Читать книгу El excéntrico señor Dennet - Inma Aguilera - Страница 10
II El señor Dennet
ОглавлениеLa Hacienda de San José era una preciosa residencia que la familia Heredia había instalado a las afueras de Málaga, colindando con sus montes y en plena naturaleza. A Amalia le encantaba que las reuniones se organizaran allí, sobre todo las de tipo cultural. Aunque también la destinaban a celebrar algunas fiestas o eventos sociales.
Siempre me decía que, cuando se casara, su sueño era comprársela a su hermano Tomás, quien la había heredado directamente de su padre, y hacer de ella un auténtico parque natural de árboles y plantas exóticas, así como convertirla en el lugar donde depositar su futura colección de hallazgos arqueológicos. Una vocación que había nacido de su reciente viaje al extranjero, acompañando a su hermano mayor Manuel y a su encantadora mujer Trinidad Grund. Puesto que se trataba del viaje de novios de la pareja y que la madre de Amalia deseaba distraerla a ella y a su prima Mercedes Cámara, el acompañamiento no debía tener en principio más propósito que el esparcimiento. Pero pese a la fama caprichosa de mi amiga, yo sabía que ella de verdad había despertado algo en su interior durante aquellos meses que estuvo fuera, volviéndose mucho más ansiosa por aprender y buscarle utilidad a sus conocimientos.
Por supuesto, siempre dudaba de que existiera un hombre lo suficientemente inteligente como para comprender y compartir sus ambiciones.
Por eso yo no entendía por qué se esforzaba tanto en encontrarme un marido cuando ambas pensábamos exactamente igual. Aunque yo no hubiera tenido la oportunidad de viajar para constatarlo.
—Estás fabulosa, Nía —me dijo Amalia después de corregir mi peinado en el tocador de su habitación antes de recibir a los invitados—. Si ya los hombres suspiran por ti, a saber con qué ocurrencia surgen hoy al verte.
Yo me contemplé en el espejo a su lado y me pareció realmente hermoso el contraste del rojo de mi vestido con el esmeralda del suyo. Por un momento creí que parecíamos de la misma clase social.
La alegría que ello me supuso me hizo sentir un poco avergonzada.
—Es la hora —anunció la joven Heredia, dirigiéndose a la puerta para instarme a salir con ella.
El encuentro estaba resultando en general muy agradable, exceptuando algunos detalles susceptibles a la crítica. Estaba repleto de caballeros con traje o esmoquin y señoras muy garbosas y elegantemente vestidas, pero que tendían a dividirse en grupos por género.
A Amalia y a mí no nos gustaba nada aquella realidad. Ninguna de las dos entendíamos por qué la mujer debía estar tan apartada y diferenciada de los hábitos masculinos. Pero, como en muchas otras cuestiones, el rango de la Heredia le otorgaba la suficiente potestad como para meterse en los temas de conversación de los caballeros. Y era más que inevitable para ella hacerlo cuando descubría la presencia de Jorge Loring entre ellos, llevando el testigo de la palabra, tal como en aquella ocasión:
—… Es por ello que garantizo los notables beneficios de una inversión de tal calibre.
La tensión de Amalia y su forma de tirar de mí para acercarse al colectivo ya me hizo presagiar que pensaba inmiscuirse. Y, por supuesto, de forma presuntuosa:
—¿Será que no me escucha, don Jorge, cuando advierto que en mis eventos no quiero que se hable de trabajo?
En cuanto el joven Loring oyó su voz, puso los ojos en blanco y se giró para dedicarle una expresión de reproche a la vez que una reverencia de cortesía que ambas correspondimos.
—Como si fuera posible no escucharla. O, aún más, como si fuera posible osar desobedecerla, doña Amalia —replicó él con gran distinción e ingenio, haciéndonos sonreír a todos los presentes. Excepto a la aludida, que frunció los labios. Más ante lo que añadió a continuación—: Puede quedarse tranquila en cuanto a que no estaba hablando de negocios, sino de inversiones por placer.
Amalia me oprimió el brazo y parpadeó interesada, aunque fingió no estarlo:
—¿Y de qué tipo de inversiones trataban?, si puede saberse.
—Sin duda, el joven Loring ha heredado el espíritu aventurero de su padre —comentó con segundas un caballero de avanzada edad que fumaba en pipa. Si le reconocí bien, se trataba de don Serafín Estebáñez Calderón, poeta y escritor, tío político de Amalia. Pese a sus intentos de disimularlo, era notable el desencanto que le procesaba a su fallecido cuñado y a todos sus socios, incluidos el también ausente padre de Jorge y el mismo Jorge, a quienes había apodado La Oligarquía de la Alameda—, aunque admito que es fascinante, dudo que se halle rentabilidad alguna en la inversión de descubrimientos arqueológicos tanto como usted sostiene.
—¿Arqueo… logía? —susurró Amalia perpleja, a la vez que le dedicaba una mirada llena de significado a Jorge.
No pude contener mi diversión. Sobre todo, después de que Jorge se sonriera para explicarse:
—¿Qué puedo decir? No es rentabilidad económica lo que yo persigo, sino una rentabilidad moral y personal —dijo embelesado mientras alzaba su copa de vino—, ¿acaso no se constituye el pasado como aquello que nos enseña cómo somos y a dónde nos dirigimos? Pienso que conservar una huella, por pequeña que sea, resulta un tesoro mucho más valioso que cualquier ninguna otra inversión.
Si la ensoñación de Jorge era palpable, nada podía compararse a la de Amalia en aquel momento mientras lo escuchaba hablar. Quedó maravillada al enterarse de que Jorge compartía su pasión por la arqueología. Añadido a ese atractivo y porte inglés característico que le otorgaba su estiloso peinado casi rubio y su elevada estatura, Amalia parecía casi perdida en sus sentimientos mientras lo contemplaba.
Hasta se le escapó un pequeño suspiro.
Por eso no esperé que cambiara de expresión y liberase aquella impertinencia:
—Una extravagancia muy propia de los caballeros como usted.
Aquello provocó las risas de los demás hombres, incluida la de don Serafín, y la perplejidad de Jorge Loring, que no dudó en dejar su copa para marcharse muy ofendido a otra zona de la fiesta. Aunque se detuvo un momento para dirigirse a mí:
—Me alegro de verla, señorita Cobalto. Lástima que solo me suceda con usted.
Y pese a que Amalia lo había escuchado perfectamente, esta mantuvo la sonrisa desviada hacia otro lado, para aparentar ignorarlo. Gesto que no le pasó inadvertido al caballero y que le sentó todavía peor.
Cuando se hubo alejado lo suficiente, yo resoplé con pesadumbre.
—Que Dios me libre de entenderte, Amalia —le expresé sin cortarme.
Ella simplemente se encogió de hombros y tiró de mí para atravesar el jardín.
Después de largo rato conversando muy agradablemente, sus hermanos la reclamaron y tuvo que dejarme, así que me acerqué a la exuberante fuente principal para contemplar los peces y las ranas. También los nenúfares.
Sus preciosas formas y colores me tenían cautivada. Parecían de otro mundo.
Ascendí inconscientemente la mirada y terminé fijándome en una distinguida señora que permanecía de pie en un recodo del jardín sin hablar con nadie, pero muy pendiente a todo pese a la parsimonia de sus oscuros ojos. No me sonaba su rostro maduro, y tampoco había visto nunca un traje de un gris perla tan hermoso como el que ella lucía. Sin embargo, cuando se le acercó una mujer para conversar animadamente como con cualquier otra, comprendí que todo detalle inusual apreciado en ella no fue más que un leve espejismo.
Estuve tan ensimismada por aquella contemplación que no deparé en las presencias que había tenido a las espaldas hasta que estas me hablaron:
—Vaya, hermana, mira a quién tenemos aquí. Si es Eugenia Cobalto.
Nada más escuché aquella voz aguda y desagradable, mi piel se erizó. Me di la vuelta con toda la serenidad que pude.
Las hermanas Belmonte, Narcisa y Mirta. Eran las hijas gemelas del practicante más conocido de la ciudad. Un hombre tan rico como agradable. Cosa que no podía decirse de sus herederas, pues por más dinero que invirtieran en sus recargados trajes, nada podían hacer los enrevesados tejidos para conferir algo de elegancia a sus insípidos y mezquinos rostros. Siempre llevaban el mismo modelo, aunque en distinto color. En este caso, rosa y turquesa. Una costumbre que me conducía inevitablemente a compararlas con las insufribles hermanas del cuento de La Cenicienta.
—Buenas tardes, Mirta —me incliné tratando de ser educada—, Narcisa.
—Si no fuera por la amabilidad de nuestra adorada doña Amalia, sería impensable que alguien de tu clase estuviese en un encuentro tan selecto como este —dijo Narcisa.
—Faltaría más —se carcajeó Mirta—, estoy convencida de que ese vestido también es cortesía de su buen corazón.
Yo me llevé las manos al corpiño con recato, pues era bien cierto. Aunque no pensaba darles la satisfacción de hacerme daño, cosa que parecía ser su pasatiempo favorito. Mirta y Narcisa no resultaban las únicas jóvenes adineradas que envidiaban mi relación con Amalia o la generosidad que esta manifestaba conmigo. Pero tampoco se trataban de las únicas que la valoraban falsamente, pues su amor por los libros solo era excusado por su enorme fortuna. En realidad, se burlaban de ella, o la consideraban una lunática por mostrar simpatías hacia personas como yo. Amalia estaba muy al corriente de ello, así que no era de extrañar que prefiriese mi compañía a otras interesadas. Ni que se indignase incluso más que yo cuando alguna dama se atrevía a ofender mis orígenes.
De ahí que las dos hermanas hubieran aprovechado su ausencia para reírse de mí.
Aunque no esperé que fueran a ensañarse hasta tal punto.
—Es preciso admitir que resulta un vestido muy bonito —opinó Narcisa acariciando los bordados de mis hombros.
—Desde luego —certificó Mirta apoyando su mano en mi otro brazo—, sería una lástima que… se estropeara.
Y sin poder preverlo, ni impedirlo, ambas me empujaron para que cayera de espaldas a la fuente.
El estruendo de mi impacto contra el agua fue tan grande, que todos los invitados de la fiesta desviaron sus atenciones hacia mí. Amalia Heredia interrumpió su conversación y Jorge Loring, al otro lado del jardín, se apresuró a socorrerme.
Verme toda empapada y helada por la caída tenía a las maléficas hermanas muertas de risa.
—¡Pero qué torpe!
—¿Estás bien, Eugenia? —preguntó Narcisa sin siquiera molestarse en fingir preocupación.
Yo las miré con reproche al borde del llanto, sobre todo porque el vestido se había hecho tan pesado por el agua que era incapaz de levantarme sola.
—Espere, señorita Cobalto —me dijo Jorge sin importarle introducirse en la fuente o mojarse los zapatos para pasarme los brazos por detrás—, yo la ayudo.
—¿Puedo saber qué acaba de suceder? —exigió Amalia a sus horribles invitadas mientras me tomaba las manos desde fuera.
—A nosotras también nos gustaría, doña Amalia —se contuvo la risa Mirta.
—Estábamos hablando tan tranquilas y resbaló —mintió Narcisa con malicia—, quizás no está acostumbrada a llevar un traje tan… opulento.
Tanto Amalia como Jorge les dedicaron una expresión de desprecio a las dos gemelas y se limitaron a conducirme al interior de la residencia lo más raudo posible, ante la mirada atenta y escandalizada de todos los demás invitados.
Me horroricé de mi aspecto cuando pasé por delante del espejo de la entrada. No solo estaba empapada, sino que mi peinado se había desmoronado y tenía el pelo pegado por todo el rostro.
Se me contrajo el gesto y Amalia me acarició para que la contemplase.
—Una dama de tu intelecto no debe sufrir por estos percances, Nía. Ellas sí que llorarían durante semanas, pues no tienen más en el mundo que la estima que pretenden ganar en vano de los demás.
—Espero que disponga de otro atuendo para ponerse, señorita Cobalto —enunció Jorge preocupado, mientras ascendíamos por las escaleras.
—Le prestaré uno de los míos —respondió Amalia por mí. Ya que yo no disponía de muchos ánimos por la vergüenza que estaba pasando—. Lo importante es secarla cuanto antes o pillará un resfriado.
—Siento mucho las molestias que os estoy causando —susurré agobiada.
Ellos negaron al unísono, hasta tal punto que me hicieron sonreír.
—Las molestas son esas dos desgraciadas —opinó Amalia de mala gana.
Y sonó tan contundente que Jorge Loring se perturbó:
—Doña Amalia, ese vocabulario no es adecuado para una dama de su nivel.
—Menos aún lo son mis invitadas si se dedican a perseguir la vergüenza pública para mi más preciada amiga —repuso altiva—, ¿qué clase de dama sería entonces si no expresase mi desagrado ante tal maldad de corazón, Jorge?
El joven Loring quedó perplejo ante la parrafada de la Heredia, y se mantuvieron la mirada con intensidad, hasta que él terminó asintiendo:
—Tiene usted razón.
—Por supuesto que la tengo —repuso ella satisfecha y, al llegar a la puerta de su habitación, me metió dentro y a él le indicó el camino de vuelta con el mentón—. A partir de aquí me haré cargo yo, si es de su cortesía consentir.
Él se mostró contrariado, pero lo vio perfectamente razonable:
—Es menester.
—Muchas gracias por su ayuda, mi estimado señor —le indiqué yo.
Él se limitó a inclinarse a modo de despedida, no sin sacudir la cabeza por la severidad de la joven Heredia.
Casi no pude aguantar a que se perdiera por las escaleras para reírme.
—Sabes que te has referido a él por «Jorge», ¿verdad?
Amalia puso los ojos en blanco y me empujó para adentro de la estancia:
—No empieces.
Mi amiga me ayudó a desanudarme el corpiño y me facilitó algunas toallas mientras me buscaba otro vestido en el armario. A la par que no dejaba de despotricar contra las hermanas Belmonte y sus dudosos métodos para mantener la amistad con su querida cuñada.
—No sé por qué Trini las sigue invitando. Bueno, sí que lo sé: ¡Porque es una santa! Si fuera por mí, te aseguro que me ocuparía de que no volvieran a pisar jamás la zona norte de la Alameda.
Yo, todavía con el camisón y el corpiño interior empapado, me reí y traté de desviar su atención de aquellas desagradables personas:
—Hablando de invitados, ¿tú no deberías volver y atender a los doscientos que te esperan abajo?
—Pero ¿cómo voy a dejarte aquí así, Nía? —se escandalizó.
Yo ladeé la cabeza:
—Sé secarme y cambiarme sola, Amalia. Hazme caso, ve abajo que enseguida acudiré yo.
Ella me escudriñó son su mirada de azabache. Sonrió con cariño y me acarició el rostro.
—Estás bien, ¿no, Nía?
Yo suspiré y asentí:
—Estoy perfectamente.
Amalia me dio un cálido beso en la frente y me meció el mojado cabello:
—Qué largo lo tienes.
—Sí, demasiado —opiné contemplándome en el espejo—. ¿No crees que es absurdo que las mujeres llevemos el cabello de tal longitud para luego recogérnoslo?
—Porque es como una dama luce mejor la elegancia de su cuello.
—A eso me refiero. ¿Si el propósito es que la melena quede en alto, no sería mejor segarla?
—¿Llevar el pelo corto, dices? —se carcajeó Amalia—. Qué ocurrencias tienes, Nía. —Luego tomó la puerta y me dejó sola para terminar de cambiarme—. No tardes, ¿de acuerdo? Me han comunicado que nuestro invitado está al caer.
Permanecí un largo instante contemplando la blanca puerta por donde se había marchado mi amiga.
Resoplé alzando el nuevo vestido azul que esta me había prestado.
Lo del cabello no era la única extraña reflexión que se me pasaba por la cabeza. Si bien disfrutaba de la belleza de los vestidos, tampoco entendía por qué debían ser tan recargados y engorrosos. Tal y como estaba en aquellos momentos, con el camisón, las enaguas y el corpiño, todo en blanco, me daba la sensación de que aquellas prendas eran más que suficientes para cubrir las vergüenzas y proteger del frío. Estábamos todavía en primavera y los trajes se podían aguantar, pero, en verano, el calor de Málaga te hacía sentir poco menos que desfallecer cuando lucías toda cubierta como exigían las normas sociales.
Y había que obedecer lo estipulado.
Eso me fastidiaba.
Igual que con la compostura. O que con mi amor por la literatura y el escribir, hasta tal punto de anhelar vivir de ello antes que condenarme a un casamiento o a la cría de los hijos, como todas las mujeres.
¿Por qué no podía vestir como quisiera?
¿Por qué no podía hacer lo que quisiera?
¿Por qué no podía ser como quisiera?
A veces sentía que no pertenecía a la época en la que había nacido. Como si estuviera adelantada a mi tiempo.
Por cavilar en mis pensamientos, sin embargo, no me di cuenta de que la puerta de la habitación que daba a la otra estancia se había abierto y que alguien había emergido por ella.
Me estuvo contemplando bastante rato hasta que comprendió que iba a proceder a desnudarme de verdad.
—¡Espere, señorita!
Me pidió con una voz masculina, lo que casi me provoca un infarto.
Abochornada, y pese a todas mis anteriores conjeturas, cogí el vestido para cubrirme con él.
—¡Cielos! ¡¿Quién es usted y cómo ha entrado aquí?!
Mi cara de espanto se vio sustituida por la extrañeza al deparar en que se había tapado la cara con una de las máscaras tribales de Amalia que descansaban esparcidas por la pared. Esta sin ranuras, supuse, por la cortesía de no seguir contemplándome en mis vergüenzas.
—Lo siento muchísimo —se excusó avergonzado con una mano mientras se sostenía la máscara con la otra—, acabo de llegar y desconocía que esta habitación fuera privada —aguardó un instante—. Soy el criado del señor Dennet. No sé si sabe quién es.
Cuando oí aquel nombre, me relajé un poco. Después de todo, no dejaba de ser un invitado de Amalia.
Sin embargo, tuve que sorprenderme. Por su voz no parecía un mayordomo. Sonaba grave, pero jovial. Y su complexión también me resultó la de un hombre joven, la cual era imponente, no solo por su considerable estatura, sino porque se percibía una buena forma física bajo su camisa. Así me fijé en su traje. Y no pude creer que no hubiera deparado antes en él, pues lucía de la forma más llamativa que hubiera visto jamás. Camisa blanca, pero pantalones, chaleco y chaqueta de un malva muy oscuro e intenso, resaltado por remaches metálicos con formas geométricas y redondeadas, igual que los engranajes de un reloj, así como unas sutiles rayas celestes, a juego con su corbata, aunque esta era de un azul más denso. También deparé en que llevaba guantes. Negros. Como sus relucientes zapatos, o el escaso cabello que conseguía apreciar por encima de la máscara. Daba la sensación de ser abundante, pero resultaba imposible asegurarlo.
—Algo he oído —contesté al comentario sobre el nombre de su señor.
—¿Y qué ha oído?
Preguntó relajando su postura al notar que ya no estaba tan enfadada ni asustada. Aunque seguí tapándome con el vestido azul, por supuesto.
—No demasiado —repuse con sinceridad—, Amalia Heredia me ha comentado que es un empresario de herencia americana, dedicado al transporte.
El criado se enderezó y se llevó la mano libre a la espalda:
—¿Nada más?
Por alguna razón, quizás porque no veía ni su rostro ni su gesto, me sentí en la libertad de serle honesta:
—También que es tan excéntrico como apuesto. Aunque ella misma todavía no ha podido comprobar ninguna de dichas características en persona.
Me dio la impresión de que aquello le divirtió, pues el movimiento que hizo con la cabeza fue muy significativo.
—Espero que mi señor Dennet sea digno de sus expectativas cuando este aparezca.
Yo le escudriñé, como si pudiera a través de la madera de aquella talla.
—¿Y qué opina usted? —Puesto que pareció extrañarse, insistí—: ¿Quién mejor que un criado para confirmar o desmentir lo que se dice de su señor? Y sobre todo para describirlo. ¿Cómo diría que es el señor Dennet?
Él meditó un instante tras la máscara y caminó hacia mí con tiento para no tropezar con nada. Pese a ello, sus movimientos me resultaron muy elegantes. Enseguida volvió a hablar:
—¿Cómo querría usted que fuera?
Eso me desconcertó.
—Perdón, señor, no le comprendo.
—Goza usted de la suficiente confianza con doña Amalia Heredia como para que esta le ceda su habitación y comparta sus confidencias. Dígame si estoy equivocado cuando pienso que es usted una de esas damas adineradas que persiguen un matrimonio digno de su posición o, si cabe, más aceptable.
Aquello me ofendió tanto que no pude más que expresarlo con gran indignación.
—Pues sí, señor, se equivoca y mucho. Viendo la calidad de su vestimenta puedo garantizarle que mis orígenes son considerablemente más humildes que los suyos, siendo incluso un criado como usted mismo afirma. —Aquella revelación pareció pillarle totalmente por sorpresa, pues intentó hablar, pero yo continué—: Si estoy en esta habitación a punto de ponerme un vestido de un nivel que no me corresponde, no es solo porque goce de la tremenda suerte de que doña Amalia Heredia sea mi amiga, sino porque su corazón es grande y considerado. Con respecto a esa tremenda suerte, le aseguro que me la he ganado, no por los medios o fines que el resto de sus conocidas, sino porque compartimos muy diversos intereses. Aunque en esto tampoco puedo quitarle mérito alguno a su corazón más de lo que yo pudiera merecer. Y por supuesto no pretendo contraer nupcias con nadie, ni mucho menos con su tan apuesto y noble señor. Cabe pensar si los rumores que corren sobre él son realmente ajenos o si vienen de un ego alimentado por todas esas damas de dudosa moralidad a las que usted pretendía incluirme.
El mayordomo, después de semejante verborrea, no pudo más que titubear e inclinarse ante mí, arrepentido. Así confirmé que no solo tenía el cabello abundante y muy negro como suponía, sino también repeinado hacia atrás.
Lo cierto es que hasta yo me sorprendí de mi atrevimiento y mal carácter. Quizás porque estaba expulsando de golpe toda la rabia que llevaba acumulada desde hacía rato.
—Le pido mil disculpas por mis precipitadas conjeturas y mi mala educación —dijo casi en un susurro mientras volvía a alzarse, recordándome lo alto que era—. Me siento terriblemente avergonzado.
—Debería —le espeté todavía ofendida—, aunque intuyo que estará acostumbrado a que las mujeres casaderas persigan a su señor. Habrá que ver cómo se lo toma él, si le desagrada tanto como a usted o si por el contrario está encantado. Francamente, creo que prefiero no imaginármelo.
—Ni podría —remarcó el criado.
Tanto su forma de decirlo como el tono de su voz me sonsacó una pequeña sonrisa. Pero eso no diluyó mi enfado.
—Ahora, si me lo permite, le agradecería que me dejara sola para que pueda terminar de vestirme —expresé indicándole la puerta a pesar de que no me viera.
—Faltaría más —se apresuró a decir él y fue hacia la salida más cercana sin soltar la máscara, para dejar claro que no iba a osar mirarme—. Me voy, no sin disculparme de nuevo ante usted.
Dicho esto, volvió a inclinarse y cerró la puerta tras de sí.
Por fin solté el vestido, no sin liberar un enorme resoplido de estupor.
Era la segunda vez en aquella noche que me afrentaban por mis orígenes.
Me alegraba pensar que en aquella ocasión no había ocurrido en público.
Después de secarme, vestirme y volver a arreglarme el pelo, descendí por las escaleras con la intención de regresar a la fiesta.
Ciertamente me daba bastante vergüenza volver tras semejante bochorno, pero recluirme solo serviría para culminar las oscuras intenciones de las hermanas Belmonte. Y cuando me vieron reaparecer, sus expresiones de rabia y envidia me certificaron lo acertada de mi decisión. Aunque el principal mérito debía dárselo al vestido de Amalia, como indicaron el resto de miradas de asombro que recibí.
—Nía —se acercó a mí la joven Heredia. Y me tomó del brazo con deleite—, si lo llego a saber, te habría vestido con este antes. Estás increíble.
—Entonces se habría echado a perder —bromeé aludiendo al percance con el agua de la fuente.
Amalia sonrió comprendiéndolo y me instó a seguirla:
—Ven, voy a presentarte a alguien.
Por un momento pensé que se trataría de aquel para quien había organizado el evento, pero en su lugar me condujo hasta un caballero de considerable estatura y porte distinguido. Con grueso bigote blanco pese al marmoleado de su cabello, y brillantes ojos claros, demasiado brillantes, de un tono verde intenso. Vestía con un impecable esmoquin gris con algunos detalles rojizos y unos guantes blancos de seda fina.
—Nía, te presento al señor Larry Johansen, trabaja para el señor Dennet —me reveló Amalia para mi absoluto desconcierto—. Señor Johansen, esta es mi buena amiga Eugenia Cobalto.
Arrugué el gesto con desagrado.
Lejos de provocármelo el caballero en cuestión, sí lo hizo su presencia y aquel a quien destinaba su lealtad. Empezaba a asociar ese nombre a un continuo disgusto e incomprensión, pero supuse que el hombre del esmoquin no tenía culpa alguna.
—Mucho gusto, señor Johansen.
—El gusto es mío, señorita Cobalto. —Se inclinó hacia mí con una mano en el pecho y otra a la espalda, impresionándonos con sus perfectos modales—. No todos los días se aprecia a una mujer tan refinada como hermosa y yo ahora mismo tengo la fortuna de estar viendo a dos.
Ambas sonreímos por el cumplido y Amalia no pudo evitar preguntarlo:
—¿Cuándo vendrá el señor Dennet, mi buen señor Johansen?
—Intuyo que no tardará mucho más, doña Amalia —respondió él comprobando su reloj de bolsillo.
Puesto que aprecié gran calidad en aquel instrumento, de repente fui yo la incapaz de contenerse:
—¿A qué se dedica usted, señor Johansen?, si no es indiscreto preguntar.
—En absoluto, mi estimada señorita —respondió con una sonrisa amable—. Soy el criado personal del señor Dennet.
Yo parpadeé extrañada.
No porque su porte fuera demasiado exquisito para un criado, sino porque el encuentro que había experimentado minutos antes me condujo irremediablemente al desconcierto después de escuchar semejante sentencia.
Deduje en voz alta la única posibilidad que se me ocurrió:
—Debo suponer que no es el único criado que tiene el señor Dennet, ¿verdad?
Amalia me miró confusa por la determinación de mis conjeturas y el señor Johansen se limitó a responder, también con un matiz extrañado:
—Mi señor tiene el suficiente nivel adquisitivo como para tener muchos criados, eso es cierto. Pero me temo que para su estancia en Málaga solo me ha traído a mí y a la señora Soler, la cocinera.
Se me cortó la respiración.
Si aquel joven que irrumpió en la habitación no era el criado del señor Dennet, ¿quién era?
Debí ponerme terriblemente pálida, pues mis dos interlocutores se preocuparon hasta por mi salud.
—Nía, querida —me cogió Amalia de la mano—, ¿te encuentras bien?
Procuré asentir para librarla de cualquier inquietud hacia mí, pero el anuncio del señor Johansen terminó por trastornar mi compostura.
—Oh, ahí llega mi señor Dennet.
La expectación de Amalia le llevó a buscar al momento el lugar donde indicaba el señor Johansen y yo no pude más que imitarla. Eso sí, con la mirada desorbitada. Aunque no fuimos ni mucho menos las únicas en contemplar o atender al supuesto recién llegado. Vimos a lo lejos cómo la gente iba abriéndole paso al avanzar por las escaleras del jardín principal, al mismo tiempo que los murmullos sobre su persona se volvían más y más palpables. Las mezquinas gemelas Belmonte liberaron un suspiro de ensoñación cuando depararon en él, que resultó secundado por casi todas las demás jóvenes presentes.
Entonces llegó hasta nosotros y descubrí que ningún rumor podría haberle hecho justicia.
De cabello negro como la noche más absoluta, su rostro quedaba perfectamente equilibrado y enmarcado por unas sutiles patillas y unas cejas tan espesas como expresivas. Su nariz y su barbilla eran angulosas, con presencia. Lucía además unos ojos ambarinos, casi dorados. Imposibles. Como todo su rostro.
Sonrió de una forma tan carismática, rezumando tal inteligencia, que constató la verdad de lo que se decía sobre su atractivo.
Sin embargo, ninguno de aquellos detalles de su fisionomía fue lo suficientemente llamativo como para que no deparase en su traje lavanda con corbata azul y en sus guantes negros. Un conjunto muy concreto que me provocó una fuerte sensación en el pecho al borde del colapso.
—Señor Dennet —se dirigió Amalia a él con hospitalidad en plena reverencia—, por fin le conozco. Sea usted bienvenido.
—Permita que le exprese mi gratitud con el mayor de los honores —dijo él mientras le pedía la mano para besársela con caballerosidad. Al escuchar su voz ya no me quedó duda alguna de que era el mismo hombre que había irrumpido en la habitación mientras me cambiaba—. Yo también estaba deseando conocerla, señorita Heredia.
—Llámeme Amalia, por favor.
No muy lejos de allí se encontraba Jorge Loring charlando animadamente con un par de socios suyos. Sin embargo, en cuanto vio el gesto del nuevo invitado y la sonrisa que le dedicaba a la joven Heredia, no dudó en excusarse de su conversación para incorporarse sutilmente a la nuestra.
—Con mucho gusto, doña Amalia —se dirigió el señor Dennet a mi amiga en tono galante—, usted puede llamarme entonces Ambrose. —Luego deparó en Jorge y volcó su singular mirada hacia él—. Y usted debe de ser el señor Loring, ¿me equivoco?
—No se equivoca, señor —se inclinó Jorge ante el desconocido, no sin cierto tono hostil—, una distinción que haya oído hablar de mí. Siento no poder decir lo mismo.
—Qué curioso. Tenía entendido que ya gozaba de cierta fama —respondió para mi vergüenza, y eso no fue nada cuando me observó de soslayo confirmándome que lo decía, efectivamente, por mí. Aunque pronto demostraría hasta dónde llegaba su mentalidad retorcida—, a la que no tengo el agrado de conocer es a su acompañante, doña Amalia.
Mi amiga, en cambio, se mostró encantada de su interés.
—Le presento a Eugenia Cobalto, una de mis mejores amigas.
—Encantado, señorita Cobalto. —Me pidió la mano de la misma forma que a Amalia, a lo que tuve que ceder. Sin embargo, sus dedos me transmitieron algo que no supe describir a través del cuero, y su gesto de besarme los nudillos se alargó un poco más de lo estipulado mientras me escudriñaba—. Fascinante que su apellido connote en cierto sentido su mirada, pero debo decir que no le hace justicia a su singularidad en cuanto a que sería más apropiado llamarla amatista.
Consiguió ruborizarme, sin duda. Y nuestra compañía sonrió. Salvo Jorge Loring, que alzó una ceja dándose cuenta del exceso de zalamería en sus modales. Igual que a él, su ocurrencia hacia mis ojos me pareció fácil y contrahecha. Lo que me animó a expresarlo:
—Podría describir lo mismo de su nombre, señor Dennet. He leído que algunos dan a la ambrosía el aspecto y el color de la miel, aunque la confianza de sus maneras transmite que probablemente usted prefiera el sentido divinizado de la palabra.
Eso, por alguna razón, pareció incomodarle, aunque trató de disimularlo con una sonrisa más amplia, gesto que imitó su mayordomo. Mientras, los rostros de Jorge y Amalia tuvieron que confirmar mis apreciaciones.
—Lo de sus ojos es bien cierto, don Ambrose —asintió la Heredia—. Intuyo que debe de ser por su ascendencia americana.
Tampoco nos extrañó a ninguno de los presentes que careciera de acento extranjero, pues los mismos Jorge y Amalia eran mestizos y su pronunciación en ambos idiomas resultaba perfecta.
—O quizás sea efecto del color de su traje, que acrecienta el contraste —solté yo, para dejar claro que había reconocido su atuendo y que sabía quién era.
A lo que él, no obstante, curvó todavía más sus labios.
—No podría estar más de acuerdo, señorita Cobalto. A la vista está que cualquier belleza resalta más cuando está infundada de color —indicó nuestros vestidos a modo de cumplido—. Sin embargo, yo soy partidario de que una mujer siempre luce mejor desde la sencillez. Por ejemplo, vistiendo de blanco roto.
Casi me atraganté.
Tanto de bochorno como de rabia.
Manteniéndome la ambarina mirada me estaba dando a entender que finalmente me había llegado a ver en ropa interior.
Noté cómo las mejillas me ardían y comprendí que me había provocado un escandaloso sonrojo, lo que le dejó muy satisfecho.
No quería que la conversación terminase ahí, ni mucho menos, aunque el desvergonzado caballero enseguida se giró hacia Jorge:
—Señor Loring, tengo entendido que le interesa la arqueología. Me gustaría charlar con usted al respecto, si me lo permite.
El aludido asintió con curiosidad. Y ambos se despidieron de nosotras e iniciaron su conversación mientras se alejaban.
Al momento, no sin cierto apuro, el señor Johansen se disculpó también con Amalia y conmigo para acudir tras su señor.
Y yo me quedé poco menos que estática.
Amalia me agarró del brazo con mucho humor:
—Vaya, los rumores sobre él se quedaban cortos. En todos los sentidos. ¿No te parece un hombre increíble?
¿Increíble?
Sin duda.
Increíble era un buen término. Pero en la peor de sus acepciones.
Yo le dediqué a mi amiga una mirada angustiada y llena de calor que esta no comprendió. Aún menos mi arrebato de pedirle el coche de caballos para poder recogerme cuanto antes, pues no podía seguir un segundo más allí. Compartiendo el mismo espacio que aquel individuo.
Dennet.
Sí, el increíble señor Dennet.