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CAPÍTULO

IV

El roble

EL ÁRBOL REAL

EL ROBLE VASCO

El pueblo vasco se designa y distingue a sí mismo como euskaldun, el que habla euskera, y pertenece por tanto a una comunidad diferenciada en su cultura, concepción y sentimiento del mundo, de la vida. Quizá el aspecto que más nos interesa aclarar aquí es que el euskera y la mentalidad del euskaldun carecían de doblez o equívocos; en euskera (al menos antiguamente), todo lo que se dice, es, y era inconcebible hablar «de mentira», ya que los personajes de la mitología vasca, genios, dioses… son tan reales como el vecino de al lado por el hecho tan simple y determinante de tener nombre1.

Vemos así en las leyendas del Basajaun, Señor de los bosques euskaldun, cómo mediante engaños es despojado por Martín Txiki, héroe civilizador, de sus secretos conocimientos sobre herrería, molinería y agricultura. De esta forma, en la mitología vasca, el hombre alcanza un nuevo estadio en su evolución y relación con la tierra.

Se dice, con socarronería, que Dios hablaba euskera con Adán y Eva, y aquí es fácil relacionar esta lengua por su arcaísmo, por la sacralidad de su uso que parece desprenderse de lo anterior.

Aunque en contextos diferentes, uno legendario, otro histórico, podríamos hacer una comparación entre el estadio de inocencia y nobleza de espíritu de los basajaun y el de los indígenas norteamericanos (por poner un ejemplo conocido), entre las argucias del «héroe» Martín Txiki y las mentiras del hombre blanco, otro «héroe» capaz de romper sus pactos una vez tras otra sin sonrojarse lo más mínimo. Vemos pues, a las antiguas tradiciones y formas de vida víctimas, quizá en mayor medida, de su inocencia que de su falta de ambición.

Para ilustrar esta concepción de la vieja mentalidad, nada mejor que las palabras de un piel roja:

«Ser consciente de la existencia es aterrador y sagrado. Nuestra conciencia reflexiona sobre sí misma: las palabras nos son dadas. El verbo ha de ser tratado con respeto, si no su poder se vuelve incontrolado y obra para el mal. Mentir era impensable según las viejas costumbres, pues abusar de la palabra es poner en peligro la nación.»

Es precisamente el olvido de las viejas costumbres lo que origina el debilitamiento del pueblo, su pérdida de identidad y el alejamiento del paraíso terrestre.

El árbol aparece en distintas tradiciones bien conocidas como elemento central del Paraíso, es el guardián de este estado de conciencia humana, pero también es la puerta que nos posibilita la entrada y la salida.

En una leyenda vasca se cuenta cómo los árboles iban por su pie a los caseríos para ser quemados, pero una mujer se enredó una vez con sus ramas y dijo: «Sería mejor que no viniesen». Desde entonces hay que ir a buscarlos al monte2.


Hoja y bellota de Quercus robur.


El roble de Ondátegui


el roble de Guerediaga

el viejo roble de Gernika.

No es pues casual que el baztarrak o consejo de ancianos de este pueblo se arrimara al árbol, el más anciano, por su sabiduría y cualidades simbólicas y prácticas de pacificador e intermediario, pero también por su naturaleza afín a la mentalidad primigenia.

La palabra que se confía al árbol tiene un valor sagrado y por ello la asamblea se reúne a su sombra, el juramento y la justicia se hacen a su pie.

De esta forma vamos a ver cómo se organizaba un pueblo alrededor de su tótem vegetal, el roble, y es curioso cómo la palabra aritz designa en euskera tanto al roble como al árbol, indicándonos el sentido que tuvo esta especie de árbol «principal», el árbol por excelencia.

EL ROBLE EN ONDÁTEGUI

Una recopilación de tradiciones referentes al roble en el pueblo de Ondátegui nos dará una idea del protagonismo e importancia que este árbol ha tenido en la memoria de los paisanos hasta tiempos recientísimos.

En una campa aledaña del pueblo vive un enorme roble que sirve de escenario a la fiesta de San Lorenzo y los músicos se encaraman en la bifurcación de las primeras ramas para tocar. «El árbol gordo de Zanagua», le llaman los cigoitianos y dicen que tiene unos 600 años.

Por San Juan, los mozos de Ondátegui tenían que robar un roble de algún pueblo vecino y que sirviera para un varal de carro. Era condición necesaria que lo trajeran sin medio alguno de transporte del pueblo, no podían llevar carros ni animales: o lo arrastraban o robaban también una yunta o caballería en el pueblo vecino.

Una vez en Ondátegui se colocaba junto a la hoguera de San Juan y el domingo siguiente se desramaba y se hacía con esta leña otra hoguera, cuyas cenizas eran llevadas al alcalde, y este daba un dinero para el vino del festejo que celebraban a continuación los mozos. El varal, ya desramado, se subastaba para sufragar otros gastos de la fiesta.

En muchos pueblos alaveses, y claro está de otras provincias, existieron antiguas normas concejiles que obligaban a los vecinos a plantar anualmente un número de árboles (en Álava, generalmente entre dos y ocho). En Aspuru se dice que deben plantarse tres frutales por vecino, ya sean de «manzana, pera, roble, haya o cualquier frutal», y en Gobeo se aclara que en tal obligación están «inclusos los señores curas». Además otras leyes regulaban la reposición de arbolado, el cuidado y limpieza del monte, su usufructo y la implantación de viveros. La plantación de árboles debía hacerse en tierras particulares o comunales. («Ordenanzas de buen Gobierno de los concejos de Alava», Alfonso María Abella y García de Eulate)

De esta forma todos los vecinos eran responsables y beneficiarios del mantenimiento de los montes.

En Ondátegui y todo el valle de Zigoitia existía además la costumbre y ley (yo la he oído a los moradores, ignoro si esta tradición está recogida en alguna ordenanza escrita), de presentar al ayuntamiento al menos «seis robles de seis hojas», es decir de seis años, para poder casarse. El guarda iba a verlos.

El coloso de Valentín, inmenso roble junto a una ermita asturiana y el roble de Basetxetas (Vizcaya).

Sin este requisito no se concedía ningún permiso y esto originó, según me contaba «Chucho», alguna especulación por parte de espabilados que plantaban muchos robles para venderlos luego a quienes querían casarse «antes de tiempo».

REUNIONES EN TORNO AL ÁRBOL

Los robles de Vizcaya

«Antiguamente, los hombres debían reunirse para tratar de alguna cuestión importante, además de en las iglesias y casas consistoriales, en ciertos lugares del campo que conservaban prestigio en el recuerdo de las personas.

A orillas del Bidasoa, entre Vera y Lesaca, hay un prado que, hasta hace 15 o 20 años, tenía unos árboles viejísimos, magníficos, sitio apacible, muy a propósito para que en él se unieran los vecinos de las dos villas que hubieran de hacerlo por alguna circunstancia. Este prado se llama «Batzar leku» –lugar de reunión– («batzarre» es reunión; «leku», lugar, viene probablemente del latín «lucus»),

Pero ahora, las reuniones y negocios se hacen sobre todo en las tabernas; la taberna es el punto de mayor vida social, el lugar de placer.»

(J. C. Baroja, «De la vida rural vasca»)

El árbol sagrado, y de una forma especial en muchas culturas el roble, ha sido centro de la actividad social de innumerables pueblos.

En este sentido cabe resaltar el árbol de Gernika por su fama y significado entre los vascos.

«El que allí da frescura y sombra a un prado es el árbol famoso de Gernika, a oír reales consultas enseñado.»

Bajo este y muchos otros árboles de concejo, los alcaldes y el pueblo celebraban sus reuniones y juicios. Las juntas generales que se hacían entre los representantes de diferentes ayuntamientos se celebraban también bajo robles, que cobraban de este modo una importancia aún mayor y a su amparo se hacían las leyes.

El de Gernika fue el centro geográfico y de la vida política de un pueblo cuyos «líderes» espirituales eran robles. Esta tradición se remonta a tiempos muy lejanos; se dice que ya se reunían las juntas de la comarca bajo el roble, cuando Gernika aún no era poblado sino campa.

En el señorío de Vizcaya, antes de tomar posesión de su cargo, el señor debía jurar, bajo este y otros robles juraderos, fidelidad a los fueros, libertades y costumbres de la tierra.

Bajo el árbol santo3 juraron los Reyes Católicos y muchos otros, como condición indispensable para lograr el reconocimiento de los vizcaínos y acceder al título de «señor de Vizcaya»4.

Asimismo se reunía la asamblea general del gobierno de Vizcaya cada dos años. Las juntas primitivas se hacían bajo el roble, más tarde en la ermita de Nuestra Señora de la Antigua, a pocos pasos de aquel, siempre el comienzo y el fin de la reunión tenían lugar bajo el árbol.

Del mismo modo que la sucesión en el señorío de Vizcaya se hacía hereditariamente, también se sustituye el venerable cuando muere, por los retoños que de forma previsora cuidan los vizcaínos. El actual se plantó en 1860. El anterior vivió hasta 1892 y se dice databa del siglo XIV. La convocatoria a las reuniones se realizaba mediante hogueras encendidas y toque de bocinas desde la cima de montes estratégicos.

Era así en la antigüedad el símbolo y custodio de la paz y la libertad del pueblo. Su papel de testigo cobraba mayor importancia si se tiene en cuenta que las leyes no eran escritas, y que en estas reuniones se resolvían conflictos entre vecinos, pueblos, linajes y bandos contrarios. En 1876, con la abolición de los fueros se puso fin a esta inspirada estructura política.

Aún se conservan otros árboles junteros, aunque no conozco ningún otro que todavía sirva de «casa de Juntas» (el mismo roble de Gernika tiene hoy un significado un tanto folklórico).

Imprescindible mentar también la campa de Guerediaga, donde se reunían los representantes de la Merindad de Durango alrededor de otro roble junto a una ermita, en un altozano que domina la región. Un semicírculo de mojones (cuya presencia iremos viendo que es muy significativa) servía de asiento a este consejo de ancianos. El viejo roble que presidía murió a fines del siglo XVI, a causa de las obras de la carretera de San Sebastián, y sus sucesores sufren tortura de podas salvajes (de los cuatro que había, dos han muerto, uno de ellos probablemente a causa del rayo que lo fulminó).

Existen todavía actas de estas Juntas del Duranguesado, datadas en 1613, y que comienzan: «…so el árbol de Guerediaga…».

Junto al árbol antiguo, en el centro del semicírculo, está la mesa central, a modo de piedra de Fal céltica5, y al igual que aquella, está rodeada actualmente por 12 mojones6. Impresionante debió ser la llegada de los alcaldes desde sus respectivas comarcas, los saludos y palabras alrededor del árbol inmóvil, solemne… Pero hoy reina en la campa una sensación de vacío desoladora. Los mojones, ahora siempre solitarios. Una lápida en el pórtico de la ermita nos recuerda: «Campa de Guerediaga. Aquí celebraba sus Juntas Generales la Muy Noble y Muy Leal Merindad de Durango»; y los árboles agonizan.

Al igual que en la campa de Guerediaga. se reunían bajo el roble de Avellaneda los representantes de la Merindad de las Encartaciones para legislar y gobernar la región. Hoy existe en su lugar un joven retoño del roble de Gernika. El antiguo, que también se ha llamado árbol santo, fue cortado y quemado por los franceses, según la versión de Antonio Trueba.

Bajo estos tres robles juraba el corregidor de Vizcaya y parece que tenían a ojos de los vizcaínos un cierto orden jerárquico; así, la jura se hacía primero bajo el de Gernika, luego bajo el de Guerediaga y terminaba so el roble de Avellaneda. De esta forma tomaba posesión de su cargo en todo el territorio.

En Arechabalaga (topónimo traducible por «roble ancho»), los vizcaínos reciben bajo el roble de aquel lugar a su señor, antes del juramento de Gernika.

«Sólo después de jurar "so el árbol" se es señor; sólo legislando "so el árbol" se hace ley; sólo convocado "so el árbol" un hombre puede ser acusado y condenado o absuelto de un modo legal.»

(Julio Caro Baroja)

Los bosques de roble, como este del Parque natural Gorbea, en Álava, siempre han estado ligados a leyendas.

Esta necesaria entrada por la «puerta» de Arechabalaga nos da una imagen aún más patente del ritual de reconocimiento que se llevaba a cabo.

Parece que, además de los vizcaínos, el propio territorio de Vizcaya debiera aceptar al rey, que a través de su pie izquierdo desnudo sobre la tierra y bajo los árboles sagrados, se daba a conocer (lo del pie descalzo no está claro que formara parte del rito; sobre esto los eruditos tienen sus diferencias).

En el blasón de los antiguos señores de Vizcaya estaban representados dos lobos negros con un cordero en la boca, mientras el escudo primero de Vizcaya era un árbol verde (el de Gernika) en campo de plata.

Cunqueiro decía que, en tierras de Miranda, el lobo trata de usted al roble, mientras el roble se permite tutear al lobo. Tenga o no relación esta tradición gallega con la que nos ocupa, es evidente que los vizcaínos colocan también al lobo en un rango inferior al del árbol sagrado, mucho más cercano a la divinidad.

El árbol malato (en Luyando, hoy dentro del territorio alavés) ha generado muchas controversias sobre su significación. De cualquier forma es evidente que tenía un sentido de mojón o árbol limítrofe en la frontera del señorío, y su importancia deriva de las diferentes versiones que se han hecho de su historia, más o menos cercanas a la leyenda o a la realidad.

Así se dice que hasta allí persiguieron las tropas vizcaínas a los invasores; que tras la victoria, el ejército reclutado entre los campesinos dejó las armas bajo aquel árbol; que al llegar al árbol se golpeaba el tronco con las espadas, en señal de desafío7.

También cuentan las crónicas que hasta ese lugar iban los vizcaínos cuando el señor los convocaba en caso de guerra, pero si ordenaba que siguieran más adelante, ya fuera del señorío, debía pagarles.

Hoy, en este lugar, hay una cruz de piedra y un descendiente del roble de Gernika. El viejo árbol no existía ya en 1603.

Otros robles vizcaínos ocupan un lugar más modesto en la geografía de los árboles junteros de este territorio histórico. Había uno en Barajuen donde se reunían los habitantes del valle de Aramayona. Otro, en Larrazábal, cuya jurisdicción se extendía al valle de Orozco.

El roble de Arbieto, en Albia (barrio de Abando, junto a Bilbao) recibía el nombre de «árbol gordo» y era el punto de reunión de las juntas de esta barriada.

Dejando ya a un lado estos árboles desaparecidos y sin descendencia8, encontramos aún el roble de Arcentales, «la rebolla del concejo», que sirvió hasta no hace mucho para las juntas del municipio de esta localidad. A sus pies, una mesa de piedra ha sido el disputado símbolo de la capitalidad de Arcentales y varias veces ha sido robada por vecinos que querían trasladar a su barrio el «ayuntamiento».

Ya en el barrio de Basetxetas se encuentra un viejísimo roble muy maltratado, cuyos vecinos dicen que tiene más de 600 años. Bajo la copa de este árbol de Zendokiz se hacían las juntas de Arteaga hasta el siglo pasado, y aún hoy se celebran junto al árbol algunas misas, bodas y bautizos, y la romería del Carmen (a esta Virgen está dedicada la ermita que se encuentra a unos pasos del roble). A la hora de revisar la presente edición, hemos de poner el punto final a la historia de este viejo roble que en nuestra última visita, hacia agosto de 1997, había muerto.

Por último, los dos robles que forman parte del escudo de Ispaster, desde tiempo inmemorial, están también presentes en la plaza, cerca del ayuntamiento y de la iglesia. Uno de los dos viejos fue talado para urbanizar aquel espacio; recientemente se ha plantado otro en la misma plaza9.

No todo en el monte es orégano y, como hemos visto, estas asambleas a menudo podían convertirse en trifulcas entre bandos o linajes enemistados; el árbol de Gernika servía también como punto de reunión para reagrupar al ejército y cabe suponer que, como siempre sucede en los círculos del poder, alrededor del árbol anidaran envidias y mezquindades.

Por encima de estas rivalidades, sin embargo, estaba el roble santo, cuya función nunca se puso en duda, sirviendo así como lugar de encuentro de los vizcaínos enfrentados.

En la actual Cantabria, al menos hay constancia de cinco árboles, robles y encinas, que han servido como árboles junteros en zonas más o menos extensas. Pero podemos sospechar que han sido muchísimos más, a juzgar por el elevado número (más de 50) de árboles monumentales de estas especies que aún crecen o languidecen junto a iglesias o en las plazas (también otros árboles han servido como «casa de juntas» en esta región, al menos dos nogales y un olmo).

Estos datos referentes a Cantabria están recogidos de los trabajos sobre árboles singulares de Loríente Escallada. Tradiciones y distintas variantes de este tema pueden recogerse en la Península, al menos en toda la orla cantábrica.

El roble y otros árboles de concejo o conceyu (en Asturias) eran, pues, en virtud del poder reconocido por la comunidad, verdaderos jueces de paz, guardianes de la justicia y la veracidad (en vez de jurar sobre la Biblia, se hacía bajo el roble sagrado).

«Todavía en León, los bandos de los ayuntamientos se leen al pueblo congregado junto a un árbol determinado en la Pascua de Resurrección.»

(J.C. Baroja, «Ritos y mitos equívocos»)

Terminamos con una copla asturiana:

«A la sombra de aquel roble di palabra a una morena. El roble será testigo y ella será mi cadena.»

(Recitada por Teresa Marrón, Somiedo)

El roble y el rey fuera de la Península

«En Inglaterra, el 29 de mayo es el «día del roble real» en memoria de Carlos II, quien se adornaba con hojas de este árbol. Casi todos los poetas ingleses lo han cantado.»

(Antonio Colinas, «La llamada de los árboles»)

La sucesión real alrededor del roble sagrado es un tema muy conocido que Frazer y Robert Graves, entre otros, han estudiado en profundidad siguiendo la historia de las culturas aria y mediterránea (no citan, sin embargo, ninguno de los numerosos ejemplos de árboles juraderos y de concejo que pueden encontrarse en la Península). Las similitudes con el ritual vasco del roble son evidentes.

Frazer dedica su famoso libro La rama dorada, al análisis y comparaciones de la ceremonia de Nemi. En este lugar de Aricia, en el corazón de Italia, vivía en el bosque, junto al roble sagrado, un sacerdote y consorte de la diosa Diana que recibía el título de rey del bosque. Para alcanzar este «trono», había tenido que matar a su antecesor, y para conservarlo debía luchar por su vida frente a otros aspirantes10.

Aparecen en esta obra un sinfín de ejemplos de otras culturas, en los que el rey tiene que demostrar cada cierto tiempo su vigor físico en la lucha a muerte o en la carrera. Como encarnación de un espíritu arbóreo de la vegetación y dotado por tanto de la virtud mágica de fertilizar árboles, cereales… el rey debe demostrar su juventud o morir en un sacrificio renovador.

La síntesis de Graves de las diferentes costumbres y leyendas al respecto, podríamos expresarla así: bajo el roble sagrado, una mesa central y 12 piedras dispuestas en círculo a su alrededor sirven de escenario para el sacrificio anual del rey, que llevan a cabo sus 12 jefes. Tras emborrachar al caudillo, lo atan y sacrifican junto al roble que también es cortado11. Se enciende un fuego nuevo alimentado con el roble y, de esta forma, se consuma el ritual, que se celebra anualmente.

El sucesor heredaba los favores de las sacerdotisas de su diosa Madre. Muchos héroes famosos han sido víctimas de esta ceremonia, según este autor, entre ellos algunos Hércules (Hércules de Eta; Orión el cazador de Creta…). Incluso entre los aztecas existieron rituales de sacrificio anual que tienen una asombrosa similitud12. Con el paso del tiempo, el poder temporal del rey se va alargando para sacrificar después sustitutos humanos o animales.

Para Jacques Brosse, la relación entre el árbol sagrado y la figura del rey existía en Creta y en la antigua escandinavia, donde el rey, según la Ynglinga saga y la Heimskringla de Snorri, era sacrificado al cabo de 9 años. El mismo autor nos cuenta cómo en Pron (Rusia), un bosquete de robles consagrados a Perun, el dios-roble-trueno, estaba rodeado por una especie de templo al aire libre. En el recinto sólo podían entrar el sacerdote y oficiantes de los sacrificios, y los perseguidos que obtenían allí derecho de asilo. Terminada la ceremonia, se administraba justicia bajo un roble. La asamblea eslava de ancianos se celebraba también bajo un roble sagrado.

Otro ejemplo famoso de este tipo de relaciones es el de San Luis de Vincennes, también administrando justicia bajo un gran roble. O el de los antiguos aqueos, que celebraban sus juntas bajo una encina sagrada, y en Auvernia se elegía bajo otro roble sagrado al jefe de la comunidad hasta el siglo XVI.

El roble será elevado a la divinidad en numerosas ocasiones y en diversos contextos.

«¿Quién ha visto la faz al Dios hispano?

Mi corazón aguarda al hombre íbero de la recia mano, que tallará en el roble castellano el Dios adusto de la tierra parda.»

(A. Machado, «El Dios íbero»)

«Y no nos falta un tal Artahe, o Dios-encina, o Dios-roble. Este Artahe tenía un santuario a su excelencia dedicado, justo en el mismo lugar donde los evangelistas enclavaron, para aprovechar la proverbial rutina espiritual de los feligreses, los cimientos de la iglesia medieval de St. Pé d'Ardet.»

(Rafael Castellano, «Vascos heréticos»)

El roble está en la cúspide del ciclo anual del calendario celta. Roble y nieblas en la linde de unos campos en Montija (Burgos).

Todos los robles estaban consagrados a Júpiter entre los romanos y su templo capitolino había sido construido por Rómulo junto a un roble venerado por los pastores, donde el rey ataba los despojos robados al enemigo. No tardaremos en ver al Dios-roble Júpiter en ceremonia de casamiento con su diosa-roble consorte.

La puerta de roble

En el calendario celta, el roble reina en la cúspide del ciclo anual. La sucesión lógica de este momento álgido, representado por Beltaine o San Juan, es el declive, del mismo modo que en la cima de la montaña terminan los caminos y la única posibilidad es el descenso. Pero es en la cima de la montaña donde el hombre ha invocado desde tiempos inmemorables y culturas diversas a las entidades superiores La pirámide con un hombre sentado en su cúspide activa toda su potencialidad y, de esta forma, accedemos a las revelaciones de lo alto13.

Aspecto estival del robledal de Garralda, en Navarra.

Cuando culminamos un ciclo podemos continuar siguiendo su curso natural de descenso, o trascenderlo accediendo a una nueva realidad.

Esta posibilidad está representada con el roble en muchas tradiciones; así, en la mítica batalla de los árboles, el Câd Goddeu del bardo Taliesin se dice de este árbol «recio guardián de la puerta es su nombre en todas las lenguas», y Frazer se encargará de verificar este aserto, mostrando muchos ejemplos en los que «roble» y «puerta» están designados bajo un mismo vocablo en diferentes lenguas indoeuropeas. R. Graves coloca al dios Jano, con sus dos cabezas, custodiando esta puerta.

Difícil será explicar el mundo que se abre tras este paso, pero las diversas formas de entrar podemos encontrarlas en diversas fuentes.

Graves sugiere que las bellotas podrían ser comidas para obtener la inspiración o el don profético, y también dice: «el humo penoso del roble verde inspira a los que bailan entre los fuegos sacrificiales gemelos encendidos en la noche de San Juan».

Dejando aparte lo de las bellotas es claro que, para acceder a cualquier iniciación, el primer requisito necesario es la purificación, que podría hacerse aquí a través del humo, conjuntamente con ayunos, ceremonias de «limpieza» como inipi o rituales relacionados con el agua.

La puerta ya está ahí, quizá en todas partes o en nosotros mismos, pero de una forma más patente junto al roble sagrado, que es eje y centro, encrucijada de los poderes que mueven el mundo.

Curiosamente, existen tradiciones que hablan del muérdago como talismán capaz de abrir todas las puertas; la clave de una forma de funcionamiento de esta llave mágica la ofrece Markale.

«El cuidado con que se recoge el muérdago y lo que con él se hace a continuación, esa especie de «poción mágica», indica todo ello una búsqueda constante por parte de los druidas de un contacto con los poderes superiores, contacto que se traduce por una asimilación, una verdadera digestión de estos poderes. Se trata, pura y simplemente, de integrar la divinidad en lo humano y, en definitiva, de encarnar al dios.»

EL UNIVERSO DEL ROBLE

Si algún grupo de árboles puede considerarse representativo de la vegetación secular de la Península, estos son los robles. La diversificación de este género les ha permitido poblar todo tipo de suelos y climas, y donde las hayas, el hombre y las condiciones físicas se lo han permitido, han creado un mundo a su medida, el robledal, que debido al carácter magnánimo y tolerante del roble, permite la instalación de un sinnúmero de seres vivos.

Robles melojos en otoño. La geografía española cuenta con diversas especies de robles, adaptados a las distintas variables de suelos y clima.

Si además tenemos en cuenta la gran cantidad de variantes que ofrecen los lugares en que se asientan las diferentes especies de robles, entenderemos que verdaderamente se trata de un universo repleto de vida y magia, el universo del roble, presidido por este árbol y compuesto por un impresionante séquito de arbustos, trepadoras, hierbas, musgos, hongos y toda suerte de animales.

El roble limita al norte con el haya, y a medida que se acerca hacia el sur, sus hojas van haciéndose más persistentes, hasta llegar a la encina perenne. Un término medio lo constituyen los quejigos y marojos, que si bien no tienen hoja persistente, tampoco se resignan a tirarlas en otoño y permanecen secas en sus ramas largo tiempo en invierno.

El roble es uno de nuestros árboles más vigorosos; puede alcanzar 30 metros de altura y su copa es ancha e irregular. Cuando es joven, su tallo principal está bien diferenciado, pero de los 20 años en adelante posee ya grandes brazos que se extienden buscando la luz. Su crecimiento tiene lugar a partir de yemas laterales, de modo que las ramas presentan formas onduladas.

Simboliza en diferentes tradiciones la fuerza14, pero no es preciso ser druida para darse cuenta de que los robles viejos rezuman un tremendo poder. Su magnífica presencia no puede pasar desapercibida e inspira un sentimiento de admiración y respeto.

La enorme cantidad de leyendas y prácticas tradicionales que rodean este árbol, sólo puede ser comprendida si consideramos la importancia que tiene en los mecanismos vitales de extensísimas regiones. Representó además un papel esencial, directa o indirectamente, en el desarrollo y economía de multitud de pueblos antiguos, y un enorme protagonismo a nivel cultural.


En invierno, los robledales proporcionan refugio y alimento a especies animales como los ciervos.

LA MADRE ROBLE, CARÁCTER Y COSTUMBRES SOCIALES

Los robles fueron creados por Vainamoinen, dios de Finlandia, con el fin de dar sombra y cobijar a los pájaros, según la tradición escandinava. Muchas son las especies aladas que se albergan en los robledales: el aguilucho pálido, la becada, el arrendajo (sembrador de sus bellotas), la abubilla, los papamoscas cerrojillo y gris, el trepador azul, el pinzón vulgar, el camachuelo… por citar algunos de nuestras latitudes.

Una gran diversidad de insectos hacen la puesta sobre este árbol, dando lugar a las características agallas15, como reacción del árbol, que parece protegerse construyendo habitáculos perfectos y a la medida para los primeros estadios del desarrollo de estos animales. Las paredes de este «huevo» animal-vegetal son muy resistentes y, en el interior, la larva encuentra los nutrientes necesarios para su crecimiento. Instalada cómodamente en una amplia sala permanece allí hasta su madurez y abandona luego la agalla perforando el muro exterior.

El fenómeno de la agalla se produce no sólo en robles y encinas, sino además en álamos, rosales, tilos, perales, olmos y otros. Hasta tal punto encuentra en los Quercus el medio ideal que en una sola encina se han encontrado ¡50 diferentes tipos de agallas! ¿Qué otro árbol se dedicaría con tanta energía a la protección de estos ínfimos seres? Está claro que, en lo que se refiere a relaciones sociales, el roble lleva el merecido título de rey, y en la inmensa montaña de su cuerpo hay un sitio para todos.

Muchos coleópteros, y entre ellos el magnífico ciervo volante, se encuentran también alrededor del roble y una gran diversidad de mamíferos: ratón, topo, musaraña, ardilla, lirón gris, visón, turón, corzo, ciervo, marta, gineta, jabalí, liebre, zorro, tejón… (muchos de ellos comen bellotas y contribuyen a su diseminación).

Como ha señalado Brosse, ciertos animales que viven junto al roble, comparten en cierto modo el origen divino que se atribuye a su anfitrión. Entre ellos destaca la cigarra, consagrada a Apolo, que toca su lira incansablemente desde el elevado roble, las abejas, que enjambran en el interior de los troncos, y los pájaros carpinteros, cuyos redobles servían para interpretar augurios.

Junto a cada especie de roble existe un amplio cortejo vegetal que la acompaña: es uno de los medios con mayor cantidad y diversidad de hongos.

ASOCIACIÓN DEL ROBLE AL SISTEMA AGRÍCOLA

Es incalculable el papel que puede desempeñar el roble como productor, protector y aliado de los cultivos, ya sea en forma de setos y cortavientos o integrado en el pastizal o campo de cultivo.

Su sombra, muy ligera, permite el crecimiento de otros vegetales sin ahogarlos, de ahí que en el robledal silvestre se den las condiciones para el desarrollo de un magnífico sotobosque. Además, el nacimiento tardío de la hoja permite el calentamiento primaveral de la tierra y favorece, de este modo, la germinación y el crecimiento de las plantas asociadas.

Durante el verano, su follaje impide el desecamiento excesivo de la pradera o cultivos y regula el régimen hídrico del suelo: favorece el drenaje hacia el subsuelo con sus raíces profundas (pueden llegar a penetrar más de 30 m) y frena el lavado del suelo gracias al humus de sus hojas y la materia residual en descomposición, que retienen la humedad y la filtran suavemente.

El enriquecimiento y equilibrio del suelo se logran mediante el aporte de su propia materia orgánica y la reducción de pérdidas por erosión o lavado. Por otra parte son evidentes las ventajas del sistema radicular profundo; se evita la excesiva competencia con otros vegetales y se remontan a superficie elementos nutritivos del subsuelo.


En el robledal aclarado se dan unas condiciones parecidas a las de la dehesa de encinas, si bien el clima y las tierras, generalmente más frescas y fértiles que acompañan a los robles caducos producen una hierba más jugosa y abundante. La bellota de encina, por contra, es más nutritiva. En el capítulo dedicado a los setos veremos asimismo otros múltiples beneficios que el roble, y los árboles en general, aportan al sistema agrícola a diferentes niveles: económico, ecológico…

OCASO Y DEGENERACIÓN DEL ROBLE

Desde muy antiguo, las tierras del roble han sido codiciadas por el hombre en razón de su fertilidad y de la relativa facilidad para convertirlas en pradera (de siega o pasto) o terreno agrícola.

Parece que, en un principio, el roble no era masivamente talado, sino tan sólo aclarado para formar parte integrante del sistema agrícola y ganadero; pero cada vez más, la utilidad de su madera, los sistemas de laboreo, los incendios y otras causas han hecho retroceder estos magníficos bosques, hasta ocupar hoy superficies ridículas respecto a sus anteriores dominios.

En tanto que el hombre mantiene una relación directa con el medio, una economía de autoabastecimiento con pequeña dependencia del exterior (y por tanto, en algunos sentidos, mucho mas libre), el roble se revela como elemento esencial dentro de la cultura y del ámbito rural.

Conforme llegan las primeras manifestaciones del «desarrollo» (mecanización a ultranza, monocultivos, concentración parcelaria…) se olvidan las antiguas costumbres y el roble, como tantos otros amigos de la tribu, se convierte en objeto de consumo, que se puede vender, comprar, ignorar.

En poco tiempo cambia el paisaje, la estructura vital de un valle, la estructura mental de sus moradores… El empobrecimiento espiritual del hombre camina parejo al de la naturaleza. Quizá la insatisfacción sea el mejor medio para hacernos conscientes de la urgente necesidad de reencontrar viejos aliados.

La calidad y belleza de su madera la han convertido en una de las más utilizadas: hoy, como antaño, son muy apreciados los muebles y vigas de roble; en tonelería es insustituible por el sabor que comunica a los vinos. Además ha sido, hasta no hace mucho, el material preferido para la construcción de barcos (flotas enteras, como la Armada Invencible o las utilizadas para la conquista del Nuevo Mundo, acabaron con inmensos robledales en el norte de la Península). A modo de ejemplo citaremos la protesta del pueblo alavés de Manurga, en 1783, ante el diputado general, por haberse marcado en sus montes arbitrariamente de ¡5000 a 6000 árboles¡ para bajeles del rey.


Detalle de las hojas de cuatro de las especies de robles presentes en la Península Ibérica.

Otro uso que ha contribuido a diezmar sus poblaciones ha sido el carboneo y la lefia. Las antiguas herrerías eran consumidoras insaciables de roble, haya y encina.

En el mundo rural, ha sido probablemente la leña más apreciada y utilizada, tanto para los hornos como para el hogar. Con varas de roble bien secas y puestas casi verticalmente, se hacían también una especie de antorchas que no se apagaban hasta consumirse.

A pesar de que el robledal hace siempre gala de una gran vitalidad y se regenera con relativa rapidez, en nuestros días se sustituye cada vez más este espléndido bosque por el pinar; así, hay gentes que aprovechan la fertilidad acumulada del suelo para enriquecerse a costa de las generaciones futuras.

La tendencia a la repoblación con especies de crecimiento rápido, pero empobrecedoras del suelo, viene siendo propiciada por la sempiterna miopía de las instituciones; la Unión Europea también tiene grandes planes en este sentido.

Sin embargo, tampoco hemos de olvidar que, en multitud de ocasiones, las tierras del roble se han convertido en manos del hombre en ecosistemas ricos y estables, como praderas y tierras de labor bordeadas por redes de setos, castañares… Quizá aquí sólo haya que lamentar la pérdida de protagonismo de este árbol útil y bello, que debería estar mucho más presente e integrado en estos sistemas.

Otro cantar es la degeneración que han sufrido las masas supervivientes a causa de sistemas de explotación abusivos y erróneos. Es sabido que la práctica totalidad de los árboles, y especialmente estos, se reproducen de una forma más natural y sana mediante semillas, pero en algunos casos, durante siglos, se han practicado en los robledales cortes masivos de madera, dejando luego que el bosque rebrote de cepa (Q. pyrenaica y Q. faginea pueden también hacerlo de raíz). Este sistema, útil en períodos más reducidos y si existiera una planificación del territorio para permitir la regeneración de otras zonas, tiene unos efectos nefastos al degenerar el bosque y facilitar la infección de las cepas a través de las heridas.

Además, la selección y tala de los pies más rectos favorece el desarrollo genético de las formas tortuosas. Estos troncos retorcidos y nudosos, en parte fruto de la ignorancia humana, son despreciados por su inutilidad maderera y pocos dudan en talarlos para leña, arrancarlos para que se pudran con la raíz al aire (como hemos visto tantas veces tras la concentración parcelaria o roturación de nuevas tierras) o prenderles fuego para que pasten los animales. Como anécdota transcribo esta frase, literalmente espetada por un paisano que nos enseñaba unos enormes tocones de quejigo: ¡Eran feos como diablos! ¡No eran más feos porque no eran más grandes! Así, la mentalidad materialista, que traduce la belleza del árbol en el dinero que pueda reportar, parece ser la última calamidad que deberá soportar el roble.

ROBLES CADUCIFOLIOS

Carballo y roble albar

Quercus robur (también llamado Q. pedunculata) se diferencia de su pariente cercano, Quercus petraroble albar, por tener las bellotas colgantes de un pedúnculo, el primero, y casi asentadas sobre las ramillas, el segundo. Por el contrario, las hojas del roble albar tienen peciolo, y las del carballo, muy corto o nulo. El carballo se inclina además hacia un crecimiento más extendido y abierto, y su primo forma una copa y tronco más esbeltos (si bien esto depende del lugar y la espesura en que se crían) y con el follaje más reluciente por sufrir menos ataques de los insectos. Las hojas y flores nacen más tarde, por su carácter montaraz, y su floración es mucho más visible por la intensidad del amarillo.

Ambos viven en la Península por toda la orla cantábrica, si bien el carballo ocupa de preferencia la parte de poniente y se enrarece hacia el Pirineo, y el roble albar mira hacia levante y se ausenta de las tierras gallegas.

En cuanto a suelos, este último se asienta sobre los sueltos, a menudo pobres y poco profundos, pedregosos y bien drenados, tolera los calizos y no soporta tener los pies húmedos. Es menos friolero que el carballo (zonas 4 y 5, respectivamente). Este, por el contrario, necesita humedad abundante y escoge las tierras más bajas, llanas, profundas y compactas. Hacia los 800 m se mezclan e hibridan. Por encima, Q: petraea llega a los 1500 m, y por debajo Q. robur al nivel del mar (los datos referentes a altitud y rusticidad varían mucho en otras regiones; fuera de la cornisa cantábrica existen subespecies de Q. robur mucho más resistentes).

Ambos requieren, como todas las especies del género, mucha luz, y si crecen bajo la sombra se enfurruñan, languidecen y desarrollan menos, e incluso mueren (las hayas los ahogan impidiéndoles ver el sol). Las jóvenes plántulas son más tolerantes en este sentido, e incluso Q. petraea prefiere un poco de sombra al comienzo de su vida y se regenera bien bajo cubierta. Su crecimiento en el bosque es mucho más estilizado que a campo abierto.

La madera del carballo es más nudosa y difícil de trabajar; la del roble albar, más dura, clara y dócil.

Ambos rebrotan de cepa, pero no de raíz; el sistema radicular es muy profundo y hacia los 6 a 8 años la raíz pivotante se divide en otras secundarias profundas.

El cortejo vegetal que comúnmente acompaña al carballo, está formado por fresnos, avellanos y castaños, serbales, abedules, espinos, acebos, escobas, brezos, madreselvas, hiedras, arándanos, asfodelos, anémonas, mercuriales…

El roble albar suele rodearse de arces, espinos, acebo, madreselvas, retama negra, helecho común…

Son probablemente los más longevos entre los robles y viven en un medio vital más rico; muchas culturas han florecido a su alrededor y conservan, a pesar de su decadencia, el espíritu intacto, su tremendo poder, la memoria de tiempos inmemorables. Es un honor inclinar la cabeza ante maestros de tan alta estirpe.

Quejigo

Al Quercus faginea se le llama también roble enciniego por la tardanza en despojarse de sus hojas (hojas marcescentes), más acusada en los ejemplares jóvenes, y por otros caracteres que lo acercan a la encina.

Sus raíces horizontales, bastante superficiales, originan numerosos retoños alrededor del árbol. Puede rebrotar de cepa y de raíz. La siembra se hace como en los otros robles. Sus jóvenes plántulas necesitan una sombra ligera, y en zonas muy degradadas puede ser necesario, antes de su introducción, repoblar con especies aún menos exigentes (pinos silvestres o matorrales) que protejan los tiernos quejigos.

Tiene un gran interés por su capacidad para regenerar suelos calizos tras los incendios e instalarse en terrenos pobres y secos; el puente que establece entre robles caducos y encinas se manifiesta, además de en el comportamiento de sus hojas, en su distribución (en toda la Península, salvo Galicia, y en el ámbito mediterráneo por todo el norte de África) y en la ocupación que hace de terrenos y climas no tan secos y superficiales como la encina ni tan húmedos como otros robles. Vive desde 300 hasta 1800 m.

Se encuentra mejor en suelos calizos y arcilloso calizos, y soporta los yesosos, pero en este aspecto es muy adaptable.

Su versatilidad le lleva no solo a ser especie habitual en zonas de transición de otros robles y encinas, sino que además tiene muchas variedades y se híbrida fácilmente. Así, ofrece un amplio abanico de posibilidades, actuando como eslabón intermedio en la cadena de los Quercus.

Pese a su variabilidad, puede entreverse en este árbol un fuerte carácter propio. Hoy nos es más familiar el quejigo en sus formaciones degradadas y degeneradas, en bosquetes apretados y monte bajo, pero cuando alcanza su máximo desarrollo, incluso en terrenos que no le son óptimos, tiene un porte majestuoso. Su copa es menos poblada, y su tronco, no tan esbelto como el de otras especies cercanas. Sin embargo, su equilibrio y formas rítmicas, su papel restaurador y conservador del medio y creador de suelos, su presencia altiva y porte espléndido, señalan las cualidades de este ser, que forma un paisaje de increíble belleza. Nuestro quejigo, antaño el árbol ibérico por excelencia, compensa su propia fuerza y firmeza con la flexibilidad, dulzura y capacidad de adaptación.

En el mundo silvestre, el quejigo es un líder, el druida, y el quejigal es la sabia, la mágica agrupación que convierte terrenos pobres, en apariencia desolados, en bosques ricos en sol y sombras, vida y misterio.

Acompañan al quejigo especies más frugales, por lo general, que las del sotobosque de carballo o albar: arce campestre, de montpellier y, más al sur, el acirón (Acer opalus), pino albar, boj, brezos, genistas, enebros…

Corzos, ciervos, jabalíes, liebres, conejos y un sinfín de otros mamíferos y aves viven en este medio. Pero ya se sabe, al perro flaco van todas las pulgas, y como el quejigo no es demasiado bien visto por su, en opinión humana, baja productividad16 cuando uno de ellos molesta al tractor, cuando a alguien le da por pensar que ese talud podría ararse, cuando se quiere leña o el aldeano se cansa de que den sombra a su pieza, o peor aún, en casos en que un ayuntamiento necesita dinero para sufragar cualquier gasto (a pesar de que se pagan cantidades irrisorias por esta leña), pues nada más fácil que cortarlos. El hombre, el fuego, el pastoreo y las talas a menudo favorecen al pino, mucho más apreciado por su madera y su mayor capacidad de adaptación a terrenos degradados.

Pese al desprecio y maltrato que sufre, nuestro quejigo consigue sobrevivir e incluso expansionarse, introduciéndose a menudo en nuevos hábitats, hayedos y robledales talados, y tiene gran capacidad de penetración en diversos medios. La entresaca de quejigales densos para leña es muy necesaria en muchos lugares, donde el quejigo se cría tan apretado que no puede desarrollarse, dándose así una entresaca natural (generalmente por muerte de arbolillos ante la competencia por el agua) y un desarrollo más lento.

La madera es densa, duradera; donde puede y se le deja crecer a sus anchas, se obtienen piezas buenas para carpintería de armar o incluso para tabla.

Se ha utilizado también en forma adehesada, y por la temprana maduración de su fruto es un complemento para encinas y alcornoques. Asimismo es muy interesante en zonas secas para la formación de barreras protectoras.

Especies próximas son el Quercus canariensis, quejigo andaluz, que crece en el sur de la Península y África, en climas marítimos y suelos silíceos, y el Quercus cerrioides, híbrido entre el quejigo y melojo, muy común en Cataluña.

ROBLES PELUDOS

Melojo y roble peludo

Melojo, marojo, rebollo o roble negro es el Quercus pyrenaica, que se encuentra desde el sur de Francia hasta el norte de África, abundando en la Península (escaso en Galicia y zona levantina).

Quercus pubescens, el que verdaderamente recibe el nombre de roble peludo (si bien ambos tienen hojas vellosas, aterciopeladas, sobre todo por el envés), vive en las regiones europeas cercanas al Mediterráneo, penetrando también en Europa central; en la Península ocupa el nordeste.

Ambos tienen hojas marcescentes (profundamente lobuladas Q. pyrenaica y muy poco Q. pubescens); una altura de 10 a 20 m, tronco por lo general sinuoso, y copa irregular y ancha, ramificada desde poca altura.

El paisaje que forman estos bosques es de los más lóbregos entre los robledales; la atmósfera, más pesada, y bajo su cobertura, a pesar de no ser cerrada entre los árboles adultos, no se siente esa benéfica aureola de los otros robles. La sensación es si acaso hostil (aunque admito que tienen también estos árboles un influjo atractivo).

Así como otros robledales, quejigales o encinares parecen ofrecer en cualquier sitio una invitación para quedarse a dormir o sentarse a la fresca de su sombra, el rebollar esta hecho más a la medida de hormigas y todo tipo de insectos y reptiles, «sabandijas»17, bandidos y sorgiñas. Lo cierto es que no entran muchas ganas siquiera de parar demasiado rato.

Viven entre los 400 y 1500 m. El melojo, en terrenos silíceos (aborrece los calizos y encharcados), gracias a sus raíces extendidas en superficie, puede captar la humedad y vivir en suelos arenosos. El peludo prefiere los calizos, soportando los superficiales y pedregosos.

Aguantan muy bien la sequía y son especies de luz que pueden crecer incluso en los primeros estadios sin ninguna cobertura. El desarrollo de ambos es lento y pueden vivir varios siglos. Su sistema de reproducción es igual al de otros robles. Tienen poderosas raíces, tanto profundas como superficiales, que dan lugar a numerosos rebollos o rebrotes, sobre todo al talar el árbol.

La calidad de su madera es similar: ambas son deformables y difícilmente se encuentran piezas de tamaño y rectitud adecuadas para carpintería. De ahí que su explotación por parte del hombre haya sido siempre brutal, en turnos de 10 a 20 años para leña, cuando no se roturaban o favorecían otras especies como el pino o el castaño. El roble negro ha sufrido más que ningún otro la epidemia de oidio de principios de siglo, que diezmó a esta especie. El sistema de continuas cortas favoreció la propagación del hongo y la degeneración y debilitamiento de estos bosques.

En algunos lugares quedan ejemplares maltrechos y aislados; en otros se mantienen masas de melojos retorcidos, o se recuperan entre tojos, brezos y abedules, en hayedos o robledales de carballo o roble albar talados, pero también muchas laderas y taludes, antes ocupados por este árbol y ahora roturados o deforestados, sufren una erosión irreversible que puede servir para llamar la atención sobre el insustituible papel que juega fijando con sus raíces extendidas los terrenos más sueltos y pendientes, y bombeando nutrientes y bases del subsuelo para dejarlos en superficie.

Deberían pues permanecer pies aislados en los prados y terrenos de labor, bosquetes en los linderos y masas mayores en las crestas y laderas empinadas. No solo actúan así como cortavientos y protectores del suelo, sino también como complemento alimenticio con su bellota y las hojas de los rebrotes, muy apreciadas por el ganado.

El fuego en el marojal no impide el rebrote de raíz, por lo que el árbol se regenera, si bien sobre un suelo más degradado y formando un bosque denso.

Del mismo modo, Q. pubescens tiene un papel esencial contra la erosión. Es especialmente adecuado para su utilización como dehesa, pues naturalmente tiende hacia una ocupación poco densa del espacio y su cubierta ligera favorece el crecimiento de otros vegetales (generalmente predomina el sotobosque, pero controlando artificialmente este, crece una buena pradera).

Estos dos robles tienen un contenido de tanino en su corteza muy elevado, por lo que también se usaron como curtientes.

Las especies asiduas al rebollar son abedules, argomas y brezos en los puntos aclarados, y otras como acebo, espino albar, endrino, enebro, genista, helecho… Muchas veces los bosques de este árbol se encuentran limitando con los de carballo y roble albar, que pueden introducirse también dentro de su área, al igual que otros árboles como el haya y el castaño.

Junto al roble peludo viven algunos arces (opalus, monspessulanum, campestre), pino silvestre, boj, enebro, cornejo, endrino, mostajo…


REPRODUCCIÓN (ROBLES CADUCOS Y MARCESCENTES)

La reproducción de los robles se hace casi siempre mediante semilla. Se siembra en otoño, con la simiente madura recién recolectada18, y se pone en vivero o de asiento. Si se quiere sembrar en primavera, deben conservarse las bellotas al abrigo de los roedores, en montones sobre la tierra llana y permeable, en capas de 10 a 20 cm de espesor y recubiertas con hojarasca seca. También pueden conservarse en hoyos que no se inunden, o estratificadas en arena húmeda, bodegas o sótanos ventilados y frescos.

Se siembra haciendo pequeños hoyos de un diámetro aproximadamente igual a la anchura de la azada y una profundidad de unos 10 cm. Se ponen en cada agujero una o dos bellotas sin su cápsula y se recubre el hoyo. 12 kg de bellotas sirven para sembrar 1 haciendo unos 1000 hoyos19.


REPOBLACIÓN DE ROBLE CON CASTAÑO

Un sistema antiguo de repoblación con roble fue utilizado, al menos en el País Vasco, intercalando castaños. Como dice Pedro Bernardo20.

«Esta experiencia y observación de necesitar de distinto jugo estas dos plantas, se confirma en los robles, que se ven en algunos castañales que son muy lozanos y se hacen mayores, que estando muchos robles juntos: y lo mismo sucede a los castaños que se ven entre robles.»

Se ponían, según este sistema, intercalados como los cuadros de un tablero de ajedrez y a unos 9 m de distancia entre las líneas. Se dice que así los árboles crecen más y producen mas leña, y los castaños fructifican mejor.


Ciclo anual de los robles semicaducos.

las primeras hojas de un roble albar.

Cuando los pies ya estaban crecidos, a los 20 o 30 años se daba la primera poda, eliminando las ramas bajas de los pies derechos y dejando una rama a un lado, en ángulo recto con el tronco, y otra vertical en los pies más ramificados, para curatones o barengas, piezas muy buscadas por los astilleros. Más tarde aclaraban el bosquete arrancando de raíz los castaños y plantando en su lugar robles jóvenes.

Habla también este autor de la creación de arboledas de recreo por el mismo sistema, pero colocando los árboles a unos 6 m de distancia, para aclarar después una hilera sí y otra no, cuando han alcanzado el tamaño de cabrios (unos 20 cm de diámetro). De esta forma se crían rectos y, tras el aclareo, se ensanchan y «quedan muy hermosos».

Nos recomienda por último plantar robledales en antiguos castañares, y viceversa: «si son muy viejos, el castaño vendrá plantado dentro del hueco del roble cortado, podrido en lo interior; y lo mismo el roble, en lo podrido del corte de raíz del castaño».

LOS ROBLES SIEMPREVERDES

«El campo mismo se hizo árbol en ti, parda encina, ya bajo el sol que calcina, ya contra el hielo invernizo, el bochorno y la borrasca, el agosto y el enero, los copos de la nevasca, los hilos del aguacero, siempre firme, siempre igual, impasible, casta y buena, ¡Oh, tú, robusta y serena, eterna encina rural de los negros encinares…»

(A. Machado, fragmento de «Las encinas»)

En muchos aspectos, las encinas y alcornoques pueden compararse a los robles caducos; el porte, las flores, los frutos, son muy parecidos, no así la hoja, perenne y mucho mejor adaptada para situaciones de sequía por ser más coriácea y de menor superficie, y frenar por tanto la transpiración. El desarrollo de esta cualidad les ha permitido adaptarse a las condiciones mas diversas de sequedad, y a lugares más cálidos que los robles.

Otra diferencia importante se da en el caso del alcornoque, por su corteza hiperdesarrollada, expandida y de renovación rápida, que constituye el excelente aislante que todos conocemos.

En el terreno de lo mítico-trádicional, los atributos y prácticas relacionadas con la encina son muy similares a los del roble. Podemos añadir quizá el sentido funerario y de inmortalidad y vida eterna con el que se ha relacionado a la encina, lo mismo que a otros árboles de hoja perenne. Mentaremos como curiosidad la tradición según la cual la madera de encina es maldita, pues mientras los otros árboles se hacían pedazos, cuando los judíos quisieron hacer la cruz para el suplicio de Cristo, la encina permitió su construcción.

La imponente encina de Garai. Toda la energía del árbol ha servido para la formación del cuerpo grandioso. Compárese su tamaño con el de la cerca que hay a su izquierda.

LA ENCINA

En euskera, la encina21 se llama arte y esta misma palabra significa «paciencia» y «sosiego».

«Entre tres encinas hermanas me acuclillé por ver acostarse a la abuela sol; los cuatro la despedimos y sentimos la misma melancolía. Atravesando nuestros corazones se esfumó el último rayo en un instante infinito. ¡Adiós, abuela!, gritaba la encina entre triste y alegre. Regresé al hogar. La chimenea, encendida la encina, alumbraba nuestras miradas. ¡Adiós, abuela!, dije a las ascuas que aún quedaban mientras me acostaba. Cuando desperté, de nuevo la encina verde y el sol asomando por el horizonte…»

La hoja es, como dice la adivinanza, «redondina como un cuarto, tiene dientes de lagarto». Las viejas caen al principio del verano, cuando las del año hace tiempo que han brotado. En las encinas ramoneadas por el ganado, sobre todo si son ejemplares jóvenes, la hoja se crispa y se vuelve aún más rabiosa, punzante, como un medio de defensa que, sin embargo, no le sirve de mucho cuando se acercan las cabras o animales hambrientos. Tardan mucho en descomponerse.

Árboles de crecimiento pausado pero con gran vitalidad, pueden rebrotar vigorosamente tras incendios o sequías gracias a sus poderosas raíces (al principio echa una fuerte raíz pivotante, que luego da lugar a secundarias desarrolladas y otras superficiales, de las que brotan renuevos). Una plántula de este árbol de unos 15 cm puede tener una raíz central de 40 a 50 cm en terreno mullido. Alcanzan tal desarrollo y abirragamiento, que se denominaba antiguamente al sistema radicular del encinar, «matas de cadeneta»22. La copa es tupida, esférica y da mucha sombra.

Produce bellotas con regularidad: cada dos años una abundante cosecha, que junto con su madera y los pastos bajo el encinar, son la base de la economía humana de amplias regiones peninsulares (si bien este sistema ecológico, económico y social está en retroceso).

Sus exigencias en cuanto a terreno se reducen a que no sea excesivamente húmedo; pueden vivir así en climas secos o suelos bien drenados (pendientes, roca madre superficial, pedregales…), soportan bien los lugares áridos y todo tipo de exposiciones.

La encina se distribuye principalmente alrededor del Mediterráneo, desde la Península hasta Asia Menor.

Además de formar encinares, los bosques más o menos puros de esta especie, a veces se encuentran encinas diseminadas en bosques de otros árboles, comúnmente robles.

Especies

En la Península, Quercus ilex vive en las provincias costeras: región cantábrica, Levante y Baleares.

En la zona norte, esta encina permanece en reductos especialmente favorables, formando pequeños bosques que se benefician de la cálida influencia marina y de las benignas exposiciones al sol. Crecen sobre terrenos calizos, poco profundos y, por tanto, secos. El aspecto que ofrece este bosque cantábrico, oscuro y espeso, recuerda a las laurisilvas canarias: los árboles se unen en su cima, a no mucha altura, y forman una única copa por la que de vez en cuando se cuelan algunos rayos de sol. Los troncos, no demasiado gruesos, están torcidos y llenos de liquenes debido a la gran humedad atmosférica. Incluso el cortejo que acompaña aquí a la encina tiene cierto parecido: madroños, acebo, urce Erica arborea; crecen lianas con profusión: clemátides, hiedra, zarzaparrilla, madreselva… En otras regiones, Q. ilex forma bosques más parecidos a los de la encina carrasca.

Esta última, científicamente denominada Quercus rotundifolia, ocupa las regiones interiores, los climas mediterráneo-continentales. Vive en todo tipo de suelos y es más montaraz y de hojas más correosas y duras que la anterior. Ambas se hibridan entre sí.

El bosque aclarado de esta encina es lo que constituye desde hace milenios el sistema silvopastoral de dehesa23, que aún se conserva en extensas regiones de la Península.

Por contra, del encinar cantábrico quedan tan sólo algunos pequeños reductos, casi siempre en trance de desaparición.

La dehesa, una vieja amistad

La dehesa extremeña y de otras regiones constituye un magnífico ejemplo de ecosistema equilibrado, con el hombre y los animales domésticos armónicamente integrados en un bosque abierto, que soporta y se beneficia de esta presencia (siempre que no haya una excesiva carga ganadera o se abuse con las podas para leña o carboneo).

Desde tiempos remotos, el hombre ha convivido de esta forma con la encina y a través de las generaciones se ha forjado un carácter, del que aún hoy encontramos rastros entre las gentes que viven de la dehesa o sus descendientes. Los hombres de la encina24 son duros, nudosos y resecos, arrugados y resistentes como carrasca. Gente noble y calmosa, quizá demasiado acostumbrada a la adversidad; sin duda, una poderosa tribu de no haber sido doblegada a través de los siglos por el sistema de propiedad de la tierra en manos de unos pocos señores25.

Desde la niñez he conocido algunas de estas personas, tan enraizadas en su tierra como el encinar. De su pobreza brotaba generosidad, los escasos recursos sabían tornarlos en abundancia y la madre encina les proporcionaba, directa o indirectamente, cuanto necesitaban para subsistir.

La dehesa alberga de este modo al hombre, que contribuye a su mantenimiento y equilibrio de diferentes formas: aclarando las encinas para facilitar el desarrollo de la pradera; tallando sus copas para hacerlas más fructíferas (poda) y llevando de una forma racional una gran diversidad de ganado, que mantiene las condiciones óptimas de la pradera, pastándola y enriqueciéndola con el aporte de sus excrementos26.

La ganadería de la dehesa está representada por razas adaptadas durante muchos siglos a este medio (difícilmente sustituibles por otras foráneas) y que encuentran aquí abrigo y sustento: vacas, caballerías, ovejas, cabras, cerdos, pavos, gallinas, palomas y abejas forman parte de este paisaje.

Esto no excluye una intensa proliferación y actividad de especies silvestres. Una mención especial merecen los seres alados, que encuentran en este medio, aéreo por excelencia, espacios abiertos y recovecos para los requiebros, espesuras impenetrables para guarecerse o construir sus nidos.

La dehesa es un jardín para las aves; en primavera coinciden la floración de las encinas y los arbustos y plantas del encinar, con el celo de multitud de pájaros. Podemos verlos entonces por parejas, de un lado a otro, ajenos a todo, entregados a los juegos amorosos. Hasta los esquivos cucos pierden la prudencia y se dejan ver por todas partes. Las abubillas ligeras, los rabilargos de capa azul-gris, las rapaces de altos vuelos, el águila imperial, la culebrera, la calzada… Los milanos son el terror de las gallinas y sus pollitos, y cuando vislumbra su cola ahorquillada, la paisana, siempre vigilante, sale a defender a la pollada. Buitres y alimoches, azores y gavilanes, sobrevuelan constantemente la dehesa. Por la noche, el búho real, el cárabo, el autillo, ocultos en la negra encina, traspasan la oscuridad con su mirada afilada. También se escucha el aleteo y canto de las palomas torcaces y zuritas. y un sinfín de pequeños pájaros, como los ruiseñores, zorzales, mirlos, petirrojos… Muchas de estas aves nidifican en cavidades en los viejos troncos o entre las acogedoras ramas.

Entre los reptiles, grandes lagartos, siempre alerta, se esconden a nuestro paso en las grietas de las piedras; junto a la culebra de escalera y a la bastarda, constituían en algunos lugares un apreciado recurso alimenticio para los hombres.

También merodean los conejos y liebres, tejones, garduñas, comadrejas, gatos monteses…

Dehesa de encinas en Extremadura y algunas de las plantas que viven en ella: la jara, el tomillo y la orquídea abejera.

La caza mediante trampeo era muy frecuente entre los pobladores de la dehesa, que obtenían así un importante complemento (a veces básico) de su dieta. No hay que olvidar que el rebaño, por regla general, no pertenece al pastor en esta tierra. Peor aún, a veces ni siquiera se permitía la caza de liebres, conejos y perdices, abundantes en este medio, pues eran especies reservadas para el señor; el campesino debía contentarse con gorriones, aguzanieves y otros pájaros menos apreciados.

En cuanto a los árboles compañeros de este encinar, los alcornoques ocupan un lugar importante, si bien este bosque no se mezcla por lo común con el encinar, a menudo colinda con él y crea un ecosistema muy parecido (existe también la dehesa de alcornoques).

Robles, madroños, durillos, retamas, jaras27, madreselva, tomillo… son asiduos habitantes de la dehesa y de cada uno de ellos el hombre sabía hacer buen uso. Además, se buscaban los cardillos, espárragos silvestres, setas, bellotas28, etc. para consumo humano o de los cerdos.

A este respecto, hace 2.000 años ya hablaba Estrabón de este recurso entre los hispanos:

«En las tres cuartas partes del año, los montañeses no se nutren sino de bellotas, que secas y trituradas se muelen para hacer el pan, el cual puede guardarse durante mucho tiempo.»

Otra cita resume a la perfección el sentido y valor que tuvo este árbol.

«La encina deviene así un recurso en todo similar al popular bisonte de los indios norteamericanos y genera en su entorno toda una cultura de la encina, presente aún en el occidente ibérico.»

(Fernando Parra, revista «Quercus» núm. 2)

Evidentemente, en esta comunidad sobresale la presencia de dos especies sin las que la dehesa como tal no podría existir. La encina y el hombre no sólo se benefician mutuamente uno del otro: su influencia recíproca y compenetración es tal que los antiguos hombres-encina comían pan de encina («gente de roble, pan de bellota», dice el refrán provenzal), sesteaban bajo su copa y construían sus casas y aperos con esta madera recia29. Con leña de encina encendían el fuego y hacían carbón, y entre los rescoldos asaban bellotas. Cazaban animales alimentados por la encina30. Adquirían en suma este carácter e imprimían a su vez, en el árbol, un sello de humanidad. Doblegando su vigor masculino, vertical, para hacerla mansa y fructífera, en estas condiciones de crecimiento espacioso la encina campa a sus anchas, se despliega alcanzando un esplendor y longevidad que difícilmente lograría en el bosque virgen cerrado.

El papel de la encina en la dehesa es de protección pasiva, maternal: lleva los nutrientes del subsuelo a la superficie, enriqueciendo el terreno; protege de la erosión, dulcifica la temperatura y humedad ambiental, resguarda a los habitantes del encinar.

La presencia de estos seres se manifiesta en lo físico con una fuerza inusitada. Es imposible para las grandes encinas pasar desapercibidas, incluso entre otras encinas, pero su desarrollo no es altivo ni egoísta, sino magnánimo, parece abrazar la tierra y abrigarla del ardiente sol. Su aura se hace más palpable en los árboles centenarios.

Habitantes de las dehesas de encinas: el conejo, un lagarto ocelado, el elanio azul y la abubilla.

Al atardecer, las sombras de los árboles se alargan hacia levante y las copas se bañan en la luz dorada del crepúsculo; al mediodía, la amable encina proyecta su sombra espesa y mantiene a la fresca sus pies. Resguarda del sol a los ganados, hombres y animales libres que aprovechan las horas de fuego para sestear. Todo en la dehesa propicia un clima saludable, sosegado…

El niño encontrará aquí el ambiente ideal para crecer, asombrarse a cada instante, correr por inmensos céspedes y aprender mil cosas de este increíble mundo. Multitud de encinas esperan que alguien las trepe, anhelan abrazar «rapaces» entre sus ramas. La escuela de la encina es inmensa, abierta, acogedora y sirve al hombre desde su infancia a su muerte, aportando siempre nuevas lecciones magistrales.

La actividad del hombre realmente integrado en este medio y exento, por tanto, de la avaricia y ritmos de vida «civilizados» se limita a regular la estabilidad y fertilidad del medio y a extraer los productos que necesita.

Sin embargo, a medida que aumenta el rebaño, la dehesa se revela incapaz de mantenerlo durante el verano, cuando la hierba se agosta y el sol echa un aliento de fuego por el encinar; entonces, los pastores enfilan sus rebaños hacia los pastos más frescos del norte.

Dada la complejidad de este sistema, han cabido en él infinidad de métodos de aprovechamiento por parte del hombre: desde las formas tradicionales, más antiguas y diversificadas, que se han rescatado siempre a lo largo de la historia en momentos de penuria, hasta las más modernas, en las que generalmente prevalece un solo uso, ganadero (y a menudo de una sola raza, como el «reciente» sistema de cría de toros de lidia), forestal (leña y carboneo) e incluso agrícola, sembrando cereal tras largos barbechos entre el encinar muy ralo. Al final se han convertido muchos magníficos encinares en enormes extensiones de labrantíos (cereal, arroz, maíz…) o plantaciones de eucaliptos.

El coste de la transformación y la vocación del suelo casi siempre demuestran el anterior sistema como el más rentable económica (aunque el concepto de lo económico cada vez se enrarece más y se estudia de forma más simplista) y, desde luego, ecológicamente.

El encinar, historia de un genocidio

Un antiguo proverbio árabe dice:

«Si tienes tu mano abierta con la arena del desierto, cogerás muchos granos; si cierras el puño para poseerla, casi toda resbalará entre tus dedos.»

Esto sucede con las dehesas que se roturan para extraer la máxima fertilidad en el mínimo tiempo, dejando ya de lado todos los productos que podían obtenerse de este medio y la dudosa rentabilidad de las nuevas explotaciones (que casi siempre se hacen sin ningún estudio ni experimentación previos). Se produce una enorme pérdida de fertilidad acumulada durante siglos, la seroja del encinar desaparece con rapidez y el suelo pierde la posibilidad de nuevos aportes orgánicos. En cuanto empieza a labrarse este suelo, queda rota su estructura, lavados los nutrientes, y comienza el proceso de la erosión, agravado en estos climas por la intensa insolación.

En lo que respecta a la rentabilidad social, se ha calculado que la dehesa tiene capacidad para mantener y dar trabajo a 3-4 personas/ha/año. Difícilmente los labrantíos mecanizados darán cabida a tantas personas. La importancia de este factor es mayor aún en las regiones del encinar, dado el elevado índice de desempleo.

«Se necesita un siglo para formar un monte, y en un abrir y cerrar de ojos, por decirlo así, lo cortamos. El caminante atónito busca con sorpresa la sombra deliciosa que el año antes lo defendía del ardor del sol, y no halla un solo árbol.

El deseo de aprovecharse del momento presente y el lujo que ocasiona gastos superiores a las rentas, destruyen los montes respetados por el tiempo. El propietario, cargado de deudas, encuentra en ellos un recurso pronto y precioso: los corta, pues, y no vuelve a plantarlos. De esta manera se han ido destruyendo, y provincias enteras casi no tienen ya leña para los usos diarios porque el consumo es seis veces mayor que diez años a esta parte; y los recursos, lejos de multiplicarse, van en disminución.

El furor de los desmontes ha durado veinte y cinco años: las alturas y las cimas de las montañas han sido convertidas en tierras de labor, y la tierra vegetal, acumulada en ellas con bastante trabajo por espacio de un siglo, después de haber producido una o dos cosechas, ha sido arrebatada por las lluvias, hasta que las piedras han quedado descarnadas.

«Hubiera sido conveniente estorbar semejantes rompimientos, pues aunque todo propietario sea dueño de disponer de su terreno como le agrade, si es imbécil o loco, es preciso ponerle un curador.

Acaso sería propio de la sabiduría del gobierno prohibir el rompimiento de las faldas de las montañas, a menos que los cultivadores se obligaran a plantar de árboles las cimas de ellas. Lo cierto es que si se hubiesen tomado estas precauciones, no se verían cordilleras enteras secas, áridas y descarnadas hasta la piedra viva…»

(Abate Rozíer, «Nuevo diccionario de agricultura», 1843)

El encinar que antaño debió ocupar extensísimas regiones de la Península, a lo largo de la historia se ha visto cada vez más reducido, y lo poco que nos queda hoy sufre una regresión alarmante (véase revista «Quercus» núm. 16, pág. 4). Perdemos de esta forma no solo un ecosistema rico y medio de vida digno, sino toda una cultura forjada en compañía de este árbol.

Este declive cultural, en la actualidad acelerado, ha sido progresivo y constante a lo largo de muchos cientos de años.

Cuando pienso en el encinar, no puedo dejar de imaginar la fuerza que debió generar la colaboración y estrecha amistad de estos árboles y hombres, antes de que los señores se «rifaran» estas tierras.

Doña Juana está muy triste. ¡Sabe Dios por qué será! Llegaron hombres de fuera hablando un extraño hablar. Sí las encinas les niegan, rasarán el encinar. En Castilla ya no mandan los que debieran mandar. Vuelan grajos, vuelan tordos, las palomas volarán[…]. Castilla ya no es Castilla, ya sólo es tierra de pan. La tierra ya no es la tierra, que tan sólo es propiedad y su pan los castellanos con sudor lo han de amasar. ¡Ay del pueblo, si quisiera darse nuevo capitán! Doña Juana está muy triste. ¡Sabe Dios por qué será!

(Luis López Alvárez, «Romance de la Reina Juana»)

Es claro que, como pueblo, tenemos lo que merecemos, y así, aunque nuestros líderes e instituciones sean casi siempre degenerados e irresponsables, más preocupados en la imagen y el poder que en mejorar las formas de vida y la felicidad de sus súbditos, seguirán, esta vez en nombre de la democracia y la sacrosanta constitución, ejerciendo el poder con la inconsciencia de siempre, y seguirán hipnotizando a las masas y logrando sus votos. Hacemos y deshacemos bosques de una forma insensata y, por tanto, merecemos también y estamos propiciando una vertiginosa caída del «imperio», que esta vez parece arrastrar tras de sí el propio equilibrio planetario. No es de extrañar que cada día seamos víctimas de fenómenos naturales mas desajustados y violentos, que cabe esperar que se agudicen. El declive del encinar es tan solo uno de los innumerables síntomas de nuestra propia decrepitud, que únicamente podemos frenar abordando de frente el problema y rescatando con imaginación y creatividad antiguos sistemas vitales.

Revivirá el encinar si de nuevo logramos que prenda en nosotros el espíritu, el corazón de encina. Pero las palabras tan sólo agitan el aire y hoy es tiempo de poner manos a la obra, aún es tiempo de vivir, si sabemos cómo.

Degradación, mantenimiento y regeneración del encinar

Fuera ya de la división enormemente simplificada que hemos hecho: por un lado, la encina norteña Q. ilex y el bosque representado aquí por ella (el encinar cantábrico) y, por otro, la encina más meridional Q. rotundifoliay el bosque semisilvestre (la dehesa), existen un sinfín de términos medios: encinar virgen y degradado, o en trance de recuperación; más o menos humanizado; creciendo en suelos, climas, altitudes y condiciones diversas; con una mayor o menor densidad, y mezclado o no con robledales y otros árboles…


Pese al gran interés que ofrece el estudio de cada comunidad y sus circunstancias, nos limitaremos a una breve y general exposición sobre la evolución del encinar, cuyo estudio interesa a la hora de diagnosticar el momento y actuar en consecuencia.

Las causas más frecuentes de la degradación del encinar son las talas y podas brutales, el fuego y la sobreexplotación ganadera.

Tras el incendio, que en las épocas de mayor sequía arrasa este bosque con enorme facilidad, aparentemente todo rastro de vida desaparece. Los más adaptados (jaras, madroños, pinos, coscojas) se ven beneficiados por este aclareo: unos, por su facultad de rebrotar; otros, por la adaptación al fuego de sus semillas; y todos ellos, por la ausencia de las encinas, que impedían su proliferación.

Estos arbustos preparan con su sombra y abrigo las condiciones para el nacimiento y desarrollo de las nuevas plántulas de encina. Si las condiciones del suelo no han degenerado excesivamente, al cabo de medio siglo, las encinas empiezan a recuperarse visiblemente y a poblarse el territorio con la antigua fauna y flora; medio siglo más tarde, puede verse ya un encinar magnífico, suponiendo que no haya sufrido un nuevo incendio o una devastadora tala.

Esto supone, en la escala temporal humana, una larga convalecencia, pero de mayor importancia serán aún los daños en los enclaves más delicados que ocupa este árbol: pendientes con la roca madre casi a flor de suelo, y desfiladeros y cumbres de una sequedad extrema, tanto atmosférica como edáfíca. Aquí, el fuego puede cambiar las condiciones hasta el punto de convertirse la tierra en irrecuperable para la encina.

En cualquier caso coscoja, madroño, genista, tomillo, romero, pino, boj, brezo, jara… son algunos de los candidatos más comunes para ocupar su lugar.

La coscoja se ve especialmente favorecida por el fuego y nuevos incendios la estabilizarían, creándose así la garriga, pero si estos incendios se repiten con excesiva frecuencia y el coscojar debe soportar una gran presión ganadera, al final se degradará también este medio hasta que sólo algunas genistas, tomillos, espliegos y hierbas sean capaces de sobrevivir. La siguiente etapa de degradación es la tierra desnuda, prácticamente incapaz de cicatrizar la herida.

Dehesa de encinas en primavera, con las matas de cantueso en plena floración.

En cualquier etapa de degradación, se vera ravorecida la evolución del encinar con la introducción de las especies más recientemente desaparecidas, y desde luego es esencial erradicar el fuego y controlar el ganado (los equinos y caprinos pueden hacer, bajo la vigilancia del pastor una labor de roza y eliminación de matorrales, a la par que se alimentan; cumplen así una función que demasiado a menudo se confía al fuego). La introducción de leguminosas como la esparceta, poco exigente en cuanto a profundidad del suelo y humedad, puede mejorar sensiblemente el terreno y favorecer el desarrollo de otras especies.

De vital importancia será la protección especial en las cumbres, taludes y pendientes con objeto de frenar la erosión.

Evidentemente, puede mejorarse el estrato herbáceo, conservando el ya existente o introduciendo nuevas especies, leguminosas o gramíneas, capaces de fertilizar el suelo u ofrecer alimento en mayor cantidad y de mejor calidad. En cualquier caso, las siembras deben acompañarse de un previo estudio en profundidad de las condiciones del medio y especies que han de introducirse (y su idoneidad para suelos ácidos, básicos y otras circunstancias); debe evitarse en lo posible el laboreo del suelo (pueden intentarse siembras antes de las épocas húmedas y con la hierba recién pastada) o, si ha de labrarse, hacerlo de un modo muy superficial y con buen tempero. Cuando la pradera está muy rala, es interesante dejar que fructifiquen las hierbas para que ellas mismas se resiembren.

Sobre la regeneración y conservación de la pradera en la dehesa existen muchos estudios; la mayoría tienen como base la utilización de sistemas duros de fertilización y arado31.

Reproducción y manejo

El propio encinar bien llevado se encarga de reproducir, a través de los rebrotes de raíz o plántulas de bellota, las nuevas generaciones. En contadas ocasiones interviene el hombre para la siembra o plantación salvo, claro está, cuando se trata de reinstalar un encinar desaparecido hace largo tiempo, en cuyo caso pueden recogerse las bellotas32 y sembrarse hacia noviembre, o en febrero-marzo en las regiones frías.

Las siembras otoñales son las más parecidas a las realizadas naturalmente con la caída del fruto y su dispersión por los animales. Las bellotas conservan así todo su poder germinativo. En el caso de simientes que se pondrán en tierra unos meses más tarde, en invierno-primavera, es necesario estratificarlas en lugar seco y fresco, entre arena o tierra. Llegado el momento, se sacan y se colocan cuidadosamente en cestas para no romper las radículas de las que hayan germinado. Así se ponen en pequeños hoyos hechos con la azada, que se recubren con la misma herramienta o con el paso de una grada. La profundidad de siembra suele ser entre 5 y 10 cm.

Hay que tener en cuenta que muchas bellotas no nacen y otras son comidas por los animales, por lo que no se debe escatimar simiente. A partir de aquí, los cuidados consistirán en mantener al ganado alejado hasta que las plántulas sean arbolillos inalcanzables; el acolchado y limpieza de los alrededores favorecerá mucho el desarrollo de las encinas. Por este sistema puede hacerse la siembra de asiento, más indicada para grandes repoblaciones, pues el trasplante sería más costoso y, a la larga, ofrece peores resultados (en la revista «Integral» N° 72 aparece un sistema que reúne las ventajas de siembra en vivero y conservación de la raíz pivotante).

En cuanto a la plantación, que se regula tras la siembra directa por aclareo, interesa que sea lo más irregular posible, más denso en pendientes y formando espesuras en linderos y cimas de colinas y montes; así se consigue una mayor diversificación y riqueza a todos los niveles. Medio centenar de encinas por hectárea parece ser una referencia adecuada. Es importante también tratar de reproducir el sotobosque apropiado, pero sobre todo la observación de las dehesas y ecosistemas circundantes, y la información de los habitantes del lugar nos darán las claves para la actuación más ajustada a la región.

Apostado del encinar

Se practica el apostado para la regeneración de la dehesa y en esta operación se eligen los rebrotes que producen las cepas de encinas taladas o matas rozadas, dejando los más vigorosos, rectos y altos, y eliminando los demás33. Se les cortan las ramas inferiores a ras de tronco, con tijeras de podar hasta la mitad de su altura.

Se aprovecha este momento para hacer la poda de formación de los brotes aclarados años antes, a los que se libra asimismo de ramillas inferiores, para conseguir las ramificaciones a 3 o 4 m de altura de unas cuatro ramas principales.

Interesa que estos brazos guarden cierta simetría y se alejen del tronco; los centrales más verticales se eliminan. Esta poda suele hacerse en dos veces, con un intervalo de 5 a 10 años. Siempre se tiende a «limpiar» más en el centro para que aumente el volumen de la copa, con una vigorosa superficie periférica, en la que nacen los frutos.

Poda

«¡Ay, hermanos míos extremeños, mis sabios amigos, si pudiésemos guardar toda la vida y belleza de vuestra tierra brillante, librar los inmensos encinares de los podadores codiciosos o ignorantes, de las máquinas terribles que los descuajan![…]

¡Ay, si pudiéramos sentir de cuando en cuando la fuerza, el sosiego, la sabiduría de ese mundo vuestro y de los pájaros!.»

La encina, llevada como seto, admite muy bien la poda anual de ramillas finas y forma cercados muy tupidos. De forma natural, las ramas que reciben insuficiente luz por estar demasiado bajas o en el interior de la copa, se secan y mueren. El árbol se beneficia con la eliminación de estas ramas por parte del hombre, pero sobre todo se realiza la poda para facilitar el ramoneo al ganado, aumentar la producción de bellota y obtener leña y carbón de primera calidad.

Para las encinas, como para otros árboles, el desarrollo y fructificación depende más de la relación equilibrada entre la copa y las raíces que de las cualidades del suelo. Así, mientras en terrenos profundos y ricos, con las encinas en buen estado, se podan solamente las ramas verticales y se aclara un poco el meollo de la copa para facilitar la aireación y entrada de luz, en los encinares de tierras áridas, disminuyendo el número de pies y su volumen foliar, se logra este equilibrio que permite un desarrollo saludable del sistema.

Como regla general no deberán podarse ramas que sobrepasen los 10 cm de diámetro, y en los cortes de más de 7 cm conviene aplicar betún o alquitrán. A partir de 12 cm, las heridas cicatrizan con mucha dificultad, por lo que solo se quitarán las ramas secas o decrépitas de este tamaño. Los cortes de ramas muy gruesas, desproporcionados, con desgajes o astillamiento de la madera, pueden desembocar en pérdida de productividad, de vigor y de longevidad, pudrición, y enfermedades o la muerte del árbol. Por ello es importante saber bien lo que se hace y aplicar estrictamente las reglas de la poda (herramientas afiladas, cortes lo más verticales posible…).

Con ramas finas menores de cinco centímetros de diámetro se hace, tras ser ramoneadas, un carbón excelente, aunque esto implica una poda menos espaciada. El resultado es interesante en cuanto a la producción, beneficiando al árbol.

Muchas dehesas semiabandonadas inician su declive por no existir ganado suficiente que las paste o deheseros que ayuden a su regeneración, pero uno de los mayores males son los podadores que cobran en leña y cortan más de lo necesario, acelerando así la degeneración de las encinas y, por tanto, de todo el sistema.

Las podas salvajes no sólo causan al árbol heridas incurables, pudrición y debilitamiento. El propio equilibrio raíz-copa queda afectado y la encina tiende a reproducir el máximo follaje de una forma desmesurada y desordenada. Se hace imprescindible entonces volver a podar al poco tiempo, pero esta vez las ramillas finas no las quiere nadie y la encina, abandonada, se encuentra entonces con una copa desordenada y tupida en la que muchas ramas quedan ahogadas. Como un perro, el árbol domesticado no puede vivir de forma armónica cuando el amo se desentiende.

Por el contrario, la poda respetuosa puede ayudar a la encina a alcanzar, con el paso de los siglos, proporciones gigantescas y enormes producciones de bellotas (cientos de kilos puede llegar a dar una sola encina); además, ofrecen un inmenso cobijo para los rebaños.

Poda de regeneración

Cuando se trata de ejemplares reviejos, decrépitos y cercanos a la muerte, en algunas ocasiones se recurre a la poda de regeneración, que aunque muchas veces tiene unos resultados inciertos, puede devolver el vigor al árbol y aumentar su productividad y longevidad.

Síntomas de la decadencia del árbol son: la pequeña superficie foliar, cortezas agrietadas, ramas gruesas huecas y ramas finas con hojas secas, sin yemas de frutos y cubiertas de musgo en su parte alta.

Se practica entonces el descabezado del árbol para intentar la formación de una nueva copa. Con este fin se cortan las ramas principales, nunca a ras del tronco sino dejando largos muñones de alrededor de un metro de longitud, rematados en una rama secundaria a un palmo más o menos del corte (es imprescindible hacerlo bien vertical y sellarlo con betún).

OTROS RECURSOS

La corteza de roble se usa en agricultura biológica para dinamizar el compost, recogiéndose de árboles vivos de entre 50 a 80 años, con cuidado de no dañarlos.

Aporta a la tierra calcio orgánico muy asimilable. También, en forma de purín, se utiliza contra las hormigas e insectos en general (100 g/litro de agua, de hojas y corteza de roble o encina, sin diluir, para desalojar hormigas y diluido al 20 % y pulverizado sobre las plantas, contra las plagas).

Además, esta corteza, por su elevado contenido en tanino, sirve para curtir, utilizándose en este caso las de árboles de 15-20 años; se tritura hasta reducirla a polvo y se aplica en la piel, sobre la que actúa como desecante e inhibidora de los procesos de pudrición.

Otro recurso importante en algunas regiones es la recogida de hongos truferos. Las trufas se dan de preferencia en los árboles de este género (encinas, robles, coscojas), aunque también los avellanos pueden criarlas.

Las criadillas de tierra o trufas alcanzan precios exorbitantes en las comarcas en que existe este mercado (unos quinientos municipios en la Península Ibérica y muchísimos más en Francia). Su aroma y sabor y su escasez le permiten entrar en esa élite de manjares inalcanzables. La recogida tradicional era mucho más dificultosa al hacerse sobre los hongos silvestres; hoy se inoculan en las raíces de los árboles y se obtienen con mayor facilidad.

Las dehesas de encinas permiten el mantenimiento de una ganadería tradicional de alta calidad.

Puede ser un medio importante de obtener una elevada productividad en terrenos pobres (llegan a producir hasta 100 kg/ha).

En la Escuela Superior de Ingenieros de Montes de Madrid se han llevado a cabo plantaciones de árboles inoculados en distintas provincias. En Navaleno, Soria, se han cultivado de esta forma 800 ha.

LA BELLOTA

Adivinanzas:

«Allí arriba en aquel alto hay un cabrito bermejo que le gusta mucho al cerdo y al lobo no tiene miedo.»

«En alto vive, en alto mora y tiene corona como la señora.»34

La alimentación a base de bellotas ha estado muy extendida entre antiguos (y no tan antiguos en algunos casos) pobladores de Europa, Norteamérica, norte de África y Asia.

Las bellotas dulces que producen algunas especies (en nuestra tierra, solamente Quercus rotundifolia) son las más apreciadas y pueden comerse incluso crudas, pero prácticamente todas tuvieron importancia para la alimentación humana. Tienen muchas calorías, un 50 % de fécula, varios azúcares, algo de grasa, cantidades importantes de vitamina C y caroteno, taninos…

Sus propiedades nutritivas quedan magistralmente resumidas y alabadas en este trabalenguas asturiano:

«El mío gocho fue a la foi y vino como foi, fue a la chande y fue pequeño y vino grande.»

(Mi cerdo fue al hayuco y vino como fue, fue a la bellota y fue pequeño y vino grande.)

Se tomaron crudas o tostadas a la brasa, y en las regiones en que constituían alimento básico se molían, una vez secas, para hacer con su harina pan, papillas o galletas de bellota.

El único inconveniente con las especies de frutos amargos es que se hace necesario eliminar su excesivo tanino, pues de lo contrario irritan el sistema digestivo. Para ello se pone la harina finamente molida en abundante agua; a continuación, se cuela y se deja secar la harina.

Es importante recoger las bellotas bien en sazón, y no utilizar recipientes de hierro para su cocción.

Además de nutritivo, este alimento tiene la ventaja de una larga conservación (si se libra de los roedores).

La capacidad de estos árboles para crecer en zonas semiáridas, en condiciones de sequía y climas extremos, los hace adecuados para su reintroducción en regiones en las que una agricultura o ganadería erróneas han menguado la fertilidad de la tierra. No solo se consigue frenar de este modo la erosión: se obtiene también un alimento básico para los hombres y animales, leña y otros productos secundarios.

Los robles y encinas revelan de este modo su carácter protector y su capacidad para alimentar y estimular la vida a su alrededor. Pueden ofrecer de esta forma, dada la amplitud de su distribución planetaria y su elevada productividad, un recurso clave para regiones en que la escasez de madera y leña, el hambre y la sequía, han acabado con la vida. De nuevo, el árbol puede devolver el brillo a los ojos, el esplendor a la tierra seca.

Bellotas de roble rebollo en el suelo de un bosque (Ávlla).

NOTAS

1-«Según cierta sentencia popular –dice J.M. Barandiarán– lo real comprende no sólo cuanto perciben los sentidos y barrunta y asegura la razón, sino también todo lo que tiene nombre. Izena duen guztia ornen da, se dice corrientemente, lo que significa que «a todo nombre corresponde un ser». Con esta diferencia, sin embargo: lo percibido por uno mismo es seguro, es algo personalmente conocido y, por lo mismo, suele ser expresado de forma categórica; […] lo conocido mediante testimonio ajeno o por referencias, no es asegurado en forma categórica y sin reservas.»

En su mitología vasca, Aita Barandiarán nos cuenta cómo Mari, la diosa o genio supremo de los vascos, condenaba la mentira, el robo, el orgullo y la jactancia, el incumplimiento de la palabra empeñada y el faltar al respeto debido a las personas y a la asistencia mutua: «los delincuentes son castigados con la privación o pérdida de lo que ha sido objeto de la mentira, del robo, del orgullo, etc. Es corriente decir que Mari abastece su despensa a cuenta de los que niegan lo que es y de los que afirman lo que no es», y acto seguido trae este autor a colación la leyenda de un pastor al que Mari invita a una sidra excelente y al preguntar el pastor con qué manzanas se había hecho: «con las que ha dado a la negación el señor Montes de Ikazteguieta», contestó la joven de la cueva, dando con esto a entender que se trataba de manzanas cuya existencia había negado su dueño..

Hay un proverbio que dice Ezai emana ezak eaman, «lo dado a la negación, la negación lo lleva». Entre las múltiples formas en que puede aparecer Mari está, cómo no, la del árbol, cuya parte delantera recuerda la figura de una mujer, o la del árbol llameante.

En la mitología iraní Yima, el primer hombre, el Adán de esta tradición, pierde en esta ocasión la inmortalidad tras su pecado: «mintió y se puso a pensar en palabra falsa y contraria a la verdad».

En la actualidad, el hombre se rige por una mentalidad analítica y racional que niega la realidad del inconsciente, la magia, el sueño, el mundo mítico y del espíritu. Esta concepción del mundo se hace cada vez mas estrecha. Todo debe filtrarse por el tamiz del análisis y lo que no entra, simplemente se niega. Por el contrario, pensar con el corazón es abrirse al mundo, hacerse permeable al espíritu, aceptar la totalidad de uno mismo.

De aquí nace la fuerza que nos permite vivir conforme a las viejas costumbres; en armonía con estas se encuentra el mundo mítico y mágico, la muerte y el sueño, el espíritu, el complemento de lo que entendemos por realidad, vida, vigilia, mundo material.

Sólo la mentira, la ambición, la opulencia… la negación del mundo del espíritu o del mundo físico, material, nos impiden vivir de una forma fuerte y armónica. La disonancia, el pecado, conllevan en sí mismos el castigo, alejándonos del paraíso terrestre, del gran espíritu, de nuestra propia entidad espiritual. El árbol es, en este sentido, un aliado que nos ofrece la fuerza necesaria para lustrar al ser de luz que somos cada uno de nosotros, y a ese inmenso ser de luz que nos alberga, el planeta Tierra.

2-Por su frescura transcribo la versión completa de Azkue sobre esta leyenda, «La leña y la maldición» (la anterior resumida es de Barandiarán). «Antiguamente, las leñas por propio impulso, solían venir de las selvas y bosques a las casas. Una vez convinieron las ramas de un roble, y diciendo: "Vámonos al caserío de fulano", y dando vueltas y tumbos en cuestas abajo, poco a poco en cuestas arriba, llegaron, por fin, a la casa que querían. Cuando la carga de leña llegó al portal y empezó a subir la escalera, venía escalera abajo una vieja de lengua afilada. Estando frente por frente, ¿no se le ocurre a una punta de leña rasgar el vuelo de la saya de la anciana? Como entonces nadie sabía lo que era el perdón, la brizna no se lo pidió a la vieja. Hubiera sido inútil el que se lo pidiera. ¡Era de ver la cara arrugada, colérica y de odio que puso la anciana! Sin más, empezó a solrar maldiciones. "De hoy en adelante, ojalá no pueda moverse ninguna leña." Desde aquella fecha, quien quiera tener leña, suele tener que ir al bosque a buscarla.» (Referido en Lekeitio por Aurora María de Azkue R.M. Azkue, «Cuentos y leyendas II, Euskaleiaren Yakintza»)

3-Popularmente se habla de arbola santua y zuaitz nagusí, es decir, «árbol santo» y «árbol principal» (nagusi puede traducirse también como «mayor» o «líder»), refiriéndose al de Gernika.

4-Según se desprende del Fuero de Vizcaya de 1526, antes de jurar en Gernika, el rey convocaba a los vizcaínos y juraba primero en Bilbao; después en Larrabezúa, en la ermita juradera de San Meterio Celedón, el juramento se hacía con la mano sobre el altar mientras el sacerdote tenía en sus manos la hostia consagrada.

Tras Larrabezúa seguía el recibimiento en el alto de Arechabalagana, y después Gernika y la iglesia de Santa Eufemia de Bermeo, donde se hacía igual juramento que en Larrabezúa.

5-En la tradición irlandesa, la piedra de Fal o Cromm Cruaich, estaba rodeada de un círculo de 12 piedras más pequeñas y en este lugar se efectuaba la transmisión del poder real.

6-Según Antonio de Trueba, eran 28 los mojones que servían antaño de asiento a los representantes de las 14 repúblicas de la Merindad, y sobre la mesa se escribían los acuerdos de la Junta (estos datos recogidos de J.C., Baroja «Ritos y mitos equívocos»). No puedo evitar el señalar la curiosa coincidencia con el dicho asturiano: «7 sastres faen un home, 14 faen un testigo y hacen falta 28 para firmar un recibo» (recogido de labios de Teresa Marrón, en Somiedo).

7-En este supuesto, «malato» vendría de malatu, en vascuence «golpear»; si bien, como se ha dicho, podría venir de malato, palabra que se utilizó tanto en Castilla como en el País Vasco y que proviene del latín male-habitus: es sinónimo de gafo, leproso, enfermo, achacoso.

8-Más que de árboles habría que hablar en muchos casos, como el de Gernika, de linajes, de robles que van plantándose a la muerte de su predecesor.

9-La presencia constante del roble y la encina, y en menor medida otros árboles, dentro de los escudos de Vizcaya y otras muchas regiones, nos hablan también de su importancia como símbolo.

10-Calígula terminó con esta costumbre sobornando a un forzudo para que acabara con un rey que ostentaba durante «demasiado tiempo» su título.

11-No parece cuadrar muy bien esto de que corten el roble anualmente, a no ser que cambiaran de lugar y árbol cada vez. Más bien pienso que se trataba de arrancar un ramo del árbol o un poco del muérdago que en él crecería, como repetidamente han apuntado estos autores. Sin embargo, hay que admitir que la extensión de estas costumbres debió dar lugar a muchas variantes ceremoniales.

12-No se hacían bajo árboles sagrados, pero sí en la cúspide de las pirámides, sus centros sagrados.

13-Podemos citar aquí las revelaciones de Yavhé, las hogueras de Beltaine sobre los cerros, los rituales de los indios de las praderas para implorar una visión desde la cima de la montaña y un sinfín de otras prácticas.

14-Robur, además de la designación latina de los robles, era la denominación que se daba a las maderas duras y tenaces, y también tiene un significado de fortaleza y presencia de ánimo. Así, este árbol simboliza la fuerza moral y física. Sin embargo, esa misma fuerza que debe el roble a su rigidez, puede convertirse ante el huracán en debilidad; entonces, el humilde y flexible sauce es el poderoso, según rezan las tradiciones orientales.

15-La génesis de las agallas se debe a la inoculación en las hojas, ramas… de sustancias estimulantes de la división celular. Insectos y ácaros pueden producir estas sustancias o ser los portadores de los organismos capaces de producirlas (bacterias, hongos, nemátodos…). Cuando el insecto sale de su agalla: esta se seca y desprende, y la hoja permanece sana.

16-Las tierras de quejigales, desde hace muchos siglos, se han roturado para siembra de cereales; la rentabilidad es así mucho mayor, pero a costa de la fertilidad de la tierra cuando los métodos de cultivo son erróneos.

17-Otros habitantes del rebollar son la ardilla, el lirón gris, la gineta, el jabalí, la garduña, el águila calzada, el azor…

18-Se escogen las bellotas mayores, con más reservas alimenticias para el crecimiento de la plántula y mayor vigor. Además, tienen la ventaja de poder enterrarse más profundamente y están así mejor protegidas contra los roedores. Antes de sembrarlas es conveniente ponerlas en remojo para facilitar la germinación durante un día y se aprovecha para separar las inservibles que flotan.

19-Datos publicados en «El Correo del Sol» núm. 73, revista «Integral». El artículo «Un ejemplo alentador: la repoblación forestal en Valencia» ofrece un raro ejemplo en que políticos, técnicos y ecologistas se unen para devolver la vida a ios montes; es muy interesante además la información práctica de este texto.

20-Recogido del libro «Máquinas hidráulicas de molinos y herrerías y gobierno de los árboles y montes de Vizcaya», por Pedro Bernardo Villareal de Berriz, edición facsímil, Sociedad Guipuzcoana de Ediciones y Publicaciones.

21-Quercus suber (alcornoque) y Q. coccifera (coscoja) son, junto a la encina, los robles perennes de la Península: quizá en otra ocasión nos referiremos a ellos con la extensión que se merecen; aquí nos centraremos exclusivamente en la encina.

22-La cadeneta es un punto entrecruzado que se forma con dos hilos en el bordado. Aquí se ilustra la idea de la increíble comunicación que se establece entre todo tipo de árboles a nivel radicular. Se producen innumerables injertos (a veces incluso entre especies diferentes), que hacen imposible saber, en un tramo determinado, a que individuo alimenta o pertenece una raíz. El órgano raíz parece pues, en el bosque, más comunitario que individual, aun cuando a nivel aéreo cada pie está bien diferenciado. De nuevo, la organización arbórea nos recuerda a los sistemas celulares nerviosos.

Otra vez el bosque se revela como un organismo increíblemente complejo y diverso, a la vez que unificado y compuesto por entidades independientes.

23-Aunque la dehesa más representativa de la Península es la integrada por encinas, existen también dehesas de otros árboles: alcornoques, robles y otros.

24-«Hombres de encina» es también una de las interpretaciones que se ha hecho de la palabra «druida», si bien este sentido etimológico carece de fundamento para muchos estudiosos.

25-El sistema latifundista se remonta aquí a tiempos muy lejanos. En tanto que las sociedades tribales persistieron como tales, la tierra permanecía comunal e indivisa. Durante la romanización se privatizaron grandes fincas y nació la dehesa propiamente dicha (la palabra «dehesa» viene de 'defensa, 'acotado').

26-En cuanto a la forma de llevar el ganado, es importantísimo el control del número de cabezas y el orden en que entran a pastar las diferentes razas.

27-Los jarales en las laderas pizarrosas constituían un pasto temporal muy socorrido.

28-La bellota se puede dejar en el suelo para alimento del cerdo o se recoge (preferiblemente del suelo para que esté más madura, aunque a veces para mayor comodidad se varea) para almacenar en casa. Véase más adelante cuanto se refiere a los usos de la bellota.

29-La madera de encina es única por su belleza e incomparables cualidades de dureza, resistencia y peso. Entre los carpinteros es mítico el «corazón de encina» (la parte central de la madera), sobre todo cuando se trata de ejemplares viejos y sanos, las propiedades del material son entonces increíbles: adquiere un color rojizo que realza aún más su hermosura y es incombustible hasta el punto de que el centro de la pieza sale indemne de la carbonera; dentro del agua se vuelve negra como el ébano y dura indefinidamente. Tarda mucho en secar debido a su elevada densidad. Su utilización para los juegos de bolos nos da una idea de la impresionante fortaleza y resistencia al choque de este material. ¡Hasta el mismo Hércules escogió la encina para su poderosa garrota!

30-Por si fuera poco, hasta la hoja es un recurso alimenticio invernal o para épocas de necesidad, que aprovecha toda clase de ganado, ya sea directamente del árbol o de las ramas que se cortan con este fin o para hacer leña o carbón. El ramoneo se hace al pie mismo del árbol. Sin embargo, salvo para los cerdos, la bellota debe ser utilizada como complemento y no como alimentación básica. Tanto este fruto como las hojas inhiben la producción lechera de vacas y ovejas, por lo que no se usa con estas cuando dan leche o crían. Por otra parte, las hojas de roble y encina pueden darse en cantidad a cabras y ovejas, pero con cuidado al bovino a causa de astringencia.

31-En las hojas divulgadoras de Ministerio de Agricultura existe un folleto («Mejora de pastos de la dehesa del SO de la Península Ibérica», núm. 17/88 HD) que interesa por su contenido y bibliografía, pero hay que leer con mentalidad muy crítica y trabajar con mucha intuición para no cometer excesivos errores.

32-La información que aquí traemos sobre el manejo y recuperación del encinar está por supuesto muy sintetizada y simplificada. Los conocimientos que sobre estos aspectos pueden obtenerse hoy a través de diferentes publicaciones, sospecho que pertenecen a una ínfima parte de los conocimientos y prácticas tradicionales sobre este medio. Esta sabiduría se pierde con la decadencia del encinar y la desvinculación del hombre con el medio. De esta manera, no sólo perdemos un ecosistema, sino la capacidad de renovarlo y devolverle su antiguo esplendor. Urge, pues, a la par que experimentar y desarrollar nuevas vías, ahondar en las tradicionales.

33-Se desechan las primeras que caen, pues suelen estar dañadas por gusanos, y se espera hasta la caída abundante de bellota, escogiendo las mayores de los árboles más robustos y productivos, especialmente las de aquellos cuyas hojas grandes, gruesas y relucientes anuncian su estado de vigor.

34-Los brotes que forman mata alrededor del elegido se respetan hasta que este tenga altura suficiente, para que el ganado no alcance sus hojas.

35 Respuesta: la bellota.

La magia de los árboles

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