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CAPÍTULO 5

«Lo más duro de aprender en la vida es qué puente cruzar y cuál quemar»

DAVID RUSSELL

Nos sentábamos de nuevo ante la mesa de reuniones con un voluminoso expediente. La lista de los que pudieran desear ver muerto a Palacios era interminable. Había denuncias por malas prácticas y estafa en los juzgados presentadas por sus pacientes, una esposa que le había acusado de expolio y maltrato psicológico; deudas, incluido el impago de la pensión a sus hijos; socios que habían salido del negocio dando un portazo y acusaciones ante el colegio de médicos. Sus acreedores habían comenzado a ir al juzgado, la Inspección de Hacienda lo estaba investigando. Su señoría tenía buen olfato.

—¿Por dónde prefiere empezar? —le pregunté al comisario.

—Conozcamos primero al sujeto: estilo de vida, aficiones, amigos.

—Vivía solo, hacía años que se había separado, en la urbanización Los Encinares, a pocos kilómetros de Valencia, una de las más caras y exclusivas de la Comunidad Valenciana. Hay chalets que valen millones.

—Lo sé, lo sé, vayamos al grano.

—El suyo era de más de 400 metros cuadrados construidos y 4000 de parcela. Tenía a un matrimonio de ecuatorianos que cuidaban de la casa y el jardín. Su círculo de amigos estaba formado por gente adinerada y conocida, la mayoría médicos y empresarios amantes de la buena mesa. Jugaba al golf todas las semanas. Escritor aficionado y seguramente malo, se autoeditaba los libros de una manera encubierta. Siempre iba acompañado por mujeres guapas, muy vistosas, era asiduo visitante de los apartamentos Venus. Se había retocado, la autopsia ha podido encontrar varias cicatrices que con toda probabilidad eran de cirugía estética. El cuerpo presentaba varios traumatismos compatibles con el accidente. Y es nuestro, murió aquí, en los pulmones tenía agua de mar.

—Tenemos un fantasma —resumió el comisario

—Un fantasma lleno de deudas hasta las cejas y con relaciones dudosas. ¿Ha pensado en quién le facilitaba las chicas? Por las descripciones que tenemos eran profesionales, cambiaba mucho, tenía que haber una agencia detrás. Espero tener pronto el análisis de las llamadas de su móvil y poder identificarla.

Serrano pertenecía a una familia que durante varias generaciones había servido en los cuerpos de seguridad del Estado. Tenía recuerdos de todos los grandes crímenes sucedidos en el país desde comienzos del siglo XX, a través de los relatos familiares. Había oído contar a su abuelo paterno el atentado que sufrió Alfonso XIII el día de su boda. Cuando la regia carroza regresaba de la iglesia de los Jerónimos al Palacio Real, al llegar a la calle Mayor, un hombre tiró a los novios, desde el balcón de una pensión, un gran ramo de flores que chocó contra los cables del tranvía. Allí rebotó, desviándose de su recorrido, para ir a caer a la parte de la calle que vigilaba el antepasado de Serrano. Una mujer salió de improviso de la acera y corrió intentando recoger el ramo en el aire. El policía salió tras ella tratando de interceptarla, pero un empenachado caballo se interpuso en su camino y cayó en el suelo. Aquel día volvió a nacer, porque las flores ocultaban una bomba que explotó cuando la mujer las atrapó al vuelo, mató a veintitrés personas e hirió a otras cien. Mientras, la Reina aparecía indemne con el traje nupcial cubierto de sangre. Cuando el antepasado de Serrano pudo levantarse del suelo, la mujer había fallecido y él apenas tenía algunos rasguños y hematomas que se había producido al caer con fuerza contra el pavimento.

Su padre participó en la investigación del asesinato de los marqueses de Urquijo y siempre tuvo su propia teoría que nunca ocultó y que nadie quiso escuchar. Serrano podía levantar el teléfono y consultar acerca de casi cualquier caso con un pariente más o menos cercano en la Guardia Civil, en la Policía Nacional, en los Mossos o en la Ertzaintza. Pero sobre todo, tenía el instinto de supervivencia. Su familia había trabajado en un siglo convulso al servicio del Estado, aunque no siempre del país. Los gobernantes se habían sucedido, la monarquía se fue, llegó la república, la Guerra Civil, el franquismo y otra vez la monarquía y la democracia. Adaptarse a los cambios sin perder pie, conservar el empleo y un cierto respeto no había sido fácil. Por eso al escuchar el nombre de La Agencia en su cerebro sonó una alarma.

—¿Una agencia? ¡Joder! ¿Usted sabe lo que dice? Nunca les hemos podido poner la mano encima, tienen los mejores abogados, matones, nadie declara en su contra, esconden contactos en las altas esferas. Sus clientes son jueces, obispos, militares, políticos, artistas, empresarios. Hay que buscar otro camino.

—Su señoría firmó la autorización, usted mismo la pidió. ¿No lo recuerda? No podemos ignorar la respuesta ahora.

—Lucía, tú irás a parar a Ceuta y yo a Melilla, eso si no se enteran de que estamos juntos. En ese caso yo iré a Melilla y tú a la embajada en el Pakistán como agregada de seguridad. Si no nos matan antes.

—Melilla es de la Guardia Civil

—Ya me entiendes

Pero yo tenía otros motivos, para mí el trabajo en la policía era algo más que una profesión, algo más que una cuestión personal, tenía una misión que cumplir y él lo sabía.

—No tengo hijos —continué— ni casa propia, ni horario, ni casi amigos; mi madre está en una residencia y a veces me despierto por la noche preguntándome si hago bien teniéndola allí. No he sacrificado mi vida para ir detrás de cuatro chorizos y ejecutar desahucios o montarles la guardia pretoriana a personajes a los que nadie amenaza, sino para atrapar a cabrones como este, hacer justicia a mujeres como Carla Echevarría y dejar este mundo un poco mejor que lo encontré. Es el momento de decidir, de jugársela o de echar tierra al asunto y yo quiero ir adelante, demostrar quién era Palacios, quiénes eran sus amigos, quién le ayudaba, si la mató, por qué y cómo. Detrás de él hay una trama mafiosa que le proporcionó los sicarios, quizás la misma que le proporcionaba las chicas. Podemos identificarlos y ellos nos llevarán a sus jefes.

—¿Cómo? No tenemos nada, ni testigos, ni informes de balística, ni huellas. Nada.

—Tenemos el ADN de uno de ellos. Llamé a Peris, el forense con el que hemos trabajado otras veces, y le pedí que hiciera la prueba de las muestras de sangre que hallamos en el piso. Una es de la víctima, otra de Ángeles Julve, el resto de una persona desconocida: uno de los asesinos. Quizás caigan un montón de peces todavía vivos, tiburones y de los grandes, quizás él solo era un gancho, quizás no tenía nada que ver, pero en ese caso habría que descartarlo y buscar de nuevo. Es nuestra ocasión, esto o cortarnos la coleta. No tendremos otro asunto igual. La juez quiere llegar hasta el final, tenemos a nuestro lado hasta a Amnistía Internacional, los tiempos han cambiado.

—Pero no tanto, falta nos van a hacer si seguimos adelante. Ella está muerta, ya no tiene remedio. El doctor la mató y luego se suicidó. Hay indicios y muchos precedentes. La ruina económica es una de las principales causas de suicidio en los varones adultos, eso dicen los psicólogos. Con esto se cierra el caso. Ya es el momento de empezar una nueva vida. Quizás buscar un destino más cómodo, Asturias, Extremadura, allí nunca pasa nada, la cárcel de Badajoz está medio vacía. Hay ciudades que no están solicitadas, dicen que son aburridas, pero nosotros ya hemos tenido bastante diversión. Aún puedo tener hijos, un huerto y una vida tranquila, sin miedo a que el teléfono suene de madrugada. Lo quiero y lo quiero contigo, piénsalo.

—No tengo nada que pensar, está decidido. Resolvemos este caso y asumimos las consecuencias. Podemos rehacernos fuera si nos echan o nos hacen la vida imposible. Quiero llegar hasta el final y la jueza también. Esta es la ocasión de hacer aquello para lo que entramos en la Escuela de Policía.

—¿El informe del forense es escrito o verbal?

—Verbal por el momento, aún no ha mandado el escrito.

—Hablemos esto fuera

—Dentro de cinco minutos tengo citado al psicólogo de la Clínica Fedora, no sé a qué hora acabaré, mañana tengo a la enfermera. ¿Quedamos el sábado?

—¿A las diez en tu casa?

—De acuerdo.

Alameda 54

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