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IV Lecciones

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A las diez menos cuarto de la mañana del día siguiente me vi en la puerta del señor Dennet incapaz de llamar.

Me levanté especialmente temprano aquel lunes, no sin que mi padre se mostrase entusiasmado por el trabajo que me había surgido. Y me dirigí con tiempo de sobra desde mi casa del Perchel en la calle Jacinto, cruzando el río por el puente de Tetuán, hacia la lustrosa Alameda, donde comencé a aletargar mis pasos hasta la mansión de Dennet, situada frente a la de los Heredia. Y dando gracias porque mi entrometida amiga no estuviese despierta para espiarme desde la ventana. De hecho, miré varias veces para constatarlo.

La cuestión era que llevaba como veinte minutos frente al enorme portón de roble sin decidirme a llamar por haber llegado demasiado pronto. Por no hablar de los terribles e inexplicables nervios que me tenían presa las entrañas, impidiéndome posar los nudillos con contundencia.

No sabía qué me ocurría.

Justo me estaba martirizando por mi ilógica actitud cuando la puerta se abrió y apareció el señor Johansen, quien se llevó una buena sorpresa al verme, así como una gran alegría:

—Señorita Cobalto, qué temprano llega usted.

—Perdone. No sabía si llamar a la puerta.

—No se disculpe —quitó él importancia con sus manos enfundadas en guantes blancos, y me fijé en que había salido a recoger un par de botellas de leche, que por supuesto los ímpetus no me dejaron apreciar—. Aparece usted justo a tiempo para el desayuno.

Aquello me desconcertó. Aunque no más que cruzar el umbral de la casa y que la señorita Adriana se tirara a mis brazos con gran frenesí.

Me di cuenta rápidamente de que era una muchacha muy efusiva. Así como cercana. No tardó ni un segundo en tutearme.

—¡Has venido! —Se separó un poco para mirarme con sus bellos ojos azules de matiz dispar—. Nía, ¿no?

Me quedé sin habla. Y no solo por el recibimiento.

Aquella mansión resultaba realmente espectacular. Incluso más que la de los Heredia o la de los Loring. Si bien el exterior se mostraba dotado de cierta discreción en las molduras o en las columnas pintadas de blanco, añadidas a la suavidad de los rosados muros, el interior parecía poco menos que un constante juego de contrastes. El suelo lucía todo forrado de parqué, del mismo tono caoba que los muebles, de enrevesadas tallas. Las paredes estaban cubiertas de un hermoso papel dorado y gris de motivos geométricos. Sin embargo, resultaba difícil prestarle atención con tantísimos relojes descansando sobre su superficie, y de todo tipo. Grandes, pequeños, redondos, ovalados. Todos ellos de metal, aunque de diferentes tonalidades. Mis ojos solo pudieron seguir hacia arriba los detalles de la sinuosa escalera de caracol, de mármol y hierro fundido. Al llegar al techo deparé en la reluciente lámpara de cristal y en el inmenso mural de motivos mitológicos.

Pero enseguida volví a la realidad de mi presente, pues el abrazo de su joven dueña se estaba prolongando en exceso para lo estipulado.

Por suerte Johansen medió por mí distanciándonos.

—Señorita Adriana, ya ha quedado claro que su institutriz es bien recibida —se carcajeó el hombre—. Y su nombre es Eugenia. Debe referirse a ella por doña Eugenia o señorita Cobalto, así como hablarle de usted. Ya escuchó ayer los consejos de su hermano.

Eso me hizo recordarle.

Aunque en realidad me sentí un tanto culpable, pues en verdad estaba esperando a que lo mencionaran.

—A propósito, ¿dónde se encuentra el señor Dennet?

—Está trabajando en su estudio de la planta de arriba —respondió Johansen a mi pregunta ofreciéndose a ayudarme con el chal—. El señor inicia sus ocupaciones desde bien temprano.

—Sieeempre está trabajando —expresó Adriana con notable pereza, de una forma que me hizo sonreír—. No hace otra cosa. Y si le sobra algo de tiempo se comporta terriblemente estirado.

—Señorita Adriana —le regañó de nuevo el mayordomo.

Tuve que taparme la boca para no resultar grosera por mi risa. Al parecer mis primeras impresiones sobre el dueño de la casa no habían sido desacertadas. Me pilló desprevenida que Adriana me cogiera de la muñeca con la mano forrada en guante y se dirigiese a mí:

—Eres realmente guapa, por cierto.

—¿Le apetece tomar algo en concreto, señorita Cobalto? —quiso cambiar de tema Johansen.

—¿Cuántos años tienes? —le ignoró Adriana.

—¿Tal vez un café? —intentó hacer también el hombre—. ¿O unas tostadas?

Volví a contener la sonrisa.

Tuve claro que aquellas personas eran muy diferentes de las que estaba acostumbrada a tratar.

—Un café estaría bien —repuse escueta.

—¡Café! —canturreó la muchacha, sorprendiéndome por su entusiasmo.

El caballero asintió y me indicó que lo siguiese a lo que, supuse, sería la cocina. Sin embargo, hasta la entrada me resultó poco menos que exquisita, tan decorada y meticulosa como todas las demás estancias.

El señor Johansen se dirigió a alguien en su interior:

—La señorita Cobalto desea un café, doña Gloria.

—¿Solo un café? —se oyó decir desde dentro con cierta indignación.

Cuando vi la amplitud de la estancia quedé impresionada. Estaba amueblada como la típica cocina inglesa, pero su disposición resultaba muy original. Albergaba un pequeño comedor y una barra de servicio que daba al mismo, tras la cual se encontraban todos los muebles necesarios para proveer cualquier buen banquete. A la par que era una composición sencillamente placentera.

Detrás de la barra vi una figura trabajando animadamente que me daba la espalda, hasta que Larry Johansen carraspeó para proceder a presentarnos:

—La señorita Eugenia Cobalto. Señorita Cobalto, esta es la señora Gloria Soler.

—Mucho gusto, querida —me dijo la mujer dándose la vuelta—. Dígame qué puedo ofrecerle. Soy la mujer más feliz del mundo cuando me piden cocinar.

Me sentí enmudecer. Descubrí a una dama con atuendo de cocinera, por lo que no quedó duda alguna de su ocupación, aunque no esperé que rezumara tantísimo estilo. Su hermosura, resaltada por un cabello blanco como la nieve y unos ojos azules increíblemente claros, provocaba tal impresión que, de haber vestido con otros hábitos, la habrían hecho pasar por emperatriz.

Me incliné ante ella a modo de saludo:

—Si eso es así, no dudaré en solicitar unas tostadas con mantequilla, por favor.

—Por supuesto —se alegró ella poniéndose manos a la obra. Aunque se dirigió un momento al mayordomo—. Cielos, es toda una belleza. Y qué ojos.

—¿A que sí? —se jactó Adriana, haciéndome sonrojar.

Resultaba increíble que se fijaran en mis ojos dada la intensidad de sus propias miradas, pero puesto que el señor Johansen me vio apurada, volvió a carraspear y las riñó a ambas mientras me ofrecía asiento en la mesa de comedor.

—Señorita Adriana y señora Soler, sé que es mucho pedir, pero les ruego que no espanten tan pronto a la nueva institutriz, no vaya a ser que tome la puerta y no vuelva jamás por aquí.

Sonreí ligeramente y resté importancia:

—Para nada. En todo caso solo puedo estar agradecida por el honor de sentarme a su mesa cuando ya debería estar empezando mi jornada laboral por petición del señor Dennet.

—Qué disparate, niña —exclamó la señora Soler, asombrándome por sus formas—. Que el señorito le dijera de estar a las diez no quiere decir que fuera para ponerse inmediatamente a trabajar. Lo primero en el día es un buen desayuno.

—Y mejor… —añadió el mayordomo otorgando cierta expectación.

A lo que concluyeron los tres al unísono:

—Si son más de uno.

Adriana aplaudió gratificada. Y yo no pude más que fascinarme por la personalidad de todos ellos. Juegos de palabras incluidos.

—Solo así se puede empezar a rendir como es debido —sonrió la cocinera sirviéndome café y un par de apetitosas tostadas.

En ese gesto, me di cuenta de que ella también llevaba unos preciosos guantes blancos de textura impermeable. Di por sentado que debía de ser una norma para el servicio.

—Es de sentido común —dijo Adriana son cierto tono impertinente sentada lo más cerca posible de mí, provista de lo mismo que yo, más un zumo de naranja. Me sorprendió mucho la contundencia de sus mordiscos dada la categoría de su nivel—, qué triste que mi hermano carezca de él.

Curiosamente, y como si lo hubiéramos invocado, unos fuertes pasos se oyeron atropelladamente en el piso de arriba y se extendieron por las escaleras principales, volviéndose más y más próximos, hasta que surgió alguien por la puerta de la cocina, hablando entrecortadamente:

—¡Viejo, ¿por qué no me has dicho que ya casi eran las diez?!

Me manifesté perpleja.

Aunque no menos que él cuando me descubrió allí.

De repente apareció un Dennet muy distinto al que había visto hasta entonces. Con el negro cabello algo revuelto y un lustroso traje ambarino a medio poner, pues, pese a llevar ya los guantes negros y una corbata lavanda colgando, lucía una parte del pecho ligeramente descubierto que no le había dado tiempo a atrapar con toda la hilera de botones. Me pareció dilucidar algunas extrañas cicatrices en su busto, el cual me resultó más definido de lo que ya me había figurado. Sin embargo, apenas pude fijarme bien, pues fue verme y alzar instintivamente las manos al cuello para cerrarse la camisa con mucho pudor. O eso me revelaron sus increíbles ojos amarillentos.

Aquella expresión de desconcierto me resultó la más hermosa de sus versiones y, en aquel instante, se me pasó por la cabeza que quizás fue esa misma la que esbozó cuando se cubrió con una máscara la noche en que nos encontramos por primera vez.

—Nía —titubeó confuso—, qué temprano está aquí.

—Lo… lo siento mucho —dije contrariada.

Sentí que estaba en la obligación de disculparme. Incluso me puse de pie. A fin de cuentas, él era el dueño de la casa y yo había aceptado la invitación de su servicio y de su hermana pequeña.

Sin embargo, él negó con la cabeza:

—En absoluto, yo…

—Por supuesto que no debe sentirlo —continuó la señora Soler por él para mi absoluto asombro por sus confianzas. Y eso no fue nada para lo que añadió—: En todo caso debería disculparse él, que cuando se mete en su trabajo se olvida completamente del mundo y de los demás.

Dennet arqueó una ceja y dibujó una mueca de reproche mientras terminaba de cerrarse la camisa.

Nunca había visto a una cocinera interrumpir o dirigirse así a su señor. Aunque tampoco sonreírle con tanta ternura a la vez que le ofrecía algo que comer.

—A ver cuándo aprende a relajarse un poco, señorito —le dijo con cierto tono maternal, poniéndole un plato de pan y algo de zumo en la mesa—. Un día va a estallar de tantas ideas que surgen en esa cabeza.

Este le dedicó una expresión agradecida a la par que cariñosa mientras tomaba asiento a mi lado.

Puesto que no me dijo nada, continué de pie.

Me incliné ligeramente, con prudencia:

—¿De verdad le parece bien que me siente?

Él sacudió la cabeza, como si no hubiese deparado en algo fundamental. Más bien en alguien. Y me indicó con la mano que me acomodara, restando importancia.

—Por supuesto que sí —asintió con cierto apuro y se llevó las manos al cabello para adecentarse un poco—. La señora Soler tiene razón. A veces me introduzco demasiado en mis proyectos.

Yo le miré con curiosidad, y no solo por lo simpático que me resultó el contraste de su glamuroso porte con la distendida manera de servirse el desayuno.

—¿Puedo saber en qué consisten esos proyectos para resultar tan absorbentes? —pregunté sin contenerme.

De repente, Adriana, el señor Johansen y la señora Soler dejaron todo lo que estaban haciendo para observarnos con atención. Pendientes a lo que Dennet iba a responderme.

Muy consciente de ello, él esbozó una sonrisa tímida y enigmática:

—Digamos que requieren tener en cuenta demasiadas variables como para poder despistarme de alguna de ellas.

—¿Tantas variables precisa el transporte? —formulé con notable interés. Y su sorpresa me llevó a insistir—: Es eso a lo que se dedica su empresa, ¿no es así?

Dennet aguardó manteniéndome la mirada, a la vez que nuestros acompañantes fingían seguir con sus atenciones.

—Justamente —asintió él. Condujo su dorada mirada a las tostadas, pese a que fue evidente que seguía pendiente de mí—. Discúlpeme, pero no voy a ocultar que sigo muy impresionado por su puntualidad, Nía.

—Dudo que mi puntualidad impresione a un hombre que colecciona tantos relojes —señalé haciéndole reír—. Cuesta creer que descuide su tiempo disponiendo de tantos indicadores para recordárselo.

—¿De verdad cree que los relojes indican mi tiempo?

Aquello originó otro silencio en la estancia. Y de nuevo los otros tres permanecieron atentos a mi réplica.

Eso me llevó a arrugar el ceño:

—¿Para qué si no sirve un reloj?

Dennet me escudriñó entonces con intensidad.

Luego esbozó una sonrisa y se centró en su bebida.

—Una reflexión muy lógica —puntualizó con sencillez. A continuación, miró a su hermana, quien estaba a punto de beberse su café con gran placer, pero le puso la mano sobre la taza para centrar su atención—. Hablando de tiempo, y para no hacer perder el suyo ya que ha tenido el detalle de ser tan precisa, qué menos que ponerse cuanto antes con sus lecciones, ¿no crees, Adriana?

—Por mi parte, claro. —Se encogió la joven de hombros mientras se giraba hacia mí con la más bella de sus expresiones—. ¿Qué va a enseñarme primero, señorita Nía?

El señor Johansen se llevó la mano a la cara por la forma en la que había decidido llamarme la señorita Adriana. Dennet, lejos de reñirla, no pudo más que sonreír. Y dada su desenvoltura me vi obligada a consentírselo. Después de todo, su pregunta me pilló desprovista.

—Lo cierto es que no traje sopesado nada en concreto —repuse sincera, a lo que añadí con cierta presteza—: Me gustaría primero conocer en qué punto se encuentran ahora sus conocimientos y seguir desde ahí.

Dennet dio un sorbo a su zumo sin apartar su amarilla vista de mí, detalle que me tenía algo turbada. Pero procuré mantener la atención en Adriana.

—Acabo de empezar con mis estudios —reveló ella con algo de pudor—, salvo lo más clásico, no conozco mucho más.

Medité con actitud analítica:

—¿Por «clásico» debo suponer a Shakespeare?

La joven arrugó el gesto y pareció dudar, buscó en su hermano algún tipo de indicación, a lo que este le dedicó un simple asentimiento de cabeza.

Así que Adriana volvió a contemplarme decidida:

—Sí, Shakespeare sería un buen comienzo.

—De acuerdo —convine, y junté los dedos a la par que me erguía para tomar una postura distinguida y de autoridad—. ¿Ha leído alguna obra suya?

—Alguna sí —respondió poco convencida.

—¿Cuál?

—Entera… creo que solo El sueño de una noche de verano.

—Esa es formidable para empezar —determiné metida en mi papel de institutriz—. Le diré lo que haremos, a ver qué le parece. Esta semana, empezando por hoy mismo, dedicaremos las mañanas a leer algunos pasajes de dicha obra para analizarlos. ¿Disponemos de su versión en inglés? —pregunté dirigiéndome a Dennet. Y puesto que me confirmó con la cabeza, proseguí—: A su vez, le mandaré otra de sus creaciones para que la vaya leyendo por las tardes con el propósito de repetir el proceso la semana que viene. De este modo trabajaremos con el idioma, el análisis de texto y del estilo del autor mientras usted sigue leyendo.

Adriana mostró una expresión bastante atónita, puede que asustada, lo cual me preocupó:

—¿Es mucho pedir quizás?

—Es perfecto —respondió Dennet por su hermana, a la que quiso forzar recalcando sus palabras—, ¿a que es un plan perfecto, Adriana?

—¿Lo es? —curioseó ella hacia su hermano manteniendo la expresión, y puesto que este intensificó la mirada, no sin algo de desgana, terminó por asentir hacia mí—: Lo veo bien, señorita Nía.

Yo sonreí y me puse de pie:

—Estupendo. En ese caso, comencemos.

Adriana esbozó una mueca de resignación y me imitó. Quiso llevarse su taza de café, pero Dennet se la quitó de las manos con gran destreza, provocándole un notable disgusto. Su hermano, sin embargo, la ignoró y dio un sorbo a su propia bebida de fruta.

—Creo que en la biblioteca estaréis más cómodas. Señor Johansen —le indicó al mayordomo, y este se enderezó esperando instrucciones—, asegúrese de que la señorita Nía disponga del libro que necesita para sus lecciones de esta semana.

Johansen se inclinó ligeramente y me señaló la puerta con la mano en una pose muy cortés:

—Será un placer.

Adriana salió con pies de plomo de la cocina y yo quise ir tras ella, pero la voz de Dennet me interrumpió el paso:

—Nía, no vaya a marcharse sin que el señor Johansen me avise de su partida. Es preciso discutir con usted la cuestión del salario.

Aunque aquello me supuso cierta incomodidad, comprendí que era un asunto necesario, así que asentí y por fin me despedí de él para seguir a Adriana y al señor Johansen.

Pese a que ya no compartía el mismo espacio que él, mantuve la presencia de sus ojos ambarinos largo rato.

Solo me distrajo apreciar la estancia a la que nos condujo Larry Johansen.

Dennet la llamó «biblioteca», pero aquella habitación me resultó mucho más que eso. Era amplia, muy luminosa por las cristaleras de las inmensas ventanas, y la combinación del rojo de los sillones isabelinos con el lapislázuli de las paredes y el ébano de los muebles resultaba embriagadora. Allí también había muchos relojes, todos ellos coordinados para indicar la misma hora. Aunque por supuesto mi atención se centró en los incontables libros de las estanterías. Quedé fascinada contemplándolos mientras Adriana tomaba asiento en el sofá más ancho y Johansen buscaba el tomo que precisábamos.

Pronto, este último vino hacia a mí y me lo tendió:

—Confío en que le sirva.

Yo acaricié la cubierta verde jade con letras doradas que decía: A Midfommer nights dreame, o en español El sueño de una noche de verano. Abrí la hermosa edición en inglés y la ojeé, apreciando su calidad.

—Es sencillamente perfecta —certifiqué muy agradada, a lo que el mayordomo asintió y procedió a retirarse. Sin embargo, me preocupé de llamarle—: Señor Johansen, si no es molestia, dígale al señor Dennet que pienso concluir mis lecciones a la una y media del mediodía. Me parece cruel que no sepa cuándo va usted a interrumpirle para anunciarle mi partida. Da la sensación de ser bastante esclavo de su inspiración.

Johansen curvó su pomposo bigote blanco hacia arriba y alzó las cejas antes de darse la vuelta:

—No sabe usted hasta qué punto.

Dicho esto, nos dejó solas. Así pude tomar asiento frente a Adriana y proceder a iniciar mi primera lección:

—Dígame, señorita Adriana…

—Tuteémonos, señorita Nía —me interrumpió de repente, sorprendiéndome con su petición. Y sus ansias—. Por favor.

Lo solicitó con tanto ímpetu que no me quedó más remedio que aceptar.

—Está bien. ¿Qué recuerdas de esta obra, Adriana?

La joven señorita se meció el largo cabello con cierta parsimonia no muy propia de su personalidad, anunciándome lo que confesó instantes después:

—No demasiado, la verdad. Principalmente que tiene muchos romances y que está escrita en verso. Siendo sincera me resultó caótica y bastante absurda.

Tuve que esbozar una sonrisa:

—Suele ocurrir cuando el romance se mezcla con la comedia y hay tantos personajes en escena.

—Sí, eso lo recuerdo bien. —Me quitó el libro de las manos—. No me acuerdo de sus nombres porque me resultaron demasiados para un libro tan corto.

—Esa es precisamente la grandeza de Shakespeare —repuse yo—. Muchos estarán de acuerdo conmigo en que ningún escritor presentaba personajes mejor que él, en pocas palabras o en muchas, la cuestión es que conseguía conferirles verdadera presencia y personalidad, así como dotarlos de valores incuestionables del alma humana. Algunos incluso se atreven a separarlo por completo del resto de poetas o escritores ingleses pues, mientras que lo inglés tiende a disimular o enmascarar la ironía más descarada, Shakespeare era dado a la exageración y a los excesos.

—¿«Excesos»? —repitió Adriana poco persuadida—. Si es el colmo de lo romántico y galán.

—Eso no quiere decir que no fuese osado o atrevido —repuse en una mueca divertida—, ten en cuenta además que hablamos de una época muy anterior. Esta obra en concreto se escribió alrededor de 1595. Por entonces la gente actuaba mucho más comedida. Piensa en el personaje de Helena, por ejemplo —dije señalándole el libro, como si así pudiera mostrársela—, una mujer que es terca en su amor por Lisandro y que no duda en perseguirlo pese a ser consciente de lo humillante que resulta para las mujeres cortejar en vez de ser cortejadas, más aún cuando el amor no es correspondido. Para mí, su monólogo en dichos pensamientos es de los mejores pasajes de esta obra. Y, sin embargo, imagino a los espectadores de entonces juzgándola encarecidamente antes que apreciando esa reivindicación a manifestar tan abiertamente sus deseos de insistir o luchar por amor. He ahí la osadía de Shakespeare, quien a través de ella hace una reivindicación hacia la libertad de la mujer.

Adriana abrió el libro y lo contempló con una curiosidad que no había expresado hasta entonces:

—No se me había ocurrido. Y eso que cuando leí la escena que me citas me resultó vergonzosa y patética por el personaje.

—Tiene muchos momentos así —expliqué—, no deja de ser una comedia. Pero sin duda es una obra cargada de valores y sentidos muy profundos.

Adriana me sonrió y comprendí que la lección había tomado un buen rumbo.

Las siguientes horas las pasamos hablando de los personajes de El sueño de una noche de verano y de qué quería expresar Shakespeare a través de ellos.

El tiempo transcurrió de tal manera hablando del amor y de sus diferentes expresiones que no deparé en que alguien llevaba largo rato mirándonos apoyado en el marco de la puerta.

—Hice bien al suponer que era usted una romántica empedernida, Nía.

Se animó a decir entonces, interrumpiéndome en mi discurso.

Puesto que me encontraba entusiasmada tratando la apasionada y orgullosa relación entre Titania y Oberón, casi me sonrojé cuando aprecié que estaba allí:

—Dennet.

Contemplé entonces las paredes y comprobé que me había excedido veinte minutos de la hora acordada para concluir la clase. El apuro que me produjo me llevó a levantarme de sopetón.

Dennet resopló divertido.

—Me alegra no ser el único en evadirse de la realidad cuando el asunto le embelesa. Pese a tener tantos relojes a mi alrededor —apostilló en referencia a mi comentario de aquella misma mañana.

—Lo siento mucho —dije con la cabeza gacha.

—No se preocupe —restó importancia él con su enfundada mano de negro. Luego se dirigió a Adriana—. Hora del almuerzo, hermanita, te lo has ganado. Pero nada de café, ya has tomado bastante por hoy.

La bella muchacha aplaudió satisfecha y se levantó rauda para acudir a la cocina, dando la sensación de pretender desobedecer a su hermano. Aunque en un último instante se frenó en el quicio de la entrada para volverse hacia mí:

—¿Qué libro debo ir leyendo, señorita Nía?

Por un momento, el desconcierto de la presencia de Dennet me mantuvo ausente, hasta que caí en que se refería a la obra que tenía que ir preparando por las tardes para comentarla la semana siguiente:

—Romeo y Julieta, si quieres.

—Supuse bien, sí —susurró Dennet divertido, terco en su teoría de mi hipotética tendencia al romanticismo, para mi ligero bochorno.

—Estoy deseando escuchar lo que opinas sobre esa —me dijo Adriana con cierta motivación—, seguro que me revelas cosas en las que ni siquiera había deparado. Como en esta. —Alzó la obra de tono jade—. Vuelve a ser puntual mañana, por favor.

Y dicho eso, salió de la biblioteca dejándonos solos a Dennet y a mí.

Consciente de que el joven caballero me observaba, me recoloqué algunos mechones de cabello que se me habían escapado del recogido.

No esperé que caminase hacia mí y me dijera aquello:

—Estoy sorprendido. Es usted la primera que consigue el prodigioso logro de concentrar la atención de mi hermana, y consintiéndole que la tutee.

—No es ningún logro —decidí restarle importancia—. Es una muchacha inteligente y muy animada. Solo necesita dar con las obras que despierten su verdadera pasión por el hábito. Hablo por mi propia experiencia como lectora.

—Más que como lectora, su discurso suena al de una sabia escritora, Nía.

Lo miré a los ojos con fulgor.

No pude expresar nada por lo desprevenida que me dejó. Y puesto que se dio cuenta, no dudó en volver a retomar la charla.

—Hablemos del salario, que es lo que nos compete —me recordó entonces la razón por la que había acudido a buscarme antes de mi partida—. ¿Qué le parecen cien reales a la semana? —Mi cara tuvo que ser un poema. Parpadeé como si no hubiera oído bien y quizás por ello se obligó a decir—: ¿Prefiere que lo expresemos a destajo? Cincuenta reales por libro, que es lo que le va a pedir a mi hermana cada semana.

—Espere, espere —rogué con cierta ansiedad—, señor, eso es demasiado dinero.

Dennet esbozó una radiante sonrisa satisfecha:

—Por haber conseguido que me llame señor, desde luego bien ha merecido la pena.

Puesto que su tono se cargó de arrogancia, no solo me molestó, sino que me insuflé de cierta ofensa:

—Es demasiado porque hasta el sueldo de mi padre, que es el responsable de los exteriores de la fábrica más puntera de la ciudad, no alcanza los sesenta reales semanales.

—En ese caso, su padre se sentirá muy orgulloso de usted. —Mi expresión debió de llevarle a replantearse su osadía, porque tomó entonces una actitud más suave y cortés—. Está bien. Ya que ha dado la cifra de sesenta, ¿qué tal si lo dejamos ahí? En una sola mañana ha demostrado ser una excelente institutriz, y si usted se niega a que le pague tanto, yo me niego a pagarle menos. Además… —Alzó un dedo y se alejó para dirigirse a una estantería. De ahí sacó un volumen que me tendió con galantería—. Dados sus curiosos y fascinantes intereses, me veo obligado a insistir en que me acepte una sugerencia literaria a la semana, igual que usted se molesta en idearla para mi hermana.

Puesto que aquella propuesta me resultó tan singular como atrayente, leí en voz alta el título de la resquebrajada novela que me ofrecía:

—Somnium sive Astronomia lunaris, de Johannes Kepler. ¿Está en latín?

—Solo el título —respondió él con cierto entusiasmo—. Esta edición se encuentra traducida al español. Ya que tiene tanto interés en la ficción científica, me gustaría ofrecerle la temática de la astrofísica, a ver qué le parece. Se considera una de las primeras obras del género. Aunque por supuesto no pretendo interrumpirla en la lectura de su Frankenstein.

—No lo hará —repliqué abrazando el préstamo gratificada—. Lo terminé justo ayer.

Dennet alzó las cejas impresionado:

—Pocos días le duran los libros, por lo que veo.

—Solo los que me absorben especialmente, como a todos —respondí un tanto recatada.

—¿Debo interpretar entonces que le agradó?

Yo medité y esbocé cierta melancolía:

—Más de lo que me figuraba. Aunque me resultó muy triste. ¿A usted no?

Dennet aguardó antes de incidir:

—¿Se refiere a cómo la criatura es creada solo para ser destruida? ¿O a las penurias que desencadena en el doctor Frankenstein?

—Eso sería quedarse en la superficie de la historia —expresé con vigor, rememorando las sensaciones que había experimentado mientras leía—. Es la profunda soledad del monstruo lo que en verdad me conmueve. —Me detuve un instante—. Cuando comprende que no existe, ni existirá jamás, mujer alguna capaz de ver más allá de su horrible aspecto. Sus esperanzas por amar y ser amado se ven sustituidas por un odio desgarrador hacia su creador y hacia el resto del mundo. Me resultó doloroso. Un amor que empieza tan puro, tan desmesurado, y que, sin embargo, termina convirtiéndose en la más cruel desdicha de la vida.

Dennet me mantuvo la mirada.

Extrañado. Conmovido.

No supe exactamente qué.

La cuestión es que sonrió de una forma diferente.

—¿Ve cómo es difícil que una novela no contenga el amor como tema principal entre sus páginas? —me dijo recuperando parte de su tono irónico. Posó con delicadeza su mano envuelta en negro sobre la mía que estaba sosteniendo el volumen que me iba a prestar—. Confío en que esta sea de su gusto.

Aquel sutil contacto duró apenas unos instantes, pero me supuso un mundo.

Pensé en aquel momento que los relojes eran, y siempre serían, incapaces de registrar algo así.

Dennet se despidió de mí para acudir también al comedor con su hermana, y le indicó al señor Johansen que hablase con el cochero para que me acercase al Perchel.

Observé cómo su figura estilosa y enchaquetada del color de sus ojos me daba la espalda para desaparecer por uno de los pasillos de la enorme mansión.

Yo seguí al señor Johansen, el cual me presentó al conductor, el señor Salobre, quien atendió bien las instrucciones del mayordomo.

Luego nos despedimos y yo pude por fin disfrutar de algo de intimidad en el coche de caballos para reflexionar sobre todo lo que había experimentado aquella mañana.

Dediqué una mirada al libro que me habían prestado para esa semana y me pregunté si merecía tanta compensación por mis esfuerzos con aquella atolondrada pero increíblemente dulce señorita.

Medité, de hecho, si aquella primera lección realmente fue tan productiva.

Con una sonrisa concluí que sí.

Adriana sabía un poco más de William Shakespeare.

Y yo sabía un poco más del señor Dennet.

El excéntrico señor Dennet

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