Читать книгу El corral de los quietos - Iñigo Pimoulier - Страница 10
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Al entrar en la cueva
las sombras se alargan,
multiplican su presencia.
El frío y la humedad
llaman al miedo
que acude raudo,
haciendo polvo
las piedras que pisa.
Las estalagmitas se convierten
en fauces que atenazan
y hasta no quebrar a la presa
no aflojan.
En la cueva
enloquecen los relojes,
las horas
se vuelven días
y los días
son cadenas,
a cuyo tintineo
el eco no se atreve
a llevar la contraria.
El sueño de la razón
produce monstruos
que entre moho y setas
agrian el paladar
y ni el bombero de guardia
es capaz de apagar las llamas.
La cueva invierte la norma,
el orgullo ha de ser doblegado
y agachar la cabeza
sólo está permitido para embestir
y reducir a recuerdos
todas las paredes de la cueva.