Читать книгу La fragua de Vulcano - Ignacio Sáinz de Medrano - Страница 10

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LLAVES

Se sorprendió de la aparición de aquel hombre minúsculo, al borde de lo inverosímil; por algún motivo intuyó también que muy probablemente resultaría muy caro. Lo vio sumergirse como un buzo en su propia bolsa de cuero viejo, trasteando entre las herramientas y manoseándolas con eficacia precisa de hormiga, mientras él se acomodaba en uno de los peldaños de la escalera para ponerse a su misma altura. Sentado, medía casi lo mismo que el increíble cerrajero menguante, que le hablaba con voz blanca desde sus cincuenta y muchos, preparándolo a trinos para la factura, que vendría a ser de un tamaño inversamente proporcional al tiempo invertido y al cuerpo menudo. Involuntariamente se echó la mano a la cartera.

—Vamos a ver si hay suerte, ¿sabe? ¿Dice que desde el verano no viene nadie?

—Pues eso me parece— respondió él desde los escalones, echándose el pelo mojado hacia atrás, lamentando no haber traído el paraguas.

Al llegar no había sido capaz de abrir la puerta, y aunque no era seguro, calculó que en algún momento sus hermanos podrían haber cambiado la cerradura. Lo había intentado durante bastante tiempo, sudando muchos minutos de impotencia delante del bombín impenetrable, inasequible a los requerimientos de su llave: la mayoría de las veces no era capaz de introducirse, y otras entraba pero no giraba, desbaratando sus esperanzas de poder, finalmente, refugiarse. Perdida toda expectativa de entrar por las buenas, decidió bajar y cruzar la calle en busca de ayuda, hasta el pequeño supermercado que había visto al dejar el taxi, cargando con su maleta de ruedas y su bolsa; no se había atrevido ni por un segundo a dejarlas en el rellano.

Se empapó como un bobo en el breve trayecto desde la esquina de Doctor Quiroga hasta San Andrés, bautizándose a chuzos de una realidad, la de la vida en la calle, que hacía mucho tiempo que no experimentaba. Sintiéndose un extraterrestre aterrizado en el nuevo mundo de los que se mojan y siguen trabajando, recorrió aquellos doscientos metros, desesperado por la rabia y la confusión. Detrás de la casa de los abuelos ya no estaban los maizales, sino barrios que se perdían a lo lejos; las cañas de azúcar que él masticaba de niño también habían sido arrancadas, en nombre del progreso y la urbanización. Era por aquel tiempo la última vivienda del pueblo; más allá solo había campesinos y ratas de campo, grandes como ratas de campo, que se escondían en el cañaveral cuando él y Alfredo iban a pedir a un viejo sin nombre que les cortara un trozo por favor, y el tipo, que sabía quién era su abuelo, a veces los corría con la vara y otras les cortaba unos pedazos bien escogidos con una navaja que daba miedo, por eso Luisa nunca quería ir, le tenía pavor a la faca y a su sonrisa desdentada; la abuela pelaba luego los tallos con mano recia y ellos merendaban la cañaduz fibrosa extrayendo el jugo empalagoso pero fresco de las hebras, que se iban haciendo cada vez más pastosas hasta quedar reducidas a estopa inmasticable. Así pasaban la tarde entonces, y ahora, en el lugar del cañaveral, la calle San Andrés continuaba con autoescuelas, peluquerías y locutorios, hasta otro nuevo final del pueblo, más allá, en otro planeta sin cañizos ni ratas de campo, ni viejos con vara en un cobertizo guardando los campos, sino, pensaba él, en el linde de algún depósito de neumáticos o un último bloque erguido sobre el descampado final, quizás justo delante de la central de transformación eléctrica al lado de la carretera.

Dos africanos salieron de la tiendita sujetándole amablemente la puerta. Él les sonrió con sincera urbanidad, con la educación que mamá y papá le habían enseñado, siempre educados, no cuesta nada. Se sacudió los zapatos en un pequeño felpudo que decía «Hola, Forastero» en tipografía del Oeste. La dependienta (por alguna lejana intuición decidió que debía ser la dueña) era algo más joven que él, pero dedujo por el maltrato que vio en su peinado que estaba gastada por la vida. Le pidió el teléfono de un cerrajero y con una amabilidad seca, ella le extendió una guía práctica de Torre Pedrera, un folleto verde y blanco, como todo en Andalucía, lleno de direcciones útiles en caso de desastre. Aún tuvo que tener el ánimo de pedirle que le dejara usar el móvil, por favor, porque era urgente, se le había acabado la batería, y la mujer accedió aunque le indicó que justo enfrente tenía una tienda de telefonía. Mientras llamaba empapado a un cerrajero se fijó inconscientemente, sonriendo, en sus ojos azules, en su cara aniñada y pecosa echada un poco a perder, qué pena, y cayó entonces en la cuenta de que los adultos, los que tenían comercios, trabajaban en las tiendas o incluso barrían las calles, eran seguramente los chicos de su generación; ya no era el niño que la abuela Isabel mandaba a hacer recados al Río de la Plata, la mercería junto al mercado viejo, hacia el final de la calle. Todos en Torre Pedrera habían crecido, medrado o echado, como él, su vida por la ventana. Los chiquillos eran ahora otros y los de entonces no se habían quedado a esperarlo. ¿Podía ser entonces ella? Se habría teñido, entonces. La mujer le preguntó si no quería nada más; por cortesía echó un vistazo a la tienda y desviando la mirada pidió una bolsa de patatas, una lata de Coca-Cola y un sándwich envasado: al darle el cambio de los veinte euros se miraron fugazmente. Sí, seguramente era ella, y le vino a la boca el sabor de su lengua y su saliva. Él bajó la cabeza para meter el cambio en el bolsillo del anorak, mientras le decía adiós y gracias y la dependienta-fantasma le despedía con un lacónico hasta luego y volvía a sentarse en un taburete tras el mostrador para ver la televisión.

Fuera, a pesar del diluvio, no hacía frío. Se apartó de la acera justo a tiempo para evitar que un motorista le salpicara todo entero y se acordó de aquellos años insensatos, cuando Paco el carpintero, ese chico que cada año tenía un dedo de menos a causa de torpeza, lo llevaba en moto desde Torre Pedrera hasta El Castillar, a pasar la tarde con su novia Antonia, que salía de servir; iban sin casco, petardeando los cuatro kilómetros escasos, eso sí, despacito por el arcén no fuera a ser que al niño le pasara algo, Paco, pero a él le parecía siempre que iban a mil por hora, cómo me dejaban papá y mamá hacer esas excursiones, yo tendría cinco años, sobre todo aquel día en que a la vuelta reventó una tormenta y a la moto no se le encendieron las luces y era casi de noche; estoy aquí de milagro, se dijo entrando de nuevo en el portal. Ya se compraría un móvil de prepago otro día. Se sacudió el agua y quedó esperando al cerrajero como un abrigo mojado en un perchero.

—Mire usted por dónde, va a tener suerte —le dijo la pulga. Con una pequeña ganzúa y un poco de polvo gris que aplicó con un tubito, empezó a hacer ceder la cerradura con manos de sietemesino—. Deme su llave. Ahora tiene que entrar.

La casa se abrió como un libro de páginas negras. Unos pocos rastros de luz entraban por las rendijas de las persianas del salón, así que hubo que pagar allí mismo, en el rellano, porque no encontraron los plomos a la primera. El cerrajero tenía prisa: al final no había tardado nada y debía amortizar todavía la mañana. No podía cobrar un bombín nuevo pero sí la urgencia, por lo tanto caballero son sesenta euros, que le fueron entregados por un par de manos comparativamente enormes. Se puso su chaqueta impermeable, que había dejado en el suelo del descansillo y le quedaba grande como una casulla, se caló una gorra de béisbol y se despidió con voz de tiple: «sobre todo no le vaya a poner grasa, tres en uno y esas cosas; se cargará la cerradura», aunque, ahora que le había dejado una tarjeta, en el fondo deseaba que la puerta volviera a obstruirse y su cliente la llenase de aceite, como hacen todos, para poder finalmente cambiarle el bombín. Le dejó la tarjeta para dicha eventualidad: Federico. Sus pasos de duende ni siquiera se oyeron al bajar las escaleras. Adiós, adiós. Cerró la puerta y una fina chapa de madera se interpuso por fin entre él y el mundo, como si nada ni nadie existiese más allá, como si todo hubiera terminado (bien sabía él que no, pero qué podía hacer por ahora). Se pasó la mano por las mejillas en un gesto nervioso, comprobando el rasurado del afeitado que aún había tenido el aplomo de hacerse de buena mañana en Madrid, buscando la aspereza de la barba.

Se llegó hasta el salón para subir las persianas, que se doblegaron con un crujido. Comenzó a sentir el cansancio, el sudor de las axilas, el vértigo del disparate. Asomado tras los visillos ligeramente entreabiertos, con las maletas descuidadas en la entrada, no pudo evitar ponerse a espiar a la gente que seguía yendo de un sitio a otro, incansable a pesar de la lluvia y el día fallido de primavera. Nadie se habría fijado en la persiana abierta; pero de momento no deberían abrirse todas las de la casa, por precaución. En la acera de enfrente ya no estaba el Riviera, el único cine cubierto del pueblo, donde le conocían los acomodadores y el dueño, y le invitaban a ver los programas dobles de Cantinflas, la Vuelta al Mundo en Ochenta Días, un coñazo, y el Profesor, esa sí que le gustó. Una academia de peluquería ocupaba ahora toda la primera planta y arriba quedaba, tapiado, el ventanuco de la sala de proyecciones donde le dejaban subir de vez en cuando, en su calidad patricia de nieto de don Jesús. No se reconoció en el ajetreo de recados e inmigrantes. Solo las motos le susurraban a gritos que estaba en Torre Pedrera, una ciudad nueva construida sobre las piedras de la otra, ruinas sobre ruinas, pobreza sobre pobreza con una capa de oropel entre medias en los noventa, de tiendas de ropa de niño ahora en liquidación, de quiero y no puedo. Al menos Rip van Winkle había encontrado la misma taberna después de sus años de sueño. A él le habían dejado solamente los contornos de las calles y las fachadas de los edificios, y habían sustituido todo lo demás: niños por viejos, calor por lluvia, cines por peluquerías, mercerías por chuches.

La casa no era tampoco la misma, aunque conservaba ese olor a polvo de casa cerrada que había al llegar en verano, y que la humedad ahora acentuaba. En la pared del salón se distinguía, tras el papel pintado blanco, el cerco de la puerta que una vez había comunicado la vivienda con el piso de los abuelos, y que hubo que tapiar cuando la vendieron. Aunque todo era básicamente igual, tuvo la sensación de ser suavemente rechazado, de no ser bienvenido, desconocido por un mobiliario mestizo de viejos aparadores, estanterías prefabricadas y muebles estilo bambú. El cuadro extraño, que mostraba en escorzo un valle de montañas peladas, surcado por un torrente frío, seguía colgado contra natura, como un recuerdo imposible de Escocia. La lámpara de bronce de la abuela, comprada en Melilla a precio de oro, se imponía pesada en una esquina, vestida con una pantalla nueva de pececillos rojos y azules, infantilmente inadecuada para su edad y su tronío. Sintió que la casa estaba maquillada, que los abuelos y papá y mamá se habían ido pero habían dejado su huella para siempre; que sus hermanos, sobre todo Luisa, habían ido reponiendo los desperfectos y la vetustez con enseres y motivos playeros, dejando por todas partes fotos de sus hijos encuadradas en marcos con forma de estrella de mar, de barquito de pesca, Carlitos en los columpios con mamá, Marina en la playa sentada en el regazo de papá (siempre fue su favorita, pensó con envidia). Ni rastro de Elena ni los niños. Nadie se había molestado, lógicamente, en recordar a los abuelos que esos nietos existían. Era una manera de decir que la casa no era suya.

Quedaba, entre la sala y el pasillo, en un pequeño vestíbulo que daba a la habitación principal, la vidriera pintada: una especie de carabela que navegaba espléndida sobre borreguillos rizados de espuma en un océano imperial, recortándose sobre un cielo de azul profundo, tormentoso. Su abuelo Jesús lo llamaba «azul ultramar». El barco remontaba una ola mostrando la proa y el mascarón. En la esquina superior izquierda, el emblema de la familia materna, seguramente inventado, un simple escudo listado de azur y blanco coronado por un yelmo plateado y unas hojas de acanto. En la visera del casco Alfredo había dejado impreso sus dedos. Se había acondicionado un muro, encargado el diseño de la vidriera a la profesora de Bellas Artes del instituto del Castillar, quien había buscado el cristalero en la capital, supervisado el corte de las piezas y su ensamblado con plomo, y luego las había pintado durante dos días en los que la abuela instauró la ley marcial en el trayecto del salón al pasillo. Qué tendría la pintura que no se podía corregir, que era tóxica y no se acordaba de qué más. No admitía el error, ese era el orgullo y el riesgo de pagar un alto precio a la artista, que, pensó él examinando la obra a través de la penumbra, había hecho un buen trabajo.

El último día Alfredito, pensando que estaba seca, aprovechando un descuido policial, la tocó. No hubo arreglo para aquel disgusto. Al trasluz, cuarenta años después, seguía su dedo, pequeño y eterno, sobre el escudo de la familia; los abuelos se habían ido a Madrid al jubilarse y nunca habían vuelto; habían muerto papá y mamá, a nadie le importaba ya el mérito de un barco vidriado, pero Alfredito estaría allí jodiéndolo para siempre, sería perpetuamente recordado, con el rigor de las anécdotas familiares que se convierten en leyenda (aunque la benevolencia iría en aumento con los años), como el autor del delito, el que se cargó los humildes delirios de grandeza del abuelo Jesús. Él pasó la mano por encima del yelmo estropeado, poniendo sus dedazos de hombre crecido sobre la huellita de Alfredo, y lo echó enormemente de menos. Abuela Isabel casi lo mata: llegó de la cocina con un cuchillo de cortar pescados, echándose las manos llenas de escamas a la cabeza al ver el estropicio. Sus gritos fueron, sin embargo, acordes al temperamento de aquella mujer bondadosa: más bien unos lamentos en voz alta. Fue corriendo al teléfono a llamar a la artista, que le confirmó lo ineluctable del destrozo: no había nada que hacer, la técnica utilizada no admitía retoques. Abuela sacudió a Alfredito por los hombros y los dos quedaron llenos de lentejuelas de pez y lágrimas de disgusto y de miedo.

Removido por ese dedito, volvió al salón y sin saber por qué se tumbó en el suelo, tal cual, justo enfrente de la televisión. Como hacía cuando era niño y quería refrescarse en las tardes calurosas, después de la siesta, mientras veía los dibujos animados o el «Superhéroe Americano». Ahora la tele era plana y él se daba de cabeza contra el sofá: toda la casa había empequeñecido. Pero se quedó allí a pesar de la incomodidad, adormilándose, sintiendo que el frío debajo de la ropa era en realidad un recuerdo cálido, verdadero, el único momento en el que sintió, en todo el día, haber llegado a alguna parte.

En el sofá habían quedado la maleta y las bolsas: la negra de deporte y la del pequeño supermercado. Desde el suelo buscó, tanteando con los brazos echados hacia atrás, la comida y la lata de refresco; con obstinación se las arregló para comer y beber todo aquello tumbado en el suelo, mirando tranquilo las baldosas oscuras, adivinando en los dibujos blancos las siluetas de caballos, peces y rostros inquietantes, recomponiendo las figuras que al principio parecían solamente nubes hasta convertirlas en viejas brujas o gordos calvos con verrugas. Las brujas y los gordos calvos con verrugas, los rostros retorcidos que ya lo estaban buscando cuando vieron que no había acudido al trabajo ese día.

La fragua de Vulcano

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