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ОглавлениеCAPÍTULO 1
AUTONOMÍA UNIVERSITARIA Y LIBERTAD ACADÉMICA: PERSPECTIVAS CONTRASTANTES ENTRE AMÉRICA LATINA Y ESTADOS UNIDOS1
ANDRÉS BERNASCONI
Director del Centro de Justicia Educacional Facultad de Educación UC
INTRODUCCIÓN
Hace unos 15 años, Álvaro Romo de la Rosa, entonces en la Hispanic Association of Colleges and Universities de Estados Unidos, publicó un artículo comparando las nociones de autonomía y libertad académica corrientes en los Estados Unidos y en el contexto latinoamericano. Señaló que:
“A pesar de los numerosos libros y artículos escritos sobre el tema, sigue habiendo una considerable confusión con respecto al significado mismo de los términos ‘autonomía universitaria’ y ‘libertad académica’ (...). La confusión existe en gran parte debido a la variedad de significados e interpretaciones dadas a estos conceptos. Esta polisemia a menudo está arraigada no solo en las diversas circunstancias históricas y culturales representadas en cada región del mundo con respecto a estos conceptos y su desarrollo, sino, tal vez lo más importante, en las diferentes e incluso opuestas posiciones ideológicas de los autores o académicos que escriben sobre ellos” (Romo de la Rosa, 2007: 275).2
Romo de la Rosa concibe el problema, correctamente, como argumentaré, como uno que emerge de las diferencias históricas en el surgimiento de la noción de libertad académica y autonomía entre los Estados Unidos y América Latina. Sin embargo, no profundiza en esas diferencias, salvo para relatar la relevancia del movimiento de reforma universitaria de Córdoba de 1918 para el concepto actual de autonomía universitaria en América Latina.
Más bien, ve el debate sobre la autonomía en América Latina, a diferencia del de Estados Unidos, marcado por la renuencia de los académicos de las universidades públicas a reconocer a las universidades privadas como verdaderamente autónomas. Hay alguna verdad en esta afirmación, que emana de la poca comprensión que ha habido entre los universitarios de América Latina de las diferencias que, por razones jurídicas, existen entre la autonomía de las universidades públicas y la de las universidades privadas (Bernasconi, 2018). Pero, en mi opinión, Romo de la Rosa falla en identificar las diferencias más importantes, arraigadas en la historia, entre las concepciones de autonomía en América Latina y en Estados Unidos.
Argumentaré aquí que la distinción básica entre los Estados Unidos y América Latina en este tema es el locus de la autonomía, es decir, dónde reside. En los Estados Unidos, la autonomía universitaria es consecuencia de la libertad académica de los profesores. El titular de la libertad académica es el profesor, y la autonomía es, entonces, la proyección de esa libertad en la universidad. La autonomía es la libertad académica de la universidad como comunidad de académicos. En América Latina, por el contrario, la libertad académica se entiende como una consecuencia de la autonomía institucional de la universidad. El titular de la autonomía es la universidad, y la libertad de los académicos deriva de aquella investida en la universidad.
En este capítulo, llevo la investigación de Romo de la Rosa al presente, examinando escritos más recientes sobre libertad académica y autonomía provenientes de la región latinoamericana. Mi intención es mostrar cómo la diferencia central entre la autonomía en los Estados Unidos y en América Latina es dónde reside o a quién se le otorga.
Por razones que se harán evidentes más adelante, la autonomía en el contexto de América Latina no puede escribirse sin referencia al Movimiento de Córdoba de 1918. La fuerza ideológica y simbólica de las propuestas de reforma de Córdoba influye en el discurso latinoamericano sobre la universidad hasta el día de hoy. Dado que Córdoba se entiende generalmente como la cuna de la autonomía en América Latina, es obligatorio iniciar nuestra cuenta con ese evento.
Sin embargo, el movimiento cordobés se ha mitificado hasta un punto en que la narrativa actual al respecto ha perdido mucha relación con lo que realmente sucedió en la Universidad Nacional de Córdoba en 1918. Por lo tanto, es necesaria una reconstrucción de lo que fueron las protestas estudiantiles en Córdoba para poner esta exploración sobre la autonomía en el camino correcto.
Afortunadamente, ese trabajo se hizo en un bien fundamentado pero olvidado artículo de Mark van Aken (1971). ¿Por qué olvidado?: el centenario de la reforma de Córdoba nos trajo un buen número de trabajos académicos sobre el legado de este acontecimiento. Busqué en la base de datos de Scopus artículos recientes sobre la reforma de Córdoba y el movimiento de Córdoba, y encontré que ninguno de los artículos más relevantes cita a Van Aken (Abba y Streck, 2021; Carreño, 2020; Buchbinder, 2018; Donoso y Contreras 2017; Tcach e Iribarne, 2019; Moraga Valle, 2014; Hoyos Vásquez, 2012; Navarro, 2012). La única excepción es el estudio histórico de Natalia Milanesio (2005) sobre la generación que llevó a cabo la reforma, desde una perspectiva de género.
Vale la pena, entonces, recuperar los hechos de Córdoba como ocurrieron, en lugar de recurrir al mito que se configuró en las décadas posteriores. Esto es importante no solo para dejar las cosas claras, sino porque las reformas demandadas en Córdoba no incluyeron la autonomía.
En lo que sigue, primero resumo las conclusiones de Van Aken (1971) para sentar las bases históricas de mi argumento. Luego paso a ilustrar cómo las recientes declaraciones y obras académicas sobre la autonomía provenientes de la región latinoamericana insisten en la noción de que la libertad académica es un subproducto de la autonomía universitaria. Esta perspectiva se contrasta con la de los Estados Unidos, como la entiende el profesorado de ese país y los estudiosos de la libertad académica. Cierro el capítulo presentando una hipótesis de una probable causa explicativa de los itinerarios conceptuales divergentes de ambas comunidades universitarias, y enunciando algunas consecuencias de estas diferentes perspectivas sobre la autonomía.
La ausencia de autonomía en córdoba 1918
El punto principal del trabajo de Van Aken (1971) es demostrar que la mayoría, si no todas, de las demandas de los estudiantes que se sublevaron en la Universidad Nacional de Córdoba en 1918 habían sido articuladas previamente en el Primer Congreso Internacional de Estudiantes Americanos en Montevideo, Uruguay, una década antes.
Las aspiraciones de reforma de los estudiantes cordobeses, como resume Van Aken (1971, p. 460), eran las siguientes:
“(1) Representación de estudiantes, junto con exalumnos y profesores, en los consejos universitarios (...); (2) selección de profesores por concurso público con participación estudiantil; los profesores serían nombrados para períodos limitados, sujetos a revisión (...); (3) eliminación completa de la asistencia obligatoria (...); (4) reforma curricular para incluir nuevos cursos de arte, educación física y ciencias sociales (...); (5) mejora de la calidad de la enseñanza mediante docencia libre, es decir, más de un profesor impartiendo cada curso (...); (6) extensión universitaria y cursos nocturnos para trabajadores (...); (7) bienestar social para los estudiantes (...); y (8) educación universitaria sin aranceles ni tasas (...)”.
En el relato de Van Aken, una comparación entre el programa de reformas surgido del I Congreso Internacional de Estudiantes Americanos de 1908 (y congresos posteriores del mismo tipo, anteriores a 1918) y los objetivos de la reforma cordobesa demuestra que “las ideas del ‘movimiento de Córdoba’ no constituían más que un refinamiento y evolución del programa elaborado en el Congreso de Montevideo” (Van Aken, 1971, p. 460). La única novedad programática fue el punto 8 anterior: matrícula gratuita.
Más al punto de este artículo, nótese que la autonomía no forma parte del programa de Córdoba. Tampoco estuvo presente en su predecesor en Montevideo. El único ítem de la lista que alude a la gobernanza universitaria es el punto 1 anterior, la representación de estudiantes, exalumnos y profesores en los consejos universitarios, posteriormente conocida como cogobierno e introducida invariablemente en las estructuras de gobierno de las universidades públicas en América Latina en las décadas siguientes.
De hecho, tanto no se trataba el “grito de Córdoba” de la autonomía que los estudiantes pidieron al gobierno federal argentino en Buenos Aires que interviniera la Universidad Nacional de Córdoba para resolver el impasse con las autoridades universitarias y los docentes, cosa que el gobierno hizo.
Es más, el movimiento de Córdoba no podría haber sido una lucha por la libertad académica, al menos no la libertad académica de los profesores, ya que se trataba de un movimiento contra el profesorado. Como recuerda Van Aken (1971), a lo largo de las décadas de 1900 y 1910, se fue incubando una inquietud estudiantil en muchas universidades de la región, motivada por las prácticas obsoletas de enseñanza y exámenes del profesorado y la concentración oligárquica de poder entre rectores, decanos y sectores conservadores del profesorado. Los estudiantes demandaban modernizar los planes de estudio, introducir la libertad de elegir cursos y profesores, abolir la asistencia obligatoria, revisar el sistema de exámenes orales de fin de año e instituir una evaluación periódica del rendimiento del profesorado, en lugar de nombramientos de por vida. El acceso a los puestos docentes, argumentaban, debería proporcionarse después de un concurso abierto de postulantes, en lugar de nombramientos directos por parte de profesores o decanos.
Lo que provocó la crisis de 1918 fue la obcecada oposición de la dirección de la universidad a todas las reformas exigidas por los alumnos y el despliegue de actos contundentes de protesta por parte de los estudiantes para romper el estancamiento. Córdoba no fue el primer lugar en que los estudiantes enarbolaron las banderas de un cambio en los anticuados currículos y métodos de enseñanza por parte de profesores no calificados, sino que pasó a la historia por la disposición de los estudiantes a hacer huelga, ocupar edificios universitarios y chocar con la policía para reforzar sus reivindicaciones. Fueron estos métodos los que dieron fama al movimiento cordobés, junto con el sentido de épica de los manifestantes, mucho más que el contenido de sus reivindicaciones.
La insistencia en la participación de los estudiantes en el gobierno universitario era más una cuestión de conveniencia práctica que de principios: solo a través del papel de los estudiantes en el gobierno las reformas tendrían alguna oportunidad de ver la luz. El poder de los profesores tendría que ser reducido para que los vientos de cambio entraran en la universidad.
Córdoba sí desató una ola de iniciativas de reforma en toda la región, lideradas por asociaciones nacionales e internacionales de estudiantes (Abba y Streck, 2021; Buchbinder, 2018). A poco andar, la noción de autonomía universitaria, estrechamente unida a la participación estudiantil en el gobierno universitario, se convirtió en lugar común en el menú de reformas (Donoso Romo, 2020; Tünnerman, 2008). A su vez, los gobiernos concedieron autonomía a las universidades públicas en un proceso que abarcó desde la década de 1920 hasta la década de 1950, en leyes patrocinadas por gobiernos progresistas, o por otros no tan progresistas forzados por el activismo universitario (Tünnerman, 2008).
Torno ahora a la noción de autonomía en el discurso latinoamericano actual sobre la universidad.
Autonomía universitaria: la versión latinoamericana
Con motivo del centenario del movimiento de Córdoba, el Instituto Internacional de Educación Superior para América Latina y el Caribe (IESALC) de la UNESCO convocó a la III Conferencia Regional de Educación Superior (CRES, 2018) en Córdoba, Argentina. CRES 2018 contó con la participación de más de 3.000 actores regionales de la educación superior: académicos, directivos, estudiantes y organizaciones estudiantiles, asociaciones profesionales, sindicatos, organismos gubernamentales y organizaciones no gubernamentales (UNESCO IESALC, 2018a, p. 25).
La Declaración final del evento (UNESCO IESALC, 2018b, p. 32) tiene esto que decir sobre el concepto de autonomía:
“La autonomía que se reivindica es la que permite a la universidad ejercer su papel crítico y propositivo frente a la sociedad sin que existan cortapisas y límites impuestos por los gobiernos de turno, creencias religiosas, el mercado o intereses particulares. La defensa de la autonomía universitaria es una responsabilidad ineludible y de gran actualidad en América Latina y el Caribe y es, al mismo tiempo, una defensa del compromiso social de la universidad” (p. 24).
“La educación superior a construir debe ejercer su vocación cultural y ética con la más plena autonomía y libertad, contribuyendo a generar definiciones políticas y prácticas que influyan en los necesarios y anhelados cambios de nuestras comunidades. La educación superior debe ser la institución emblemática de la conciencia crítica de nuestra América Latina y el Caribe” (p. 9).
“Los resultados de los debates y discusiones sobre la autonomía universitaria tienen que impactar en su estatuto legal y desarrollarse en el marco de la Constitución de cada uno de los países de la región.
Los procesos de diseño, formulación y aplicación de las políticas públicas de educación superior deben garantizar la autonomía académica y financiera y, consecuentemente, la sostenibilidad de las instituciones de educación superior” (p. 21).
“La autonomía es una condición imprescindible para que las instituciones ejerzan un papel crítico y propositivo de cara a la sociedad. Esta se asienta en los derechos de acceso a la toma de decisiones, de representación y de plena participación democrática que se expresa en el cogobierno, así como en la transparencia y la rendición de cuentas” (p. 23).
Vale la pena citar la Declaración en profundidad porque representa las concepciones actuales de la comunidad regional de educación superior sobre la autonomía y el papel que desempeña en la misión social de la universidad. Además, es bastante reveladora sobre el punto que estamos haciendo en este artículo: la libertad académica no se ve por ninguna parte. De hecho, la Declaración nunca utiliza el concepto de libertad académica. Solo una vez menciona la libertad de enseñanza como tradición, en este contexto: “Podrá [la educación superior de América Latina y el Caribe] de esta manera contribuir, con responsabilidad y compromiso social, a nuevas propuestas que recreen las tradiciones de autonomía, transformación social, antiautoritarismo, democracia, libertad de cátedra y, fundamentalmente, la incidencia política fundada en el conocimiento y la razón” (p. 23).
Más bien, la libertad se utiliza como sinónimo de autonomía en una de las citas anteriores: “con la más plena autonomía y libertad”.
En su modalidad latinoamericana, la autonomía tiene dos caras: la libertad de y la libertad para. Libertad de intereses y poderes externos: “los gobiernos de turno, creencias religiosas, el mercado o intereses particulares”. Libertad para “ejercer su papel crítico y propositivo de cara a la sociedad”, para contribuir “a generar definiciones políticas y prácticas que influyan en los necesarios y anhelados cambios de nuestras comunidades”, “para ser la institución emblemática de la conciencia crítica de nuestra América Latina y el Caribe”.
El actor aquí es siempre la universidad como un todo, no sus académicos. La autonomía no es el facilitador de la libertad de investigación, de enseñanza o de opinión, sino la distancia que las universidades ponen entre ellas y el gobierno y otras fuerzas sociales para poder ejercer la crítica a las obras de poder en la sociedad. El papel social que se autoasignan las universidades es abiertamente político. Aquí reside el énfasis en la autonomía como libertad corporativa: un papel político alejado del ajetreo diario de la política requiere una cierta independencia respecto de los actores políticos externos, aunque venga de la mano de la politización interna. El conocimiento solo aparece como base para la misión política de la universidad: “la incidencia política fundada en el conocimiento y la razón”. Como reflexionan Lamarra y Coppola (2014, p. 127): “La autonomía ha terminado condensando el significado de la lucha política contra la voluntad del Estado de controlar las universidades política e ideológicamente”.
Si pasamos ahora a la reflexión académica sobre autonomía por parte de autores latinoamericanos, encontramos que la formulación canónica de la autonomía universitaria consiste en tres elementos: académico, administrativo (o normativo) y financiero:
“La autonomía universitaria no puede entenderse sin libertad académica, administrativa y financiera. La libertad académica entraña la facultad de enseñar y aprender, se manifiesta en la búsqueda de la verdad, sin restricción ni coacción. La libertad normativa y administrativa se realiza en el derecho de autodeterminarse mediante sus estatutos y reglamentos, y en la facultad de designar a sus propias autoridades sin intervención ajena. La libertad financiera le permite desarrollarse mediante la organización y la administración de su propio patrimonio” (Serrano Migallón, 2020, pp. 193-194).
Vemos ahora que la libertad académica se considera uno de los aspectos de la autonomía. En otras palabras, el concepto latinoamericano de autonomía no ignora la libertad académica, pero no la ubica como el propósito de la autonomía. La libertad académica deriva de la autonomía, de la misma manera y en la misma posición que las otras libertades de la universidad.
En otra interpretación (Casanova, 2020, p. 76):
“Así, la autonomía se constituye en un elemento que define la compleja relación entre la universidad y el Estado. Se trata de un atributo esencialmente depositado en las universidades, pero que define los márgenes de acción del Estado, así como una serie de beneficios que recaen en las propias universidades, en el Estado y, de manera indefectible, en la sociedad. Se refiere al gobierno de las universidades y a la capacidad de estas para construir y ejecutar las principales decisiones en sus temas sustantivos: la dimensión académica, la dimensión financiera, y la elección de sus académicos y directivos”.
Hay motivos jurídicos para la tensa relación inicial entre el Estado y las universidades de América Latina, bien ejemplificada en la historia de la autonomía en México. Durante los siglos XIX y principios del XX los hombres de Estado no podían concebir que los servicios públicos, como la universidad, fuesen autónomos del control gubernamental. Si las universidades prestaban un servicio público, debían estar bajo la dirección del gobierno. Bajo esta lógica, en 1933 el Congreso Federal mexicano, respondiendo a la presión por la autonomía de la Universidad Nacional de México, retiró su financiamiento a la universidad, cambiando su nombre al de Universidad Autónoma de México, y convirtiéndola en una institución privada (Martínez Rizo, 2020, p. 40). La universidad recuperó su carácter público y recibió autonomía en legislación aprobada en 1945 (Martínez Rizo, 2020, p. 43). Mucho ha cambiado en el derecho administrativo desde la década de 1930. Las entidades públicas con autonomía dentro del Estado son ahora comunes en la administración pública en América Latina.
De hecho, a lo largo del siglo XX, la autonomía de las universidades se introdujo en las constituciones de casi todos los países de América Latina. En mi revisión del tratamiento de la educación superior en constituciones latinoamericanas (Bernasconi, 2007), llegué a la siguiente conclusión (p. 521):
“La autonomía se define generalmente en las constituciones examinadas aquí como la suma de los derechos de autogobierno (incluyendo la selección de autoridades y el derecho a dictar los estatutos y reglamentos de la institución), la libre administración de los recursos de la institución, y la libertad de crear programas de estudio, definir su currículo, otorgar títulos válidos, emprender investigaciones, admitir y enseñar a los estudiantes, y contratar a profesores y personal. En otras palabras, la autonomía tiene implicaciones de gobierno, académicas y administrativas. También se deriva del principio de autonomía la responsabilidad del gobierno para asegurar la sostenibilidad financiera de la universidad”.
No es de extrañar, entonces, que las definiciones académicas de autonomía universitaria en América Latina surjan de su definición constitucional. Los tres elementos de la autonomía: administrativo o normativo, académico y financiero, con igual importancia, son difíciles de ignorar cuando están consagrados en las constituciones.
El influjo de esta concepción de la autonomía es tan potente que a menudo la dimensión académica de la autonomía se presenta como dos características distintas: la libertad individual de los académicos para enseñar y hacer investigación, por un lado, y la libertad institucional para definir programas de estudio y requisitos de entrada y graduación, por otro (Casanova, 2020 p. 78; Ríos, 2016), como si esta última no fuera consecuencia de la primera.
Otra base de la noción latinoamericana de autonomía es etimológica. Autonomía proviene del griego: autós (de sí mismo) y nomos (ley o norma). De aquí la asociación de autonomía con el autogobierno y la prerrogativa de las entidades autónomas para definir su propia normativa (Serrano Migallón, 2020, p. 192).
El modelo “napoleónico” de la universidad, subyacente a la fundación desde mediados del siglo XIX de las universidades nacionales de la región después de la independencia (De Figueiredo-Cowen, 2002), podría ser otra fuente para el concepto que estamos examinando. En palabras de Simon Schwartzman (1993, p. 9):
“Se dice que las universidades latinoamericanas son napoleónicas, lo que significa ser controladas y estrictamente supervisadas por el gobierno central de acuerdo con estándares uniformes y nacionales (...) Estaban destinadas a ser parte del esfuerzo para transformar las antiguas colonias en modernos estados-nación, con élites profesionales entrenadas de acuerdo con los mejores conocimientos técnicos y legales disponibles en ese momento, y educadas en instituciones controladas por el Estado y liberadas del pensamiento religioso tradicional”.
De hecho, el movimiento cordobés fue un esfuerzo un tanto tardío para transformar una universidad nacional que estaba impregnada de escolasticismo, conservadurismo religioso y espíritu oligárquico. La noción napoleónica de una universidad al servicio del Estado y la idea de la autonomía eran difíciles de conciliar. Desde este punto de vista, podemos entender mejor la perplejidad de los gobiernos en la primera parte del siglo XX ante la idea de universidades autónomas, como lo atestigua el caso de la Universidad Nacional de México, ahora Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). El punto que exitosamente argumentaron los reformistas universitarios en la región después de 1918 era que las universidades podían ser al mismo tiempo nacionales y autónomas.
Schwartzman (1993) agrega que un importante legado del modelo napoleónico (a diferencia de las ideas humboldtianas) fue la lenta y tardía recepción en las universidades latinoamericanas de la práctica y el espíritu de la investigación científica. El predominio político de las escuelas profesionales dentro de las universidades —Derecho, Medicina, Ingeniería—, que persiste hasta la fecha, también tiene su base en el modelo de la Universidad Imperial francesa.
Después de haber esbozado en las secciones anteriores el concepto latinoamericano de autonomía universitaria, es posible ahora contrastarlo con la noción estadounidense, anclada en la libertad académica.
Autonomía universitaria en los Estados Unidos
A diferencia de América Latina, donde la autonomía fue obra de asociaciones estudiantiles, líderes universitarios y políticos, en los Estados Unidos la autonomía es consecuencia de la libertad académica definida por la profesión académica. La base de esta noción es la Declaration of Principles on Academic Freedom and Academic Tenure (Declaración de principios sobre libertad académica y permanencia) de la Asociación Americana de Profesores Universitarios (AAUP, por su sigla en inglés), de 1915. La Declaración ha sido ampliamente influyente, tanto por el aval que recibió de la profesión académica como por las organizaciones académicas que han aceptado acatarla. La Declaración fue revisada en 1940 en el Statement of Principles on Academic Freedom and Tenure (Declaración de principios sobre libertad académica y permanencia), formulada conjuntamente por la AAUP y la Association of American Colleges. Ambas declaraciones son el conjunto de lineamientos más influyente sobre libertad académica en los Estados Unidos, su contenido y sus limitaciones.
La redacción de la Declaración de 1915 fue motivada por casos de profesores despedidos por los dueños o fideicomisarios (trustees) de sus universidades, descontentos con las ideas que los profesores estaban enseñando o apoyando públicamente. Lo que estaba en juego era la cuestión de si los profesores, que eran empleados de una organización universitaria, eran libres de decir lo que pensaban o tenían que acatar un código de expresión considerado aceptable por sus empleadores, como cualquier otro empleado (Finkin y Post, 2009, pp. 30-33).
La Declaración enfrentó este problema distinguiendo entre nombramiento y empleo. Los profesores son nombrados por, no empleados de las universidades. El punto clave es que una vez nombrados, las autoridades que los designan “no tienen competencia ni derecho moral a intervenir” en el ejercicio de sus funciones profesionales por parte del académico (Finkin y Post, 2009, p. 33). La Declaración establece que “la responsabilidad del docente universitario es principalmente hacia el público, y hacia el juicio de su propia profesión” y compara la relación entre los profesores y los fideicomisarios con la que existe entre los jueces y el Ejecutivo que los nombra. El Ejecutivo que nombra a un juez no puede ejercer control sobre las decisiones de ese juez, y por la misma razón, el Ejecutivo que lo nombró no puede tenerse por responsable de las decisiones del juez, ni se puede presumir que las comparte. La misma lógica es aplicable a la enseñanza y a las opiniones del profesorado (Finkin y Post, 2009, p. 34).
Pero ¿por qué los profesores deberían tener derecho a este privilegio? Debido a la naturaleza de la universidad como institución, y debido a la experticia profesional de los profesores. La Declaración afirma, como dan cuenta Finkin y Post (2009, p. 35):
“que un objetivo esencial de la universidad es ‘promover la investigación y promover la suma del conocimiento humano’. Lo que constituye verdadero conocimiento no debe ser determinado por las opiniones privadas de los individuos, incluso aquellos individuos que sean dueños de universidades. El conocimiento es el resultado de las prácticas disciplinarias públicas de profesionales expertos. Dado que los profesores son expertos profesionales formados en el dominio de estas prácticas disciplinarias, se les nombra para cumplir con la esencial función universitaria de producir conocimiento. En esta tarea, son responsables ante el público en general y no ante los deseos particulares de los empleadores”.
Por lo tanto, la libertad académica es necesaria para que las universidades cumplan su misión. Incluye la “libertad completa e ilimitada para investigar y publicar sus resultados”, y “la independencia de pensamiento y expresión del docente universitario” (Finkin y Post, 2009, p. 35).
La Declaración considera al profesorado como “expertos profesionales en la producción de conocimiento”. Finkin y Post, de nuevo (2009, p. 37): “Las universidades solo pueden avanzar en la suma de los conocimientos humanos si pueden emplear a personas expertas en sus disciplinas y solo si las universidades liberan a estos expertos para que apliquen libremente los métodos disciplinarios adquiridos en su formación”.
La noción de estándares profesionales es, por lo tanto, clave. La libertad académica debe distinguirse de la libertad de expresión, que carece de estándares.
“La Declaración concibe la libertad académica no como un derecho individual a ser libre de toda limitación, sino como la libertad de ejercer la profesión del académico (scholar) de acuerdo con los estándares de esa profesión. La libertad académica consiste en la libertad de la mente, de la investigación y de expresión necesarias para el correcto cumplimiento de las obligaciones profesionales (...) la Declaración necesaria y explícitamente rechaza la posición de que ‘la libertad académica implica que los docentes individualmente considerados deben estar exentos de toda restricción en cuanto a la materia o forma de sus declaraciones, ya sea dentro o fuera de la Universidad’” (Finkin y Post, 2009, p. 38).
Es por ello que las universidades pueden establecer y hacer cumplir normas de práctica profesional académica, evaluar el desempeño de los académicos y establecer requisitos para la permanencia de ellos en sus puestos. Nada de esto puede ser impugnado como limitaciones a la libertad académica. “La libertad académica, por lo tanto, no protege la autonomía de los profesores para perseguir su propio trabajo individual libre de toda restricción universitaria. En cambio, la libertad académica establece la libertad necesaria para avanzar en el conocimiento, que es la libertad para ejercer la profesión académica”. En suma, “la libertad académica protege el interés de la sociedad de tener un profesorado que pueda cumplir su misión” (Finkin y Post, 2009, p. 39). Por su parte, la libertad de expresión protege el derecho de cualquier individuo a hablar como desee.
Nótese que lo que las universidades reclaman de la sociedad no es la libertad de expresión. La libertad de expresión no es un atributo especial de las universidades o de los académicos. Es un derecho universal, reconocido a todas las personas independientemente de la verdad, mérito o valor intrínseco de sus opiniones. En la academia, por el contrario, no todas las proposiciones tienen igual valor. Se evalúan sobre la base de su conformidad con las normas de práctica profesional de cada comunidad académica.
El privilegio de la autorregulación por parte del profesorado, y la exclusión de regulación externa, se basa en la experticia de los académicos profesionales —ausente en quienes no son expertos— y en el interés de evitar criterios no académicos para la evaluación del trabajo profesional de los académicos.
He tomado la licencia de citar extensamente párrafos del magistral libro de Finkin y Post sobre libertad académica: For the Common Good. Principles of American Academic Freedom (2009), por dos razones. Primero, porque es la explicación más elocuente de la libertad académica en el contexto de los Estados Unidos que he encontrado.3 En segundo lugar, en interés de mis colegas de América Latina, para quienes estas ideas siguen siendo en gran medida desconocidas y, menos aún, debatidas.
También es revelador que la expresión “autonomía universitaria” nunca se use en este libro. La palabra autonomía aparece solo como atributo de la profesión, en la forma de “autonomía profesional” (Finkin y Post, 2009, pp. 151, 155), o para referirse a la “autonomía institucional” de la universidad medieval (Finkin y Post, 2009, pp. 151, 155), o para aludir a la visión de principios del siglo XX de que la autonomía estaba radicada en los fideicomisarios de la universidad.4
De hecho, el concepto de autonomía rara vez se utiliza en la discusión de la libertad académica en Estados Unidos. La noción más comparable es la de libertad académica institucional. Como explican Finkin y Post (2009, pp. 41-42), el valor de las universidades para la sociedad subyace a la libertad académica de la universidad, ya que la autorregulación de la universidad protege a todos los estudiosos dentro de ella. La sociedad otorga a las universidades libertad académica a cambio de conocimiento.
No existe un reconocimiento constitucional de la autonomía universitaria en Estados Unidos. Sin embargo, la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, sobre la libertad de expresión, ha servido de base para el examen judicial de casos que han involucrado la libertad académica. No hay espacio aquí para ahondar en el problema del derecho constitucional y la libertad académica en Estados Unidos. Una buena y concisa revisión del tema se puede encontrar en Post (2015). Pero en una decisión de la Corte Suprema de Estados Unidos, en 1957, el juez Felix Frankfurter identificó “cuatro libertades esenciales de una universidad: determinar por sí misma sobre bases académicas quién puede enseñar, qué se puede enseñar, cómo se enseñará, y quién puede ser admitido a estudiar” (Reichman, 2019, p. 10; y, respecto de otro caso judicial, p. 100).
Esta formulación sucinta es lo más cercano a un reconocimiento constitucional de la autonomía universitaria que se puede encontrar en Estados Unidos. Como tal, resuena con la idea latinoamericana de autonomía académica de las universidades.
En cuanto al fondo de la libertad académica, el Statement of Principles on Academic Freedom and Tenure de 1940 preceptúa:
1. Los profesores tienen derecho a la plena libertad en la investigación y en la publicación de los resultados, con sujeción al adecuado desempeño de sus demás funciones académicas; pero la investigación para el retorno pecuniario debe basarse en un acuerdo con las autoridades de la institución.
2. Los docentes tienen derecho a la libertad de discutir su materia (subject) en el aula, pero deben ser cuidadosos de no introducir en su enseñanza asuntos controvertidos que no tienen relación con su materia. Las limitaciones de la libertad académica debido a objetivos religiosos u otros objetivos de la institución deben indicarse claramente por escrito en el momento del nombramiento.
3. Los profesores universitarios son ciudadanos, miembros de una profesión científica y oficiales (officers) de una institución educativa. Cuando hablan o escriben como ciudadanos, deben estar libres de censura o disciplina institucional, pero su posición especial en la comunidad impone obligaciones especiales. Como académicos y oficiales educativos, deben recordar que el público puede juzgar su profesión y su institución por sus declaraciones. Por lo tanto, en todo momento deben ser precisos, ejercer una adecuada moderación (restraint), mostrar respeto por las opiniones de los demás y hacer todo lo posible para indicar que no están hablando en nombre de la institución.
Pido indulgencia por citar estos principios en toda su extensión. Lo hago para el beneficio de los lectores latinoamericanos, ya que estas nociones, bien conocidas en la academia de Estados Unidos, no son de manejo corriente en las universidades de la región.
La Declaración de 1940 comienza con una frase que resume brillantemente todo lo que he afirmado hasta ahora:
“Las instituciones de educación superior son conducidas para el bien común y no para promover el interés individual del profesor o de la institución en su conjunto. El bien común depende de la libre búsqueda de la verdad y de su libre exposición”.
Volvamos ahora a las visiones contrastantes sobre la autonomía (y ahora, libertad académica) entre los Estados Unidos y América Latina.
Conclusiones a partir de los contrastes entre Estados Unidos y América Latina
La historia del movimiento reformista de Córdoba de 1918, recordada arriba, sugiere lo poco probable que hubiese sido que la autonomía se concibiese desde la perspectiva de la libertad académica de los profesores, como en Estados Unidos. Córdoba fue una rebelión contra el profesorado: sus métodos de enseñanza y examen, sus ideas sobre el currículo, su concentración de poder y su falta de auténtica estatura académica. La participación de los estudiantes en el gobierno de la universidad habría de ser una garantía contra profesores retrógrados.
La autonomía de la universidad en América Latina se desarrolló como un medio para proteger a la universidad como actor social de la intrusión, primero, del Estado y de la Iglesia y, más recientemente, también de los intereses empresariales y de los organismos supranacionales (Ríos, 2016, p. 92). La libertad de la universidad es la noción primordial, que conlleva importantes consecuencias jurídicas, especialmente para las universidades públicas, que buscaron poner distancia del Estado al que otrora pertenecían como agentes de él. Por lo tanto, la autonomía tuvo que ser legislada, primero en los estatutos de las universidades públicas de la primera mitad del siglo XX, y posteriormente en las constituciones, para garantizar contra la regresión del Estado a la doctrina del control sobre la universidad como servicio público. Por el contrario, la libertad de la universidad (rara vez llamada autonomía) es en los Estados Unidos un epifenómeno o efecto emergente de la libertad del profesor.
En breve, la autonomía de la universidad en América Latina fue concebida y desplegada de arriba hacia abajo: desde un arreglo entre el Estado y la universidad hacia una prerrogativa del profesorado. Todo lo opuesto del patrón ascendente que encontramos en los Estados Unidos, donde se pasa desde la autorregulación de los profesores a las normas y políticas universitarias, y luego a decisiones judiciales que defienden la libertad académica.
La proximidad histórica de los acontecimientos desencadenantes es meramente coincidencia: la evolución de la Declaración de 1915, y las secuelas de Córdoba de 1918 tienen muy poco en común. Córdoba no podría haber ocurrido en los Estados Unidos de 1915, de la misma forma que la Declaración no podría haber surgido en la Argentina de 1918, o en cualquier parte de la región, para el caso. Quizás es más fácil ver por qué Córdoba no podría haber ocurrido en los Estados Unidos de 1915: los conflictos entre académicos, o con los estudiantes, o con los directivos, eran resueltos por los fideicomisarios. No había un ministerio federal de educación al que recurrir para que arbitrara y, en todo caso, tampoco había mucha supervisión de la educación superior por parte de los estados.
La Declaración de 1915 no podría haberse originado en la década de 1920 en América Latina, no porque las universidades públicas de América Latina carecieran de consejos o juntas directivas que pudieran resolver conflictos, ni únicamente debido a la disponibilidad de arbitraje.
La razón clave por la que la autonomía universitaria en América Latina no surgió de la libertad académica del profesorado —esta es mi hipótesis— es que, a la sazón, y hasta hace muy poco, no había profesión académica en las universidades latinoamericanas. Los profesores contra los que se rebelaron los estudiantes cordobeses eran sacerdotes, abogados, médicos, ingenieros o agrónomos que enseñaban a tiempo parcial. El fundamento de su prerrogativa de enseñar era su experiencia profesional y el conocimiento de los manuales (o los libros sagrados) a través de los cuales se enseñaban las profesiones. Las bibliotecas eran pobres y anticuadas. Había muy poco de ciencia experimental, incluso en los cursos que la requerían.
Una declaración vigorosa y convincente de las libertades de estudio requiere de estudiosos necesitados de esas libertades y con la capacidad de articularlas. Tales comunidades no existían en parte alguna de América Latina en la época de Córdoba. Ellas comenzaron a aparecer a medida que la reforma se expandía por la región, a un ritmo muy lento, más notablemente desde la década de 1960, en un largo proceso que aún no ha llegado a su culminación (Galaz Fontes, Martínez Stack, Gil Antón, 2020; Marquina, 2020; Bernasconi, 2010; Didou y Remedi, 2008; García de Fanelli, 2008; Balbachevsky, 2007, 2002).
Más allá de los diversos caminos históricos, el contraste entre los Estados Unidos y América Latina en este asunto ayuda a iluminar algunas limitaciones de la noción latinoamericana de autonomía universitaria.
En primer lugar, es mucho más claro aquello de lo que la autonomía está en contra que aquello para lo cual existe. El lenguaje altisonante pero vago de la Declaración CRES 2018 lo subraya. La autonomía universitaria está orientada a “ejercer su papel crítico y propositivo de cara a la sociedad”, para contribuir “a generar definiciones políticas y prácticas que influyan en los necesarios y anhelados cambios de nuestras comunidades”, y “para ser la institución emblemática de la conciencia crítica de nuestra América Latina y el Caribe”. Estos propósitos podrían ser apropiados para muchas otras instituciones sociales: un partido político, un think tank, una fundación filantrópica, un sindicato de la industria, por nombrar algunas. Como el papel social de las universidades de la región no está firmemente anclado en el conocimiento, la universidad como institución sufre de falta de especificidad en su misión y, por lo tanto, de legitimidad. Surge en la refriega política como un grupo de interés más.
Una segunda consecuencia lamentable es que no hay en la academia de América Latina una discusión sustantiva del concepto de libertad académica, sus desafíos y sus limitaciones. La idea latinoamericana de autonomía es como un hoyo negro que absorbe la luz de cualquier reflexión sistemática sobre la libertad académica.
Nada hay en nuestra región que se parezca a la rica deliberación de las decisiones basadas en casos de posible infracción a la libertad académica sometidos al proceso cuasi-judicial del Comité A de la AAUP sobre libertad académica, y la vasta literatura de comentario y crítica que han generado. Nada como los meticulosos análisis de lo que es la libertad de enseñar y sus limitaciones que se encuentran en la literatura sobre libertad académica en Estados Unidos: ¿en qué consiste “introducir en la enseñanza asuntos controvertidos que no tienen relación con la materia”? ¿Tienen algún límite las limitaciones a la libertad académica debido a “objetivos religiosos u otros objetivos de la institución”? Lo mismo con la libertad de expresión extramuros: ¿qué es “ejercer una adecuada moderación, mostrar respeto por las opiniones de los demás y hacer todo lo posible para indicar que no están hablando en nombre de la institución”? ¿Hay manifestaciones de la libertad de expresión de los académicos que puedan ser legítimamente sancionadas por la universidad? ¿Qué se responde a la pregunta: “¿Puedo tuitear eso?”? (Reichman, 2019, pp. 64-104, dedica cuarenta páginas a responder la pregunta).
La búsqueda en Scopus de artículos sobre “libertad académica” y “América Latina” produce apenas seis resultados: dos piezas de 1955 del Premio Nobel de Medicina argentino Bernardo Houssay, el artículo de Romo de la Rosa con el que comencé, un relato autobiográfico de 2002 sobre la experiencia de una académica feminista en Estados Unidos, Rusia y América Latina, otro trabajo de 1982 sobre educación superior, asistencia al desarrollo y regímenes represivos, y el artículo ya citado de Maria de Figueiredo-Cowen (2010) sobre la historia de la autonomía universitaria en Brasil. Esta última es una fuente valiosa sobre el tema, pero avala mi argumento de tratar libertad académica y autonomía como sinónimos.
El concepto de “libertad de cátedra”, que no tiene fácil traducción al inglés, en cuanto comprende no solo la libertad de enseñanza, sino que engloba todas las libertades académicas desde la noción de “cátedra”, parece algo más fértil como vector de investigación sobre libertad académica en el ámbito regional e iberoamericano. En efecto, si se expande la búsqueda en Scopus a “libertad de cátedra”, se obtienen 8 trabajos, todos los cuales abordan aspectos de la libertad académica.
Raúl Madrid, desde Chile, es el autor de cinco de ellos, en una secuencia de publicaciones que tratan de la evolución histórica del concepto de libertad de cátedra en diferentes modelos de universidad desde el medioevo (2013), de la libertad académica en las universidades católicas (Madrid, 2020, 2016) e, interesantemente, de controversias en la discusión de libertad académica en Estados Unidos (Madrid, 2017, 2018). Destaco en estos trabajos de Raúl Madrid que en ninguno recurre a la noción latinoamericana de autonomía universitaria para establecer las bases conceptuales de los argumentos que propone. El concepto fundante, para él, es el de libertad de cátedra. Se ratifica aquí la esterilidad de la versión latinoamericana de la autonomía universitaria para pensar la libertad académica.
Llamativamente, otro trabajo en esta selección, esta vez procedente de Brasil (Slongo Garcia, Pimentel, & Ferreira, 2021), también toma como punto de partida de su exploración la idea de libertad de cátedra, apoyado, en este caso, por el reconocimiento de la libertad de cátedra en la Constitución brasileña. Tampoco en este trabajo la noción de autonomía universitaria presta utilidad alguna.
Finalmente, los artículos restantes conciernen a la libertad de cátedra en el contexto español. En uno de ellos, Rosales y Ponce (2019) exploran los contornos que podría tener la libertad de cátedra de docentes del sistema escolar. En el otro, más en línea con lo tratado en este capítulo, Carlos Prado (2008) explora desde un punto de vista jurídico las tensiones que pueden surgir entre la libertad de cátedra de los profesores universitarios y disposiciones de la autoridad del departamento o de la facultad en materia de contenidos de planes de estudio, métodos de evaluación de los estudiantes, y asignación de cursos, entre otros asuntos de organización de la enseñanza. Si bien este artículo toma como base para el despliegue de su análisis las disposiciones constitucionales y legales de España (como corresponde a una pieza de naturaleza jurídica), y no una concepción material de la libertad académica, el esfuerzo de explorar tensiones y conflictos en la operación práctica del principio de la libertad académica apunta en la dirección correcta.
AGRADECIMIENTOS
El autor agradece el apoyo del Proyecto ANID-CIE160007 para la elaboración de ese trabajo.
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1 Este capítulo es una traducción y adaptación de Bernasconi, A. (2021) University autonomy and academic freedom: contrasting Latin American and U.S. perspectives. Higher Education Governance and Policy 2(1), en prensa.
2 Los textos originalmente en inglés se presentan en la traducción al castellano hecha por el autor.
3 Otros trabajos encomiables, más recientes, son Reichman (2019) y Bilgrami y Cole (2015).
4 Por cierto, la expresión “autonomía universitaria” tampoco aparece en el libro de Reichman (2019).