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El muy honorable Gordon Brown, ministro de Hacienda, ya había iniciado su intervención cuando entró Siobhan. Novecientas personas se habían congregado en la Sala de Asambleas en la cumbre de The Mound. La última vez que ella había pisado aquel local era aún sede provisional del Parlamento de Escocia, que ahora albergaba un nuevo y lujoso edificio en Holyrood frente a la residencia de la reina, por lo que la Sala de Asambleas era de nuevo propiedad de la Iglesia de Escocia, coorganizadora de aquel acto vespertino junto con Christian Aid.

Siobhan acudía al encuentro del jefe de la policía de Edimburgo, James Corbyn, que llevaba poco más de un año en el cargo, en sustitución de sir David Strathern. Su nombramiento había sido objeto de habladurías. Era inglés, un jefe «obsesionado por los números» y «demasiado joven», pero había demostrado ser un policía entregado que hacía visitas habituales en primera línea. Vio que estaba sentado en una de las primeras filas de atrás, con uniforme de gala y la gorra en el regazo. Siobhan sabía que la esperaba y se situó cerca de la entrada, conformándose con escuchar desde allí las cuitas y promesas del ministro de Hacienda. Cuando dijo que le condonarían la deuda a los treinta y ocho países más pobres de África hubo un aplauso unánime en la sala. Al cesar los aplausos, Siobhan oyó una voz disidente. La de un único descontento que, puesto en pie, alzó su falda escocesa y enseñó una foto de Tony Blair en los calzoncillos. Los ujieres entraron rápidamente en acción secundados por el público cercano al hombre, y mientras le arrastraban hacia la salida, recibieron otro unánime aplauso. El ministro, que había aprovechado la interrumpción para ordenar sus notas, prosiguió su parlamento en el punto en que lo habían interrumpido.

Pero el incidente le sirvió de oportuna excusa a James Corbyn para abandonar la sala. Siobhan le siguió al vestíbulo y se presentó. Ya no había rastro del alborotador ni de sus captores, solo algunos funcionarios, a la espera de que su jefe concluyera el discurso, que paseaban de arriba abajo con carpetas de documentación y móviles y cara de agotados por los acontecimientos de la jornada.

—Me ha dicho el inspector jefe que tenemos un problema —afirmó Corbyn sin andarse con rodeos ni preámbulos.

Pasaba de los cuarenta años y llevaba el pelo negro con raya a la izquierda. Era de complexión robusta y de más de un metro ochenta de alto y con un gran lunar en la mejilla derecha, a propósito del cual Siobhan iba prevenida.

«Es muy difícil mirarlo a los ojos con esa maldita mancha en el campo visual», le había dicho Macrae.

—Es posible que haya tres víctimas —dijo Siobhan.

—¿Y un escenario del crimen puerta con puerta del G8? —espetó Corbyn.

—No exactamente, señor. No creo que allí encontremos cadáveres; solo restos de pruebas.

—El viernes se marchan de Gleneagles. Podemos aplazar la investigación hasta ese día.

—Pero por otro lado —insinuó Siobhan—, los mandatarios no llegan hasta el miércoles, lo cual nos da tres días.

—¿Cuál es su plan?

—Mantener el asunto con discreción y trabajar cuanto podamos. Para entonces, los forenses habrán hecho un examen completo. La única víctima confirmada es competencia de Edimburgo y no hay necesidad de importunar a los mandatarios.

Corbyn la miró un instante.

—Es usted sargento, ¿verdad?

Siobhan asintió con la cabeza.

—Es un poco joven para encargarse de un caso como este —añadió Corbyn. No era una crítica sino una mera constatación.

—Me acompaña un inspector de la comisaría, señor, que trabajó conmigo en la investigación inicial.

—¿Cuántos agentes necesitará?

—Me temo que no habrá muchos disponibles.

—La situación es muy delicada estos días, sargento Clarke —le explicó Corbyn sonriente.

—Lo sé.

—No me cabe la menor duda. Y ese inspector que dice... ¿es de confianza?

Siobhan asintió con la cabeza sin dejar de mirarlo a los ojos sin pestañear, mientras pensaba: «Tal vez sea demasiado nuevo en la plaza como para haber oído hablar de John Rebus».

—¿Le gusta trabajar en domingo? —inquirió Corbyn.

—A mí sí, pero no estoy tan segura con respecto al equipo forense.

—Le servirá de ayuda que yo diga una palabra. No ha habido incidentes en la marcha —añadió pensativo—, y tal vez resulte todo más fácil de lo que pensábamos.

—Sí, señor.

Corbyn volvió a mirarla con atención.

—Su acento es inglés —comentó.

—Sí, señor.

—¿Le ha causado algún problema?

—Alguna burla de vez en cuando.

Él asintió con la cabeza.

—Muy bien —añadió poniéndose firme—. Haga lo que pueda antes del miércoles. Si surge cualquier problema, comuníquemelo. Pero no le pise el terreno a nadie —añadió, mirando hacia los funcionarios.

—Señor, hay un funcionario del SO12 llamado Steelforth que tal vez plantee alguna objeción.

Corbyn miró su reloj.

—Remítalo a mi despacho —dijo mientras se calaba su gorra con galones—. Ya tenía que estar en otro sitio. ¿Se da cuenta de la enorme responsabilidad que...?

—Sí, señor.

—Que su colega se haga cargo igualmente.

—Lo entenderá, señor.

—Muy bien —dijo Corbyn tendiéndole la mano—. Suerte, sargento Clarke.

Se estrecharon la mano.

Emitieron por la radio un reportaje sobre la marcha, y al final, en un añadido, dieron la noticia de la muerte del secretario de Desarrollo Internacional Ben Webster comentando que se consideraba «un trágico accidente». Pero la noticia más importante era el concierto de Hyde Park. Siobhan había oído numerosas quejas de la muchedumbre reunida en los Meadows comentando que los artistas pop iban a hacer sombra a los actos de Edimburgo.

—Publicidad y venta de discos, eso es lo que buscan. Son unos hijos de mala madre, egocéntricos —comentó un hombre.

Los últimos datos sobre el número de asistentes a la marcha eran de doscientos veinticinco mil. Siobhan no sabía cuántos asistirían al concierto de Londres, pero dudaba mucho que llegasen a la mitad de esa cifra.

Ya era de noche y se veían las calles llenas de coches y peatones, y muchos autobuses saliendo de la ciudad en dirección sur. Vio al pasar tiendas y restaurantes con carteles de APOYAMOS A ACABAD CON LA POBREZA, SOLO VENDEMOS PRODUCTOS DE COMERCIO JUSTO, PEQUEÑO COMERCIO DETALLISTA Y BIENVENIDOS LOS DE LA MARCHA. También había pintadas: símbolos anarquistas y mensajes instando a los peatones a «Activistas 8, Agitadores 8, Manifestantes 8». Una de ellas rezaba: «No se saqueó Roma en un día». Pensó que ojalá no se equivocara el jefe de policía; pero quedaban muchos días por delante.

Fuera del campamento de Niddrie habían aparcado autobuses. El poblado de tiendas de campaña había crecido. El vigilante de la víspera estaba de servicio. Siobhan le preguntó cómo se llamaba.

—Bobby Greig.

—Me llamo Siobhan, Bobby. Sí que hay movimiento esta noche.

Él se encogió de hombros.

—Unos dos mil, quizá. Seguro que no habrá más.

—Lo dice como decepcionado.

—El ayuntamiento se ha gastado un millón en las instalaciones, y con esa suma podía haberles pagado un hotel en vez de aparcarlos en pleno campo. Ya veo que trae vehículo de sustitución —añadió, señalando con la cabeza el coche que acababa de cerrar.

—Es del parque móvil de St. Leonard. ¿Ha habido más conflictos con los pandilleros?

—No han vuelto a molestar —contestó el vigilante—. Pero tenga en cuenta que ahora es de noche y es cuando salen. ¿Sabe lo que parece esto? —añadió mirando el recinto—. Una de esas películas de zombis.

Siobhan sonrió.

—Eso le convierte a usted en la última esperanza de la humanidad, Bobby. Debería sentirse halagado.

—¡Yo acabo el turno a medianoche! —gritó a su espalda mientras se dirigía a la tienda de sus padres.

No había nadie. Abrió la cremallera de la entrada y miró el interior. La mesa y las sillas estaban plegadas, y los sacos de dormir, enrollados. Arrancó una hoja de su libreta y dejó un mensaje. Como en las tiendas contiguas tampoco vio signos de vida, pensó si habrían ido con Santal a tomar una copa.

Santal: la última vez la había visto entre los manifestantes de Buccleuch Place, lo que significaba que podría dar problemas..., buscarse problemas.

«¿Te das cuenta de lo que estás pensando? Tienes miedo de que tus padres se hayan dejado embaucar...».

Se dijo que era una tonta y decidió matar el tiempo dando una vuelta por el campamento. Había cambiado poco desde el día anterior: un rasgueo de guitarra, un corro de cantores sentados con las piernas cruzadas, niños jugando descalzos en el césped, colas para la comida barata del entoldado. A los recién llegados, cansados de la marcha, les entregaban la muñequera indicándoles dónde plantar la tienda. Aún había en el cielo una luz crepuscular y se divisaba una extraña silueta del Arthur’s Seat. Pensó que a lo mejor subiría allí al día siguiente; se tomaría una hora de asueto. La vista desde arriba era estupenda. Suponiendo que pudiera tomarse una hora libre. Tenía que llamar a Rebus para ver cómo iban a enfocar el caso. Probablemente estaría en casa viendo la tele. Tenía tiempo de sobra para hablarlo con él.

—Bueno, es sábado por la noche —dijo Bobby Greig, detrás de ella, con una linterna y su emisor-receptor—. ¿No debería estar por ahí, divirtiéndose?

—Por lo visto, debe de ser lo que hacen mis amigos —replicó ella mientras señalaba con la cabeza la tienda de sus padres.

—Yo voy a tomar una copa cuando termine —insinuó él.

—Yo tengo que trabajar mañana.

—Espero que sean horas extra.

—De todos modos, gracias por... Tal vez otro día.

Él se encogió de hombros.

—Era por no sentirme fuera de servicio. —Su transmisor cobró vida con un chasquido de parásitos y él se lo acercó a la boca—. Repite, torre.

—Ahí vuelven —se oyó decir a una voz distorsionada.

Siobhan miró hacia la valla, pero no veía nada. Siguió a Bobby Greig hasta la puerta. Sí; eran una docena de jóvenes, con cazadora de capucha bien ajustada a la cara y los ojos en sombra bajo las viseras de sus gorras de béisbol. Sin armas, aparte de un botellón que se pasaban unos a otros. Media docena de vigilantes se habían congregado junto a la puerta por dentro del recinto esperando a que llegara Greig. Este volvió la cabeza como fastidiado por la aparición.

—¿Llamamos a la policía? —preguntó uno de los vigilantes de seguridad.

—No llevan armas —replicó Greig—. Podemos solventarlo.

La pandilla se fue acercando a la valla. Siobhan reconoció en el centro al cabecilla del viernes. El mecánico del taller que le había recomendado Rebus había calculado una reparación de unas seiscientas libras.

—Puede que el seguro pague una parte —añadió como único consuelo. Ella le preguntó si le sonaba el nombre de Talleres Keogh, pero el hombre negó con la cabeza.

—¿Se lo puede preguntar a alguien más?

El mecánico dijo que lo haría y a continuación le pidió una señal y ella tuvo que sacar cien libras de la cuenta del banco; le quedaban quinientas por pagar y ahora allí estaban los culpables, a menos de tres metros. Deseó tener la cámara de Santal para tomar unas instantáneas y ver si en la comisaría de Craigmillar podían poner nombres a las caras. Allí, en Niddrie, seguro que había videovigilancia en algún lugar. Quizá podría...

Claro que podía, pero no iba a hacerlo.

—Largaos —dijo Bobby Greig con voz firme.

—Niddrie es nuestro —espetó el cabecilla—. ¡Largaos vosotros!

—Te entiendo, pero no podemos.

—Te crees muy importante, haciendo de canguro de un montón de hippies de mierda, ¿eh?

—Gracias por decírnoslo —fue el comentario de Bobby Greig.

El cabecilla soltó una carcajada, uno de ellos escupió en la valla y otro le secundó.

—Podemos cogerlos, Bobby —comentó uno de los vigilantes en voz baja.

—No hay necesidad.

—Gordo, hijo de puta —exclamó el cabecilla, para provocar.

—Gordo mariconazo —añadió uno de sus lugartenientes.

—Pedófilo.

—Borracho.

—Calvorota de ojos saltones, lameculos.

Greig miraba fijamente a Siobhan, como dispuesto a tomar una decisión. Ella meneó despacio la cabeza: «Que no se salgan con la suya».

—Enganchado.

—Barbudo.

—Gordinflón grasiento.

Bobby Greig volvió la cabeza hacia el vigilante que estaba a su lado y asintió levemente con la cabeza.

—Cuenta hasta tres —añadió en voz baja.

—No vale la pena, Bobby —dijo el vigilante, mientras llegaba a la puerta seguido por sus compañeros.

La pandilla se dispersó, pero se reagrupó al otro lado de la calle.

—¡Venga, venid aquí!

—¡Cuando queráis!

—Aquí estamos.

Siobhan sabía lo que pretendían. Querían que los vigilantes les persiguieran por el laberinto de calles. Guerrilla urbana en la que el dominio del terreno podía prevalecer sobre la capacidad de fuego. Tal vez tuvieran armas, preparadas o improvisadas, o a lo mejor había más pandillas ocultas tras los setos y en los callejones oscuros. Y, mientras, el campamento se quedaba sin vigilantes.

No lo dudó más y llamó por el móvil. «Agente pidiendo ayuda». Dio las indicaciones sobre dónde se encontraba. Llegarían en dos o tres minutos. La comisaría de Craigmillar no estaba tan lejos. El cabecilla se agachó dando la espalda a Bobby Greig y le mostró el trasero. Uno de los vigilantes respondió a la afrenta por él y echó a correr hacia el jefecillo, que hizo lo que Siobhan temía: retroceder por el paseo hacia el centro de los bloques.

—¡Cuidado! —le advirtió ella.

Pero nadie escuchaba. Se volvió y vio que algunos de los acampados miraban la escena.

—La policía está a punto de llegar —les tranquilizó.

—Cerdos —comentó uno de los acampados sin ocultar su disgusto.

Siobhan echó a correr hacia el paseo. La pandilla se había dispersado; al menos, eso parecía. Siguió por el camino que había tomado Bobby Greig hacia un recodo sin salida. Eran bloques de poca altura en una de las últimas calles, vieja y desastrada; en la calzada había un esqueleto de bicicleta, y junto al bordillo, los restos de un carrito de supermercado. Sombras, discusiones, gritos y el ruido de cristales rotos; era una pelea, pero no veía nada. Aquellos jardincillos traseros servían de campo de batalla, igual que las escaleras de los edificios. Vio caras en las ventanas que se ocultaban rápido. En las habitaciones solo quedaba el resplandor azulado y frío de los televisores. Continuó, mirando a derecha e izquierda, preguntándose si Greig habría reaccionado de aquel modo si ella no hubiera estado presente. Malditos hombres y su maldito machismo.

Final de la calle: nada. Giró a la izquierda, y después a la derecha. En un jardín delantero había un coche sobre soportes de ladrillos y un poste de alumbrado con la caja de inspección rota y los cables arrancados. Aquello era un laberinto. ¿Por qué no se oían ya las malditas sirenas? Tampoco oía ya gritos, solo una discusión aislada en uno de los bloques. Un crío en monopatín (diez u once años como mucho) iba hacia ella sin dejar de mirarla descaradamente hasta que la rebasó. Pensó que doblando a la izquierda saldría a la calle principal, pero fue a meterse en otro callejón y lanzó una maldición para sus adentros: no se veía ni la acera. Sabía que la ruta más rápida sería dar la vuelta a la última casa de la hilera y saltar la valla. Un bloque más y estaría en el punto de partida.

Tal vez.

—De perdidos al río —dijo, continuando por las losetas rotas de la calzada.

Pero después de la hilera de casas no había más que malas hierbas y abrojos y los restos de un tendedero rotatorio. La valla estaba vencida y se podía pasar a la siguiente hilera de patios traseros.

—Este parterre es mío —dijo una voz con fingido tono de protesta.

Siobhan se dio la vuelta y se vio cara a cara con el cabecilla, que la miraba con sus ojos azul lechoso.

—¡Estás buenísima! —añadió recorriendo con la vista su cuerpo de arriba abajo.

—¿Qué quieres, buscarte más líos? —inquirió ella.

—¿De qué líos hablas?

—Del coche que me estropeaste ayer.

—No sé a qué te refieres —replicó él mientras avanzaba un paso hacia ella.

A su espalda, a derecha e izquierda, Siobhan vio dos siluetas.

—Lo mejor que podéis hacer es largaros —les advirtió.

Ellos respondieron con risas sordas.

—Soy policía, y si sucede algo lo pagaréis de por vida —añadió, preocupada de que no le temblara la voz.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué tiemblas tanto?

Siobhan no se había movido ni había retrocedido un centímetro y ya casi se tocaban las caras. Lo tenía a tiro de un rodillazo en el bajo vientre y sintió que recuperaba entereza.

—Lárgate —dijo en voz baja.

—Será si quiero.

—A lo mejor sí —tronó una voz profunda.

Siobhan miró a su espalda y vio al concejal Tench, con las manos cruzadas y las piernas levemente separadas, llenando su campo visual.

—Esto a usted ni le va ni le viene —replicó el cabecilla apuntando al concejal con un dedo.

—Todo lo que sucede aquí tiene algo que ver conmigo. Quien me conoce lo sabe. Ahora largaos a vuestras madrigueras y a callar.

—Se cree un tío importante —dijo uno de la pandilla con tono despectivo.

—El único tío grande de mi mundo, hijo, está ahí arriba —replicó Tench señalando al cielo.

—Siga soñando, predicador —se mofó el cabecilla; pero dio media vuelta y se perdió en la oscuridad con sus acólitos.

Tench separó las manos y relajó los hombros.

—Podría haber ocurrido algo grave —dijo.

—Podría —respondió Siobhan, presentándose.

—Ya lo pensé el otro día: esta joven debe de ser policía.

—Se diría que hace usted su patrulla de pacificación habitual —añadió Siobhan.

El concejal hizo un ademán de modestia, como quitándose importancia.

—Es rara la noche en que ocurre algo, pero ha venido usted en una mala semana.

Se oyó una sirena que se acercaba.

—¿Llamó a la caballería? —comentó Tench mientras echaba a andar hacia el campamento.

El coche que le habían prestado en St. Leonard lucía una pintada con las siglas EJN.

—Esto es el colmo —musitó Siobhan entre dientes, y le preguntó a Tench si podía darle nombres.

—Nombres no —respondió él.

—Pero sabe quiénes son.

—¿Y qué lograría?

Ella se volvió hacia los agentes uniformados de Craigmillar y les dio la descripción de la estatura, la ropa y los ojos del cabecilla, pero ellos negaron con la cabeza despacio.

—En el campamento no ha ocurrido nada —comentó uno de ellos—. Eso es lo que cuenta —añadió en un tono que daba a entender que era ella quien les había llamado y allí no tenían nada que ver ni hacer; tan solo se habían producido insultos y algunas supuestas bravuconadas. No había vigilantes heridos, circunstancia por la que parecían eufóricos, ya que se trataba de compañeros de fatigas. El campamento no corría peligro y no se apreciaban daños. Salvo su coche, pensó Siobhan.

En resumen: había hecho el viaje en vano.

Tench iba de tienda en tienda presentándose y estrechando manos y acariciando cabezas de niños y hasta aceptó una taza de infusión. Bobby Greig se curaba unos nudillos magullados, que lo único que habían golpeado, a decir de uno de los vigilantes, era una pared.

—Para animar un poco el ambiente, ¿no? —le comentó a Siobhan.

Ella no respondió. Se acercó al entoldado y le dieron una taza de manzanilla. Se fue con ella en la mano soplando el líquido cuando vio junto a Tench a una mujer con una grabadora portátil. Conocía a aquella periodista, amiga de Rebus y que se llamaba... Mairie Henderson. Se acercó y oyó que Tench discurseaba sobre el barrio.

—El G8 está muy bien, pero el gobierno debería prestar más atención a su propio país. Los muchachos de aquí no ven ningún futuro. Inversiones, infraestructuras e industria es lo que haría falta para recuperar una comunidad hecha trizas. Esto es un barrio depauperado, pero la depauperación puede atajarse y, con un programa de ayuda, estos chicos tendrían algo de qué enorgullecerse, algo que los mantuviera ocupados y productivos. Tal como dice el eslogan, es muy bonito pensar en términos globales... pero no debe desatenderse la intervención local. Muchas gracias.

Tras sus declaraciones, continuó recorriendo el campamento, estrechando manos y acariciando la cabeza de algún niño. La periodista vio a Siobhan y se acercó a ella, grabadora en mano.

—¿Le importaría añadir algún comentario desde la perspectiva policial, sargento Clarke?

—Pues sí.

—Me he enterado de que ha estado aquí dos noches seguidas... ¿Debido a qué?

—No estoy de humor, Mairie —dijo Siobhan—. ¿Va a escribir realmente un artículo sobre esto?

—El mundo tiene los ojos puestos en nosotros —respondió la periodista mientras apagaba la grabadora—. Dígale a John que espero que haya recibido el paquete.

—¿Qué paquete?

—Uno con información sobre Pennen Industries y Ben Webster. No sé si le servirá para sacar algo en limpio.

—Algo encontrará.

Mairie asintió con la cabeza.

—Espero que no me olvide si así es —añadió mirando la taza de Siobhan—. ¿Eso es té? Estoy rabiando por tomar uno.

—Ahí, en el entoldado —dijo Siobhan señalando con la cabeza—. Es algo flojo. Pida que se lo sirvan fuerte.

—Gracias —dijo la periodista, alejándose.

—No hay de qué —respondió Siobhan, y tiró la infusión al suelo.

En el último informativo de la noche comentaron algo sobre el concierto Live 8. No solo se celebró en Londres, sino también en Filadelfia, el Eden Project y en otras localidades. Se calculaba una asistencia de cientos de miles de espectadores y se temía que, si se prolongaban las actuaciones, las multitudes tuvieran que dormir aquella noche a la intemperie.

—¡Vaya! —comentó Rebus mientras apuraba los restos de la última lata de cerveza.

Apareció en pantalla la marcha de Acabad con la Pobreza y un famoso afirmó vociferante que había creído necesario «estar allí, haciendo historia y contribuyendo a que la pobreza sea cosa del pasado». Rebus cambió al canal 5: «Ley y orden: Unidad de víctimas especiales». No comprendía aquel título. ¿No eran todas las víctimas algo especial? Pero pensó en Cyril Colliar y admitió que la respuesta era «no».

Cyril Colliar, matón de Big Cafferty, que en principio parecía una víctima específica y ahora ya no tanto: estaría donde no debía en el momento menos adecuado.

Trevor Guest; de momento era solo un trozo de plástico, pero por los números del código averiguarían su identidad; él había buscado en el listín telefónico y los apellidados Guest totalizaban una veintena; llamó a la mitad, solo contestaron cuatro y ninguno de ellos conocía a nadie llamado Trevor.

Talleres Keogh. En el listín de Edimburgo figuraban una docena de Keogh, pero Rebus había descartado el criterio de que las tres víctimas fuesen de Edimburgo. Trazando un amplio círculo en torno a Auchterarder se situaban Dundee y Stirling, además de Edimburgo, e incluso, ¿por qué no?, Glasgow y Aberdeen. Las víctimas podrían ser de cualquier procedencia. Hasta el lunes no podía hacer nada más.

Nada, salvo estar sentado en casa, triste, bebiendo una cerveza tras otra, con una escapada a la tienda de la esquina a por un plato preparado de salchichas de Lincolnshire con salsa de cebolla y parmesano y otras cuatro cervezas. La gente que hacía cola en la caja le sonrió. No se habían quitado las camisetas blancas y le comentaron «qué tarde tan fantástica».

Rebus asintió con la cabeza.

La autopsia de un diputado y tres víctimas de un misterioso asesino.

A él no acaba de parecerle tan «fantástica».

Nombrar a los muertos

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