Читать книгу La fragua de Vulcano - Ignacio Sáinz de Medrano - Страница 14

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HIGOS

Aunque ya han hablado varias veces nunca se han dicho sus nombres, pero él sabe, por haber escuchado sus conversaciones con algún cliente de confianza, que se llama Antonio. El dueño del bar es un hombre enjuto, tan delgado que la punta del cinturón le sobresale de la hebilla mucho más de lo normal, como si hubiera que sujetar al tipo con un nudo para que no se partiera en dos. En sus ojos hay dignidad y generaciones de hambre. Y hay alemán hablado y también un poco leído, que le ilumina la mirada cuando han venido, en estos días, un par de veces, dos vejetes de la alta Renania, sonrosados y felices, a tomarse iberizados un café con leche y porras. Debió de pasar allí un largo tiempo porque lo habla con fluidez, o al menos eso parece. De ahí la dignidad, la de saberse poseedor de un activo útil, el saber hablar la lengua incomprensible de todos los mecánicos jubilados de más allá del Rin, la de ser capaz de lanzarse a discutir con ellos de asuntos banales como el tiempo que hará hoy o la tormenta que cayó ayer, pero en alemán, hijos, que me dejé los cuernos allí apretando tuercas todos los días, y al final lo aprendí; un idioma es un tesoro, deberíais aprender vosotros también, a mí me vale, me trae una clientela porque entre ellos se lo dicen: aquel hombre habla alemán. Pero los hijos no le hacen caso: la chica atiende en un Mercadona y se ha casado con un poneladrillos en paro que ya le ha hecho un bombo, y que se pasa más tiempo en casa con ellos que en la calle buscando trabajo. Y el pequeño, al que por lo menos le va bien en su formación profesional, le dice a su padre que mucho alemán, pero que pasó de tirar del copo y recoger tomates a atender una máquina, y ahora a poner cafés como un esclavo, así que vaya utilidad la del idioma.

En los ojos claros de Antonio toda esa verdad rezuma en forma de mala hostia, y como a tantos camareros, a tantos trabajadores, le cuesta ser amable porque no le sale, al pobre. Detrás de él y de su mujer, Lola, hay muchas generaciones de madres deslomadas, de padres pobretones que salían a pescar por las noches en las barcas de los patrones, y al huerto por las mañanas sin casi haber dormido; queda la huella de los árabes y los bereberes, que fueron expulsados pero que se quedaron dentro del carácter de los cristianos que los reemplazaron, en forma de melancolía amarga, de rencor antiguo hacia los amos; aflora una sabiduría que viene, quizás, de antes incluso de los moros: la de los campesinos que aceptan lo que hay, pero sin indiferencia, sino más bien con mala baba. No se puede, no se quiere ser amable cuando se sabe lo que se sabe, incluso sin saberlo. Se trabaja, se limpia la barra, se ponen los cafés, se aprende a hacer capuchinos que ahora están de moda, se apilan las mesas por las noches y se atan con cadenas para que no se las lleven los gamberros, se friega el suelo por las mañanas, se reza para que los temporales del invierno no pasen de las cristaleras, y se sueña con que esta crisis pasará y se volverá a hacer caja y el bar no tendrá que cerrar y no habrá que ir al banco a negociar, a poner otro huerto en prenda y este será ya el último, y se despierta uno pensando por favor que no haya que volver a empezar con esta edad, con la frente sudorosa acordándose del padre que casi murió ahogado mil veces y la diñó, al final, por culpa del tabaco y no dejó nada sino una miseria que pasaba la cofradía de pescadores, porque no había Seguridad Social del Mar, ni del cielo ni de nada. Pero Antonio hoy está de buen humor porque ha dejado por fin de llover, se acerca la Semana Santa y si el sol aprieta quizás este año se pueda pasar tranquilo. Se acerca a su cliente solitario y abrasado, y solo porque es el dueño del bar, se obliga a ser amistoso.

—Si quiere le traigo otra taza para que se le vaya enfriando.

—Gracias, de verdad, no hace falta.

Antonio deja el trapillo en otro sitio, para alejar el olor a polvo mojado y sucio que ha ido recogiendo de las mesas, y se frota las manos, sonriendo y mirando con timidez hacia otro lado mientras se dirige a él:

—¿Le puedo preguntar una cosa?

—Pregunte, pregunte.

Antonio no quiere sentarse porque eso daría por supuesta una relación que no existe. Pero ya tiene cierta confianza con el forastero, que está de paso, le dijo antes de ayer, unos días o una temporada, no lo sabe, pero de paso, y del que ha deducido (por su forma de leer el periódico con atención, de ver las noticias de la televisión seleccionando las que le interesan y bajando la cabeza cuando hablan de deportes, por los libros que alguna mañana ha llevado a su desayuno, que ha comprado en el mercado de baratillo de los Chopos, le dice) que es un hombre que sabe. Y finalmente, sin poder evitarlo, agarra una silla de otra mesa, la voltea y se sienta con el respaldo frente al pecho, mirándolo fijo, con una ligera bizquera que incomoda.

—¿Esto se va a pasar, jefe?

—¿El qué? —contesta el forastero doblando sus rodillas, en un tono profesoral. Se frota los ojos con un pañuelito de papel que se ha sacado del bolsillo.

—Esto, hombre, esto. La crisis esta que se lo ha llevado todo. ¿Usted cree que volverán los turistas? Yo veo la cosa más animadilla, pero va por días, ¿sabe?

Hay veces, le dice, que parece que ve más alemanes, caras que no conoce, como la suya, y otras que el bar está vacío todo el día y se dice que esto no se arregla, que Torre Pedrera ya no se levanta.

Antonio busca en los ojos de su contertulio un brillo de esperanza, ese «sí» que anhela, triunfante, naciendo irrefutable de los argumentos de un hombre con fundamento, de los que no ha visto sentarse en El Timón en años; quiere que le diga él, que ha estudiado, que sabe de esto, que se va a arreglar, que volverán primero los extranjeros como las grullas, las familias con hijos que toman helados todas las tardes, que no cocinan y vienen a desayunar, almorzar y cenar a las siete porque España es muy muy barata; que llegarán después, como gaviotas, los españoles de Madrid, de Sevilla, de Córdoba, de Jaén, de Bilbao, que siempre han venido mucho los vascos, a tomarse sus aperitivos antes de comer, a cenar de fritanga por las noches y estarse horas en la mesa pidiendo gin-tonics sin parar de agitar los brazos como monigotes; que al final, los domingos, como palomas, vendrán también los domingueros de los pueblos a bañarse, con sus tarteras y sus neveras, para no hacer gasto, pero que con suerte se pasarán a comprar hielo y mandarán a los niños a eso de las cinco a tomarse un cucurucho para que dejen de dar por saco y se pueda dormir la siesta bajo el toldillo.

¿Volverán? ¿Aguantará mi bar estos pocos años que me quedan para jubilarme, para sacarle los estudios a Curro? ¿O me iré a la mierda como tantos y tantos restaurantes, tantos y tantos negocios montados por ignorantes como yo, que no sabían nada de hostelería pero que con sus ahorros buscaron el mejor local que pudieron encontrar (y había tortas para pillarlos) y se pusieron a vender pizzas o tacos mexicanos o pescado mal frito, cabrito, papas asadas, lo que fuera, para salir del hambre, porque aquí era lo único que se podía hacer, porque aquí el dinero se lo habían llevado los especuladores, los primeros los marqueses de la Torre que vendieron los terrenos de la azucarera para hacer la primera urbanización, y luego el Tormo, aquel tipo que se hizo el rey del pueblo, que nos echó a todos de la playa porque aquello era primera línea y eso era promesa de futuro y nos dio cuatro perras a los que aceptamos, padre el primero, y luego dejó encajonados entre bloques en sus casitas a los idiotas que pensaron que eran más listos que él, y los tuvo así durante años, hasta que se cansaron y vendieron, aún por menos, o sea que no fuimos tan tontos, y llenó la playa de poniente de torres una detrás de otra, el California, el Nevada, el Oregón, haciendo urbanizaciones con nombres de árboles, de ríos de España, de barcos famosos, de Vírgenes, hasta llenarlo todo con paredes de cemento que a nosotros en nada nos beneficiaban pero que hubo que abastecer de comida, de ropa, de flotadores, colchonetas y aletas de bucear; y hubo que poner bares, discotecas, farmacias, heladerías, hasta papelerías.

Y yo me fui a Alemania porque padre estaba siempre borracho y ya casi no salía a faenar, y eso que había que sacar pescado a mansalva porque aquella gente se lo comía todo, tanto comía que al final no nos ha quedado nada y han tenido que tirar bloques de hormigón a doscientos metros de la playa para ver si se regenera algo; ya no se puede pescar con malas artes, hasta el copo lo prohibieron, el caso es que yo me fui a Alemania, a Elchingen, cerca de Stuttgart, con mi primo Pardo, ese que sí sabía de mecánica, pero yo no había visto una máquina en mi vida, no sé cómo me aceptaron en el Instituto de Emigración, conque empecé barriendo la fábrica de pura lástima que me tenían los dueños, y así me pasé un año hasta que por las tardes me pusieron de aprendiz, y así, años después acabé de oficial fresador; pero no le aburro más con eso, aunque bueno, figúrese lo que hemos pasado algunos; «qué va, usted no me aburre, por favor, siga», bueno pues sigo, el caso es que uno vuelve y con los ahorros qué hace, ¿sabe? ¿Pues qué va a hacer? Poner un puñetero bar porque aquí no habrá visto usted una fábrica, ¿verdad que no? No, eso no va con nosotros. ¿Usted cómo lo ve, caballero?

—No lo sé, la verdad. Supongo que pasará, porque todo pasa, ¿no? —Incómodo, se mira el reloj de muñeca buscando en el fondo de su Tag Heuer una coartada para no seguir hablando.

—Sí, esto supongo yo también. Pero que no se me lleve antes por delante, ¿sabe? Yo ya he visto otras crisis pasar, las de Caín he pasado aquí, usted no sabe lo que era esto antes de los setenta, aquí había hambre, ¿comprende lo que le digo?

Y él hubiera querido decirle que sí, que lo sabía, que la había visto, pero prefirió quedarse callado.

—Y siempre se resolvió igual; los señoritos nunca pasaron necesidad, porque esos no debían pagar ni impuestos ni nada.

A los hijos los mandaban a Granada o a Sevilla a la universidad. Y ellos, que no ganaban para pagar impuestos, ¡qué va!, se iban a las chumberas para merendar y a veces cuando llegaban a casa no había qué cenar, y con las tripas hincadas de higos se tenían que ir a la cama. Madre mía, qué cólicos. Y cuando se hacían mayores los que teníamos suerte nos largábamos a Alemania o a Suiza o a Francia. Él se fue, ¿sabía?

—A Elchingen, cerca de Stuttgart, ¿conoce?

—No, no conozco.

En la televisión el noticiero comentaba una cumbre de presidentes autonómicos que se había reunido para hablar de recortes. Allí, en tercera fila, estaba José Aurelio, convocado por alguna razón incomprensible. En los dos únicos segundos en que apareció en pantalla solo tuvo ojos para él, alto, con la cabeza calva, puntiaguda y brillante, ese Mortadelo siniestro, con sus ademanes inquisidores de siempre, los gestos elegantes que le habían seducido hacía ya tantos años: el cuello estirándose sobre la camisa, como una jirafa encorsetada, la mirada buscando permanentemente algo, a un lado y a otro con una serenidad turbadora, las manos firmemente anudadas detrás de la espalda y los talones dando saltitos, como resortes, meneando el cuerpo con una espontaneidad tan estudiada que era, verdaderamente, espontánea.

Apurado y estremecido, bajó la cabeza porque sintió que José Aurelio lo miraba, que lo buscaba «¿dónde te has metido? ¡Deja de hablar con ese viejo y vente para acá ahora mismo, que te necesito! ¡La que se está liando por tu culpa!».

Antonio comprendió que el caballero de la sabiduría, con los ojos fijos en el televisor, no quería hablar más con él; sería entonces, concluyó, un señorito que no estaba para pobres, seguro que le había molestado con sus palabras, de modo que cada uno a su sitio, el cliente al suyo a leer sus poemas y hojear el periódico, porque aunque compre El País se ve que es un niño bien. Yo a lo mío, si tengo yo la culpa, se dijo mirando también a la pantalla donde muchos señores más bien gordos se agolpaban en un estrado delante de muchas banderas. Muchas banderas. Muchos señores.

—Bueno, no lo molesto más, caballero. ¿Le pongo otro café?

Entonces una voz aguda y quebradiza alanceó el aire desde la acera, desde la última fila de mesas de la terraza:

—Sí, jefe, póngale un cafecito y mí me pone otro, que los pago yo. Bueno, y le pago lo que haya consumido antes también, ¿no? Mire, mejor póngame un carajillo. ¡Muchas gracias!

El cliente ilustrado reconoció de inmediato a aquel hombre no muy alto, tirando a grueso. Vestía vaqueros planchados a raya, zapatos castellanos con hebilla, más bien desgastados y una camisa de gruesas listas azules que cubría con una chaqueta de pana marrón, abrochada forzadamente sobre la barriga. El pelo raleaba de forma homogénea sobre su cabeza, y ya se peinaba hacia atrás por obligación, melancólicamente engominado. Las patillas eran anchas y sin canas, pero el rostro estaba envejecido más allá de lo que recordaba. Las manos grandes, tendidas en los bolsillos con el pulgar colgando por fuera como en las películas de maleantes de barrio de James Cagney, eran sin embargo un gesto desconocido.

Mil años vinieron en un instante mientras se incorporaba, incrédulo, para saludarlo. La noche de los tiempos le devolvía a aquel hombre, transfigurado en español medio, en el bar El Timón de Torre Pedrera, mientras José Aurelio, que ya no aparecía en la pantalla, lo seguía buscando más allá de las ondas. El cuello corto y los años de mal comer habían producido la papada que siempre prometió, pero las arrugas y la cara embotada no habían borrado aquella sonrisa magnífica. Los ojitos brillaban detrás de unas gafas anticuadas y gruesas. Los brazos gordos y fuertes de siempre le prendieron de los hombros y lo agitaron como a un muñeco, como en los viejos tiempos.

—Pero qué hay de bueno, pero qué hay de bueno, don Alfonso Cárdenas Martínez —dijo Jose mirándole desde abajo como un peón contempla al alfil. Y se dieron un abrazo.

Su amigo había hecho su entrada a paso lento, mermado por una fuerte cojera. Su pierna derecha renqueaba sin remedio, con la cadencia imprevisible de un reloj cansado. Y a pesar de lo inesperado, parecía que Antonio el camarero era el único sorprendido.

La fragua de Vulcano

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