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III La institutriz

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Al día siguiente, me resultó imposible salir de casa.

Por suerte era domingo, y gocé de la compañía de mi padre. Así como de la de Mary Shelley para mostrarme el increíble universo gótico que había plasmado en su obra.

Sopesé para mis adentros que existían sujetos mucho peores que la criatura de Frankenstein paseándose tranquilamente entre las demás personas, camuflados bajo un aspecto agradable y atrayente.

Entonces llamaron a la puerta de casa y, tras una manifiesta alegría de Gustavo, cual toro de miura irrumpió en mi habitación una Amalia Heredia muy indignada.

—¿Qué es eso que me ha dicho mi mensajero de que no quieres acudir conmigo a un evento de tarde? —expresó con la mirada desorbitada. Y yo dirigí la mía hacia arriba con cierta aspereza—. Primero te vas de mi fiesta como un vendaval y hoy te niegas a salir. Nía… Dime que no es por las gemelas Belmonte, porque por san Ciriaco y santa Paula que te juro que estallo.

—¿Las gemelas Belmonte? —se interesó mi padre, quien se había detenido en ese momento delante de la puerta para revisar su caja de herramientas—. ¿Qué han hecho esta vez esas malcriadas?

Tuve que sonreír.

Había olvidado por completo el episodio de las dos hermanas. Sin embargo, puesto que Amalia no sabía de mi encuentro con Dennet en su habitación de la Hacienda de San José, comprendí que su comprensión le hubiera hecho creer que me sentía humillada por lo que sucedió en la fuente principal. Episodio que le estuvo explicando a mi progenitor con tanta rabia e impotencia que tuve que mediar:

—Amalia, tranquila, no es por ellas. Simplemente llevo una semana algo agotada y es mi deseo permanecer hoy en casa.

La joven Heredia se puso en jarra y me contempló muy molesta. Su instinto le decía que algo me ocurría, y lo cierto era que este no andaba muy desencaminado. Pero por supuesto yo me negaba en rotundo a contárselo. Y estaba claro que ella tampoco iba a dejarse derrotar.

—Don Gustavo —se exasperó Amalia hacia mi padre—, su hija es una completa inconsciente.

—Lo sé, querida, lo sé —repuso él entre risas sin levantar la vista de una de sus ganzúas.

Yo suspiré y volví a mi lectura. Aunque Amalia no dudó en arrebatarme el libro de Frankenstein y arrojarlo sobre la cama.

Nos escudriñamos largo rato a los ojos hasta que ella habló de nuevo:

—Nía, no voy a consentir que te encierres por nada ni por nadie, ¿me has entendido?

Resoplé fastidiada.

¿Quién necesitaba hermanas o madres teniendo a Amalia Heredia?

En el fondo llevaba razón, pero reaccioné a la defensiva:

—¿Lo dices por mí o porque no quieres acudir sola a casa de don Jorge Loring?

Ella se puso roja como las amapolas en primavera, haciendo reír a mi padre, y este comprendió que ya habíamos entrado en intimidades, por lo que avanzó hacia el salón y nos dejó solas.

—Eso no tiene nada que ver —negó ella poco convencida—. Únicamente pretendo que camines con la cabeza bien alta. Jorge en persona te ha invitado a ti también.

—¿Jorge? —pregunté con picardía viendo que otra vez lo llamaba solo por el nombre de pila, sin añadirle el don delante—. ¿En persona?

—Su casa está muy cerca de la mía —argumentó de nuevo apurada—, ¿es que no puede venir en persona a invitarnos a las dos?

Yo sonreí y terminé por ceder.

No tenía nada de malo acudir a casa de Jorge Loring. De hecho, era la persona que más apreciaba después de Amalia. Una de mis mayores aspiraciones era que mi amiga dejase su orgullo de lado y cediera en demostrarle su amor, convencida como estaba de que no solo podía ser correspondido, sino más estimado que por ningún otro hombre. Y eso que a la joven Heredia no le faltaban admiradores. Un hecho del que no solo yo era consciente, pues ya había deparado en que el joven Loring solía intervenir cada vez que algún caballero mostraba algo de interés hacia ella. Como cuando Ambrose Dennet se presentó.

Fue solo recordarle y esbocé una mueca de disgusto.

Aunque precisamente por haber suscitado en Jorge algún tipo de competencia, podía garantizar la ausencia de aquel horrible sujeto al privado evento.

Y únicamente por eso, decidí animarme a acompañarla.

Sin embargo, cuando crucé el umbral del increíble salón de los Loring, mis peores pesadillas se cumplieron. El aura del señor Dennet embriagaba cualquier estancia con su perfume de carisma y de insufrible arrogancia, al tiempo que este se veía rodeado por continuas atenciones de todo tipo. Su considerable altura lo hacía sobresalir lo suficiente de entre las demás presencias como para apreciar su perfecta sonrisa relamida.

Quise dirigirme hacia el lado opuesto de la sala, pero enseguida Amalia tiró de mí:

—Oh, mira, Nía, si está ahí don Ambrose.

Suspiré resignada, aceptando mi rendición.

Por supuesto no fuimos las únicas jóvenes invitadas a tomar la merienda en el número 49 de la Alameda. También estaban presentes muchos de los vecinos de la familia Loring, entre ellos las mezquinas gemelas Belmonte, quienes me dedicaron una sonrisa cargada de malicia y superioridad. Supuse que su existencia colindante en aquel barrio era lo que justificaba su presencia allí, igual que la del señor Dennet, dado lo convencida que me supuse de aquella territorialidad que había demostrado Jorge en la Hacienda de San José.

Aunque todas mis conjeturas se vinieron abajo cuando contemplé que el joven Loring lucía riéndose a carcajadas con él, igual que otros muchos caballeros y damas.

Exacto. Había conseguido reunir a mujeres y a hombres en una misma conversación.

—Tengo la firme teoría de que hasta el más correcto de los caballeros debe estar siempre preparado para lo que se le pueda avecinar —añadió Dennet volviendo a hacer reír a su público.

—Desde luego, mi estimado amigo —le palmeó Jorge Loring la espalda.

Y yo no pude más que expresar mi perplejidad ante semejante manifestación de camaradería.

—Causa usted furor allí donde va, don Ambrose —expresó Amalia dedicándole una enorme sonrisa.

Tuve que darle la razón.

¿Cómo podía alguien con su personalidad caerle bien a todo el mundo?

Incluso a un señor en el que había despertado recelos el día anterior. Quizás intimaron con la excusa de que ambos tenían orígenes americanos.

Tratándose de Dennet, las posibilidades resultaban infinitas.

Bien era cierto que su presencia dejaba extasiado a cualquiera, y no solo por su atractivo. Su porte era tan incuestionable como único. Aquella tarde lucía un traje carmín oscuro pero intenso, con bordados negros, a juego con su chaleco y sus característicos guantes. Remaches y corbata dorados, aunque no menos que sus ojos.

En cuanto nos vieron, ambos jóvenes caballeros se inclinaron ante nosotras a modo de bienvenida y el resto de los presentes se dispersó al dar por concluida la conversación.

La Heredia y el Loring intercambiaron una mirada muy profunda.

—Qué bien que haya venido, doña Amalia —le dijo Jorge con una amable sonrisa—, pensé que quizás tendría asuntos más importantes que atender, tal y como me expresó cuando la invité a usted y a su buena amiga.

Amalia se mostró algo contenida y eso me hizo sonreír.

—Ya que me lo pidió con tanto interés, no me quedaba más remedio que asistir —argumentó ella manteniendo su postura altiva.

Aquello provocó las risas de Jorge:

—No estaría aquí si el interés no fuera mutuo, ¿no cree?

Pude apreciar cómo las mejillas de la Heredia se iban encendiendo, así que no me extrañó que me utilizara para cambiar de tema:

—Ya sabe que mi amiga y yo disfrutamos mucho de estos eventos. Más si asisten caballeros como don Ambrose. —Aquella focalización hacia Dennet disgustó bastante a Jorge Loring, incluso habiéndose ganado su amistad con tan prematura viveza—. Qué agradable sorpresa encontrarle aquí, ¿a que sí?

Lo preguntó para que yo respondiera, pero me limité a contemplar sus ojos amarillos con el mayor de los disgustos. Gesto que pareció hacerle a él mucha gracia:

—Me alegra verla de nuevo, señorita Cobalto. Hoy luce muy distinta de ayer.

Apreté la mandíbula.

Ese día, por lo visto, también se encontraba con ánimo de distraerse a mi costa.

—Aunque sería un hábito muy elegante —empecé a decir—, ninguna mujer va siempre vestida de noche, señor Dennet.

Él ladeó la cabeza y me escudriñó con sus topacios:

—Lo decía por el color. Quizás me ha desilusionado no verla de blanco roto.

Lo fulminé con la mirada. No solo por la confusión que generó entre nuestros acompañantes.

Su osadía empezaba a resultarme tan molesta como grosera.

Y eso no fue nada cuando las gemelas Belmonte, que se habían mantenido prudentemente cerca, decidieron intervenir:

—En realidad la explicación del aspecto de nuestra querida Eugenia es bien sencilla, señor Dennet —comentó Narcisa mientras me cogía de un brazo ante la perplejidad de Amalia.

Para mi desagrado, Mirta quiso concluir por su hermana:

—Pese a frecuentar ambientes de alto nivel, Eugenia Cobalto pertenece a la clase social más baja, mi estimado señor.

—Es la hija del guardés de la fábrica de La Constancia —completó la otra mirándome de soslayo—, es decir, que su origen es obrero, ¿no es así?

Yo no quise responder.

Solo por honor.

Amalia y Jorge les dedicaron tal expresión reprobadora, que la sonrisa desapareció al momento de sus desagradables rostros. Las ahuyentaron, literalmente. Y aunque Amalia hizo amago de seguirlas, Jorge la agarró de la muñeca para evitar que montase una escena.

Ambos se contemplaron, reprendiéndose mutuamente, pero la Heredia terminó por ceder y desprenderse de su gesto, impotente. Después de todo, se encontraba en la casa del joven Loring, no en la suya.

Por mi parte, me limité a observar los ambarinos ojos de Dennet aguardando sus burlas por lo que aquellas malas mujeres habían revelado sobre mí. Sin embargo, lejos de eso, este pareció iluminarse:

—Interesante. Yo habría dicho que usted tenía porte de institutriz.

Eso nos hizo a Amalia y a mí parpadear sorprendidas. Aunque mi amiga terminó sonriendo con amplitud.

—Desde luego serviría para tal ocupación, don Ambrose. —Me posó la mano en el hombro con orgullo—. Yo he tenido institutriz toda mi vida, pero nunca aprendí tanto como en el tiempo que hemos compartido juntas. Casi todo lo que sé sobre buena literatura me lo ha enseñado ella.

Él alzó las cejas con curiosidad, aunque no menos que yo.

—¿Es eso verdad? —preguntó en tono fascinado.

—Así es —habló Amalia de nuevo por mí. Jorge Loring arqueó una mueca, perplejo por sus insistencias para inmiscuirse—. Mi querida Nía es la mujer más inteligente que he conocido.

Yo abrí mucho los ojos, turbada porque mi amiga hubiera expresado en público el hipocorístico por el que se refería a mí. Cosa que a Dennet no se le escapó en absoluto.

Contuvo una risa que me originó un profundo sonrojo.

Decidí escapar de aquella continua cadena de bochornos y aproveché la excusa del tema de conversación que habían iniciado:

—Eso me recuerda que tengo pendiente echarle un ojo al pasaje que me mencionaste ayer de la novela que estás leyendo, Amalia.

—Cierto —asintió ella—. La he dejado en una de las repisas de té, si mal no recuerdo.

Aquello me salvó. Corrí a tomar asiento en los hermosos sillones forrados de rojo carmesí que descansaban junto a las majestuosas estanterías y agradecí el libro que Amalia me había facilitado. No era extraño que lo hubiese traído, pues en reuniones tan copiosas como aquella se hacía muy común que los invitados se proveyesen de sus propias distracciones. En nuestro caso, Amalia y yo numerosas veces traíamos las novelas que estuviéramos leyendo para comentarlas. Todo hay que decir que llamábamos la atención por los títulos escogidos, cuestión que no nos importaba en absoluto.

Mientras los demás continuaban tomando el té o conversando, yo me dediqué a leer en soledad, disfrutando de dicha lectura o tratando de que esta me evadiera de muchas presencias que compartían aquel hermoso salón conmigo.

Aunque una de ellas no pensaba permitírmelo:

—¿Puedo saber qué lee?

Dennet.

Inspiré profundamente, colmándome de aire y de fastidio. Sin embargo, terminé mostrándole el libro.

Ladeó una ceja con agrado:

—Cumbres borrascosas. Es usted una romántica entonces.

Me sorprendió que lo conociera, aunque no pude obviar su apreciación.

—Prefiero otro tipo de lecturas, la verdad —expresé rotunda—. Pero Amalia dice que esta novela es distinta al romance clásico y quería comprobar hasta qué punto podía ser así.

—Le aseguro que es uno de los más claros ejemplos de romance —comentó él sentándose en el apoyabrazos, de idéntico color a su traje, lo que invadió notablemente mi espacio personal—. Si se esfuerza por defender que hay en esta novela algún detalle para hacerle pensar que no es romance, le aseguro que es usted una romántica empedernida.

Debía reconocer que me exasperó.

—¿Por dónde empezar? —Negué lentamente con la cabeza—. Primero, ¿acaso ha leído este libro como para poder hablar sobre él con tanta propiedad?

—Lo he leído, sí —asintió con arrogancia.

—Salió publicado el año pasado —repliqué yo extrañada.

—Eso no debería ser un problema. ¿Segundo?

Lo miré perpleja. No podía creer su atrevimiento.

—Segundo —recalqué la palabra, ya que él se había molestado en hacerlo—, yo no soy una lectora de romance. Ya no. Veo más interesantes las novelas que se vuelquen con cualquier otro género.

Dennet sonrió con actitud pícara:

—Es complicado que una novela no contenga romance entre sus páginas como uno de los temas principales.

—Pero las hay —repuse molesta—. Y son precisamente esas las que encuentro algo especial y diferente. Como la que estoy leyendo ahora, Frankenstein.

—Oh. —Se irguió él cruzándose de brazos—. De Mary Shelley.

Me dejó sin palabras.

—¿La conoce?

—Es una de mis novelas favoritas, claro.

No pude más que ser completamente sincera:

—Cuesta creerlo. Si ya es poco frecuente encontrar a alguien que sea asiduo a la lectura, aún más lo es que considere interesante la ficción científica.

—¿Ficción científica? —se sonrió por el término. Y podía entenderlo, pues era bastante reciente. Aunque no esperé que añadiera la siguiente sentencia—: Qué puedo decir. Si hay algo más interesante que la ficción, eso es añadirle un toque de ciencia.

Por alguna razón, su forma de expresarlo me provocó una palpitación extraña.

Nos mantuvimos la mirada largo rato hasta que terminé por soltar aquello que llevaba tanto tiempo conteniendo:

—¿Por qué me mintió haciéndose pasar por su propio criado?

Lejos de cohibirse o mostrarse apurado, pareció deseoso de contestarme. Como si hubiese estado esperando a que se lo preguntara.

—No quería que su primera impresión sobre mi persona confirmara la supuesta excentricidad de la que se le había informado. —Se inclinó hacia mí buscando discreción—. Debe usted reconocer que nuestro primer encuentro da bastante para la anécdota. Aunque intuyo que no lo ha compartido ni siquiera con su más preciada amiga.

—No quisiera destrozar tan pronto la buena imagen que tiene sobre usted —respondí cortante—. Así que supongo que estamos en la misma tesitura —añadí acalorada para su deleite—. Y permita que le informe de que sus propósitos fueron un completo fracaso. No solo ha confirmado su supuesta excentricidad, sino que, para mí, usted, sin ayuda de nadie, se ha añadido un valor de embustero muy difícil de enmendar.

Dennet me contempló con la cabeza gacha, como si entendiera bien lo que le estaba diciendo. Sin embargo, terminó por defenderse:

—Siempre puedo intentarlo.

Me resultó muy arrogante, como siempre. Así que cerré el volumen de golpe y me lo coloqué bajo el brazo a la vez que me levantaba. Con mi gesto de dirigirme hacia la entrada, pretendí dar la conversación por concluida, pero descubrí con enojo que el heredero americano había decidido seguirme ante todas las curiosas y envidiosas miradas.

Pese a sentirnos tan observados, la amplitud de la estancia concedía a nuestro diálogo gran privacidad. Algo que me alentó cuando se le ocurrió volver a hablarme.

—Doña Amalia Heredia se refiere a usted por «Nía». Es muy tierno. ¿Puedo llamarla yo así?

—Rotundamente no. —Ni siquiera necesité pensarlo. Lo que le resultó más divertido de lo que por supuesto pretendí—. Para usted soy la señorita Cobalto y usted es para mí Dennet.

—¿Ni siquiera señor? —cuestionó burlón, arqueando sus perfiladas cejas.

Dilaté las aletas de la nariz. No pensaba amilanarme:

—Cuando me demuestre que es un caballero, me referiré a usted como tal.

—En ese caso yo la llamaré Nía, hasta que usted me demuestre que no es tan bonita como yo la veo.

Tuve que detenerme.

Y le contemplé en silencio, incapaz de replicar.

Consiguió sonrojarme.

Agradecí que entonces sonara el timbre de la puerta anunciando la llegada de otro invitado, pese a que en principio nos hallábamos en la vivienda todos los previstos.

Sencillamente, fue alguien inesperado.

—¡Hermanito!

Una chica elegantemente vestida de rosa pastel y de largo cabello oscuro y rizado irrumpió en la estancia tirándose a los brazos de Dennet. Me di cuenta de que esta llevaba un guante de encaje blanco en la mano derecha.

—Adriana —la reprendió de una forma severa y paternal que no habría esperado de él—. ¿Qué haces aquí?

Cuando la muchacha se separó lo suficiente, pudimos comprobar que era tan hermosa como su hermano. Parecía rondar los catorce años. Aunque lo que nos dejó a todos extasiados fue la extravagancia de sus ojos, pues si bien resultaban tan llamativos como los de Dennet, estos eran azules, y el derecho lucía significativamente más claro que el izquierdo. Aunque nada resultaba tan luminoso como su sonrisa pícara e infantil.

—Quería estar contigo —respondió sincera y entrañable. Con un acento tan curioso como tierno.

Hasta el punto de que nos conmovió a todos, incluido a su hermano.

Este le acarició el rostro y suspiró rendido.

—Don Ambrose —se dirigió a él Amalia Heredia—, no sabía que tenía usted una hermana tan encantadora.

—Eso es porque no debería estar aquí —volvió a sermonearla con su ambarina mirada.

Hubo algo en su forma de tratarla, algo protector, que me agradó. No sabría explicarlo. Quizás lo más satisfactorio para mí fue descubrir aquel matiz de su personalidad. A pesar de que lo cierto era que no resultaba exactamente nuevo, pues aquella misma fue la impresión que me transmitió cuando nos conocimos y se cubrió el rostro preocupado por mi posible reacción.

Entonces apareció el señor Johansen entre jadeos, como si se hubiera dado la carrera de su vida. De hecho, así fue.

—Lo siento muchísimo —se disculpó el hombre ante su señor en cuanto este le dedicó una expresión de reproche—. Fue llegar, decirle que estaba usted aquí, despistarme un momento y salió corriendo a buscarle.

—Eso son muchos acontecimientos, ¿no le parece, señor Johansen? —lo amonestó Dennet.

Don Larry se encogió de hombros:

—Ya sabe cuánto le adora.

El nuevo abrazo que la muchacha le dio lo constataba.

—¿Por qué te molesta tanto que viaje contigo, hermanito?

Él, manteniendo el gesto, se alzó para conferirse solemnidad.

—Ya sabes por qué, Adriana. —Nos dedicó una mirada profunda a todos, especialmente a mí—. Primero porque están tus estudios. Y luego, porque siempre olvidas los protocolos. Has irrumpido en un encuentro social de una casa ajena sin ser invitada.

—Por mi parte no se preocupe, señor Dennet —le dijo Jorge Loring con porte y cierto humor—, sé lo que es tener hermanas y que estas se dejen llevar por los caprichos de la edad.

Los demás le reímos el comentario.

—Le agradezco su amabilidad, señor Loring —repuso el caballero de rojo aún con expresión apurada—, pero entonces sabe mejor que nadie que no conduce a ninguna parte consentirles todo lo que desean.

La situación se normalizó tanto que al final se redujo el asunto al señor Dennet, su hermana Adriana, el mayordomo Johansen, Amalia Heredia, Jorge Loring y yo.

Sobre todo, porque Dennet se inclinó y se dirigió a su hermana más tajante:

—Adriana, vete a casa con el señor Johansen y luego hablaremos.

—No, hermanito —repuso ella hinchando los carrillos—. Te conozco y tratarás de convencerme para que no me quede. Puedo ser más sofisticada, te lo prometo.

Dennet resopló y su desesperación me resultó más divertida de lo que esperaba. Por lo que decían y lo presenciado, pese a su belleza y elegancia externa, la señorita Adriana resultaba una joven bastante despistada en lo que a modales sociales refería. Y eso parecía incomodar bastante a su hermano.

Este se frotó los labios con el reverso del guante en un gesto más exasperado e informal de lo que le correspondería:

—¿Y qué pasa con tus estudios, Adriana?

Ella se mostró despreocupada:

—No va a suceder nada con mis estudios.

Su actitud no alentó al distinguido y joven invitado.

—Adriana, tengo pensado pasar una larga temporada aquí. Por supuesto que sucede mucho con tus estudios.

Debía reconocer que la información suscitó mi curiosidad.

Por su parte, ella se cruzó de brazos, muy molesta por lo que su hermano le decía. Sin duda porque este debía de albergar bastante razón.

—¿Acaso la señorita Adriana se está instruyendo en alguna materia? —preguntó Amalia Heredia con gran interés.

No para menos se mostraba partidaria de la educación de las mujeres desde muy temprana edad, y cuando escuchó la importancia que le estaba dando el señor Dennet a que su hermana no la descuidara, tuve claro que no solo estaba encantada con ambos, sino que iba a contribuir en lo que pudiera.

—Literatura inglesa —respondió la hermosa joven a mi amiga, y esta no pudo más que llevarse la mano a la boca tan emocionada como gratificada. Luego Adriana se dirigió a su hermano con gran intensidad—. No tengo por qué perder el ritmo académico solo por estar aquí contigo. En el fondo, lo que yo estudio es el idioma. Y un idioma siempre puede retomarse.

Su hermano le dedicó una mueca poco convencida. Lo que no esperé fue que Amalia se entrometiese con tanta efusividad.

Aunque quizás sí que podía intuirlo.

—No estoy de acuerdo con usted, señorita Adriana —expresó tajante—. Un idioma es mucho más que palabras o conceptos. Es una forma de ver el mundo, y más cuando se trata de literatura. —Me tomó entonces del brazo—. De eso sabemos mucho mi amiga Nía y yo. De hecho, estoy segura de que ella tiene más y mejores argumentos que yo para certificarlo, pues es una auténtica experta. —Previendo sus intenciones, la miré muy preocupada—. Con lo cual, no debería abandonar sus estudios ni un solo día de su vida, por muy agradables o tentadoras que sean las distracciones. Y con ello no quiero decir que usted deba negarle su compañía, don Ambrose —le indicó a él con resolución—. Precisamente la literatura es una materia a la que se le puede dedicar tiempo y entrega desde cualquier lugar. Por eso la animaría a quedarse siempre y cuando la provea de una buena institutriz, y creo que usted mismo ha deparado en que Nía es idónea para tal tarea.

No supe qué me dejó más atónita, si su discurso o que me incluyera al final.

Sabía que tramaba algo, pero ni en mis más descabellados planteamientos hubiera imaginado semejante enredo por su parte. Y eso que mi amiga podía llegar a ser verdaderamente problemática.

La cuestión es que se me cortó la respiración, y el señor Dennet también esbozó una mueca divertida de incredulidad. Larry Johansen y Jorge Loring quedaron simplemente sorprendidos por el descaro de Amalia Heredia.

—¿En serio? —se dirigió a mí la bella muchacha de ojos azules con gran ilusión—. ¿Ejercería como mi profesora particular de literatura? Así podría permanecer tranquilamente junto a mi hermano.

—Señorita Adriana —la reprendió el mayordomo por sus licencias.

—Yo no… —me interrumpí con cierto apuro y miré a Amalia con mucho reproche—. Yo no soy profesora.

—Pero adoras la literatura, sobre todo la inglesa —repuso la Heredia—, no conozco a nadie a quien se le dé mejor el análisis de textos y la reflexión de autores, y siempre has dicho que te encantaría dedicarte a la discusión de obras con fines didácticos.

La fulminé con la mirada.

Aquello era un condenado secreto, maldita sea.

Pero Dennet me contempló con notable provecho:

—¿Eso es cierto? ¿Estaría dispuesta a darle clases particulares a mi hermana?

En cuanto manifestó su aprobación, Adriana se mostró eufórica y el mayordomo Johansen alzó las cejas, como si no diera crédito a la actitud de su señor.

Por mi parte, la intensidad de aquellos topacios me resultó más de lo que podía soportar. Y me salió del corazón decirlo:

—Siempre puedo intentarlo.

Le repetí la frase que me había dedicado minutos antes, provocándole una singular sonrisa.

Muy similar a la que surgió en el rostro de Amalia:

—Perfecto entonces. ¡Qué suerte que mañana sea lunes! Debería empezar cuanto antes con su ocupación, ¿no creen?

Jorge Loring le dedicó una expresión de reproche con cierto toque burlesco por su sentido entrometido.

Sin embargo, Dennet continuó mirándome a mí:

—Estoy de acuerdo. ¿Y usted?

Terminé por asentir ante los aplausos de Adriana, o de la que iba a ser mi alumna.

Después de disfrutar de un rato más de esparcimiento y de la compañía de todos los presentes, el señor Dennet, su hermana y su mayordomo se despidieron de Jorge Loring agradeciendo su enorme hospitalidad y luego se dirigieron a mí para dedicarme un instante de cortesía. El desenvuelto señor de los llamativos trajes se detuvo un momento en el quicio de la puerta, para ofrecerme una intensa mirada con sus ojos dorados a la par que me decía:

—La esperamos mañana a las diez, Nía.

Y aunque la risa de Amalia estuvo a punto de llevarme a reprenderla por su desvergüenza, consentí que se fueran, no sin esbozar una ligera sonrisa yo también.

El excéntrico señor Dennet

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