Читать книгу La luna de Gathelic - Inés Galiano - Страница 12

Оглавление

V

LA MUERTE ES LA ÚLTIMA SOLUCIÓN

Kiru sabía que había sido buena idea separarse de Leah y Sam para despistar a sus perseguidores. Buscaban a dos mujeres y un niño, y sería mucho más fácil pasar desapercibidas por separado. Efectivamente, un par de veces había pasado cerca de un guardia de seguridad que la había ignorado por completo. No encajaba en el perfil que buscaban. A veces era tan fácil…

Aun así, se preocupaba por Leah y Sam y esperaba que les estuviera yendo bien. No se los había encontrado en ningún momento desde que se separaron, lo que le parecía algo extraño. Llevaba todo el día deambulando por las calles de Gathelic entre la multitud. Había cambiado su chaqueta por otra más sucia, más rota y que le estaba más apretada en cuanto había encontrado a alguien lo bastante iluso para aceptar. Había cambiado una moneda por otro panecillo e incluso había robado un poco de fruta en un puesto de la plaza. Caía la noche y la luz rojiza de la luna empezaba a bañar las calles del barrio Oeste. No se había atrevido más que a pasar brevemente por una de las calles principales del barrio hasta ahora. No estaba segura de qué hacer. Por un lado, había evitado el barrio a plena luz del día, temerosa de que los guardias supieran donde se dirigía y la esperaran allí; pero, por otro lado, una parte de ella no estaba segura de si acudir a la cita o no.

A Kiru le habían dado un mensaje claro cuando la habían convencido para esconderse en ese frigorífico: tenía un destino pactado y una persona de contacto, pero hasta ahora no había sido consciente de lo que hacía realmente. Había huido de la cultura de su ciudad natal, Sertis, para unirse a los liberales de Gathelic. Y no solo eso, sino también para buscar al Maestro del Eco. Todavía no se lo creía, ni estaba preparada para dar el paso. Si bien era cierto que llevaba mucho tiempo usando sus habilidades en secreto en Sertis, especialmente en momentos de necesidad, nunca se había considerado parte del Eco. Sin embargo, cuando conociera al gran Maestro, no habría marcha atrás.

Con el anochecer, en cambio, sus pasos la habían llevado de manera casi inconsciente al barrio Oeste. Aunque podría encontrar un lugar donde dormir, no estaba segura de que pudiera posponerlo mucho más tiempo. Tarde o temprano la encontrarían. Su única opción después de haber llegado tan lejos era buscar al Maestro. Y todavía se resistía.

En una calle cercana, oyó a unos muchachos hablar pargui mientras bebían licor de arroz y se dio cuenta por la conversación de que uno de ellos debía de vivir cerca del lugar que estaba buscando. La localización que acababa de mencionar coincidía exactamente con la que le habían descrito. Debía buscar la casa en la que el consejero proveniente del barrio Oeste había vivido. Junto a ella, estaba la escuela del maestro, escondida a ojos de la gente normal. Solo los aprendices del Eco, se decía, podían ver el lugar y encontrar la puerta de la escuela.

El chico se quejaba de que el nuevo consejero llevaba ya meses en el Consejo y todavía no había hecho nada por el barrio. Mientras tanto, su abuela, que vivía enfrente de él, había empezado a recibir hogazas de pan cada mañana. «Qué derroche,» decía el chico, «hogazas enteras para ella sola». Kiru estaba segura de que se refería al lugar que buscaba, y decidió acercarse. Para hacer tiempo, se acercó al puesto y gastó su última moneda en un vaso de licor de arroz. Los chicos le hicieron espacio entre sonrisas y pasados unos minutos volvieron a hablar de la abuela del consejero en parghi. Kiru, fingiendo desinterés, preguntó sobre la abuela para saber más acerca del sitio que tenía que encontrar más adelante: la puerta escondida del Maestro.

―No sé qué hace con una hogaza entera la señora, cada día ―insistía el chico que vivía enfrente de ella, que se había presentado como Jink.

―¿Igual vive con alguien más? ―dijo otro de los chicos.

―No, no hay nadie más que salga de esa casa ―dijo otro.

―¿No se la da a algún vecino? ―preguntó Kiru, integrándose en la conversación.

―No vive nadie allí más que yo. Tan solo hay una casa abandonada y al otro lado la antigua escuela que se quemó ―respondió Jink―. Te digo que la anciana lo tira. Desde que su nieto está en el Consejo se le ha subido a la cabeza, ya no se da cuenta de nada…

―¿Y cómo es la casa abandonada? ―preguntó Kiru con una sonrisa―. ¿Hay fantasmas?

Los chicos se rieron, excepto Jink, al que parecía asustarle un poco el tema.

―No, ¡claro que no hay fantasmas! ―dijo Jink, con la voz algo alterada.

―Bueno, Jink ―dijo otro chico―. Cuéntale lo que has escuchado y visto allí alguna vez. Si eso no parecen fantasmas…

―No, pero eso no… ―comenzó a excusarse Jink.

―¿Qué escuchaste? ―preguntó Kiru, mirándolo fijamente.

―Nada, probablemente fuese algún animal o alguien buscando cobijo de la lluvia, no hay que darle más importancia…

―¡Pero si viniste aquí corriendo muerto de miedo! ―se rio otro de sus amigos.

―Me encantan las historias de fantasmas. ―Kiru le sonrió, buscando la complicidad para sonsacarle.

―Pues me pareció oír unos ruidos, como de madera crujiendo, pero bueno, que esto es muy normal cuando llueve…

―Y viste la casa mutando ―añadió otro de sus amigos, burlándose también―. Dijiste que la ventana del piso de arriba se había derretido y caído al suelo, ¡para después volver a aparecer!

―¿La ventana del piso de arriba? ―repitió Kiru, pensativa. Se le estaba ocurriendo la manera de entrar a la casa.

―Probablemente lo soñé, ¿vale? ―insistió Jink, enfadado y tratando de cambiar de tema―. Lo importante es que, si la abuela del consejero está derrochando comida, podíamos hacer algo. Podíamos comer los cuatro con esa hogaza; ella ya tiene bastante comida ahora que vive de las rentas de su nieto.

―¡Y será como recibir lo que nos debería de estar dando el consejero a estas alturas! ―se sumó otro.

―¡Eso! ―dijo el tercero levantando el vaso―. ¡A por la hogaza!

Kiru brindó con los demás, abstraída, trazando un plan. Pasado un rato, decidió que era momento de despedirse y se inventó una excusa. Prometió volver otro día y se marchó doblando la esquina del callejón. Ahí se escondió pegándose a la pared y escuchó su Eco:

La vibración de la luz rojiza de la luna iluminando las piedras del suelo. El murmullo de los vecinos que cenaban en sus casas. Los últimos carros que pasaban a varias calles de distancia, haciendo crujir la madera de las ruedas. El sonido de los vasos entrechocando en el puesto de comida. El dueño limpiando algunos que le devolvían. Las risas del grupo hablando de ella con palabras lascivas. Kiru apretó los dientes. Pasaron unos quince minutos hasta que los chicos se cansaron de beber y se despidieron por fin. Kiru seguía escuchando. Eco. Bromas sobre los fantasmas de la casa embrujada. Los pasos de Jink alejarse.

Kiru se puso la capucha de su nueva chaqueta, que no le cubría del todo bien, y comenzó a seguir a Jink por el callejón paralelo, sin dejar de sentir su trayectoria. Lo siguió durante una decena de calles hasta que llegaron a la calle en la que vivía. Kiru reconoció enseguida la escuela quemada. Un edificio enorme, que en otros tiempos había sido un lugar importante para el barrio, que había albergado a cientos de niños. Claramente construido en otra época más lujosa, quedaba ahora destartalado, mugriento y ennegrecido por el humo, con la maleza creciendo entre las paredes y cubriéndolo entero. Kiru se preguntó por qué no habrían construido otra escuela para sustituirla.

Más adelante estaba Jink, parado frente a la puerta de su casa, buscando una llave que parecía no encontrar. Kiru giró la cabeza hacia el otro lado de la calle y vio una pequeña casa cuidada, recién pintada de azul, con las luces encendidas. Era seguramente la casa de la abuela del consejero. A su lado derecho, estaba la casa abandonada que había mencionado Jink, tan triste como el colegio quemado, o incluso más. La casa parecía haber sufrido un derrumbamiento: las columnas yacían tumbadas entre muchos escombros y suciedad, bloqueando el acceso. El sitio no parecía muy alentador, si de verdad era el correcto. Kiru dudó. Tal vez se había equivocado después de todo.

Esperó a que Jink entrase a su casa y cerrase la puerta antes de adentrarse en la calle. En silencio, pasó por delante de la escuela y se situó de espaldas a la casa de Jink. Observó la casa de enfrente, abandonada, pero imponente de todas formas. Derrumbada y en la oscuridad, nada parecía moverse en su interior. Las hojas de los árbustos que se habían comido el jardín delantero se movían con el viento. Miró la ventana del piso superior, la que Jink había mencionado en su historia, y escuchó. Eco.

Los ruidos de la noche la invadieron. Unos transeúntes que pasaban por una calle cercana, las hojas de los árboles y entrechocando, la vibración de la luz en la casa azul de la abuela del consejero. Ruido de platos. Alguien comiendo. El entrechocar de sus dientes. Unos golpes que parecían de las botas de Jink al ser tiradas al suelo sin cuidado. Sus pasos arrastrando los pies hacia la escalera que conducía al piso superior. Los peldaños crujiendo. Kiru sacudió la cabeza. No le interesaba Jink. Trató de concentrarse en la casa derruida que tenía delante. Se esforzó más.

Silencio. Nada. No oía absolutamente nada. Estaba completamente vacía. Nada se movía dentro, ni siquiera la madera crujía. Pensó, preocupada: «¿Se habría equivocado de lugar? ¿No debería haber algún sonido?». No podía ser… hasta las casas vacías emitían sonidos.

Un maullido la sobresaltó. Giró la cabeza y buscó en las sombras. Un gato entró de un salto en su línea de visión. No lo había visto venir. ¿Lo había pasado por alto en la oscuridad? Pero lo debería haber oído llegar. El gato, con el pelaje negro, se estiraba entre los arbustos de la casa. Su silueta se vislumbraba con dificultad, recortada contra la oscuridad de la casa, ligeramente iluminado por la luna rojiza. Kiru recordó las historias de supersticiones absurdas relacionadas con gatos negros que se contaban en su tierra natal. Esbozó una sonrisa; para ella era una buena señal.

Se decidió a dar un paso hacia el gato, que paró inmediatamente de rascarse. El gato la miró, con sus enormes ojos amarillos. Kiru dio otro paso, tratando de acercarse, pero el gato dio un salto hacia atrás y desapareció. Kiru escudriñó las sombras. No veía nada. ¿Dónde se había metido? Escuchó. Buscó el Eco. Pero no oía nada otra vez. Absolutamente nada.

Parecía que el gato había vuelto por donde había venido. Recordó la historia de la ventana que se derretía que había contado Jink. ¿Era real el gato o lo habría imaginado?

Se quedó mirando a la oscuridad por la que había desaparecido el gato, confusa. La dirección era correcta, y probablemente sería algo relacionado con los poderes de la tierra. Pero ¿una ilusión permanente? ¿Una casa que se mantuviera oculta durante décadas? Desde luego, era el ejemplo de poder más impresionante que había visto. ¿Cómo se entraba? No le habían dado instrucciones, ninguna contraseña ni ningún Consejo para entrar. Si intentaba entrar ahora mismo, encontraría ruinas solamente. Necesitaba encontrar la manera de pasar a través de la ilusión, de hacerle ver a quien hubiera dentro que podía bajar la barrera.

Un crujido sonó a su espalda. Kiru se dio la vuelta, maldiciendo en voz baja. Un sorprendido Jink abría la puerta de su casa.

―¿Tú…? ¿Eres la chica del bar?

Kiru suspiró.

―Sí, hola, es que pasaba por aquí…

―¿Me has seguido?

―No, no, es que… ―buscó una excusa―. Me he quedado intrigada con la historia de la casa abandonada y…

―¿La casa? ―Jink esbozó una sonrisa, de pronto muy seguro de sí mismo―. No hacía falta que me siguieras, te hubiera traído yo mismo. Pasa, te puedo contar lo que quieras de la casa de enfrente.

―Ehm, no, yo solo…

―No seas tímida, venga…

Jink la agarró del brazo, tirando de ella hacia dentro de la casa, demasiado feliz. Kiru lo miró a los ojos y se dio cuenta de que estaba borracho. Se resistió.

―No, de verdad que no.

―Venga ―repitió este―. Que no muerdo.

Jink tiraba con más fuerza de su brazo y su sonrisa desaparecía. De manera agresiva, la agarró con la otra mano también y le clavó las uñas.

―Pasa ahora mismo. Has venido hasta aquí, y ahora te voy a dar lo que buscabas, maldita…

El corazón de Kiru se aceleró e instintivamente volvió a buscar su Eco. Se concentró mientras las uñas de Jink se clavaban en su piel. Escuchó.

El crujir de la madera de la casa de Jink. El agua hirviendo en una olla que se había empezado a preparar. El eco de sus palabras en la calle solitaria. La fricción de sus zapatos contra el suelo de madera. Las uñas de Jink, arrancando con más fuerza su piel. La saliva de Jink, escupiendo insultos. Sus facciones crispándose. Kiru cediendo a la presión en sus brazos y dando un paso adelante, adentrándose en la casa en contra de su voluntad. No. NO.

El corazón de Jink, latiendo, deprisa. Se concentró en él, a la vez que Jink le escupía en la cara. Insultos resonando en la distancia. Jink estaba gritando algo que Kiru no podía oír. Su corazón comenzaba a pararse. Jadeos. La presión sobre los brazos de Kiru relajándose. Dolor en el pecho. Los ojos de Jink abriéndose, notando lo que estaba sucediendo. Un grito, respiración entrecortada. Su corazón, cada vez más lento. Jink la soltó y cayó de rodillas. Kiru se cayó hacia atrás. El ruido de ambos contra el suelo. El sufrimiento de Jink... Ya casi estaba.

De pronto, una explosión dentro de la casa de Jink la hizo perder la concentración. Todo el resto de los sonidos volvieron a ella de golpe, abrumándola. Jink gritaba mientras se recuperaba en el suelo. Una olla en la cocina ardía en el interior de la casa. Jink salió corriendo a apagar el fuego y escapar de ella. Su corazón volvió a latir más deprisa. Los gritos de Jink, los pasos de gente que se acercaba, alertada por el ruido de la detonación.

Varias personas pasaron por encima de Kiru, casi pisándola. Estaba aturdida. ¿Qué había estado a punto de hacer? Alguien se situó a su lado y le habló:

―Levanta, rápido, mejor que salgamos de aquí.

Kiru miró a la persona y se encontró a una señora mayor bien vestida, con cara de enfado mirándola desde arriba.

―Venga, ¡vamos! ―repitió, como si estuviera a punto de regañarla.

Kiru obedeció y se incorporó. Siguió a la señora hacia la casa de enfrente, la casa del consejero. Sin decir nada, la señora la invitó a pasar con la mano. Después entró a su casa y cerró la puerta detrás de ella. Se dio la vuelta y la miró, fulminándola con la mirada.

―Siempre es mejor un objeto que una vida.

Kiru tardó unos segundos en reaccionar y asintió cohibida. ¿Quién era esta mujer? ¿Era también una Maldita como ella? ¿La había ayudado con la olla?

―El fuego se apaga, pero las vidas no vuelven. ¿Lo entiendes?

Kiru volvió a asentir.

―Además, si matáramos a todos los imbéciles no tardaríamos ni dos segundos en encontrarnos con la policía en la puerta de la escuela.

Kiru se sorprendió. «¿La escuela?», pensó, pero no le dio tiempo a formular la pregunta.

―Repítelo. La muerte es la última solución.

¿Qué repitiera? ¿Por qué? Kiru no entendía nada.

―Venga, repítelo, no vamos a quedarnos aquí toda la noche.

La señora la volvió a fulminar con la mirada, como si se tratara de su alumna más díscola, y con un gesto de impaciencia, la animó a hablar. Kiru sintió que desobedecer a la señora podría costarle muy caro, así que repitió con voz algo entrecortada:

―La muerte… ―comenzó Kiru, pero la señora le hizo gestos de que alzara más la voz―. Es la última solución.

―Bien ―la señora sonrió―, primera lección aprendida. Espero no tener que volver a repetírtela, ¿entendido? Nosotros no matamos.

Kiru asintió, todavía confusa, pero sintiendo que había llegado a donde quería llegar. Por fin.

La señora se dirigió al interior de la vivienda, mientras le decía:

―Pasa, te estábamos esperando.

La luna de Gathelic

Подняться наверх