió una mugre inexistente.
—¿Cuánto hace que vive aquí, Rebus? Por lo menos treinta años.
—¿Y qué?
—¿No ha oído hablar de la jerarquía habitacional?
—Dios, no vendrás ahora con lo de «Inmejorable situación. Se alquila».
—No hace nada por mejorar su situación, y no lo entiendo.
—Tal vez debería escribir un libro explicándolo.
Cafferty sonrió.
—Y yo podría escribir una continuación contando algunos de nuestros pequeños «desacuerdos».
—¿A eso has venido? Quieres refrescar vivencias, ¿verdad?
—He venido por lo de mi muchacho, Cyril —replicó Cafferty con rostro sombrío.
—¿Qué pasa?
—Me he enterado de que la investigación progresa. Y quería saber.
—¿Quién te lo ha dicho?
—¿Así que es cierto?
—¿Y crees que iba a contarte algo si así fuese?
Cafferty profirió un gruñido, estiró los brazos y empujó a Rebus hacia el pasillo, haciéndole chocar contra la pared, y volvió a agarrarlo, enseñando los dientes, pero Rebus, una vez recuperado de la sorpresa, logró asirlo de la camiseta. Forcejearon, zarandeándose y dando vueltas, impulsados por la inercia pasillo adelante hasta la puerta de la sala de estar sin decir palabra: solo hablaban los ojos y la fuerza corporal. Pero Cafferty miró el cuarto y se quedó de piedra.
—Dios bendito —exclamó contemplando las dos cajas del sofá.
Eran las notas del caso Colliar que Rebus se había llevado la noche anterior de la comisaría de Gayfield. Encima estaban las fotos de la autopsia, y por debajo de ellas asomaba una vieja foto del propio Cafferty.
—¿Por qué tiene aquí todo esto? —preguntó Cafferty, jadeante.
—No es asunto tuyo.
—No renuncia a tratar de hundirme.
—Ahora ya no tanto —respondió Rebus. Fue hasta la repisa de la chimenea a coger la botella de whisky; recogió el vaso del suelo y se sirvió—. Pronto se hará pública la noticia —añadió, e hizo una pausa para beber—. Creemos que Colliar no es la única víctima.
Cafferty entrecerró los ojos tratando de comprender.
—¿Quién más? —preguntó.
Rebus negó con la cabeza.
—Ahora lárgate —dijo.
—Puedo ayudar —se ofreció Cafferty—. Conozco gente.
—¿Ah, sí? ¿Te suena Trevor Guest?
Cafferty reflexionó un instante y al cabo dijo que no.
—¿Y Talleres Keogh?
Cafferty cuadró los hombros.
—Puedo averiguarlo, Rebus. Tengo contactos en lugares que le harían temblar.
—Todo lo tuyo me hace temblar, Cafferty; por miedo a la contaminación, supongo. ¿Por qué te sulfuras tanto por lo de Colliar?
Cafferty miró hacia la botella de whisky.
—¿Hay otro vaso? —preguntó.
Rebus fue a buscarlo a la cocina. Cuando volvió, Cafferty leía la nota de Mairie.
—Ya veo que la señorita Henderson le echa una mano —dijo con fría sonrisa—. Conozco su escritura.
Rebus, sin replicar, sirvió un poco de whisky en el vaso.
—Preferiría malta —dijo Cafferty en tono de reproche balanceando el whisky bajo la nariz—. ¿A qué viene ese interés por Pennen Industries?
—Ibas a hablarme de Cyril Colliar —replicó Rebus.
Cafferty se dirigió al sofá.
—No te sientes —ordenó Rebus—. No vas a estar mucho tiempo.
Cafferty apuró el whisky y dejó el vaso en la mesa.
—No es en realidad Cyril en sí quien me interesa —dijo—. Es que cuando ocurre algo así... empiezan a correr rumores. Rumores de una venganza. Y eso no es bueno para el negocio. Como bien sabe, Rebus, tuve enemigos en mis tiempos.
—Sí, de quienes ya no veo ni rastro, curiosamente.
—Hay por ahí muchos chacales deseando repartirse los despojos; mis despojos —añadió señalándose el pecho con un dedo.
—Te estás volviendo viejo, Cafferty.
—Igual que usted. Pero en mi tipo de negocio no hay pensión.
—¿Y entretanto aparecen chacales más jóvenes y hambrientos? —aventuró Rebus—. Y tú tienes que demostrar quién eres.
—Yo nunca me he arrugado, Rebus. No pienso hacerlo.
—Pronto se hará público, Cafferty. Si no existe relación entre las otras víctimas y tú ya no habrá motivos de venganza.
—Pero mientras tanto...
—Mientras tanto, ¿qué?
—Talleres Keogh y Trevor Guest —añadió Cafferty con un guiño.
—Déjanoslo a nosotros, Cafferty.
—Quién sabe, Rebus. A lo mejor miro a ver qué puedo averiguar sobre Pennen Industries —dijo Cafferty echando a andar hacia el pasillo—. Gracias por la copa y la gimnasia. Creo que me uniré a la cola de la marcha. La pobreza siempre me ha preocupado mucho. —Hizo una pausa en el vestíbulo, mirando a su alrededor—. Pero nunca había visto una tan flagrante —añadió mientras salía al rellano.