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2 La disolución de las parejas

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Antes de entrar a analizar las consecuencias de carácter fiscal que pueden surgir ante la ruptura de una pareja, procede dedicar un primer apartado a delimitar los principales aspectos de los diferentes supuestos que las pueden generar, empezando por distinguir los matrimonios y las parejas de hecho1. Y es que, como ha dejado claro el Tribunal Constitucional (TC) en sentencias como la 180/2001, de 17 septiembre de 2001, la institución del matrimonio y la de las parejas de hecho responden a realidades jurídicas diferentes, por lo que, en tanto que no pueden equipararse, nada impide que tengan un tratamiento jurídico diferenciado y, en consecuencia, una diversa atribución de derechos y obligaciones (sin que ello infrinja de por sí el derecho fundamental de igualdad previsto en el art. 14 de la Constitución –CE–)2.

Así, por lo que respecta a los matrimonios, debe destacarse que, de conformidad con el art. 149.1.8.ª de la CE, el Estado tiene competencia exclusiva en materia de legislación civil, precisando que, entre otras, esta abarcará “en todo caso” las relaciones jurídico-civiles relativas a las formas de matrimonio. No obstante, como añade, esta atribución competencial al Estado se realiza sin perjuicio de que las Comunidades Autónomas (CCAA) puedan conservar, modificar y desarrollar sus derechos civiles forales o especiales “allí donde existan” (es decir, el Derecho que históricamente ha sido y sigue siendo propio de su territorio y que es competencia de su poder legislativo)3, ya que, como consta en su Disposición adicional (DA) tercera, la CE ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales (aunque deberán actualizarse en el marco constitucional y de los respectivos Estatutos de Autonomía)4.

En concreto, por lo que respecta a su aplicación respecto a los efectos del matrimonio, establece el art. 9.2 del Código Civil (CC) que estos se regirán por la ley personal común que tengan los esposos al tiempo de contraerlo; en defecto de esta, por la ley personal o la de la residencia habitual de cualquiera de ellos elegida por ambos en documento público otorgado antes de la celebración del matrimonio; a falta de elección, por la de la residencia habitual común inmediatamente posterior a la celebración del matrimonio; y, a falta de dicha residencia, por la del lugar de celebración del matrimonio. Sin embargo, aunque resulte procedente un determinado Derecho foral, será igualmente de aplicación supletoria general el Derecho común, y es que, por lo que a la institución del matrimonio se refiere, la mayoría de previsiones forales son relativas al régimen económico matrimonial5.

Por su parte, en relación con las parejas de hecho, procede destacar, en primer lugar, que, en tanto que manifestación del derecho fundamental al libre desarrollo de la personalidad establecido en el art. 10 de la CE, el TC ha reconocido su plena legalidad, añadiendo que, ya exista o no descendencia, la familia que conformen debe estar tan protegida por los poderes públicos, con base en el art. 39 de la CE, como la creada mediante la unión matrimonial6. Sin embargo, como también ha precisado, ambas instituciones no constituyen situaciones equivalentes, dejando claro que su diferencia de trato no vulnera necesariamente el principio de igualdad del art. 14 de la CE (ya que, como estableció el Tribunal Supremo (TS) en la Sentencia 913/1992, de 21 de octubre de 1992 (rec. núm. 1520/90), si, pudiendo optar por casarse, dos personas eligieron libremente esta forma de unión, fue, en la generalidad de los casos, para no quedar sometidos a la normativa que regula el matrimonio).

Además, como destacó la STC 184/1990, de 15 de noviembre de 1990, tampoco en la CE el matrimonio y la convivencia extramatrimonial son realidades equivalentes, ya que solo el primero viene garantizado por la misma como institución social (al reconocer en su art. 32 el derecho del hombre y la mujer a contraerlo con plena igualdad jurídica y reservar su régimen jurídico a la Ley).

Sin embargo, como se desprende de la Sentencia del Tribunal Supremo (STS) de 4 de marzo de 1997 (rec. núm. 923/1993), este posicionamiento tanto del TC como del TS parte de que los convivientes extramatrimoniales, “en uso de su libertad, han optado por esa forma de unión, no sujetándose al cúmulo de derechos y deberes que componen el estado civil de casado”, por lo que, como precisó la STC 180/2001, de 17 de septiembre de 2001, la legitimidad constitucional del trato diferenciado a la luz del art. 14 de la CE requerirá examinar “si quienes convivían more uxorio, tenían libertad para contraer matrimonio y si las causas que hipotéticamente lo impedían resultan constitucionalmente admisibles, ya que de no ser así, deberá concluirse que esa ausencia de libertad conlleva ex art. 14 CE una obligada igualdad de trato”.

De este modo, la STC 155/1998, de 13 de julio de 1998, otorgó el amparo ante dos convivientes que no habían podido casarse al no existir, durante los años alegados, la posibilidad de divorciarse (ya que todavía no se había dado cumplimiento al mandato contenido en el art. 32.2 CE de regular las causas de disolución del matrimonio), aunque, como han precisado otras sentencias, como la STC 39/1998, de 17 de febrero de 1998, dicho motivo debe denegarse si, desde la entrada en vigor de la Ley 30/1981, los miembros de una pareja de hecho ya se hubieran podido casar de nuevo.

Asimismo, la STC 180/2001, de 17 de septiembre de 2001, reconoció el amparo a unos convivientes que se vieron impedidos para contraer matrimonio en tanto que la normativa existente en España durante su convivencia (anterior a la CE) requería que fuera religioso o, para que fuera civil, que los contrayentes hicieran una declaración expresa de no profesar la religión católica, lo cual, “en cuanto exigencia de manifestación de creencias religiosas, positivas o negativas, resulta incompatible con los derechos reconocidos en el art. 16 CE” (por lo que “tal falta de libertad efectiva para contraer matrimonio civil determina, conforme a la doctrina constitucional expuesta, la atribución a la demandante de los mismos beneficios que si hubiera contraído matrimonio”).

Sin embargo, sentencias como la STC 66/1994, de 28 de febrero de 1994, denegaron la eventual vulneración del art. 14 de la CE ante un supuesto en el que el motivo esgrimido para no haberse casado había sido la ideología anarquista de uno de los convivientes (alegando que era contraria a formalizar la relación afectiva estable entre hombre y mujer a través de una institución eclesiástica o de la propia Administración), entendiendo que tales consideraciones no eran sino expresión de la libertad de contraer o no matrimonio.

De todos modos, cabe destacar por último que este posicionamiento del TC y el TS no ha conllevado que toda diferencia de trato entre los matrimonios y las parejas de hecho haya sido considerada no discriminatoria y, por ende constitucional, sino que, a pesar de la polémica surgida al respecto, en algún caso sí que se ha declarado contraria a la CE. En concreto, y aunque contó con dos votos particulares en contra, así ocurrió con la STC 222/1992, de 11 de diciembre de 1992, la cual declaró inconstitucional el art. 58.1 del Texto Refundido Ley de Arrendamientos Urbanos, aprobado por el Decreto 4104/1964, de 24 de diciembre, en la medida en que excluía del beneficio de la subrogación mortis causa en el contrato de alquiler, que reconocía al cónyuge supérstite, a quien hubiere convivido de modo marital y estable con el arrendatario fallecido.

Así, consideró que “la norma excluyente cuya constitucionalidad está aquí en cuestión muestra –tal como ya se ha adelantado– una finalidad protectora de la familia, pero la diferenciación que introduce entre el miembro supérstite de la pareja matrimonial y el que lo sea de una unión de hecho no solo carece de un fin aceptable desde la perspectiva jurídico-constitucional que aquí importa, sino que entra en contradicción, además, con fines o mandatos presentes en la propia norma fundamental” (como el art. 47 de la CE, al reconocer que “todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada”). Y es que, como añadió, la reiterada doctrina del TC acerca del triple examen al que deben someterse las diferencias de trato para resultar conformes con el principio de igualdad también deben operar en casos como el planteado, en el sentido de que “las diferenciaciones normativas habrán de mostrar, en primer lugar, un fin discernible y legítimo, tendrán que articularse, además, en términos no inconsistentes con tal finalidad y, deberán, por último, no incurrir en desproporciones manifiestas a la hora de atribuir a los diferentes grupos y categorías derechos, obligaciones o cualesquiera otras situaciones jurídicas subjetivas”.

No obstante, como se señalaba, bien es cierto que la calificación como situaciones objetivamente equivalentes que, como punto de partida, requiere dicho análisis también ha sido denegada por la doctrina del TC respecto a los matrimonios y las parejas de hecho, sin perjuicio de que, dada su similitud en términos familiares y de convivencia, sería más que conveniente equipararles el trato en términos, cuanto menos, de protección.

Y más considerando que la institución de las uniones estables de pareja ya se encuentra hoy jurídicamente formalizada, habiéndose aprobado su normativa y los diferentes registros para su inscripción por parte de las distintas CCAA (en tanto que, a diferencia de lo que contempla el art. 149.1.8.ª de la CE en relación con los matrimonios, el texto constitucional no reserva al Estado competencias exclusivas al respecto). Por consiguiente, ni existe un único registro nacional (sino que cada autonomía tiene el suyo propio) ni hay homogeneidad acerca de sus requisitos, derechos y obligaciones7, dependiendo estos últimos de la normativa que resulte aplicable a cada unión en particular en función de su lugar de residencia y, en buena medida, de aquello que libremente hayan pactado las partes (con independencia, lógicamente, de los deberes que en cualquier caso resultan inherentes a la filiación8).

La fiscalidad ante las rupturas de pareja

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