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VI

EXPEDICIÓN LUNAR

El resto del día Taras lo había pasado intentando concertar alguna cita con los consejeros desde el sillón de su escritorio, en vano. Feris, que había estado llevando los mensajes de invitación y trayendo las cartas de rechazo, se había acabado sentando con él.

―Y con este mensaje, señor, no nos queda nadie con quien hablar ―decía Feris―. A no ser que reconsidere la opción de hablar con la consejera Anthea.

―Nunca me ha saludado siquiera y ocupa la tribuna junto a la mía. ¿Qué te hace pensar que va a acceder a hablar conmigo a estas horas? ―respondió Taras.

―No hay que perder la esperanza, señor ―decía Feris, disimulando un bostezo.

―Se han cerrado en banda. ¿Por qué no quieren hablar conmigo?

―No es por usted, señor. He oído por los otros mayordomos que nadie está reuniéndose. Parece que ha elegido el peor día…

―Pero seguro que tienen cosas de las que hablar, ¿no? Alguien tiene que saber algo de las minas esas… ―decía Taras―. ¿Te has encontrado en una situación similar?

―Yo no señor, pero creo que mi padre sí, en la época de las Guerras del Norte… ―respondió Feris―. Me contó que el Consejo estuvo una semana entera sin reunirse. Imagínese, todos encerrados en sus cuartos…

―Pero ¿de qué le sirve eso a Gathelic? Consejeros que cancelan las reuniones cuando hay algún problema…

―Parece lógico, señor. Estarán pensando una estrategia y puede que haya algunas comunicaciones secretas, claro...

―Una estrategia ―repitió Taras―. ¿Crees que necesito una estrategia?

―Sí, qué buena idea ―repitió Feris, suprimiendo otro bostezo―. Hmm, sí, probablemente la necesite, pero tal vez la podamos idear mañana.

Taras se dio cuenta de que debía dejar a su mayordomo marcharse a descansar y así lo hizo. Lo observó marcharse y suspiró, pensando que había perdido todo el día. No sabía nada de las minas, ni de las personas desaparecidas en frigoríficos, ni había conseguido hablar con nadie, sin contar la conversación con Ankar en la que lo había llamado tarado, que no había sido muy productiva. Resignado, se quitó la túnica de consejero para ponerse otra ropa más cómoda para dormir y, al hacerlo, un papelito arrugado cayó a sus pies. Lo cogió y lo desdobló. Ya casi no se acordaba del mensaje que había encontrado en su silla del Consejo. No es que hubiera sido muy útil tampoco… Enfadado, lo arrojó a la chimenea y siguió poniéndose la túnica de dormir. Por último, se sentó en la cama, a desabrocharse las botas. Qué día tan desaprovechado…

Una luz verdosa iluminó el dormitorio de repente. Taras, extrañado, buscó la fuente de aquella luz. Parecía salir de la chimenea. No sería… Sí, era. Del papelito en llamas salía un chorro de luz que se proyectaba en la pared. Con una palabrota al ver la muestra de Eco esparciéndose libremente por su habitación, Taras se dio la vuelta y leyó el mensaje sobre el papel. En letras mayúsculas, el mensaje decía: «Medianoche, mismo sitio».

A Taras le dio un vuelco el corazón. ¿Una reunión con Sethor? Miró la hora: once y cuarenta. Tenía menos de veinte minutos para llegar al mirador del acantilado en el que se había reunido con Vila la última vez. Segunda palabrota. Se echó rápidamente la capa de abrigo por encima de la túnica pijama, cogió la bolsa con un poco de agua y la linterna y se marchó corriendo de la habitación. Nada más cerrar la puerta de su cuarto de dio cuenta de que había dejado el papelito ardiendo con la luz verdosa esparciéndose por su cuarto. Tercera palabrota.

Una vez hubo entrado de nuevo y apagado el fuego y la luz, emprendió el camino por la oscuridad de los pasillos del Consejo en dirección a la salida. Los pasillos, al ser interiores, no disponían de ninguna ventana y cuando las linternas que iluminaban se apagaban, era como caminar por una cueva. ¿Por qué las habían apagado tan pronto? No solían hacerlo hasta pasada la medianoche...

Encendió la linterna y continuó andando. Iba a matar a Sethor, ya era la segunda vez que le dejaba un mensaje tan oculto que no lo descubría hasta que era casi demasiado tarde. «Tal vez debería comprobar mejor los mensajes», pensó enfadado. Aunque esta vez no había estado oculto, simplemente se había olvidado de comprobarlo…

Estaba muy cerca de la puerta de salida del edificio del Consejo cuando oyó unos pasos corriendo en dirección contraria. No había luz, quien fuera no estaba utilizando linterna. Y probablemente él tampoco debería estar utilizándola… La apagó y ralentizó el paso para no hacer ruido y alertar de su posición a la otra persona. Los pasos se acercaron. Taras se detuvo y se pegó a la pared. Oyó unos susurros. Pudo distinguir algunas palabras sueltas.

―Si Ankar se entera…

―No se enterará… no… ―la voz se interrumpió―. ¿Has oído eso?

Otro grupo de pasos. Se acercaban por donde Taras había venido en la oscuridad.

―Pégate a la pared ―dijo una de las voces a la otra.

Taras oyó movimiento de túnicas y unos pasos apresurados hacia la pared. Por un momento tuvo miedo de que fueran a chocarse con él, pero se fueron hacia la pared contraria.

―Contén la respiración ―le dijo un consejero al otro. Taras la contuvo también.

El otro grupo de pasos se acercó casi corriendo y pasó por delante de ellos a toda velocidad. Los pasos se alejaron hacia la puerta lateral del edificio. Se oyó la cerradura y el crujir de la puerta al abrirse y cerrarse de nuevo.

―Ya está, vamos ―volvió a susurrar el consejero y los consejeros escondidos se alejaron en dirección contraria.

Taras se volvió a poner en marcha por fin. Llegó hasta la puerta lateral y la abrió. La luz rojiza de la luna lo cegó momentáneamente. Salió a la calle, al jardín del edificio. Dio unos pasos y miró la hora, le quedaban solo diez minutos. Tendría que correr y estaba ya sudando tras el momento de tensión en el pasillo. Iba a matar a Sethor.

Corrió durante cinco minutos por las calles que aún estaban abarrotadas de gente hasta que llegó a las puertas de Gathelic. Los ciudadanos conservaban la energía a altas horas de la noche sin ser conscientes de que se avecinaba una gran crisis. Los trabajadores habían terminado sus turnos y tomaban unas copas en los puestos de las calles. La luz rojiza brillaba con más intensidad que nunca. Parecía casi de día.

Nadie se fijó en Taras, o eso le pareció. No era extraño que los consejeros fueran a atender asuntos por la noche, aunque sí que era un poco menos común atenderlos en un acantilado recóndito, a las afueras y en pijama. Se cerró bien la capa y llegó hasta la muralla, donde se encontró con una cola de gente.

Los guardias de las puertas, que siempre las mantenían abiertas y normalmente no hacían preguntas, se habían apostado delante, y estaban interrogando a todos los que querían salir o entrar. Nervioso, Taras esperó su turno, pensando una excusa, pero ninguna excusa sería creíble a estas horas… Un grupo, delante de él en la fila estaba siendo interrogado por el guardia.

―Sí, ya le digo. El ritual va a empezar enseguida porque la luna está casi a punto y como no se den prisa nos lo vamos a perder ―oyó que decía una señora al frente del grupo.

El guardia parecía perplejo. Miró a su compañero con gesto de preocupación como si quisiera confirmar algo con él, pero el otro guardia estaba absorto registrando las bolsas de unos granjeros que entraban.

―Chico ―lo llamó la señora al frente del grupo―. ¡Qué es para hoy!

―Señora, es que no estoy seguro si la realización de rituales lunares está permitida a estas horas… ―miró nervioso a su compañero de nuevo, que no le hizo ningún caso.

―¿Cuándo quieres que hagamos los rituales lunares? ¡¿De día?! ―exclamó la señora, poniéndose nerviosa.

El guardia miró a la señora acobardado, y al resto del grupo, que asentía detrás de ella.

―¿Pero tú eres nuevo, o qué? ―le gritó alguien desde el fondo del grupo, muy cerca de Taras.

El guardia miró en su dirección, susurrando un pequeño:

―Sí…

Entonces reparó en Taras. Una expresión de alivio le pasó por el rostro.

―¡Consejero! ―exclamó―. No sabía que formaba usted parte de la expedición… esta… lunar.

Taras no tuvo tiempo ni de responder cuando la señora al frente del grupo gritó:

―¡Pues claro que forma parte! Además, es de nuestros miembros lunares más antiguos.

―Yo… ―tartamudeó Taras.

―Venga al frente, ¡señor consejero! ―dijo la señora.

Y como si hubiera sido una orden, los demás miembros del grupo empujaron y arrastraron a Taras al frente. Se encontró con el guardia cara a cara mientras la señora lo agarraba de un brazo.

―¿Usted va entonces a la expedición lunar? ―preguntó el guardia, y bajó la voz para que solo lo oyera Taras (y la señora, que había pegado la oreja) y añadió―. Es que, verá, esta noche tenemos órdenes de registrar todos los movimientos de entrada y salida y dar información al Consejo. Las salidas que no tengan una motivación relevante no se permitirán…

El guardia pareció preocupado mirando la fila de gente detrás del grupo que seguía aumentando. Taras lo pensó un momento y se dio cuenta de que no tenía ninguna justificación que darle al guardia. Salir con el grupo de ritualistas de la luna era quizá la mejor excusa que podía dar. La religión no estaba prohibida en Gathelic y los ritualistas lunares tenían una larga tradición. Nadie se sorprendería si un consejero se volvía ritualista…

―¡Llegamos tarde! ―gritó la señora en su oído, casi dejándolo sordo, a la vez que le apretaba el brazo―. Señor guardia, ¡que se nos hace la hora y se nos cae la luna! ―añadió, con el dicho popular.

―Sí, eso… Llegamos tarde, por favor ―añadió Taras, mirando al guardia.

―De acuerdo, señor consejero ―dijo el guardia―. La verdad es que me alegra que esté usted aquí. Es un honor verle ―dijo, haciéndose a un lado.

«Es un honor verme y traspasarme la responsabilidad», pensó Taras mientras cruzaba la muralla, empujado por el grupo de ritualistas.

La luna de Gathelic

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