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Tiempo cronoscópico

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La frase «que la vida no se distinga de las películas», ahora la encontramos formulada, sobre todo, en relación con el exceso de material audiovisual (superávit), como si las interfaces con las cuales estamos en contacto fuesen una versión contemporánea del «espejito, espejito» mágico de Blancanieves y los siete enanitos. Esta disolución entre los límites de la vida material y de la vida virtual da como resultado lo que Paul Virilio denominó «tiempo cronoscópico». Se refería al tiempo propio de las tecnologías de la información y de la comunicación: pasamos de un tiempo histórico a un tiempo instantáneo basado en el presente y donde lo que se mide en relación con el antes, el durante y el después se valora en relación con aquello subexpuesto, expuesto y sobreexpuesto en las pantallas. En la línea de Virilio, Judy Wajcman afirma que el tiempo tecnológico ya no forma parte del tiempo cronológico, sino que es cronoscópico, es decir, el tiempo que vivimos a través de las pantallas y el conocimiento del mundo que de ello se deriva. Si el tiempo cronológico nos confronta con la evolución y la causalidad de los hechos y con la transformación y degradación de la materia, el tiempo cronoscópico nos confronta, en cambio, con los pseudoacontecimientos que las imágenes cristalizan, con los cuerpos virtuales y con los millones de datos que las pantallas ofrecen.

Un cronoscopio es un instrumento para medir intervalos muy pequeños de tiempo. Cuando hablamos de tecnología digital conectada, dichos intervalos son tan minúsculos que la experiencia del «en tiempo real» se impone a la idea misma de experiencia, a la acumulación de tiempo y al tiempo diferido, es decir, a la memoria. El «en tiempo real» del tiempo cronoscópico es una especie de desaparición de la duración, y también del espacio. Tanto es así que hemos llegado a naturalizar la sensación de irrealidad permanente. La forma que adopta este tiempo cronoscópico es la de un tiempo global único, una especie de suspensión del tiempo o del no tiempo. Un tiempo que se caracteriza por la urgencia, la velocidad y la compresión espaciotemporal. Las nuevas tecnologías no nos han liberado del tiempo productivo, sino que nos mantienen más ocupados; también el ocio se ha convertido en una actividad productiva: tanto el consumidor cultural como el usuario de las redes sociales producen información que será engullida por los mercados. ¿Cuáles son las consecuencias? La pobreza temporal y la priorización del tiempo de la mercancía (física o virtual) por encima del tiempo biológico y de los ciclos naturales.


Llevamos las cámaras pegadas al cuerpo gracias a los teléfonos móviles inteligentes, unos dispositivos tecnológicos cada vez más pequeños, adheridos en forma de prótesis ópticas (google glasses, gafas de realidad virtual, gafas Snapchat), como un tercer ojo que lo viera y lo grabara todo al margen de nuestra atención, al margen incluso de nosotros mismos. Dentro de esta temporalidad, la experiencia subjetiva o individual es secundaria respecto a los procesos de percepción óptica. Ya no se trata de ver, sino de ser visto y, al mismo tiempo, de acumular y actualizar datos. Las páginas web informativas, las redes sociales u otras aplicaciones están pensadas como una socialización del tiempo cronoscópico, lo alimentan, de hecho, son su razón de ser. La mera idea de actualizar (refrescar) continuamente las pantallas para ver qué nuevas interacciones hay o la de recibir notificaciones para alertarnos va en esta dirección. En un artículo publicado en The Guardian en octubre de 2017 se decía que los propios trabajadores de Google, Twitter y Facebook, que habían conseguido hacer tan adictivas dichas aplicaciones, se habían visto obligados a desconectarse de internet. Justin Rosenstein, el creador del botón de los likes de Facebook, incluso ha llegado a comparar las redes sociales con la heroína y dice que son herramientas que rebajan el coeficiente intelectual en la medida en que fomentan la distracción permanente.


Charlotte Moorman con las TV Glasses de Nam June Paik (1971).

La actualización es un gesto que se inserta en la lógica de los momentums y no en la del tiempo biológico, en el que los cambios y los efectos de la experiencia sobre nosotros y nuestro entorno se producen en periodos de tiempo más largos. El timeline (línea de tiempo) del mundo 2.0 cambia frenéticamente sus elementos. Esto impide la digestión o la sedimentación de los hechos, de las impresiones y de las ideas, y anula nuestra capacidad de una respuesta que vaya más allá del lenguaje emocional de los emoticonos o de las reacciones inmediatas. De un minuto a otro, la información de una misma interfaz ya no tiene nada que ver con la anterior y este hecho llega a generar ansiedad en algunos de sus usuarios, que se mantienen permanentemente enganchados para ser testigos de las novedades que llegan con cada actualización.

Desde este punto de vista, hoy en día, una obra como la Alegoría de la Prudencia de Tiziano (1565-1570) –con los tres hombres que miran hacia el pasado, el presente y el futuro– se representaría con cualquiera de los vídeos que capturan el envejecimiento diario de una persona a través de las cámaras y crean de este modo relatos en time lapse, en los que el pasado, el presente y el futuro comparten la misma escena, pero de manera simultánea, sincrónica, comprimiendo años de vida en unos pocos minutos (tal como hace Noah Kalina). Quizá dentro de unos años ya no tendremos fotografías enmarcadas de momentos puntuales y excepcionales de nuestras vidas, de aquellos «instantes decisivos» de los que hablaba Cartier-Bresson, sino una única fotografía que en cinco minutos nos condensará setenta años de vida y en la que podremos ver cómo hemos envejecido en una escenificación sisífica y alucinada de nuestro camino hacia la muerte.


Alegoría de la prudencia, de Tiziano; Noah Kalina, montaje de autorretratos.

En relación con el efecto de alucinación que nos ofrece este «en tiempo real» de la tecnología digital conectada, sería necesario añadir que los timelines se sincronizan con la vida de las personas y las condicionan en un efecto bumerán en el que no sabemos dónde empiezan los gestos aprendidos (los hábitos, las costumbres, las palabras, la relación con el cuerpo, con la moda…) a través del tiempo cronoscópico y dónde empieza el gesto aprendido del tiempo biológico socializado. Es decir, las conductas y las ideas de la gente dependen tanto de las pantallas y las interfaces como de los intercambios y afectos que se producen en la familia, el trabajo o en el espacio público. Sin embargo, estos procesos no son irreversibles. Las pantallas están pobladas de comedias absurdas, películas de héroes con superpoderes, o de hombres y mujeres exuberantes que hacen de la obsesión cosmética y de los éxitos basados en la riqueza y el poder su razón de ser. Sus poderes son directamente proporcionales a nuestra impotencia. En paralelo, plataformas de vídeo online como YouTube acogen millones de vídeos tutoriales sobre cómo convertirse en otra persona gracias a los retoques cosméticos. Los gimnasios y los videojuegos en línea están superpoblados de irrealidades buscadas.9

Cuando la realidad se percibe desde el ámbito de la ficción, el individuo pasa de ser un ciudadano a ser un espectador, y en esta deriva su indefensión aumenta. De hecho, la industria del entretenimiento no ha hecho más que recortar esta distancia perceptiva y funcional del usuario respecto del producto cultural, que se da en el terreno de los videojuegos, de la realidad virtual y de la realidad aumentada. Esta situación ejemplifica nítidamente el efecto sustitutorio del tiempo cronoscópico: ya no es la indignación fruto de la experiencia colectiva lo que nos moviliza, sino una nueva aplicación online para móviles o un nuevo acontecimiento en la cadena del consumo de masas. Las comunidades generadas por el tiempo cronoscópico son transitorias y se hacen y deshacen en función del producto o del ídolo deseado. El mundo, entonces, en esta irrealidad tácitamente aceptada y llevada al nivel de la experiencia común, se convierte en una imagen evanescente, un lugar ocupado por fantasmas. Los fantasmas han sido siempre muy importantes para la comunidad, pero eran los de los ancestros que encarnaban la experiencia adquirida a través de la historia y de la transformación de las tradiciones. Los fantasmas nos alertaban sobre los errores y los aciertos del pasado, sobre la ejemplaridad de las desgracias y las conquistas. Los fantasmas actuales nos los proporcionan desde la industria del entretenimiento. No nos complementan: nos sustituyen. La fantasía colectiva está oxidando la capacidad colectiva de imaginar un mundo diferente.

Una aplicación como Facebook vive del tiempo cronoscópico y por ello crea toda una serie de funciones que nos hacen permanecer atrapados en su red. Por ejemplo, cuando ponemos un enlace hacia otra plataforma (como YouTube), el algoritmo que utiliza hace que nuestros seguidores no siempre lo reciban, porque Facebook hace todo lo posible para que no abandonen su página. La misma aplicación penaliza que dejemos de utilizarla.

Otro ejemplo lo encontraríamos en los vídeos resumen que esta red social construye con las imágenes más emblemáticas de todo un año de vida del usuario. Antes era solo una batería de imágenes, pero ahora se le ha añadido una narrativa, un storytelling. Al final de dicho vídeo resumen podemos leer: «Porque un año está hecho de algo más que de tiempo, está hecho de todas las personas con las que has pasado el tiempo». Ante la amenaza de que la gente pueda darse cuenta del tiempo que pierde en ella, la propia red tiene que encargarse de recordar continuamente que es un espacio de socialización, que la recompensa son las relaciones humanas, aunque la mayoría de las veces sea un espacio que funciona gracias a las denuncias, las polémicas o el voyerismo cotidiano.

El ojo y la navaja

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