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I Lecturas

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Es duro ser mujer.

Y mucho más si no has nacido de alta alcurnia, destinada para un noble propósito.

No obstante, el destino nunca fue algo que me importara especialmente. Por no hablar de que, dentro de mis posibilidades, siempre me consideré una persona afortunada.

Puesto que mi padre, Gustavo, llevaba toda su vida ejerciendo como guardés en la fábrica siderúrgica con mejores rendimientos del país, nuestro nivel de vida era bastante más privilegiado que el de cualquier otro obrero. Aunque quizás no lo suficiente como para que la única hija de un viudo pudiera mantener ciertos intereses.

—Mira, Eugenia, otro paquete de tu tío Adolfo —me dijo mi padre recogiendo el correo de la mañana, justo antes de partir a su jornada laboral. Contempló el fardo con cierta pesadumbre mientras yo lo hacía con la mayor de las ilusiones—. Un día de estos voy a tener una buena charla con mi hermano por llenarte la cabeza de tonterías.

Gustavo Cobalto llamaba «tonterías» a los libros.

Y no era una impresión exclusivamente suya.

En general, leer se consideraba un hábito demasiado extravagante y culto para alguien de nuestra clase social. Principalmente porque no podíamos, ni debíamos, permitirnos perder un tiempo que había que emplear en trabajar. O eso creían los ricos.

Sin embargo, hasta mi padre terminó esbozando una sonrisa que devolví al instante mientras me tendía el envuelto tomo.

Gustavo trabajaba más que vivía y Adolfo vivía más que trabajaba. No porque trabajara menos, sino porque le apasionaba su cometido. ¿A quién no cuando tu deber es viajar? Se dedicaba a comerciar en el extranjero y ello le permitía ser realmente dichoso, lo que contrastaba notablemente con la resignación obrera de mi padre.

No obstante, incluso siendo tan distintos, los dos hermanos siempre me consintieron ser una acérrima apasionada de los libros. Mi tío, porque compartía mi amor por las lecturas, y mi padre, por su incondicional amor hacia mí. O quizás porque él también disfrutaba de las tonterías, aunque en su caso se tratase de introducir pequeños barcos en botellas de cristal que él mismo tallaba desde el principio. Una afición tan minuciosa como entrañable. Ambos hermanos amaban el mar y los barcos a su respectiva manera. Por lo que, en el fondo, siempre supuse que mi padre comprendía que todos necesitábamos alguna tontería que no sirviera de nada a nivel colectivo, pero lo significase todo a nivel personal.

Sea como fuere, mi adorado padre contemplaba satisfecho cómo desenvolvía impaciente el maltrecho papel de embalaje. Esbocé una expresión maravillada cuando leí la portada de la publicación:

—No puedo creer que lo haya encontrado.

Mi padre se asomó a verlo y terminó arqueando una ceja.

—¿Frankenstein? —leyó extrañado—. Cielos, niña, tu tío debe de estar empezando a perder la escasa cordura que le quedaba.

—Para nada —repuse plena de felicidad, apretándolo contra mi pecho—. Llevamos detrás de este libro varios años. Por lo visto fue publicado en 1818 y reescrito en 1831, tal es esta edición. Pero lo mismo es, querido padre. Dicen que se constituye como una de las obras más anómalas de los últimos tiempos. Con un atrevido científico y el monstruoso producto de su ambición —me carcajeé girando sobre mí misma—. ¡No puedo esperar a leerlo!

Dado mi entusiasmo, Gustavo terminó sacudiendo la cabeza y apoyó su curtida mano sobre mi hombro:

—Sabes que te quiero con todo el corazón, Eugenia. Sin embargo, no ocultaré que a tu edad preferiría que centrases tu interés en encontrar un buen hombre. —Puesto que le dediqué una profunda mirada de reproche, el anciano terminó echándose a reír y se enfundó su boina para acudir a donde le aguardaban sus obligaciones—. Aunque también es cierto que, si no fuera por tus tonterías, no serías el principal foco del interés de doña Amalia.

Yo sonreí.

Hasta mi padre debía reconocer que leer tenía ciertas ventajas en lo social. Curiosamente, en lo social más alto.

Amalia Heredia Livermore era la hija predilecta de don Manuel Agustín Heredia, uno de los empresarios más adelantados de España, lo que le había dotado de gran fortuna. Se alzaba como el dueño de un montón de propiedades y fábricas en nuestra hermosa ciudad de Málaga, entre ellas la fábrica de La Constancia, donde trabajaba mi padre. De ahí que hubiéramos tenido la oportunidad de tratarlo personalmente y conocer la bondad de su corazón, escondida tras su fuerte personalidad y afamado carácter.

Pero si don Manuel Agustín era un hombre increíble, nada de lo que pudiera decir sobre él se pondría a la altura de su hija Amalia.

La joven era la décima de los doce hijos que había engendrado don Manuel Agustín de su matrimonio con doña Isabel Livermore Salas, sin embargo, ella siempre supo destacar de entre todos sus hermanos por una naturaleza tan intensa como la de su padre. Amalia disponía de una visión del mundo mucho más allá de los eventos sociales y de las apariencias. Era una dama y, como tal, se aplicaba en el presente, pero su cultura y privilegiada inteligencia le hacían tener un ojo en el pasado y otro en el futuro, por lo que se declaraba amante de la arqueología y de la buena literatura.

Cuando la joven Heredia descubrió que, además de la edad, compartíamos la pasión por los libros, no le importó lo más mínimo nuestras diferencias sociales y me invitó a sus tertulias y reuniones, en las que me exigía compartir todas y cada una de mis opiniones a viva voz y siempre con amplia sinceridad. Yo, que la admiraba y apreciaba tanto su estima, era incapaz de no concederle lo que me pedía, y, aunque muchos de sus invitados se escandalizaban con las reflexiones que salían por mis labios, Amalia se mostraba orgullosa de tenerme entre sus amistades, como si fuera una pieza muy extraña y valiosa cuyo descubrimiento se adjudicaba.

No obstante, cuando don Manuel Agustín falleció dos años atrás, comprobé que Amalia buscaba mi hombro como paño de lágrimas con mucha más desesperación que incluso en sus propios hermanos, y comprendí que realmente veía en mí a una buena amiga.

Algo que yo correspondía de todo corazón.

Por lo que tenía muy claro que aquella misma tarde, cuando fuera a su casa para la merienda, le enseñaría la nueva adquisición que me había provisto mi tío Adolfo.

Aunque su reacción no fue exactamente la que me esperaba.

—¿Frankenstein o el moderno Prometeo? —leyó con los ojos achicados un tanto decepcionada, mientras se llevaba una taza de té a los labios—. He escuchado algo al respecto. ¿No es acaso una novela de fantasía?

—Mejor —repuse dejando mi taza en la preciosa mesita de mármol—. Es ficción científica.

Aquel salón era tan grande como toda mi casa, y desde luego había muchos más libros, distribuidos por varias estanterías de roble de exquisitos labrados, junto a las cuales descansaba un precioso piano de cola.

Mi expresión extasiada continuó sin sorprender a Amalia.

Carraspeó, dejó su taza de té a un lado y me cogió las manos:

—Nía, querida, sabes que te adoro…

—Si tu intención es expresarme lo mismo que mi amado padre sobre que desvíe mis atenciones hacia un hipotético amorío, te aseguro que mi afecto por ti no será suficiente para evitar mi disgusto, Amalia.

Eso la llevó a liberarse en carcajadas. Pese a su considerable temperamento, Amalia tenía una risa agradable y muy honesta.

—Cielos, por supuesto que no. Pero casi —rectificó de forma pícara mientras me mostraba tres libros nuevos que nunca había visto—. Donde se encuentre el romance, que se aparte toda fantasía.

—El romance es la mayor fantasía de todas, Amalia —expresé con cierta chanza.

Lo que provocó que ella sonriera de nuevo y negase con la cabeza:

—A ti te encanta el romance, Nía. Fuiste tú la que me recomendó a Jane Austen.

—Austen es mucho más que romance, y lo sabes —remarqué con las manos. Luego cambié de registro rápidamente para señalar las novelas—: Pero esas no son de Austen, ¿cierto?

Amalia me miró enigmática mientras cogía las obras para tendérmelas.

—No, aunque he oído que están en la misma línea que ella. Puede que mejor.

—Eso lo dudo —opiné escéptica observando sus portadas—. Jane Eyre, Agnes Grey y Wuthering Heights. Es decir, Cumbres borrascosas —leí y traduje del inglés.

Cuando se percató de mi avispada inteligencia, Amalia no tardó en instruirme en su lengua materna, lo que a mí me resultó muy útil para leer novelas extranjeras y a mi amiga, para conversar conmigo al respecto. La de Mary Shelley por supuesto también se encontraba en el idioma de Shakespeare.

Revisé todo posible detalle en los libros de Amalia que pudiera suscitar mi curiosidad. No tardé en deparar en algo, lo que motivó mucho a Amalia:

—Te has dado cuenta, ¿verdad?

—Los tres autores se apellidan igual: «Bell» —respondí rotunda, y aún más convencida añadí—: Son seudónimos. —Y al ver su prominente sonrisa, caí en lo que trataba de decirme—: Son mujeres.

—Y hermanas —certificó Amalia gratificada, desplegando su enorme abanico de bordado—. Hace unos meses me dijeron que se había hecho muy famoso un libro de un tal Currer Bell. —Me indicó la novela de Jane Eyre—. Pero, curiosamente, a la vez salieron publicados otros dos por autores con su mismo apellido. Investigué un poco y resultó que Currer Bell se llama en realidad Charlotte Brönte.

—No me suena —reconocí.

—Pues créeme que lo oirás —asintió—. Se está haciendo de oro en Inglaterra con esta novela. Cosa que no puede decirse de Ellis Bell, o, más bien, de su hermana Emily.

—¿No ha agradado Cumbres borrascosas? —pregunté alzando el tomo.

—Desde luego no tanto como el de su hermana Charlotte —indicó Amalia retomando su té—. Dicen que es polémico, provocador…

—Vaya, que ese es el primero que has adquirido —deduje, calada como la tenía.

—Por supuesto —reconoció entre recatadas risas y aplausos—. Quería los tres, pero Cumbres borrascosas es el primero que pienso leer.

—¿Ves como no todo es el romance? —me jacté.

Sin embargo, la joven Heredia se inclinó hacia mí en su asiento.

—Este supuestamente también es romance, Nía, y de los intensos. —Me guiñó un ojo, haciéndome sonreír—. Lo que trato de demostrarte es que hay muchos tipos de romance.

—Y yo te digo que no —suspiré defendiendo mi postura—. ¿Cuántos libros habremos leído ya, Amalia? —Me recosté en el precioso sillón isabelino—. ¿Y en cuántos pasa siempre lo mismo? Hasta en los de Jane Austen —me exasperé un tanto cómica—. Siempre hay una muchacha insegura, con carácter o no, pero insegura, a la que se le aparece un caballero orgulloso que no se doblega por nada hasta que comprende que la ama. O ella le ama a él y se conquistan mutuamente. ¿No te cansa intuir tanto el final de una historia? ¿No te aburre?

Amalia liberó un enorme e irónico suspiro ensoñador:

—Oh, sin duda, es soporífero.

Yo le di un pequeño achuchón cómplice por su escepticismo.

—Hablo en serio, Amalia. Leo porque me gusta soñar y precisamente por ello no puedo soñar siempre con lo mismo, pues no hay mayor ponzoña para las ilusiones que el hastío. —Ya que me sonrió enternecida, tuve que decirlo—: A veces es más sano para el corazón soñar con verdaderos imposibles, que no te esperancen de ninguna manera. El romance planta una semilla de anhelo en el alma de las doncellas que se marchita cruelmente cuando es regada por la triste realidad de la arrogancia masculina.

Amalia esbozó una mueca de desagrado:

—En eso no puedo más que darte la razón. De ahí sostengo que el amor es un estupendo imposible con el que fantasear.

Al momento dibujé una enorme sonrisa:

—¿Lo dices por don Jorge?

—¿Qué? —se escandalizó ella algo sobreactuada—. Por favor, no me ofendas con semejante sujeto. Bastante debo aguantar con que sea socio de la familia.

—No finjas, Amalia, es evidente que le profesas los más bellos sentimientos.

—Por enésima vez, eso no es cierto, Nía —negó apurada, aunque enseguida expresó desconsuelo—. Y, de serlo, como si le importase. Cuando nos tiene delante a ambas es obvio a cuál de las dos antepone.

Yo resoplé.

Jorge Enrique Loring Oyarzábal era el tercer hijo de George Loring, un comerciante originario de Massachusetts. Se afincó con su esposa en Málaga tiempo atrás y se habían convertido en una de las principales familias de empresarios junto con los Heredia y los Larios, incluso después de fallecer su progenitor, gracias a la formidable gestión de los hijos con sus propiedades. Jorge tenía ocho años más que nosotras, había cursado sus estudios en Harvard y mantenía algunas diferencias notables en su refinado comportamiento con las maneras que nos procurábamos en Málaga, pero desde el primer momento que Amalia posó su mirada de azabache en él, supe que esta le había entregado por completo su corazón.

Sin embargo, dado el carácter orgulloso de mi amiga, esta prefería evitarle o saltar con alguna impertinencia de las suyas cuando Jorge le hablaba, lo que había provocado en el caballero una cierta preferencia hacia mi compañía. Pese a ello, yo sabía que en el fondo aquella actitud solo pretendía enmascarar su incomodidad hacia el desdén de la otra.

—Qué diferente es usted de ciertas damas, señorita Cobalto —me expresaba el joven Loring cada vez que Amalia se mostraba desagradable con él—, sin duda la categoría no lo es todo en la educación de una mujer. Por eso, para mí usted es mucho mejor que la mecenas a la que tanto estima.

Y yo me limitaba a sonreírle bastante apurada, pues lo que él denominaba categoría, yo lo consideraba libertad, y de haber dispuesto de ella, estaba convencida de que habría demostrado incluso más genio que Amalia a la hora de expresar mis ocurrencias. A pesar de saber que mi bajo nivel social nunca me lo permitiría.

Dejaba mis reflexiones menos apropiadas para los poemas o relatos que escribía por pura afición y que no compartía ni siquiera con Amalia. Sencillamente porque no me convenía que se conociera esa parte de mí.

Y eso era quizás lo que me tenía tan desencantada del romance o del amor.

¿Cómo iba a encontrarlo cuando no podía permitirme ser yo misma? Mucho menos con un hombre.

Así asumí que todo buen sentimiento que me pudiera procesar un caballero como Jorge Loring, por muy distinguido que este fuera, sería para mí tan irreal como las novelas más rocambolescas. Además de que nunca podría traicionar a Amalia de ese modo sabiendo lo que sentía por él.

—Eres tan hermosa —me dijo la Heredia de repente haciéndome sonreír—, normal que todos mis invitados se muestren embriagados por tu presencia. Contemplan esos ojos que tienes y dudan si eres real.

Yo me cohibí un poco.

Era cierto que mis ojos oscuros siempre habían presentado un matiz violáceo tan poco común como difícil de explicar. No obstante, lejos de hacerme sentir orgullosa, siempre me habían acomplejado. Por lo que precisé cambiar de tema.

—Tú eres mucho más bella que yo —corregí imprimiéndome de cierto humor—, y seguro que todos esos invitados tuyos en realidad se sorprenden porque me toman por tu ama de llaves y no entienden cómo puedo hablar tanto en tu presencia.

—¡Oh, no digas eso ni en broma, Nía! —me riñó contundente mi amiga—, cualquiera que te oiga se da cuenta de que tu educación no es la de cualquier mujer. Mucho menos la de un ama de llaves. Aunque les guarde gran respeto —corrigió al instante haciéndome sonreír.

Amalia no era la típica señorita rica que juzgara a los demás por su ocupación o por sus orígenes.

No era la típica señorita en nada.

—Me basta con que tú sepas la verdad sobre mí —le tomé la mano—, por eso eres la única con la que comparto mis lecturas. Tanto las que son de papel como las que me surgen sobre el mundo.

La joven Heredia me devolvió la expresión de afecto, se levantó y me animó para fundirnos en un cálido y fraternal abrazo. Luego me acompañó a la enorme entrada de su casa, pues ya era hora de que regresase.

La mansión de los Heredia estaba situada en el número 28 de la avenida de la Alameda, en la esquina con la calle Torregorda. Aquella era la zona residencial más adinerada y prestigiosa para vivir, repleta de árboles que refrescaban las tardes de verano y en cuyo centro a menudo tocaban orquestas por las noches, a las que podías escuchar cómodamente desde los bancos de piedra. Casi todos sus vecinos eran socios de la familia Heredia, como los Loring, que vivían en el número 49. La casa de los Heredia, por su parte, era igualmente impresionante, tan grande como un hotel, aunque Amalia solo la compartiera con su madre, sus dos hermanos mayores y sus respectivas mujeres.

En el lado de la Alameda que daba a su puerta me esperaba su coche de caballos, como siempre, para llevarme hasta el barrio del Perchel, donde se encontraba mi hogar. Bastante más humilde, pero no menos acogedor.

Justo cuando pensé que nuestra conversación había terminado, Amalia Heredia me detuvo antes de que saliera por la puerta:

—A propósito, Nía, no te he dicho que tenemos un nuevo vecino.

Informó indicándome la vivienda de en frente, algo más pequeña que la suya, pero igual de bonita y envidiable. Por lo general, siempre estaba vacía, aguardando a que acaudalados comerciantes extranjeros o nacionales se afincaran en ella temporalmente para establecer algún negocio.

—¿Un socio vuestro? —pregunté con no demasiado interés.

—Que yo sepa no —respondió ella—. Todavía no le he visto. Aunque he oído que es un joven heredero de una empresa americana de transportes. —Me miró de esa forma que escondía claras intenciones, por lo que ya empecé a negar—. Y que es tan excéntrico como apuesto.

—Tanto reproche por interpretar tus sentimientos cuando tú eres incluso más testaruda que yo en esos términos —la reñí algo exasperada—. ¿Cuántas veces deberé rogar que no me presentes a más socios o conocidos tuyos con propósitos casaderos? Por Dios, Amalia, eres peor que la Emma de Austen.

—Lo dices como si te buscara pareja —ironizó con cierto retintín—. Además, ya es tarde. —Se cruzó de brazos, satisfecha—. Lo he invitado a mi fiesta de mañana en la Hacienda de San José. Así que más te vale acudir y ponerte el vestido que te regalé.

La contemplé incrédula y muy molesta, lo que no le impidió cerrarme la puerta en las narices. Eso sí, lo suficientemente despacio como para darle tiempo a informar:

—Y, por cierto, se llama Dennet.

El excéntrico señor Dennet

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