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Las tres edades de la imagen

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El otro autor que predica un antes y un después de las imágenes, a partir de la concepción de una historia lineal, es Régis Debray en su lúcido libro Vie et mort de l’image. Une histoire du regard en Occident (1992). Nos referimos al Debray ensayista y no al que dedicó años a la política y estuvo vinculado con el Che. En este libro, el autor plantea tres edades de las imágenes y, por lo tanto, de la mirada. La primera la denomina logosfera y la hace llegar hasta el siglo XV. Durante este periodo la imagen es una presencia viva, un ser que fascina y que interpela a lo que es sobrenatural, es decir, a Dios. La mirada que en ella se proyecta es una mirada hechizada, y la imagen es un medio de protección, de salvación, de defensa y adivinación. A lo largo de esta época, la imagen tiene la eternidad como horizonte temporal y su autoría es colectiva y anónima, va del médium al artesano y encaja en un gobierno curial (el emperador), eclesiástico (los monasterios y las catedrales) y señorial (el palacio). En este contexto, los vivos se imponían a la muerte gracias a la imago, que era, originariamente, la mascarilla de cera de los difuntos que el magistrado llevaba en el funeral. Esta imago también se denominaba ídolo o eidolon, es decir, el fantasma de los muertos. Per visibilia ad invisibilia: a través de lo visible hacia lo invisible. Las imágenes eran sagradas, simbólicas, y el símbolo era una manera de viajar espiritualmente más que una convención o un registro.

La segunda edad según Debray, la grafosfera (ss. XV-XIX), se inaugura con la imprenta, y las imágenes públicas son administradas desde el campo del arte. En este periodo, la imagen es una entidad física que apela a la realidad, es un icono para una mirada estética. La función de la imagen es cautivar, pasando de la misión religiosa a la histórica, a pesar de tener como horizonte temporal la inmortalidad. La autoría es la del artista genial y la instancia de gobierno es monárquica y burguesa (academia, salón, galería). La colección privada sustituye al tesoro público. El ojo, la mirada sobre el mundo y el cogito (ergo sum) se convierten en el arma principal de conocimiento, que pasa a adquirir una perspectiva antropocéntrica: el ego que es la lux mundi ya no es Dios, sino el hombre.

Telescopios y microscopios más perfeccionados, cámaras cada vez más precisas, rayos X… En estas nuevas «máquinas de visión» y de reproducción de la realidad de finales del siglo XIX y del siglo XX, hay algo que desfigura y maquilla el misterio que tenían las imágenes no reproducidas, las imágenes únicas. Esta es la tercera edad, la de la videosfera. La ciencia y su arsenal tecnológico, así como las máquinas de visión, superan las posibilidades del ojo, tanto a un nivel microscópico como macroscópico, y lo gobiernan. Pero cuanto más de cerca miramos, más impreciso es lo que vemos, perdemos el contexto que nos permite comprender las imágenes como elementos dentro de un ecosistema; y cuanto más de lejos miramos, más abstracta y sistémica es nuestra mirada. Si bien hay aspectos de la vida que la ciencia todavía es incapaz de descifrar, a medida que avance el siglo XX, la ciencia y la técnica irán erosionando el pensamiento y la realidad mítica y se convertirán en el referente por excelencia. Esta mirada a distancia sobre el mundo no es de naturaleza filosófica, sino técnica y organizativa. Esta edad, que es la nuestra, tiene por principio el régimen visual en el que la imagen es analógica, reproducible y mediática. Desde mediados de los años ochenta, esta ha pasado a ser digital, numérica e informatizada y, para Debray, pertenece a la categoría de la economía. Se trata, en su primera fase, de una imagen símbolo virtual que ya no busca la salvación de quien la mira, ni el prestigio de quien la ejecuta y vende, sino información y juego. Pasamos de aquello que es histórico a aquello que es técnico, de la eternidad e inmortalidad a la actualidad, al tiempo puntillista. Ya no encontramos la autoría en la figura de un genio, sino que tiene su origen en una marca o empresa y se sitúa en la gobernanza de los media, de los museos, del mercado y de la publicidad. La masificación que criticaba Benjamin, con la llegada de unos medios de comunicación de masas (mediasfera) digitales y conectados, no ha hecho más que acentuarse. Las imágenes de la videosfera son imágenes digitales, virtuales, puras combinaciones numéricas, que poseen la cualidad de las imágenes mentales, o, tal como escribió José Luis Brea: «espectros ajenos a todo principio de realidad».2 Para algunos de los estudiosos de los años noventa, la imagen numérica ya no es una esencia objetiva atribuida al mundo y revelada por la mirada del autor y del espectador, sino que desarrolla una situación iconográfica completamente nueva en la cual las imágenes se convierten en un acontecimiento aleatorio, como si ellas mismas fueran el final de un proceso, una «imagen terminal».3 El problema que detecta Debray es que en la imagen digital no hay cuerpo, y «donde no hay cuerpo no puede haber alma, es decir, mirada».4 Si tenemos en cuenta el contexto actual de recepción y reinterpretación de las imágenes, nos encontramos precisamente con lo contrario, con que solo existen cuando hay una mirada que se deposita sobre ellas y las rescata del anonimato, haciéndolas circular a través de las redes.

El ojo y la navaja

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