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Estaban montando las barreras. Los obreros las colocaban ya en George IV Bridge y en Princes Street. Habían retirado los andamios y pasarelas de las obras en las calles y de los edificios en construcción para evitar que se desmontaran y sirvieran de proyectil. También habían sellado los buzones y reforzado las tiendas. Se había dado aviso a las instituciones financieras para que el personal no acudiera trajeado y, de ese modo, no lo pudieran identificar. La ciudad estaba tranquila para ser viernes por la tarde. Las furgonetas de la policía patrullaban las calles del centro con protectores de tela metálica en el parabrisas. Había más furgonetas discretamente aparcadas en las bocacalles. Los agentes antidisturbios bromeaban en su interior, contándose historias de anteriores enfrentamientos. Algunos veteranos habían intervenido en la última ola de las huelgas mineras, y otros trataban de integrar en sus historias anécdotas de refriegas futbolísticas, manifestaciones contra los impuestos municipales o de protesta por la ronda de circunvalación de Newbury. Y se intercambiaban rumores sobre la previsible magnitud del contingente de anarquistas italianos.

—Génova los endureció.

—Como a nosotros nos gusta, ¿eh, chicos?

Bravatas, nervios y camaradería. Las conversaciones se interrumpían cada vez que crepitaban los transmisores.

En la estación de ferrocarril patrullaban policías con chaqueta amarilla reflectante. También allí levantaban barreras y bloqueaban los accesos, dejando solo una vía de entrada y salida, y había agentes con cámaras para fotografiar a los pasajeros que llegaban en los trenes de Londres. Habían dispuesto vagones especiales para los manifestantes. Así podrían identificarlos mejor, aunque apenas era necesario porque desembarcaban cantando, con sus mochilas, y era fácil distinguirlos por las insignias, camisetas y muñequeras, las banderas que enarbolaban y la indumentaria: pantalones desgastados, chaquetas de camuflaje y botas de excursionista. Los informes de Inteligencia señalaban que del sur de Inglaterra habían salido autobuses repletos; según los primeros cálculos, cincuenta mil personas, pero de acuerdo con los últimos, más de cien mil. Lo que, añadido a los turistas estivales, incrementaría sobremanera la población de Edimburgo.

Se había convocado una concentración en algún punto de la ciudad para anunciar el programa de actos alternativos al G8, una semana de marchas y reuniones. Allí habría más policía. Y en caso necesario, agentes a caballo y un buen número con perros, cuatro de ellos en Waverley Station. El plan era sencillo: exhibición de fuerza. Que los alborotadores vieran a lo que se exponían. Viseras, porras y esposas; caballos, perros y furgonetas de patrulla.

La fuerza numérica. Las herramientas del oficio. La táctica.

En los primeros tiempos de la historia de Edimburgo, la población, presa fácil de invasiones, se refugiaba tras las murallas, y si el enemigo abría brecha en ellas se retiraba a las madrigueras del subsuelo del castillo y de High Street, dejando al invasor una ciudad vacía, una victoria huera. Era un recurso que los ciudadanos repetían todos los años en el Festival de Agosto. Cuando la población aumentaba, los naturales se diluían en el entorno. El hecho explicaría también ese apego de Edimburgo por industrias incorpóreas como la banca y los seguros. Hasta fechas bien recientes se decía que St. Andrews Square era el lugar más rico de Europa, por ser la sede central de grandes corporaciones. Pero la plusvalía del espacio, la construcción de nuevos edificios había desplazado la zona a Lothian Road y, en dirección oeste, hacia el aeropuerto. La sede del Royal Bank en Gogarburn era uno de ellos, recién terminado y considerado uno de los blancos de las protestas, así como los edificios de Standard Life y Scottish Widows. Mientras circulaba por las calles para matar el tiempo, Siobhan se dijo que Edimburgo iba a enfrentarse en los siguientes días a una situación nueva en su historia.

La adelantó un convoy de coches de policía haciendo sonar la sirena. Era evidente la sonrisa pueril de entusiasmo del conductor, encantado de tener Edimburgo por pista de carreras particular. Lo seguía un Nissan rojo que chupaba rueda y estaba cargado de jovenzuelos. Siobhan le dio diez segundos y puso el intermitente para volver a incorporarse al tráfico. Iba camino de un campamento provisional en Niddrie, una de las zonas menos agradables de Edimburgo, donde se recomendaba a los participantes de la marcha plantar sus tiendas para que no lo hicieran en los jardines privados.

El ayuntamiento había designado una pradera contigua al centro Jack Kane. Esperaban unos diez mil campistas, tal vez quince mil, y habían instalado lavabos portátiles, duchas, y de la seguridad del recinto se encargaba una firma privada; probablemente no fuera para disuadir a los manifestantes, sino a las pandillas locales, pensó Siobhan. En el barrio se decía en broma que aquella semana se trapichearían en torno a los pubs no pocas tiendas y artículos de acampada. Siobhan les había ofrecido el piso a sus padres. Lógico, pues ellos la habían ayudado a comprarlo. Dormirían en su cama y ella se las arreglaría en el sofá. Pero no había habido manera: ellos se empeñaron en viajar en autobús y acampar «con los demás». Estudiantes en los años sesenta, la pareja no había soltado amarras con aquella época. Su padre, ya casi sexagenario (de la generación de Rebus), aún llevaba el pelo recogido atrás, en una especie de cola de caballo, y su madre solía ponerse un caftán de vez en cuando. Siobhan pensó en lo que le había dicho a Rebus: «Eres la clase de policía en que temen que me convierta». La verdad era que, en parte, se había enrolado en la policía más que nada porque sabía que no les iba a gustar. Después de todos los cuidados y el cariño que había recibido tenía que rebelarse; hacérselo pagar por las veces en que, dada su profesión de maestros, había cambiado de casa y de colegio. Hacérselo pagar por la sencilla razón de que podía. Se lo dijo. Le pusieron tales caras que estuvo a punto de arrepentirse, pero habría sido una muestra de debilidad. Claro está, no se habían opuesto, aunque le dieron a entender que la profesión de policía tal vez no fuese lo más adecuado para «realizarse». Y eso fue lo que reforzó la decisión de mantenerse en sus trece.

Se hizo policía. No en Londres, donde ellos vivían, sino en Escocia, un lugar que ella conocía únicamente por haber estudiado en la universidad. Un último ruego de sus padres: «Donde quieras, menos en Glasgow».

Glasgow: con su imagen de hombres duros y puñaladas, su sectarismo. Sin embargo, a ella le parecía un lugar genial para ir de compras. Un sitio adonde iba a veces con sus amigas, en esas salidas de chicas solas que las llevaban a pasar allí la noche en algún hotel de diseño, degustando la vida nocturna, evitando los bares de entrada vigilada por gorilas, un protocolo convenido entre ella y Rebus cuando iban a tomar copas. Edimburgo, por el contrario, había resultado más peligroso de lo que sus padres habrían podido imaginar.

Eso no iba a decírselo, claro. Cuando les llamaba los domingos trataba de eludir las preguntas de su madre y era ella quien preguntaba. Se había ofrecido a esperarlos a la llegada del autobús, pero ellos tenían que montar la tienda. Detenida ante el semáforo, la imagen la hizo sonreír. Una pareja casi sexagenaria montando una tienda de campaña. Se habían prejubilado hacía un año y tenían una casa bastante grande en Forest Hill con la hipoteca pagada. Siempre le estaban preguntando si necesitaba dinero...

«Yo os pago un hotel», les había dicho ella por teléfono, pero le respondieron que ni hablar. Al arrancar en el semáforo pensó si no sería cosa de demencia senil.

Aparcó ante The Wisp, sin hacer caso de los conos naranja de tráfico, y puso el cartón de «policía de servicio» por dentro del parabrisas. Al oír su motor al ralentí, se acercó un vigilante de seguridad con chaqueta amarilla, que le hizo un gesto negativo con la cabeza señalando el cartón, cruzando la garganta con el dedo y señalando con la barbilla el bloque más cercano.

Siobhan quitó el cartón pero dejó allí el coche.

—Aquí hay pandillas —dijo el vigilante— y un letrero como ese es como agitar un trapo rojo ante un toro —añadió mientras metía las manos en los bolsillos—. ¿Qué la trae por aquí, agente?

Tenía el cráneo rapado, pero lucía una buena barba negra y cejas pobladas.

—Obligaciones sociales, en realidad —contestó Siobhan, y le enseñó el carné de policía—. Busco a un matrimonio llamado Clarke con el que tengo que hablar.

—Pues entre —dijo el vigilante cruzando la puerta de la valla.

El recinto era una especie de Gleneagles en miniatura. Había incluso algo parecido a una torre de observación y un vigilante más o menos cada diez metros a lo largo de la valla.

—Tenga, póngase esto —añadió su nuevo amigo, entregándole una muñequera— y pasará más inadvertida. Con ello mantenemos mejor vigilados a nuestros alegres campistas.

—Y que lo diga —dijo ella mientras cogía la muñequera—. ¿Qué tal va todo de momento?

—A los jóvenes de la localidad no les hace mucha gracia. Por ahora se han contentado con acercarse —respondió, y se encogió de hombros.

Caminaban por un paso de metal y tuvieron que apartarse para hacer sitio a una niña en patines a quien su madre observaba con las piernas cruzadas delante de la tienda de campaña.

—¿Cuántos acampados hay? —preguntó Siobhan ante la dificultad de hacer un cálculo.

—Mil, tal vez. Mañana habrá más.

—¿No registran a los que entran?

—Ni apuntamos los nombres... Así que no sé cómo va a encontrar a sus amigos. Lo único que estamos autorizados a exigir es la tarifa de acampada.

Siobhan miró a su alrededor. Tras el seco verano, la tierra que pisaban era sólida. Más allá de los bloques y las casas se veían otras moles más antiguas: Holyrood Park y el Arthur’s Seat. Sonaban canciones en voz baja y alguna guitarra y flautas de baratillo; niños que reían y un bebé que lloraba de hambre; aplausos y charlas, que cesaron de pronto al oírse por el megáfono a un hombre de voluminosa pelambrera a guisa de sombrero, con pantalones de patchwork a la altura de la rodilla y chancletas.

—En la tienda blanca grande se sirve arroz con verduras, a cuatro libras, por gentileza de la mezquita local. Solo cuatro libras.

—A lo mejor los encuentra ahí —aventuró el guía de Siobhan.

Ella le dio las gracias y el hombre regresó a su puesto.

La «tienda blanca grande» era un entoldado que debía de hacer la función de centro de reunión general. Otra persona anunciaba que un grupo se disponía a ir al pueblo a tomar una copa: el punto de reunión en cinco minutos junto a la bandera roja. Siobhan dejó atrás una fila de váteres portátiles, grifos y duchas. Tan solo le faltaba mirar en las tiendas. La cola para la comida era ordenada. Le ofrecieron una cuchara de plástico, y nada más negar con la cabeza recordó que llevaba un buen rato sin comer. Con el plato de plástico bien lleno, decidió dar una vuelta despacio por el campamento. Vio gente que cocinaba en hornillos, y un individuo la señaló con el dedo.

—¿Se acuerda de mí de Glastonbury? —gritó.

Siobhan se limitó a negar con la cabeza. Y en ese momento vio a sus padres y sonrió. Estaban acampados a lo grande con una tienda espaciosa, roja, con ventanas y porche cubierto, mesa y sillas plegables, y una botella de vino tinto con vasos de cristal. Se levantaron al verla y se dieron abrazos y besos. Luego se disculparon por no haber llevado más que dos sillas.

—Me sentaré en el césped —dijo ella, decidida.

Había otra mujer joven sentada así, que no se había movido al verla llegar.

—Estábamos contándole cosas de ti a Santal —dijo la madre de Siobhan.

Eve Clarke aparentaba menos edad de la que tenía. Tan solo las arrugas de la sonrisa delataban sus años. Del padre, Teddy, no podía decirse lo mismo: había echado panza, le colgaba la piel, tenía menos pelo y su cola de caballo era más escuálida y gris que nunca. Volvió a llenar los vasos con entusiasmo sin dejar de mirar la botella.

—Seguro que a Santal le habrá fascinado —comentó Siobhan aceptando un vaso.

La joven hizo un leve esbozo de sonrisa. Llevaba el pelo rubio ceniza, con fijador o mal peinado, cortado a la altura del cuello y alborotado en mechones y trenzas. No iba maquillada, pero exhibía múltiples perforaciones en las orejas y otra en el lateral de la nariz. Su camiseta sin mangas dejaba ver unos tatuajes celtas en los hombros y en su estómago al descubierto destacaba otro piercing en el ombligo. Lucía numerosos colgantes en el cuello y debajo de ellos pendía lo que parecía una cámara digital de vídeo.

—Usted es Siobhan —dijo con una especie de ceceo.

—Eso me temo —contestó Siobhan mientras brindaba por los presentes.

Habían sacado otro vaso y una botella más de vino de una cesta.

—No te pases, Teddy —le advirtió Eve Clarke.

—Tengo que rellenar el de Santal —replicó el padre, aunque Siobhan no pudo por menos de advertir que el vaso de Santal estaba casi tan lleno como el suyo.

—¿Habéis viajado los tres juntos? —preguntó.

—Santal hizo autostop desde Aylesbury —le comentó Teddy Clarke—. Después del viajecito que hemos tenido en autobús, creo que la próxima vez haré como ella —añadió mientras ponía los ojos en blanco y se rebullía en la silla, dispuesto a abrir la botella de vino—. Vino de tapón de rosca, Santal. No digas que el mundo moderno no tiene sus ventajas.

Santal no dijo nada. Siobhan no se explicaba su súbito desagrado por la desconocida salvo por el sencillo hecho de que fuera una desconocida, y de lo que ella tenía ganas era de estar a solas con sus padres. Ellos tres.

—Santal tiene la tienda de al lado —dijo Eve—. Menos mal que nos echó una mano...

Su marido se echó a reír de pronto con ganas y se rellenó el vaso.

—Hacía tiempo que no íbamos de acampada —añadió.

—Es una tienda nueva —comentó Siobhan.

—Nos la prestaron unos vecinos —susurró su madre.

—Tengo que irme —terció Santal mientras se levantaba.

—Por nosotros no lo hagas —replicó Teddy Clarke.

—Es que vamos en grupo a un pub.

—Qué cámara tan bonita —comentó Siobhan.

—Si un poli me hace una foto, yo se la hago también. Es justo, ¿no? —respondió con una mirada penetrante que exigía conformidad.

Siobhan se volvió hacia su padre.

—Le habéis hablado de mí —comentó imperturbable.

—Y no se avergüenza, ¿verdad? —añadió Santal escupiendo las palabras.

—Todo lo contrario, en realidad —replicó Siobhan mirando sucesivamente a su padre y a su madre.

Ambos, de pronto, no apartaban la vista de la botella de vino. Cuando volvió a mirar a Santal, vio que la enfocaba con la cámara.

—Una foto para el álbum familiar —dijo—. Se la enviaré en un archivo de imagen.

—Gracias —respondió Siobhan con frialdad—. Santal es un nombre raro, ¿no es cierto?

—Significa «madera de sándalo» —terció Eve Clarke.

—Y al menos es fácil de escribir —añadió Santal.

Teddy Clarke se echó a reír.

—Le conté a Santal que te hicimos cargar con un nombre que nadie es capaz de pronunciar en el sur —dijo.

—¿Le habéis contado alguna historia más de familia? —le espetó Siobhan—. ¿Alguna cosa embarazosa sobre la que deba estar prevenida?

—Qué suspicaz —le comentó Santal a la madre de Siobhan.

—Es que a nosotros no nos gustaba que fuese... —añadió Eve Clarke dejando la frase en el aire.

—¡Mamá, por Dios bendito! —exclamó Siobhan.

Pero su protesta quedó interrumpida de pronto por ruidos procedentes de la valla y vieron que unos vigilantes corrían hacia aquel lugar. Fuera del recinto, unos jóvenes vestidos con anoraks militares negros y capucha hacían el saludo nazi diciendo a gritos a los vigilantes que echaran de allí a «esa basura hippy».

—¡Aquí ensayan la revolución! —gritó uno de ellos—. ¡Al paredón con esos capullos!

—¡Patético! —dijo entre dientes la madre de Siobhan.

Comenzaron a volar proyectiles por el cielo del atardecer.

—Agachaos —les previno Siobhan, y empujó a su madre dentro de la tienda, no muy segura de que ofreciera protección contra aquella lluvia de piedras y botellas.

Su padre dio dos pasos en dirección al altercado, pero ella le retuvo. Santal, sin moverse del sitio, enfocaba la escena con su cámara.

—¡No sois más que turistas! —gritó otro de los alborotadores—. ¡Largaos a casa en los carricoches en que habéis venido!

Hubo risotadas, abucheos y aspavientos. Los acampados no salían, pero querían que lo hicieran los vigilantes. Estos no estaban por la labor. El que había acompañado a Siobhan pidió refuerzos por radio. Una situación como aquella podía apagarse en cuestión de segundos o degenerar en una batalla campal. El vigilante vio por encima del hombro que Siobhan se le había acercado.

—No se preocupe —dijo—. Supongo que tendrá seguro.

Ella tardó un momento en comprender a qué se refería.

—¡Mi coche! —exclamó mientras se dirigía a la salida.

Tuvo que abrirse paso a codazos entre otros vigilantes y echó a correr por la calle. Tenía el capó abollado y rayado, y la ventanilla trasera rota. Habían hecho una pintada con espray: «EJN». Equipo Joven Niddrie.

Y la miraban, en fila, riéndose de ella. Uno de ellos alzó el móvil para hacer una foto.

—Haz todas las fotos que quieras —dijo ella—. Será incluso más fácil para identificarte.

—¡Polis de mierda! —espetó otro que estaba en el centro, flanqueado por dos lugartenientes.

El cabecilla.

—Los polis están muy bien —replicó ella—. Con diez minutos en la comisaría de Craigmillar sabré más cosas de ti que tu propia madre —añadió mientras lo señalaba con el dedo para darse énfasis.

Pero el jovenzuelo hizo un gesto de desdén. Solo se le veía un tercio de la cara, pero a Siobhan no se le olvidaría. Llegó un coche con tres hombres y ella reconoció al del asiento de atrás: un concejal de la localidad.

—¡Largaos! —gritó el hombre al bajarse, agitando los brazos como quien mete ovejas en un redil.

El jefecillo hizo un remedo de tembleque, pero Siobhan vio que su tropa parecía indecisa. Acudieron media docena de vigilantes de seguridad del recinto con el de barba en cabeza, al tiempo que se oía el ulular de sirenas al acercarse.

—¡Largo de aquí, joder! —insistió el concejal.

—Ese campamento está lleno de tortis y maricas —replicó con un gruñido el cabecilla—. ¿Y quién lo paga todo? ¿Eh?

—Dudo mucho que seas tú, hijo —replicó el concejal, a quien flanquearon sus dos acompañantes, dos tipos robustos que probablemente no se habían arredrado en su vida ante una pelea. La clase de recaudadores de votos ideales para un político de Niddrie.

El cabecilla escupió en el suelo, dio media vuelta y se alejó.

—Gracias por su intervención —dijo Siobhan tendiéndole la mano al concejal.

—No hay de qué —replicó este, como dispuesto a olvidar el incidente.

Siobhan se acercó a estrecharle la mano al de la barba, a quien, evidentemente, conocía.

—¿No ha sucedido nada aparte de eso? —preguntó el concejal.

El vigilante contuvo la risa.

—¿Qué le trae por aquí, señor Tench?

El concejal miró a su alrededor.

—He creído conveniente acercarme para decirle a esta encantadora gente que mi distrito electoral apoya firmemente su lucha contra la pobreza y la injusticia en el mundo. —Ya se había congregado medio centenar de campistas al otro lado de la valla—. En esta zona de Edimburgo sabemos bien lo que son esas dos cosas —añadió a voces—, pero eso no quiere decir que olvidemos a quienes están peor que nosotros; quiero creer en nuestro gran corazón. —Vio que Siobhan examinaba los desperfectos del coche—. Desconsiderados no faltan, claro, pero ¿dónde no los hay? —añadió sonriendo y abriendo a continuación los brazos como un predicador exaltado—. ¡Bienvenidos a Niddrie! ¡Bienvenidos todos!

Rebus estaba solo en el DIC. Había tardado media hora en encontrar las notas de la investigación sobre el homicidio: cuatro cajas y varias carpetas, más disquetes flexibles y un solo CD. Dejó estos últimos en la estantería del archivo y desplegó parte de la documentación sobre media docena de mesas, despejadas de sus respectivas bandejas de entrada de correspondencia y teclados de ordenador. Así, yendo de un extremo al otro de la sala podía examinar las diversas fases de la investigación; desde el escenario del crimen hasta los primeros interrogatorios; el perfil de la víctima y los interrogatorios sucesivos; el expediente de la cárcel; su relación con Cafferty, la autopsia y los análisis de toxicología. El teléfono del compartimento del inspector titular había sonado un par de veces. No contestó: quien se encargaba de esas cosas no era él, sino Derek Starr. Al ser viernes por la noche, el zalamero cabrón andaría por ahí en Edimburgo, según le contaba él mismo a todo quisque los lunes por la mañana: un par de copas en el Hallion Club, y luego a casa, darse una ducha y cambiarse para volver a salir y de nuevo al Hallion si estaba animado, pero a continuación e inexorablemente, a George Street, al Opal Lounge, el Candy Bar y el Living Room. Última copa en el Indigo Yard si la suerte no le había acompañado en el periplo. Estaba prevista la apertura de un nuevo local de jazz en Queen Street, propiedad de Jools Holland, y Starr ya había preguntado por las condiciones para hacerse socio.

Volvió a sonar el teléfono, pero Rebus no hizo caso. Si era urgente, llamarían a Starr al móvil, y si era una llamada a través de recepción, sabían perfectamente que estaba trabajando. Lo lógico sería que no le pasasen la llamada a Starr, sino al DIC. Quizá pretendieran tomarle el pelo. Rebus conocía perfectamente el lugar que ocupaba en la cadena alimentaria: él se situaba en los aledaños del plancton; en premio a años de insubordinación y conducta temeraria. No importaba que hubiese conseguido éxitos también; lo único que contaba para los jefazos actuales era «la manera» de obtener los buenos resultados; la eficiencia y la contabilidad, la percepción del público, las reglas estrictas y el reglamento.

El código de Rebus era no pillarse los dedos.

Se detuvo ante una carpeta con fotografías, de la cual había sacado ya unas cuantas que tenía esparcidas sobre la mesa. Examinó el resto. Historia pública de Cyril Colliar: recortes de prensa, polaroids de la familia y amigos, fotos oficiales de su detención y el juicio. Alguien había tomado una no muy nítida de su estancia en la cárcel, tumbado en la cama y con las manos en la nuca mirando la tele; era la que había publicado en primera página la prensa amarilla: «¿Habrá vida más cómoda para la fiera viola­ dora?».

Pero había acabado su vida.

Siguiente mesa: datos sobre la familia de la víctima de la violación y su nombre no revelado al público. Se trataba de Victoria Jensen, que tenía dieciocho años en el momento de la agresión. Vicky, para los íntimos. La habían seguido al salir de una discoteca cuando se dirigía con dos amigas a la parada de autobús y, a quinientos metros escasos de su domicilio, él se lanzó sobre ella, le tapó la boca con la mano y la arrastró hasta un callejón.

En las imágenes de las cámaras de seguridad se le veía salir de la discoteca detrás de ella, subir al autobús y sentarse. Las muestras de ADN de la agresión fueron determinantes. Al juicio habían asistido algunos amigos suyos que amenazaron a la familia de la víctima. No se presentó denuncia.

El padre de Vicky era veterinario y su esposa trabajaba en Standard Life. El propio Rebus les había dado la noticia de la muerte de Cyril Colliar a los padres, residentes en Leith.

—Gracias por decírnoslo —añadió el padre—. Se lo comunicaré a Vicky.

—No me entiende, señor —replico Rebus—. Tengo que hacerle unas preguntas.

«¿Lo hizo usted?».

«¿Se lo encargó a algún sicario?».

«¿Sabe de alguien que haya podido hacerlo?».

Los veterinarios tenían acceso a drogas. Tal vez no a heroína, pero sí a fármacos que podían cambiarse por heroína. Los camellos vendían ketamina a los discotequeros (era una observación del propio Starr), y los veterinarios la usaban para el tratamiento a caballos. A Vicky la habían violado en un callejón y a Colliar lo habían matado en otro. Thomas Jensen se mostró ofendido por las insinuaciones.

—¿De verdad que nunca pensó en hacerlo, señor? ¿No pensó en alguna clase de venganza?

Por supuesto que sí: había fantaseado con escenas en las que Colliar se pudría en el calabozo y ardía en el infierno.

—Pero eso nunca sucede, ¿verdad, inspector? Al menos, en este mundo.

Habían interrogado también a las amigas de Vicky, pero ninguna declaró nada.

Rebus pasó a la siguiente mesa. Morris Gerald Cafferty le miraba desde unas fotografías y transcripciones de entrevistas. Rebus tuvo que dar explicaciones para que Macrae le dejara intervenir en aquel caso porque reinaba la impresión de que entre el gánster y él existía una relación ambigua, y, aunque había quienes sabían que eran enemigos irreconciliables, no faltaban otros que pensaban que eran tal para cual y demasiado amigos. Starr en cierta ocasión expresó su preocupación delante de Rebus y el inspector jefe Macrae, y Rebus agarró con un gruñido a su colega por la pechera de la camisa.

—Otro de tus numeritos, John —comentó Macrae después del incidente.

Cafferty era hábil y andaba mezclado en numerosos asuntos delictivos. Saunas y protección; matones e intimidación. Y en drogas; por lo que tendría acceso a la heroína. Y si no él en persona, seguro que los gorilas compañeros de Colliar sí. No era de extrañar que clausuraran discotecas al descubrir que los supuestos porteros controlaban el flujo de droga en el local. Cualquiera de ellos podría haber decidido deshacerse de la «fiera violadora», o incluso podría tratarse de un asunto personal, por un comentario ofensivo, por un desaire a una novia. Se habían analizado los muchos y variados posibles móviles, pero de manera muy superficial, y a ello siguió una investigación de manual; eso no se podía negar. Sin embargo... Rebus era consciente de que el equipo investigador no se lo había tomado con interés. Había omisiones esporádicas de ciertas preguntas y no se habían indagado algunas pistas. Eran notas mecanografiadas con negligencia, algo que solo alguien que estuviera muy al corriente del caso podía detectar. Los esfuerzos se habían dirigido exclusivamente a demostrar lo que pensaban los agentes de la «víctima».

La autopsia, por el contrario, había sido escrupulosa. No era la primera vez que el profesor Gates lo decía: a él le tenía sin cuidado de quién fuese el cadáver que tenía en la mesa de disección. Todos eran seres humanos, hijos o hijas de alguien.

—Nadie ha nacido malo, John —musitó inclinado, escalpelo en mano.

—Tampoco nadie les obliga a ser malos —replicó Rebus.

—Ah, esa es la incógnita que han tratado de desentrañar durante siglos y siglos cerebros más privilegiados que el nuestro —admitió Gates—. ¿Qué impulsa al ser humano a cometer atrocidades como esta contra sus semejantes?

Él no contestó. Pero aún resonaba en su mente otra frase del profesor cuando se acercó a la mesa de Siobhan a por las fotos de la autopsia de Colliar. «En la muerte, todos regresamos a la inocencia, John». Era cierto que Colliar presentaba un rostro sereno, como exento de preocupaciones.

El teléfono sonó de nuevo en el despacho de Starr. Rebus dejó que sonara y cogió el de la mesa de Siobhan. En el lateral del disco duro había un papelito adhesivo con nombres y números, pero sabía que no era cuestión de llamar al laboratorio, por lo que marcó un número de móvil.

Ray Duff respondió casi de inmediato.

—Ray. Soy el inspector Rebus.

—¿Para hacerme la rosca invitándome a copas un viernes por la noche? —Ante el silencio de Rebus, lanzó un suspiro—. ¿Por qué no me sorprende?

—A mí sí que me sorprendes, Ray, rehuyendo tu deber.

—No duermo en el laboratorio, ¿sabe?

—A los dos nos consta que es mentira.

—De acuerdo, me quedo alguna tarde.

—Y eso es lo que me gusta de ti, Ray. Ya ves, a los dos nos anima la misma pasión por el trabajo.

—Una pasión que iré a olvidar esta noche participando en el concurso de preguntas de mi pub habitual.

—No es asunto mío juzgarte, Ray. Solo quería saber cómo iba esa prueba de Colliar.

Rebus oyó una leve risita contenida y cansada al otro extremo de la línea.

—No para nunca, ¿verdad?

—Yo nunca, Ray. Estoy echándole una mano a Siobhan. Y esto podría ser un paso importante en su carrera si lo resuelve, pues fue ella quien descubrió el trozo de tela.

—No hace ni tres horas que hemos recibido la prueba...

—¿Sabes eso de que hay que machacar el hierro cuando está caliente?

—La cerveza que tengo delante está bien fría, John.

—Siobhan te lo agradecería mucho. Está deseando que ganes el premio.

—¿Qué premio?

—La posibilidad de que le enseñes tu coche. Un día en el campo, los dos, por esas tortuosas carreteras. Quién sabe, tal vez una habitación de hotel al final de la excursión si sabes jugar bien tus bazas. —Rebus hizo una pausa—. ¿Qué es esa música que suena?

—Hay que acertarla con diez preguntas.

—Parece Steely Dan. «Reeling in the Years».

—Pero ¿de dónde tomó el nombre el grupo?

—De un consolador que salía en una novela de William Burroughs. Bien, asegúrame que después irás directamente al laboratorio.

Más que satisfecho con el resultado, Rebus se ofreció una taza de café mientras estiraba las piernas. El edificio estaba tranquilo. Había sustituido al sargento de recepción un joven agente a quien Rebus no conocía, pero le saludó con una inclinación de cabeza.

—Intento pasar una llamada al DIC y no responden —dijo el agente, aflojándose con el dedo la presión del cuello de la camisa, donde su piel presentaba acné o algún tipo de erupción.

—Entonces es para mí —dijo Rebus—. ¿Qué ocurre?

—Problemas en el castillo, señor.

—¿Ya han comenzado las protestas?

El agente negó con la cabeza.

—Comunican que se han oído gritos y que desde la muralla ha caído un cuerpo al parque de Princes Street.

—El castillo no está abierto a estas horas —observó Rebus, frunciendo el ceño.

—Celebran en él una cena de capitostes.

—Ah. ¿Y quién es el que ha caído?

El agente se encogió de hombros.

—¿Digo que aquí no hay nadie?

—No seas tonto, hijo —replicó Rebus mientras echaba a andar y recogía la chaqueta.

Aparte de importante atracción turística, el castillo de Edimburgo servía de puesto de operaciones. Así se lo recalcó el comandante David Steelforth a Rebus nada más interceptarlo frente al rastrillo.

—Qué movilidad la suya —dijo Rebus por toda respuesta.

El hombre del Departamento Especial iba vestido de gala: pajarita, fajín, esmoquin y zapatos de charol.

—Lo cual significa en concreto que está bajo la égida de las fuerzas armadas.

—No sé muy bien qué quiere decir «égida», comandante.

—Quiere decir —replicó Steelforth entre dientes, exasperado— que será la Policía Militar la que se encargue de investigar las circunstancias de lo ocurrido.

—¿Ha cenado bien? —preguntó Rebus sin dejar de caminar.

El sendero ascendía y los dos estaban sufriendo el azote de las rachas de viento.

—Inspector Rebus, los comensales son gente importante.

En ese preciso momento surgió, por una especie de túnel, un coche camino de la salida. Rebus y Steelforth tuvieron que apartarse. Rebus atisbó un rostro en el asiento de atrás y un brillo de gafas con montura de metal; era un rostro delgado, pálido, con aire de preocupación. La verdad es que el secretario de Asuntos Exteriores siempre parecía preocupado, como le comentó a Steelforth. El del Departamento Especial frunció el ceño, fastidiado porque Rebus le hubiera reconocido.

—Espero no tener que interrogarlo —añadió Rebus.

—Escuche, inspector...

Pero Rebus ya echaba a andar.

—Resulta, comandante —dijo por encima del hombro—, que la víctima ha caído o ha saltado, o las «circunstancias» que sean, y no le discuto que fuese asunto del ejército en el momento en que sucedió, pero ha aterrizado en los jardines de Princes Street, y el caso es de mi competencia —añadió, con una sonrisa.

Sin detenerse, trató de recordar cuándo había estado por última vez en las murallas del castillo. Sí, había llevado a su hija allí, pero de eso hacía más de veinte años. El castillo dominaba Edimburgo y se veía desde Bruntsfield e Inverleith. Al acercarse a la ciudad desde el aeropuerto aparecía como una guarida siniestra de Transilvania que hacía pensar a quien lo contemplaba si no padecía un deterioro de la visión cromática. Desde Princes Street, Lothian Road y Johnston Terrace, sus laderas volcánicas aparecían cortadas a pico e inexpugnables, como la historia había demostrado, mientras que, desde Lawnmarket, ascendía en una pendiente suave que no impedía hacerse una buena idea de su carácter monumental.

Poco le había faltado a Rebus para quedar detenido en el trayecto en coche desde Gayfield Square. Unos agentes uniformados le impedían cruzar el puente de Waverley, donde ya colocaban entre chirridos y ruidos metálicos unas barreras en previsión de la marcha del día siguiente. Él tocó con insistencia el claxon, ajeno a los aspavientos para que se desviara. Cuando se le acercó un agente, bajó el cristal de la ventanilla y enseñó el carné de policía.

—Está cerrado —replicó el hombre, con acento inglés, tal vez de Lancashire.

—Soy del Departamento de Investigación Criminal —alegó Rebus—. Y detrás de mí van a llegar una ambulancia, el forense y una furgoneta de la científica. ¿Va a decirles lo mismo?

—¿Qué ha ocurrido?

—Uno que ha aterrizado en el parque —contestó Rebus mientras señalaba con la barbilla hacia el castillo.

—Malditos manifestantes. Ayer uno se quedó bloqueado en las rocas y tuvieron que bajarlo los bomberos.

—Bien, por mucho que me encante la cháchara...

El agente le miró furioso, pero le abrió la barrera.

Y ahora se encontraba con otra barrera: el comandante David Steelforth.

—Este es un juego peligroso, inspector. Mejor será que nos lo deje a los expertos en Inteligencia.

Rebus entrecerró los ojos.

—¿Me está llamando burro?

—Ni mucho menos —replicó Steelforth con una carcajada seca.

—Ah, bueno —dijo Rebus mientras reanudaba el camino hacia su destino. Ya había miembros de la policía militar inclinados sobre el parapeto de la muralla. Había un grupo de hombres mayores de aspecto distinguido vestidos de etiqueta. Merodeaban por las inmediaciones y fumaban puros.

—¿Cayó desde aquí? —les preguntó Rebus a los soldados, con el carné preparado, aunque decidió no identificarse como policía civil.

—Más o menos —contestó uno.

—¿Alguien lo vio?

Varios negaron con la cabeza.

—No es el primer incidente —añadió el mismo soldado—. Un idiota se quedó bloqueado subiendo por las rocas y nos han advertido que a lo mejor hay más que lo intentan.

—¿Y?

—Y el soldado Andrews dice que le pareció ver algo en la muralla del otro lado.

—Pero no es seguro —alegó el tal Andrews.

—¿Y todos salisteis pitando para el lado contrario? —preguntó Rebus haciendo una aparatosa inspiración—. En mis tiempos eso se llamaba «deserción del puesto».

—El inspector Rebus no tiene jurisdicción en el castillo —le dijo Steelforth al grupo.

—Y habría sido considerado traición —sentenció Rebus.

—¿Se sabe quién falta? —preguntó uno de los hombres mayores.

Rebus oyó que otro coche se acercaba al rastrillo, y vio en la muralla las sombras fantasmagóricas que proyectaban sus faros.

—Es difícil saberlo si todo el mundo se escaquea —dijo en voz baja.

—Nadie se «escaquea» —espetó Steelforth.

—Sí, claro, será que todos tienen que acudir a otro compromiso —añadió Rebus.

—Son gente muy ocupada, inspector, y están adoptando decisiones que pueden cambiar el mundo.

—No cambiarán lo que le ocurrió al infeliz de ahí abajo —replicó Rebus mientras señalaba con la barbilla hacia la muralla y se volvía hacia Steelforth—. ¿Qué se resolvía aquí esta noche, comandante?

—Era una cena de trabajo, previa a la ratificación.

—Buenas noticias para todo quisque. ¿Quiénes son los comensales?

—Representantes del G8, ministros de Asuntos Exteriores, personal de seguridad y altos funcionarios.

—Sí, seguro que no les habrán servido pizza con un par de cajas de cerveza.

—En estas reuniones se solventan muchos asuntos.

Rebus se asomó a la muralla. Nunca le habían gustado las alturas y se limitó a echar una breve ojeada.

—No se ve nada —comentó.

—Nosotros le oímos —dijo un soldado.

—¿El qué, exactamente? —preguntó Rebus.

—El grito que dio al caer —contestó el soldado, que miró a sus compañeros como si buscase confirmación.

Uno de ellos asintió con la cabeza.

—No dejó de gritar mientras caía —dijo con un estremecimiento.

—No sé si eso descarta el suicidio —especuló Rebus—. ¿Qué cree usted, comandante?

—Creo que usted no tiene nada que averiguar aquí, inspector. Y creo que es muy raro que aparezca tan de repente donde acaba de ocurrir un hecho tan luctuoso.

—Tiene gracia, yo estaba pensando lo mismo... —replicó Rebus mirando a Steelforth a los ojos— de usted.

Los agentes con chaqueta amarilla del servicio de barreras colaboraron con el equipo de rescate. Gracias a las linternas, dieron pronto con el cadáver. Los auxiliares médicos afirmaron que estaba muerto, cosa que habría podido decir cualquiera. Tenía el cuello torcido de un modo antinatural, una pierna doblada en dos por efecto del impacto y el cráneo lleno de sangre. Había perdido un zapato en la caída y la camisa estaba totalmente desgarrada, quizá por haber rozado con un saliente. La jefatura había enviado un equipo de la policía científica, que fotografiaba los restos.

—¿Apostamos algo sobre la causa de la muerte? —le preguntó uno del equipo a Rebus.

—Ni hablar, Tam.

El tal Tam solo había perdido veinte de sesenta apuestas similares.

—O bien saltó, o bien lo empujaron. ¿Es eso lo que está pensando?

—Lees el pensamiento, Tam. ¿Se te dan tan bien las huellas dactilares?

—No, pero les hago fotos. —Para demostrarlo se acercó a una mano de la víctima—. Las muescas y arañazos pueden ser muy útiles, John. ¿Sabe por qué?

—A ver, ¿por qué?

—Si le empujaron, intentaría aferrarse, y se habrá escoriado las uñas con la piedra.

—Añade algo que yo no sepa.

El de la científica tomó otra foto con un fogonazo del flash.

—Se llama Ben Webster —añadió, volviéndose para ver la reacción de Rebus y contento con el resultado—. Lo he reconocido por la cara. Bueno, por lo que queda de ella.

—¿Le conocías?

—Sé quién era. Un miembro del Parlamento, natural de Dundee.

—¿Del Parlamento de Escocia?

El hombre negó con la cabeza.

—De Londres. Se ocupa de algo relacionado con Desarrollo Internacional... Al menos, la última vez que lo vi.

—Tam... —dijo Rebus con tono exasperado—. ¿Cómo demonios sabes todo eso?

—John, tiene que ponerse al día en política. Es lo que mueve el mundo. Y, además, nuestro joven amigo tiene el mismo nombre que mi tenor preferido.

Rebus bajaba ya a saltitos por la cuesta de césped. El cadáver había aterrizado en una repisa a unos cinco metros de los senderos que serpenteaban por la base de la antigua afloración volcánica. Steelforth, que estaba allí en el sendero, hablando por el móvil, lo cerró de golpe al ver llegar a Rebus.

—¿Recuerda que vimos al secretario de Asuntos Exteriores saliendo en coche con chófer? Es curioso que se marchara sin uno de sus ayudantes.

—Ben Webster —dijo Steelforth—. Acabo de hablar con el castillo, y él es el único que falta.

—Desarrollo Internacional.

—Está muy bien informado, inspector —comentó Steelforth mirando a Rebus de arriba abajo con aire de admiración—. A lo mejor le he subestimado. Pero Desarrollo Internacional es un departamento que no pertenece a Asuntos Exteriores. Webster era SPP, secretario privado del Parlamento.

—Lo que quiere decir...

—Que era la mano derecha del ministro.

—Perdone mi ignorancia.

—No tiene importancia. Aún no salgo de mi asombro.

—¿Y ahora va a engatusarme para que me quite de en medio?

—No suele haber necesidad —replicó Steelforth, sonriente.

—Tal vez en mi caso sí.

Pero Steelforth negó con la cabeza.

—Dudo mucho que se le pueda disuadir de esa manera. No obstante, ambos sabemos que en pocas horas le habrán arrancado este caso de las manos. ¿Por qué perder el tiempo? Los batalladores como usted suelen saber cuándo es el momento de retirarse a recuperar fuerzas.

—¿Me está invitando al Gran Hall a un oporto con puro?

—Le estoy diciendo la pura verdad.

Rebus vio que por la calzada inferior al lugar en que estaban subía otra furgoneta. Sería del depósito de cadáveres para recoger al muerto. Otro trabajo para el profesor Gates y su equipo.

—¿Sabe lo que creo que le molesta a usted, inspector? —añadió Steelforth acercándose mientras sonaba el móvil sin que él contestara—. Que considera esto una intromisión porque Edimburgo es «su ciudad» y está deseando que nos larguemos.

—Más o menos —replicó Rebus sin pensárselo dos veces.

—Dentro de unos días habrá acabado todo, y solo habrá sido un mal sueño. Pero mientras tanto... se aguanta —añadió casi susurrando al oído de Rebus y alejándose.

—No parece mal tipo —comentó Tam irónico.

Rebus se volvió hacia él.

—¿Hace rato que estás aquí?

—No mucho.

—¿Puedes decirme algo?

—Ya se lo dirá el forense.

Rebus asintió despacio con la cabeza.

—Claro; es que pensé...

—No hay ningún indicio en contra del suicidio.

—Pero cayó gritando hasta estrellarse. ¿Crees que un suicida haría eso?

—Yo sí lo haría. Pero, claro, padezco vértigo.

Rebus se frotó el maxilar y miró hacia arriba al castillo.

—Así que o bien se cayó o bien se tiró.

—O le empujaron de pronto sin que le diera tiempo a pensar en agarrarse a algo —añadió Tam.

—Gracias por decirlo.

—Tal vez animaba la cena música de gaita y se le quitaron las ganas de vivir.

—Eres un fanático del jazz, Tam.

—Y que lo diga.

—¿En la chaqueta no llevaba ningún papel?

Tam negó con la cabeza.

—Pero no sé si darle esto o no —añadió tendiéndole una carterita de cartón—. Por lo visto se alojaba en el Balmoral.

—Gracias mil —dijo Rebus abriendo la carterita, que contenía una tarjeta­llave. La cerró y miró la firma de Webster y el número de habitación.

—Tal vez encuentre allí alguna nota de despedida —le comentó Tam.

—Solo hay una manera de saberlo —contestó Rebus, mientras se guardaba la llave en el bolsillo—. Gracias, Tam.

—No olvide que fue usted quien la encontró. No quiero líos.

—Entendido.

Permanecieron un instante en silencio. Eran dos veteranos del cuerpo que habían visto de todo en su profesión. Llegaron los del depósito de cadáveres, uno de ellos con una gran bolsa al efecto.

—Hace una buena noche —comentó—. ¿Has acabado ya, Tam?

—Pero el médico aún no ha venido.

El empleado miró su reloj.

—¿Tú crees que tardará?

—Depende de quien esté de guardia —contestó Tam con un encogimiento de hombros.

—Esta noche sí que acabaremos tarde —añadió el del depósito de cadáveres mientras expulsaba aire.

—Bien tarde —repitió su compañero.

—¿Sabe que nos han hecho despejar el depósito de cadáveres?

—¿Y eso por qué? —preguntó Rebus.

—Han vaciado también los calabozos de los juzgados —añadió Tam.

—Intervención y Emergencia están alerta —añadió su compañero.

—Habláis como si fuese Apocalypse Now —dijo Rebus.

Sonó su móvil y se apartó unos pasos. Era Siobhan.

—¿Qué se te ofrece? —preguntó Rebus.

—Necesito tomar una copa.

—¿Has tenido problemas con los del barrio?

—Me han estropeado el coche.

—¿Les sorprendiste en el acto?

—En cierto modo. Bueno, ¿qué te parece el bar Oxford?

—Me gustaría, pero estoy con algo. ¿Y si en vez de eso...?

—¿Qué?

—Podríamos quedar en el Balmoral.

—¿Vas a gastarte las horas extra?

—Podrás juzgar por ti misma.

—¿Dentro de veinte minutos?

—Muy bien —dijo él cerrando el móvil.

—La tragedia se ceba en esta familia —comentó Tam.

—¿En cuál?

El de la científica señaló hacia el cadáver con la barbilla.

—La madre fue víctima hace unos años de una agresión a consecuencia de la cual murió. —Hizo una pausa—. Tal vez, a raíz de eso, algo le estuvo reconcomiendo...

—A veces basta con un simple detonante —añadió otro de los empleados del depósito.

Rebus se dijo para sus adentros que todos se las daban de psicólogos.

Decidió dejar el coche allí e ir andando. Era más rápido que volver a discutir en las barreras.

Al cabo de dos minutos estaba en Waverley, aunque tuvo que superar un par de obstáculos. Unos desafortunados turistas acababan de llegar en tren y, ante la ausencia de taxis, aguardaban aturdidos y desamparados tras la barandilla de la estación. Los esquivó, giró en la esquina hacia Princes Street y llegó al Hotel Balmoral. Algunos todavía lo llamaban North British pese a haber cambiado de nombre hacía años; el gran reloj luminoso de la torre iba unos minutos adelantado para que los viajeros no perdieran los trenes. Un portero uniformado acompañó a Rebus al vestíbulo, donde un conserje de mirada sagaz lo catalogó de inmediato como un posible problema.

—Buenas noches, señor. ¿En qué puedo servirle?

Rebus le enseñó el carné de policía con una mano y la carterita de cartón con la otra.

—Tengo que inspeccionar esta habitación —dijo.

—¿Por qué motivo, inspector?

—Porque el huésped se marchó antes de lo previsto.

—Lo siento.

—Y me da la impresión de que alguien querrá pagar su cuenta. En realidad, usted podría comprobarlo.

—Tengo que consultarlo con el director de guardia. Serán dos minutos...

Rebus le siguió hasta el mostrador de recepción.

—Sara, ¿Angela está en el hotel?

—Creo que ha subido a una planta. La llamo por el busca.

—Y yo miraré en la oficina —le dijo el conserje.

Le dejó junto al mostrador viendo cómo la recepcionista tecleaba los números en el teléfono y a continuación colgaba. Alzó la vista hacia él y sonrió. Sabía que ocurría algo y quería enterarse.

—Es un cliente que acaba de morir —dijo Rebus.

—Qué tragedia —comentó ella con ojos muy abiertos.

—El señor Webster, de la habitación 214. ¿Se alojaba solo?

La mujer manipuló sobre el teclado.

—Es una habitación doble. Se entregó una sola llave. No creo recordarle...

—¿Tiene indicada la dirección de su domicilio?

—Londres —contestó ella.

Rebus se imaginó que sería una segunda vivienda para los días laborables. Se inclinó sobre el mostrador como quien no quiere la cosa, pensando en qué preguntas haría para sonsacarla.

—¿Pagaba con tarjeta de crédito, Sara?

La mujer miró la pantalla.

—Con cargo a... —Dejó la frase en el aire al advertir que se acercaba el conserje.

—¿Con cargo a...? —repitió Rebus.

—Inspector —dijo el conserje alzando la voz, pues se había percatado de que tramaba algo.

Sonó el teléfono de Sara y la mujer lo cogió.

—Recepción —gorjeó—. Ah, hola, Angela. Aquí hay otro policía...

«¿Otro?».

—¿Baja o le hago subir?

El conserje llegó junto a Rebus.

—Yo acompaño al inspector —le dijo a Sara.

«Otro policía arriba». A Rebus le dio mala espina y en cuanto oyó el ruido de apertura de las puertas del ascensor se dio la vuelta y vio salir a David Steelforth. El hombre del Departamento Especial esbozó una leve sonrisa y meneó despacio la cabeza de un lado a otro. El significado no podía estar más claro: «Amiguito, tú no vas a entrar en la habitación 214». Rebus se volvió hacia el mostrador y giró hacia sí la pantalla del ordenador. El conserje le hizo una llave en el brazo, Sara lanzó un grito al teléfono que probablemente ensordecería a la directora y, mientras, Steelforth llegó hasta ellos en dos zancadas.

—Esto es inconcebible —dijo entre dientes el conserje.

Le apretaba con la fuerza de un torniquete, y Rebus, comprendiendo que debía de haber sido hombre de acción, optó por ceder. Soltó la pantalla, que Sara hizo girar hacia dentro.

—Suelte ya —ordenó, y el conserje así lo hizo.

Sara le miraba estupefacta con el teléfono en la mano. Rebus se volvió hacia Steelforth.

—Va a decirme que no puedo inspeccionar la habitación 214.

—Yo no —replicó Steelforth con una amplia sonrisa—. Al fin y al cabo, eso es potestad de la directora.

Como movida por un resorte, Sara se acercó el teléfono al oído.

—Ahora mismo viene —dijo.

—Ya me lo imagino —rezongó Rebus, que no apartaba la vista de Steelforth.

Detrás de él vio otra figura: Siobhan.

—El bar sigue abierto, ¿no? —le preguntó al conserje.

El hombre habría deseado con toda su alma decir que no, pero habría sido una flagrante mentira.

—No es para invitarlo a usted —añadió Rebus, dirigiéndose a Steelforth.

Se apartó de ambos, subió la escalinata del Palm Court y, mientras se apoyaba en la barra esperando la llegada de Siobhan, lanzó un profundo suspiro y echó mano al bolsillo para coger un pitillo.

—¿Tenías problemitas con la dirección? —preguntó Siobhan.

—¿Has visto a nuestro amigo del SO12?

—Vaya chollo que tienen los del Departamento Especial.

—No sé si él se aloja aquí, pero un tal Ben Webster sí que tenía una habitación.

—¿El diputado laborista?

—Exacto.

—Tengo la impresión de que andas en alguna historia.

Rebus advirtió que hundía levemente los hombros y recordó que ella también había tenido sus aventuras aquella tarde.

—Cuenta la tuya primero —espetó.

El camarero puso ante ellos un cuenco con algo para picar.

—Un Highland Park para mí y vodka con tónica para la señorita —dijo Rebus.

Siobhan asintió. Al alejarse el camarero, Rebus cogió una servilleta de papel, sacó un bolígrafo del bolsillo y escribió algo. Siobhan inclinó la cabeza para ver mejor.

—¿Qué es eso de Pennen Industries?

—No lo sé, pero tienen dinero y un código postal de Londres.

Con el rabillo del ojo vio que Steelforth observaba desde la puerta; le dijo adiós con un gesto exagerado agitando la servilleta, después la dobló y la guardó en el bolsillo.

—Bueno, ¿quién la tomó con tu coche, los de la campaña antinuclear, Greenpeace o los pacifistas?

—Niddrie —respondió Siobhan—. El Equipo Joven de Niddrie, para ser más exactos.

—¿Crees que podremos convencer al G8 para que los incluya en la lista de células terroristas?

—Unos miles de marines arreglarían este asunto divinamente.

—Pero, por desgracia, en Niddrie no hay petróleo —dijo Rebus mientras estiraba el brazo para coger el vaso de whisky. Notó tan solo un levísimo temblor.

Brindó por Siobhan, el G8 y los marines, y hasta lo habría hecho por Steelforth.

Pero ya no había nadie en la puerta.

Nombrar a los muertos

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