Читать книгу La luna de Gathelic - Inés Galiano - Страница 8

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I

LA MINA

Ya no sentía los dedos de las manos. Los de los pies tampoco. Primero vino el cosquilleo, después el picor y los pinchazos, y luego nada, oscuridad absoluta, como si no los tuviera. Lo mismo había ocurrido con los dientes. Las primeras horas le habían castañeteado sin cesar. Ahora no creía que pudiera abrir la boca nunca más. La cabeza le dolía si se movía, aunque fuera para intentar estirar los dedos. Pero ya no sentía el frío.

Llevaba horas encerrada en aquel frigorífico. Horas sin poder sentarse, con apenas el suficiente espacio para mantenerse en el centro y evitar que su espalda rozara el hielo. Dolía cuando lo rozaba, como si le estuvieran empujando con una antorcha encendida. Las botas no parecían aislar nada; sentía los pies pegados al suelo ardiendo, sentía los latidos del corazón en las plantas. A su alrededor, el cubículo cubierto de hielo, a menos diez grados. No creía que pudiera aguantar mucho más.

Oyó un fuerte ruido al otro lado de la puerta del frigorífico. Habían venido a la sala. Oyó risas amortiguadas por el recubrimiento de la cámara. Apretó los ojos. No estaba preparada. Pero era ahora o nunca. Con gran esfuerzo intentó mover los dedos y desentumecer las piernas. Dolía, dolía mucho. Un golpe metálico al otro lado, como si hubieran tirado una herramienta metálica al suelo. Más risas amortiguadas. Notó una lágrima cayéndole por la nariz, mientras movía los dedos. Parecía que se le fueran a romper. Las risas se acercaron, ruido de botellas chocando, un brindis. Se preparó, no quedaba mucho. Impaciente, movió un pie y el hielo crujió bajo sus pies. Al otro lado, una voz hizo una pregunta con tono de alarma. La otra persona le contestó algo en un tono mucho más relajado. Ambas rieron. Silencio. Golpes secos de unas botas al caer el suelo. Una botella rompiéndose. Más risas. Parpadeó, intentando mantener la energía y la concentración en lo que tendría que hacer de un momento a otro. Se le estaba haciendo eterno.

Por fin, el crujido de las bisagras abriéndose, el hielo rompiéndose al ser despegado de la puerta, una rendija de luz cegadora entrando en el frigorífico, el sonido amplificado de las risas, una mano agarrada a la puerta, tatuada con un pequeño escorpión negro. Ahora.

Con una bocanada de aire que le heló los pulmones, apretó los puños y dio una patada hacia delante lo más fuerte que sus entumecidos músculos le permitieron. Gritó de dolor y se abalanzó hacia delante. La puerta se abrió con fuerza, golpeando directamente en la nariz a la persona que, agachado, en calzoncillos, y con una sonrisa bobalicona, había intentado abrir el frigorífico equivocado para coger otra botella. El golpe lo mandó hacía atrás. Su cabeza se golpeó contra la pared y cayó al suelo, inconsciente. Uno menos del que preocuparse.

Medio cegada por la luz, pero consciente de que tenía muy pocos segundos para actuar, buscó rápidamente algo con lo que atacar. Encontró una pala. Otro chico en ropa interior miraba asombrado la escena desde el suelo, donde estaba sentado con otra botella en la mano. Reaccionó tarde y, cuando lo hizo, tomó una mala decisión: intentar alcanzar sus pantalones. Antes de que pudiera llegar a cogerlos, ella ya le había dado un golpe contundente en la cabeza con la pala.

Miró hacia el túnel que conectaba esta sala con el resto. No se oía ningún ruido ni había luz. No parecían haber oído los golpes, o al menos no sospechaban que fuera nada diferente a lo habitual. Analizó la sala en busca de cosas útiles. Se puso los pantalones y la capa de uno de los mineros por encima de su ropa. Tiritando, disfrutó por unos segundos del calor de la capa. Fue entonces cuando oyó los golpecitos. Hielo crujiendo. Se volvió hacia el túnel, pero no había nada. Desconcertada, miró hacia el frigorífico, y solo entonces se dio cuenta de que había otros dos junto al que ella había ocupado.

¿Habían traído a más gente? No le habían dicho que podría haber nadie más. Volvió a oír el hielo crujiendo en el interior del segundo frigorífico. Debería irse cuanto antes, ahora que estaba a tiempo. Unos golpecitos, unos susurros. Había más de una persona allí dentro. Sintió un pinchazo en los dedos de los pies, que estaban recuperando la circulación, al abrigo del calor de la mina. Con la sangre volvía el dolor. Otro crujido. Pensó en la muerte en el interior del cubículo: lenta y dolorosa. De pie, encerrada, aislada y en la oscuridad. No había nada más horrible que morir en la oscuridad en la cultura de los Sertis. Otro golpe, otro susurro. Se decidió.

Volvió a coger la pala que había dejado en el suelo y se acercó al primer frigorífico. Probablemente intentarían hacer lo mismo que había hecho ella. Inclinó el cuerpo hacia atrás, estirando el brazo lo más posible y se situó en el lado contrario al que la puerta abriría. Con un golpe rápido le dobló el manillar y abrió la puerta. Esperó el golpe, pero el golpe no llegó. Dentro solo había botellas.

Cerró la puerta y se dirigió al segundo. Repitió el procedimiento. Se asomó con cuidado a la abertura, esperando ser atacada de un momento a otro. Pero no había nadie dispuesto a atacar. Al otro lado de la puerta, en el cubículo helado, había una joven y un niño. La chica tenía los ojos cerrados y parecía estar hipotérmica. El niño la miraba con ojos expectantes. Levantó el brazo y la señaló con el dedo, cubierto de hielo, con el que había estado rascando la puerta. Estaba bien cubierto con dos capas: la suya y la de la chica.

Kiru maldijo en un susurro. No podía llevarlos consigo en ese estado y tampoco podía dejarlos donde estaban. Con un movimiento rápido, aprovechó el brazo levantado del niño y tiró de él para sacarlo del cubículo. Después, con más esfuerzo, sacó a la chica casi arrastrándola. Le puso la capa del otro minero inconsciente por encima y empezó a darle golpecitos en la cara. No se despertaba. El niño la miraba sin decir nada. Por el túnel seguía sin escucharse ningún ruido. Podría hacerlo, pero tendría que ser rápido.

Tumbó a la chica en el suelo y colocó las manos sobre ella, en una pierna y en un brazo. Cerró los ojos y se concentró. Necesitaba energía, su cuerpo también estaba débil por el frío y no había comido nada. Empezó a escuchar, buscando su Eco. Oía el silencio de la habitación sin muebles al fondo de la mina. Oía la vibración de los frigoríficos. Oía la respiración automática de los mineros. Estaban inconscientes, débiles e intoxicados por el alcohol. Tardaría demasiado. Escuchó más lejos, por el túnel. Un túnel vacío, excavado en la montaña rica en minerales, pero pobre en vida. No encontraría lo que buscaba si no iba más lejos. Siguió escuchando, ampliando la onda y buscando la vibración. Al fondo del túnel había una sala llena de gente. Los mineros estaban durmiendo. Necesitaba energía, pero de un lugar que no supusiera una amenaza. Si tiraba de la energía de un minero, se despertarían. Escuchó hacia la entrada de la cueva, y lo encontró.

El pájaro enjaulado que tenían los mineros para avisar cuando se quedaban sin aire estaba adiestrado para permanecer silencioso. Solo piaría si notaba una falta de oxígeno. No tenía otra opción. Focalizó la escucha en el pájaro. Podía oír sus latidos, su respiración. Encontró su Eco. Suspiró. Era necesario. Se concentró en la mente del pájaro y le dio las gracias al estilo de los Sertis. Gracias por una vida de servidumbre, gracias por ayudar tantas noches bajo la montaña. Gracias por su vida. Y entonces lo hizo. El pájaro cayó al suelo de la jaula.

Y la chica abrió los ojos. Kiru la zarandeó y esta empezó a mover los brazos y las piernas, tratando de sensibilizarlos de nuevo. El niño la señaló.

―Levántate. Hay que correr ―le susurró Kiru a la chica.

Está la miró confusa y miró a su alrededor, buscando al niño. Cuando lo encontró, se calmó. El niño seguía señalando a Kiru.

―Levántate, no hay tiempo ―repitió.

Kiru se levantó y le mostró los mineros inconscientes que aún yacían en el suelo, cerca de los frigoríficos. La chica los vio y pareció recordar por qué estaba allí. Se levantó.

―Ponte esta capa ―Kiru le tendió la capa del otro minero― y sígueme.

No estaba segura de si entendían o hablaban su idioma, pero la siguieron. Avanzaron por el túnel lentamente hacia la salida. Tendrían que pasar por la sala en la que el resto de los mineros dormían.

Kiru volvió a escuchar, buscando signos de alguna persona despierta que pudiera verlos. No parecía haber ninguna. Avanzaron un poco más, hasta que llegaron a la abertura de la cueva que servía de acceso a la sala dormitorio. Respiraciones, latidos, sudor, olor a humedad, ronquidos. Pasaron por delante sin despertar a nadie. Llegaron a la cueva principal en la que se encontraba la jaula del pájaro. Kiru se acercó.

―Gracias.

La chica le tiró de la capa, y Kiru se volvió, justo a tiempo para ver a un minero en el túnel por el que acaban de pasar darse la vuelta y correr hacia el dormitorio.

―¡Corred! ―dijo, mientras hacía gestos hacia la salida de la mina, que quedaba a escasos metros de donde estaban.

No esperó a comprobar que la seguían y cruzó corriendo la cueva hacia la salida. Llegó hasta ella en unas pocas zancadas para encontrarse con una estructura de madera que la bloqueaba. Una puerta para que ni entraran animales ni curiosos.

Oyó ruidos a su espalda. Eran las voces de los mineros. Alguien había dado la voz de alarma. La chica y el niño llegaron junto a ella y le miraron expectantes. El niño le señaló de nuevo, como si supiera lo que Kiru podía hacer, y le estuviera pidiendo que lo repitiera.

Llegó el primero de los mineros, a medio vestir y con una pistola en la mano. Lo siguieron un par de mineros más con palas. Kiru se dio la vuelta.

―No quiero haceros nada, solo queremos salir ―dijo Kiru en pargui.

Desconocía si los mineros eran conscientes de que había estado escondida en su frigorífico durante tanto tiempo y de si estarían tan sorprendidos como ella de encontrarse aquí. Como no respondieron, Kiru señaló hacia la puerta.

―Abrid ―les pidió.

Los mineros la miraron y en sus caras pudo ver que entendían lo que les pedía perfectamente. Una carcajada. El minero que sujetaba la pistola se reía, mirando a los demás. Los otros lo imitaron. Kiru permaneció en silencio. Vale, lo había intentado. El minero de la pistola dio un paso hacia delante, manteniendo una sonrisa burlona. Más mineros aparecieron en el túnel atraídos por las risas.

―Bueno, vosotros mismos ―Kiru se encogió de hombros.

El primer minero disparó. Kiru buscó su Eco. Escuchó. La vibración del arma, el viento que la bala producía a su paso, las risas de los mineros, los músculos tensándose, la respiración agitada del niño. La bala estaba a tan solo un metro de su pecho. Habían ido a matar.

Con un movimiento brusco, Kiru se abalanzó sobre la chica y el niño, obligándolos a retirarse de la puerta. La bala estalló en una llamarada justo antes de impactar contra la puerta de madera. La puerta explotó. Astilla, madera, en todas direcciones. Gritos de los mineros que fueron a cubrirse en el túnel. El dolor de algunas tablas cayendo en su espalda. Humo. Silencio.

―¡Vamos! ―gritó a la chica y al niño poniéndose en pie.

Kiru cogió al niño del brazo y saltó por encima de lo que antes había sido la puerta, pisando rápidamente algunos trozos todavía intactos. El fuego se había extinguido igual de rápidamente que había aparecido. Salieron. Era de noche, pero estaba despejado y la luz rojiza de la luna iluminaba sus pasos. Corrieron.

Llegaron a un campo de altas espigas de maíz, que las ocultaban si se mantenían agachadas. Kiru se giró y echó un vistazo rápido a la puerta por la que habían salido. Era una pequeña hendidura en la ladera de la montaña, apuntalada con algunas maderas, con aspecto improvisado. La montaña, sin ser muy alta, se extendía en la oscuridad hacia donde se perdía la vista. No era una mina común.

Vio salir al primer minero, apartando algunas tablas rotas. Había que moverse. La chica y el niño estaban agazapados detrás de ella, esperando instrucciones. Kiru suspiró. No le gustaba depender de nadie. Les hizo señas en una dirección y echó a correr. Tendrían que seguirla a su ritmo.

Correr entre las espigas no era fácil, sentía como le arañaban la cara y los tobillos al pasar corriendo. Por suerte, los brazos los tenía protegidos bajo la capa. Oyó gritos a su espalda. Las estaban buscando. ¿Sabían acaso los mineros quiénes eran? ¿O tenían instrucciones de no dejar escapar a nadie que hubiera visto la mina? ¿Qué estaban excavando?

Oía los gritos cada vez más lejos. Sonrió. Giró la cabeza hacia atrás. No vio a los mineros. Frenó en seco. La chica y el niño tampoco la seguían. Había ido demasiado rápida. Probablemente los encontraran, lo que le daría margen a ella para despistarlos. ¿Los matarían? Habían sido bastante agresivos en la mina. De nuevo la duda en su cabeza. Arriesgarse por alguien del que no sabía ni su nombre. Cerró los ojos, y escuchó.

Las espigas meciéndose en el aire nocturno. La luz rojiza de la luna buscando el camino hasta tocar la tierra. El barro crujiendo, aplastándose bajo las botas de los mineros. Las capas enganchándose en las espigas. Un llanto contenido. Allí estaban. Estaban quietos, agazapados, esperando no ser encontrados. La chica apretaba la boca del niño para que no le oyeran llorar. A escasos metros, los mineros, que avanzaban en silencio. La vibración de una linterna, que de un momento a otro los enfocaría y dejaría al descubierto.

Se concentró en la linterna. La cubierta de hierro, ardiendo. El movimiento oscilante del asa de metal en la mano del minero. En su interior, el gas, quemándose, iluminando. Los rayos de luz expulsados desde el interior, atravesando el cristal, calentando todo a su alrededor. Demasiado calor. Kiru apretó los puños sin darse cuenta, algo que siempre había intentado no hacer para no delatarse. Nadie la vería ahora. Estaba lejos del objetivo y necesitaba toda la concentración necesaria. Apretó más fuerte. Escuchó su Eco.

La linterna metálica se calentó. El calor se extendió por el metal hacia el asa, ardiendo, llegando a la mano del minero. Un grito del minero. Un golpe metálico en el suelo. Una pequeña explosión. La oscuridad de nuevo. Gritos. Mineros corriendo en dirección opuesta.

―¡Están armados! ―gritó uno de ellos.

Mineros reagrupándose hacia la entrada de la cueva, buscando refuerzos, preparando más armas y linternas. La chica y el niño aún agazapados temblando. ¿Es que lo tenía que hacer todo? Corrió hasta ellos, que se sobresaltaron al verla llegar.

―¡Vamos! ¿Por qué no os movéis?

La chica salió de su trance al reconocerla, y con alegría salió corriendo detrás de ella, casi arrastrando al niño. Kiru volvió a seguir su camino, esta vez un poco más despacio, permitiéndoles seguirla. A lo lejos, los mineros disparaban balas al aire para asustarlas, pero sin atreverse a introducirse entre las espigas. No eran soldados y no se arriesgarían contra alguien armado, y esta era la única explicación que sabían dar a la rotura de la linterna.

Continuaron el camino a trompicones durante lo que pareció una eternidad hasta que por fin lo tuvieron ante sus ojos: la silueta de las torres de los edificios más altos recortada contra la esfera de la luna rojiza en el firmamento. Habían llegado a Gathelic.

La luna de Gathelic

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