Читать книгу El ojo y la navaja - Ingrid Guardiola Sánchez - Страница 10

La obra reproducida

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Hay muchos textos que nos confrontan con una mirada lineal sobre las imágenes. Podemos fijarnos en dos autores muy distintos que nos servirán de hilo conductor: Walter Benjamin y Régis Debray. Benjamin nos hablaba de un antes y un después en la historia de las imágenes a partir de la reproducibilidad técnica de la fotografía y el cine; Debray, por su parte, define tres edades (logosfera, grafosfera, videosfera) en relación con la función social, económica y material de las imágenes. No obstante, para entender la historia de las imágenes en el siglo XX, estas periodizaciones han perdido fuerza y validez y han dejado de sernos útiles para entender un momento como el actual. La perspectiva lineal está sometida a las condiciones materiales de producción, de las cuales se deriva una teoría de la recepción y del sentido. Sin embargo, esta es una aproximación demasiado limitada que nos impide dar el salto al siglo XXI y comprender qué lugar ocupan las imágenes en una época como la nuestra en la que la inmaterialidad lo ha impregnado todo. Por esta misma razón, antes de adentrarnos en ello echemos la vista atrás para revisar estas teorías que hasta no hace mucho sirvieron de talismanes epistemológicos y que ahora constriñen nuestra comprensión del papel que han desempeñado y siguen desempeñando las imágenes.

Es curioso que una obra de 1934 siga vigente en los planes docentes actuales y en cualquier libro dedicado a la imagen. Nos referimos a La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, en la que Benjamin ponía el acento en el hecho de que, aunque la obra de arte siempre había sido reproducible, con la reproducibilidad técnica lo que se había perdido era el aquí y ahora de la obra, la autenticidad, el aura. Y en la que también afirmaba que toda obra da prueba de las transformaciones en su estructura física y en sus condiciones de propiedad. En realidad, esta aura de la obra única solo es perceptible por medio de un intérprete y de un acto de comunicación que actúa como un ritual.

Benjamin destacaba el «ritual» (valor de culto) como fundamento de la autenticidad de la obra de arte, y lo contraponía al «valor de exposición». Y se quejaba de que, por su condición reproductiva, las imágenes –gracias a la fotografía, primero, y al cine, después– habían cambiado el valor de culto por el valor de exhibición. Él veía un vínculo entre la magia y las imágenes, y entendía que la importancia de estas no era que fueran vistas, sino simplemente que existieran, justo al revés de lo que pasa actualmente con la «imagen multiplicada», cuyo valor radica en el hecho de ser expuesta y no tanto en su existencia. Lo que no preveía es que el valor de exhibición acabaría siendo el nuevo ritual, el nuevo valor de culto. Ahora, la condición de su existencia la marca su visibilidad. Sorprende pensar que hay imágenes en la red que nunca más serán vistas por una mirada humana y que quedarán relegadas a la mirada no consciente de los robots o de los algoritmos que las indexan. Un proceso parecido al de esconder las imágenes más íntimas en el fondo de los cajones de casa y entregarlas, una vez olvidados los escondrijos, a un mercado de segunda mano al desaparecer su propietario: imágenes invisibles, latentes, que esperan el momento de tener una segunda vida en el mercado de lo usado o en el vasto desierto del mundo digital online.

El hecho de que las imágenes ya no estén tuteladas por unos pocos ni estén dirigidas en sentido unidireccional –del creador o productor a la audiencia–, sino que circulen recíprocamente entre los individuos que conforman las multitudes conectadas a internet, hace que la dictadura del público-masa y el culto a las celebridades solo sean un aspecto de la cartografía actual de la «imagen multiplicada» a través de la cual nos comunicamos o entretenemos cotidianamente.

Benjamin veía muy clara esta transferencia de poderes entre los artistas y la ciudadanía, cuando pensaba en la literatura y en que muchos lectores acababan siendo coautores y prescriptores de las obras, pero cuando se trataba de las imágenes no pensaba lo mismo. Lo que lo irritaba eran las imágenes concebidas para ser consumidas por un público masivo; por este motivo le costaba ver el potencial artístico del cine, a diferencia del de la pintura, que no respondía a dicho patrón. Sin embargo, ¿por qué, por poner un ejemplo, tenemos que separar tan drásticamente el Guernica y El gran dictador, si ambas obras fomentan la memoria histórica y la cultura de la paz? Hoy en día, las masas se han desplazado de las salas de cine a los centros comerciales y a internet, pero también a los museos –tan llenos de esa pintura cargada de aura que aplaudía Benjamin–, donde todas las obras de arte pueden ser consumidas masivamente gracias al turismo, con sus pautas universales, y a las nuevas tecnologías de la comunicación; por lo tanto, este no puede ser un criterio a partir del cual una imagen adquiera un valor determinado.

El ojo y la navaja

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