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V Ficción y Ciencia

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El resto de la semana acudí a casa del señor Dennet a la misma hora y en las condiciones acordadas. Igual que todas las venideras.

Este no se equivocó cuando predijo que mi padre se sentiría muy orgulloso al enterarse del salario que iba a ofrecerme, así como intuía lo feliz que me estaba haciendo ejercer de institutriz para la señorita Adriana.

Amalia Heredia fue otra que aplaudió con gran alegría mi inesperado cometido, y yo no podía más que tomármelo muy en serio. Sobre todo, cuando aprecié que el señor Dennet no volvía a entretenerse a conversar conmigo. Ni en el desayuno, al que siempre me convidaban, ni en mi partida, a la que como mucho se preocupaba de despedirme. Aunque nunca se olvidaba de prestarme el correspondiente volumen semanal de ficción científica.

—Ya es hora de que le presente a alguien muy especial, mi estimada Nía —me dijo un martes poco después de que Adriana nos dejara solos. Aquel iba a ser el décimo volumen que me facilitaría. Y me sorprendió que fuera en francés—. El señor Jules Verne y sus viajes extraordinarios. No sé si le dará problemas su idioma natal.

Yo negué segura de mí misma. Después de que Amalia me instruyera en el inglés, le insistí para que hiciera lo mismo con el país vecino, más sabiendo que este también producía joyas de incalculable valor como El conde de Monte Cristo, de Alexandre Dumas, o Nuestra Señora de París, de Victor Hugo. Supuse que mi amiga se lo habría comentado, ya que también disfrutaba mucho conversando con Dennet, tanto de literatura como de mí.

Nunca había oído hablar de Jules Verne, pero la textura rugosa de la cubierta de aquella obra, así como su sugerente título, Cinq semaines en ballon, o Cinco semanas en globo, terminó por suscitarme grandes ansias de conocer a dicho autor. Dennet me reveló que además existían otros cinco viajes extraordinarios y que estaba convencido de que ninguno me dejaría indiferente.

En momentos como ese, debía reconocer que aquel caballero tan excéntrico actuaba increíblemente agradable.

Pese a todo, y quizás precisamente por ello, era digno de señalar su comportamiento las tardes o mañanas que disfrutaba de su compañía junto con la de otras personas en la zona céntrica de la Alameda, en la casa de mi amiga o en la de Jorge Loring, pues resultaba mucho más altivo y arrogante que cuando se encontraba en la intimidad de su hogar. De ahí que su presuntuosa actitud, tan en contraste con su manifiesta inteligencia y la generosidad de sus formas, me tuviera bastante irritada. Así que cuando Amalia insinuaba algún tipo de interés en mí hacia su persona, no podía más que manifestar mi más absoluto desagrado.

—No se puede ser tan apuesto, supongo —rio Amalia después de expresarle mi opinión con gran calor.

La suerte convino que Jorge Loring lo escuchara y expresase su desacuerdo, pese a que él también había consolidado un fuerte aprecio por el señor Dennet en aquellas últimas semanas.

En verdad este tenía un talento innato para ganarse a la gente.

Sin embargo, yo no estaba dispuesta a que conmigo hiciera lo mismo. Al menos no en aquellas concretas circunstancias.

Aquel viernes transcurrió como el resto de las demás jornadas de estudio. Ya llevaba tres meses instruyendo a la señorita Adriana y nos encontrábamos leyendo a Jane Austen. Esos días, Sentido y sensibilidad, por supuesto también en inglés y analizando sus escenas. Hasta que el señor Dennet irrumpió en la biblioteca con su mayordomo, justo cuando mi alumna y yo ya estábamos concluyendo la clase.

—Señorita Nía —se dirigió a mí el dueño de la casa—, mañana voy a organizar un almuerzo en el comedor para todos mis vecinos y me gustaría invitarla también.

Yo parpadeé contrariada y dudé.

No esperaba la proposición y me parecía fuera de lugar:

—Es usted muy generoso, señor Dennet, pero entre el desmesurado sueldo que me ha concedido y la bondad de su consentimiento para usar libremente su lustrosa biblioteca, estoy segura de que su padre se escandalizaría si también me dignase a asistir a sus reuniones privadas.

El señor Johansen tuvo que reír:

—Le aseguro que el padre del señor está encantado con su presencia en esta casa.

Dennet le dedicó al mayordomo una mirada de reproche por la información que me acababa de facilitar que, lejos de reprenderle o asustarle, curvó todavía más su blanco bigote.

No obstante, seguía resultándome sorprendente la revelación:

—¿Le ha hablado a su padre de mí?

Dennet volvió a contemplarme y recuperó su postura solemne:

—Se está encargando de la educación de mi hermana. Por supuesto que está al corriente de su excelente trabajo. —Luego alzó la mano para que Johansen le tendiera tres sobres—. Y hablando de familia. La señorita Heredia me ha dicho que su pasión por los libros viene inculcada por su tío, el cual vuelve de su último viaje comercial, si no me equivoco, esta misma noche. Me gustaría, por tanto, convidarle también al evento, así como a su padre, el cual no tengo el gusto de conocer todavía.

El excéntrico señor Dennet

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